miércoles, octubre 02, 2019

La pastillita azul | GUILLEM MARTÍNEZ

La pastillita azul | ctxt.es





CARTA AL SUSCRIPTOR

La pastillita azul


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18 DE SEPTIEMBRE DE 2019


El 1 de octubre, CTXT abre nuevo local para su comunidad lectora en el barrio de Chamberí. Se llamará El Taller de CTXT y será bar, librería y espacio de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y eventos culturales de toda índole. Puedes hacerte socia/o en este enlace y tendrás descuentos de hasta el 50% en todas las actividades.
No ha habido Gobierno de coalición o de progreso. Lo que no es una novedad. Lo novedoso son las razones. Las ignoramos. Absolutamente. Quien diga lo contrario, miente o improvisa. Que viene a ser lo mismo. Quien apunta una razón, literalmente apunta una razón, entre muchas. Y, en efecto, son muchas las razones. Y, en su conjunto construyen una decisión cara, complicada, peligrosa, arriesgada y, por encima de todo, incomprensible. Los actos incomprensibles usualmente son culturales. Obedecen a reglas de juego inconfesables, invisibles e informulables. Pero sí analizables y verbalizables. Me atrevo, a estas horas, a organizarlas en una. Esta: el vértice de la pirámide del PSOE –por otra parte, un partido absolutamente vertical, como todos los que nos ofrece el mercado– ha apostado por un cambio cultural. Descomunal. Ha decidido tomarse la pastillita azul que consumen las derechas y ultraderechas europeas y americanas.
No hay que confundir la pastillita azul con la pastilla azul de Matrix, aunque sea su prima hermana. La pastillita azul es la de viagra. Con ella, las derechas han ganado fortaleza, electricidad, épica y diversión. Las derechas son, actualmente, el único discurso revolucionario en el planeta. Pretenden un cambio revolucionario: un giro hacia la libertad más absoluta, dejando atrás toda la opresión que suponía la corrección de la pobreza, el reparto de la riqueza, el enojoso pago continuado de impuestos. Aparte de toda esa liberación, ofrecen la diversión de una vida peligrosa, repleta de enemigos de Occidente, malvados, y de sus cómplices locales, personas que no entienden la ola continua de libertad que supone pertenecer a este país milenario, comprometido con la democracia y la igualdad varios millones de años antes de que la democracia y la igualdad se formularan en el resto del mundo. La pastillita azul te permite decir eso por horas, días, años. Crear, elaborar, multiplicar ese relato. Y reducir las alusiones a la realidad, en la que hasta hace poco se integraba, en ocasiones, la política. Permite no hablar de una política real cara, incomprensible, invisible e informulable.
Apostar por la pastillita azul es una decisión trascendente. Consiste en asentar, en el grueso del arco parlamentario local, la idea de relato –esto es, el uso desmesurado de la propaganda, de la centralización informativa, de la desinformación– por encima de la idea de política. En un momento de crisis de la socialdemocracia, en el que solo emiten la socialdemocracia nórdica y la belga y holandesa, consiste en una revolución en la socialdemocracia. Apostar por los descubrimientos de las derechas. Fundir sus discursos, introduciendo en ellos cotas y cuotas simpáticas y anecdóticas sobre la igualdad de sexos, sobre la cosa género, sobre lo triste que es que los alquileres sean tan altos, o sobre el hecho de que la próxima crisis la pagarán los menos favorecidos por la diosa Fortuna, una situación que, si quieres trabajar en serio, siempre puede cambiar. Consiste en asumir que la izquierda puede ser asumida si asumes aquello en lo que se ha convertido. Identidades.
Supone un gran cambio cultural, que tendrá consecuencias. Hasta ahora, para mentir, las izquierdas tenían sus propios mecanismos. Ahora, el mayor partido no derechista de España ha optado por las herramientas que las derechas han ido inventando desde 1973, y con las que han entrado, impolutas, victoriosas, en el siglo XXI. Cabe suponer que, como en las derechas, su nuevo discurso será revolucionario y arrinconará a otras izquierdas, tristes, que defienden objetos tristes, como que el mundo no pita. Cabe suponer también que esta operación puede llevar a la inutilidad funcional a toda izquierda que participe del nuevo discurso de las derechas.
El sentido de esta carta es el de hacerles partícipes de este punto de vista, así como el de darles las gracias por dejarnos investigar ese cambio cultural en el PSOE. Decían los chinos que describir un ejército era la primera forma de combatirlo. Gracias por permitirnos describir el proceso de no-investidura, iniciado en mayo. Y gracias por permitirnos describir los nuevos fenómenos que se dibujan hasta, se supone, las próximas elecciones. 

AUTOR

  • Guillem Martínez

    Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo) y de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo).

jueves, septiembre 26, 2019

«Sabbat», el último artículo de Oliver Sacks

«Sabbat», el último artículo de Oliver Sacks



Tras licenciarse en 1960, Sacks se alejó de su patria y su familia. Sobre estas líneas, imagen de esa época

Tras licenciarse en 1960, Sacks se alejó de su patria y su familia. Sobre estas líneas, imagen de esa época



«Sabbat», el último artículo de Oliver Sacks

¿Neurólogo o escritor? Oliver Sacks, que falleció el 30 de agosto, dedicó por entero su vida a ambas pasiones. En el último artículo que publicó, «Sabbat», el autor de «Despertares» aborda los días finales de su enfermedad y descarga su conciencia





oliver sacks@ABC_Cultural
Actualizado:





Mi madre y sus diecisiete hermanos y hermanas se criaron como judíos ortodoxos; su padre aparece en todas las fotografías con una kipá, y me contaron que se despertaba si se le caía durante la noche. Mi padre también creció en un ambiente ortodoxo.
Mis padres eran muy conscientes del cuarto mandamiento judío («Recordad el día del sabbat, santificadlo») y el sabbat (Shabbos, como lo llamábamos los judíos de origen lituano) era completamente distinto del resto de la semana. No estaba permitido trabajar, ni conducir, ni usar el teléfono; estaba prohibido encender luces o estufas. Dado que eran médicos, mis padres hacían excepciones. No podían dejar el teléfono descolgado ni evitar del todo conducir; tenían que estar disponibles, en caso necesario, para ver pacientes, operar o traer bebés al mundo.


Vivíamos en una comunidad judía bastante ortodoxa de Cricklewook, en la zona noroeste de Londres; el carnicero, el panadero, el tendero, el verdulero, el pescadero, todos cerraban la tienda con tiempo para el Shabbos y no volvían a abrirla hasta el domingo por la mañana. Todos ellos, e imaginábamos que todos nuestros vecinos, celebraban el Shabbos de una forma muy parecida a la nuestra.


«La II Guerra Mundial diezmó la comunidad judía de Cricklewood»


Hacia el mediodía del viernes, mi madre se despojaba de su identidad y atuendo de cirujana y se dedicaba a preparar gefilte [albóndigas de pescado molido y aliñado] y otros manjares para el Shabbos. Justo antes del anochecer, encendía las velas rituales ahuecando las manos en torno a las llamas y murmurando una oración. Todos nos poníamos ropa limpia y nueva de Shabbos y nos reuníamos para la primera comida del sabbat, la cena. Mi padre levantaba su copa de vino de plata y entonaba las bendiciones y el Kiddush [una plegaria] y, tras la cena, nos dirigía a todos mientras dábamos gracias por la comida.




Bollos de miel

Los sábados por la mañana, mis tres hermanos y yo arrastrábamos a nuestros padres hasta la sinagoga de Cricklewood, en Walm Lane, un enorme templo construido durante la década de 1930 para acoger a parte de los judíos que se trasladaron del East End a Cricklewood en aquella época. La sinagoga siempre estaba llena durante mi infancia y todos teníamos un sitio asignado, los hombres abajo y las mujeres –mi madre, varias tías y primas– arriba; cuando era pequeño, a veces las saludaba con la mano durante la celebración. Aunque no entendía el hebreo del libro de oraciones, me encantaba su sonido y, sobre todo, escuchar las antiguas plegarias medievales cantadas, dirigidas por el maravilloso cantor de la sinagoga.
Todos nos reuníamos y nos entremezclábamos fuera de la sinagoga tras la celebración; y solíamos caminar hasta la casa de mi tía Florrie y sus tres hijos para rezar una plegaria, acompañada de vino tinto dulce y bollos de miel, lo justo para estimular el apetito antes de la comida. Tras un almuerzo frío en casa, a base de pescado gefilte, salmón cocido y gelatina de remolacha, los sábados por la tarde –si no los interrumpían las llamadas médicas de emergencia para mis padres– los dedicábamos a las visitas familiares. Mis tíos, tías y primos venían a tomar el té con nosotros, o nosotros íbamos a su casa; todos vivíamos a poca distancia unos de otros.


«Mi madre bajó las escaleras y me gritó: "Eres una abominación”»


La Segunda Guerra Mundial diezmó la comunidad judía de Cricklewood y la comunidad judía de Inglaterra, en general, perdió miles de personas durante la posguerra. Muchos judíos, entre ellos algunos primos míos, emigraron a Israel; otros se fueron a Australia, Canadá o Estados Unidos; mi hermano mayor, Marcus, se marchó a Australia en 1950. Muchos de los que nos quedamos asimilamos y adoptamos formas más diluidas y moderadas del judaísmo. Nuestra sinagoga, que se llenaba hasta los topes cuando yo era niño, se iba vaciando de año en año.
Canté mi correspondiente bar mitzvah en 1946 en una sinagoga relativamente llena, en parte con muchos de mis familiares, pero para mí este fue el final de las prácticas judías formales. No adopté los deberes rituales de un judío adulto –rezar a diario, ponerse las filacterias antes de la oración de cada mañana– y, poco a poco, me fui volviendo más indiferente a las creencias y costumbres de mis padres, aunque no hubo ningún momento específico de ruptura hasta que tuve dieciocho años. Fue entonces cuando mi padre, al preguntarme por mis sentimientos sexuales, me obligó a admitir que me gustaban los chicos.
«No he hecho nada –dije–, sólo es un sentimiento; pero no se lo cuentes a mamá, no será capaz de asimilarlo.»
Pero sí se lo contó y, a la mañana siguiente, ella bajó las escaleras con una mirada horrorizada y me gritó: «Eres una abominación. Ojalá no hubieses nacido». (Sin duda tenía en mente la frase del Levítico que dice: «Si un hombre yaciera con otro varón como si yaciera con una mujer, habrá cometido una abominación: ambos habrán de morir; su sangre se derramará sobre ellos»).

Mis raíces

Nunca se volvió a mencionar el asunto, pero sus durísimas palabras me hicieron odiar la capacidad que tiene la religión para la intolerancia y la crueldad.
Tras licenciarme como médico en 1960, me alejé abruptamente de Inglaterra, de la familia y de la comunidad que tenía allí, y me marché al Nuevo Mundo, donde no conocía a nadie. Cuando me trasladé a Los Ángeles, encontré una especie de comunidad entre los levantadores de pesas de Muscle Beach y entre los demás residentes de neurología de la UCLA, pero ansiaba una conexión más profunda –un «significado»– en mi vida, y fue la falta de esto, creo, lo que me condujo a una adicción casi suicida a las anfetaminas durante la década de 1960.
La recuperación empezó, poco a poco, cuando encontré un trabajo que valía la pena en Nueva York, en un hospital de enfermos crónicos en el Bronx (el «Monte Carmelo» sobre el que escribí en Despertares). Estaba fascinado por los pacientes que tenía allí, me entregué plenamente a ellos y sentí que contar sus historias era una especie de misión; historias sobre situaciones casi desconocidas, casi inimaginables, para la gente en general y, desde luego, para muchos de mis compañeros de profesión. Había descubierto mi vocación y me dediqué a ella con obstinación, con determinación, con pocas muestras de apoyo por parte de mis compañeros.


«La falta de un 'significado' en mi vida me condujo a una adicción a las anfetamintas»


Casi sin darme cuenta, me convertí en un narrador en una época en la que la narrativa médica prácticamente había desaparecido. Pero eso no me disuadió, porque sentía que mis raíces estaban en las grandes historias clínicas neurológicas del siglo XIX (y en esto me sentía alentado por el gran neurofisiólogo ruso A. R. Luria). Era una existencia solitaria, casi monacal, pero profundamente satisfactoria, que llevé durante muchos años.
Durante la década de 1990 conocí a mi primo y coetáneo Robert John Aumann, un hombre de aspecto llamativo por su complexión robusta y atlética y por una larga barba blanca que, aun con sesenta años, le hacía parecer un antiguo sabio. Un hombre de gran capacidad intelectual, pero también de gran ternura y calidez humana, con un profundo compromiso religioso («compromiso» es, de hecho, una de sus palabras favoritas). Aunque, en su trabajo, defiende la racionalidad en la economía y los asuntos humanos, no considera que exista un conflicto entre la razón y la fe.
Insistió en que tuviese una mezuzah [un pergamino con versículos de la Torá] en mi puerta y me trajo una de Israel. «Sé que no eres creyente –me dijo–, pero deberías tener una pese a todo.» No discutí con él.

Cargado de cacerolas

En una extraordinaria entrevista de 2004, Robert John hablaba de su trabajo de toda una vida en el ámbito de las matemáticas y la teoría del juego, pero también de su familia; de que iba a esquiar y a hacer alpinismo con sus casi treinta hijos y nietos (un cocinero especializado en comida judía, cargado con cacerolas, los acompañaba) y de la importancia del sabbat para él.
«La observancia del sabbat es extremadamente hermosa –decía–, y es imposible si no se es religioso. Ni siquiera tiene que ver con mejorar la sociedad; se trata de mejorar la calidad de vida de uno mismo.»
En diciembre de 2005 Robert John recibió el Premio Nobel por sus cincuenta años de importantísimos trabajos sobre economía. No fue precisamente un invitado fácil para el comité del Nobel, ya que fue a Estocolmo con su familia, incluidos muchos de sus hijos y nietos, y a todos hubo que proporcionarles platos, utensilios y comida preparados según las normas judías y ropa de gala especial, que no contuviese mezcla de lana y lino, prohibida por la Biblia.


«La paz del sabbat, de un mundo que se ha detenido, era palpable»


Ese mismo mes, me dijeron que tenía cáncer en un ojo y, mientras me estaban tratando en el hospital al mes siguiente, Robert John fue a visitarme. Se presentó con un montón de historias entretenidas sobre el Premio Nobel y la ceremonia de Estocolmo, pero me explicó que, si le hubiesen obligado a viajar a Estocolmo un sábado, habría rechazado el galardón. Su compromiso con el sabbat, con su tranquilidad absoluta y su alejamiento de los problemas mundanos, se habría impuesto incluso al Nobel.
En 1955, cuando tenía veintidós años, pasé varios meses en Israel trabajando en un kibutz y, aunque disfruté de ello, decidí no volver. A pesar de que muchos de mis primos se habían trasladado allí, la política de Oriente Próximo me llenaba de inquietud, y sospechaba que me encontraría fuera de lugar en una sociedad tan religiosa. Pero en la primavera de 2014, al enterarme de que mi prima Marjorie –que había sido una protegida de mi madre y había trabajado en el campo de la medicina hasta los noventa y ocho años– estaba cerca de la muerte, la llamé a Jerusalén para despedirme. Su voz era inesperadamente fuerte y resonante, con un acento muy parecido al de mi madre. «No tengo intención de morirme ahora mismo –me dijo–. Celebraré mi centenario el 18 de junio. ¿Vendrás?»

El mundo se detiene

Respondí que sí, por supuesto. Cuando colgué, me di cuenta de que, en unos cuantos segundos, había cambiado una decisión tomada casi sesenta años atrás. Fue una visita puramente familiar. Celebré los cien años de Marjorie con ella y toda su familia. Vi a otros dos primos con los que había convivido mucho en Londres, innumerables primos segundos y lejanos y, por supuesto, a Robert John. No recordaba haberme sentido arropado por la familia de ese modo desde que era pequeño.
Me daba un poco de miedo visitar a mi familia ortodoxa con mi amante, Billy –las palabras de mi madre aún resonaban en mi mente–, pero Billy también fue acogido con cariño. Me quedó claro lo mucho que las actitudes han cambiado, incluso entre los ortodoxos, cuando Robert John nos invitó a Billy y a mí a participar junto a su familia en la primera comida del sabbat.
La paz del sabbat, de un mundo que se ha detenido, un tiempo fuera del tiempo, era palpable, lo llenaba todo, y me vi inundado de añoranza, algo parecido a la nostalgia, mientras me preguntaba qué habría pasado: ¿y si esto y aquello y lo otro hubiesen sido de otra forma? ¿Qué clase de persona podría haber sido yo? ¿Qué clase de vida podría haber llevado?


«En febrero, sentí que tenía que ser igual de sincero respecto a mi cáncer»


En diciembre de 2014 terminé mi autobiografía, On the Move [Anagrama la publicará en noviembre bajo el título En movimiento. Una vida], y le entregué el manuscrito a mi editor, sin siquiera imaginar que unos días después me enteraría de que padecía un cáncer metastásico, causado por el melanoma que tuve en el ojo nueve años antes. Me alegra haber podido terminar la autobiografía sin saberlo y haber sido capaz, por primera vez en mi vida, de hacer una declaración completa y sincera sobre mi sexualidad, enfrentándome al mundo abiertamente, sin más secretos culpables en mi interior.
En febrero, sentí que tenía que ser igual de sincero respecto a mi cáncer (y la proximidad de la muerte). Estaba, de hecho, en el hospital cuando mi ensayo sobre este tema, «My Own Life», se publicó en The New York Times. En julio escribí otro artículo para el periódico, «My Periodic Table», en el que el cosmos físico, y los elementos que tanto me gustaban, cobraban vida propia.


Y ahora, débil, sin aliento, con mis antes firmes músculos desvanecidos por culpa del cáncer, veo que mis pensamientos se dirigen no hacia lo sobrenatural o lo espiritual, sino hacia lo que significa vivir una existencia buena y que vale la pena (alcanzar una sensación de paz con uno mismo). Veo que mis pensamientos vuelan hacia el sabbat, el día de descanso, el séptimo día de la semana y quizás, también, el séptimo día de la propia vida, cuando uno siente que ha terminado su trabajo y puede descansar, sin cargo de conciencia (Traducción: Newsclips)

miércoles, septiembre 25, 2019

Reza Aslan: “Dios es una idea. No me interesa la pregunta sobre si existe o no”

Reza Aslan: “Dios es una idea. No me interesa la pregunta sobre si existe o no” | Cultura | EL PAÍS

El estudioso de las religiones Reza Aslan.



Reza Aslan​: “Dios es una idea. No me interesa la pregunta sobre si existe o no”

El estudioso de las religiones analiza en 'Dios. Una historia humana' el origen de las creencias y la tendencia universal a humanizar lo divino



RICARDO DE QUEROL



Madrid 25 SEP 2019 - 11:37 CEST

¿Una biografía de Dios? No: un relato de cómo los hombres han modelado a los dioses a su imagen y semejanza. Pero este libro, en apariencia escéptico, no niega a Dios y aporta ingredientes al debate sobre por qué todas las culturas, en todo tiempo y lugar, han buscado una dimensión espiritual. El cerebro humano, dice Reza Aslan, tiende a creer en Dios, en dioses o, como mínimo, en un alma. ¿Era una ventaja evolutiva? No, no lo era: busquen la explicación en otra parte.





“No me interesa la pregunta de si existe o no existe Dios, que es imposible de responder. La pregunta que me ha llevado a escribir este libro es qué se quiere decir cuando se dice la palabra Dios. Esa es una palabra casi universal. Y cada uno entiende algo muy diferente”, explica por teléfono desde Los Ángeles este estudioso de las religiones, autor de Dios. Una historia humana, que Taurus publica ahora en español.



Aslan (Teherán, 47 años), profesor de la Universidad de California, sabe de creencias porque las ha estudiado para varios instituciones académicas, ha publicado libros y se ha fajado en conferencias y debates. Y porque ha vivido fes diversas. Sus padres iraníes llegaron a EE UU huyendo de la revolución de Jomeini. De niño fue musulmán (chií); en la adolescencia se convirtió al cristianismo (evangélico); luego volvió al islam y, tras acercarse al sufismo, hoy se define como panteísta. Lo que “no es una moda new age”, advierte, sino “probablemente la creencia más antigua de la humanidad”, que se propone resucitar. “El panteísmo es la negativa a aceptar una distinción entre el creador y la creación; es la creencia de que Dios es todas las cosas y todas las cosas son Dios”.





Pero Aslan no aspira a convertirnos al panteísmo, al que apenas dedica el epílogo. Quiere entender qué hay detrás de todas las religiones, sobre las que adopta distancia: son creaciones humanas, un lenguaje de símbolos. Y encuentra pautas comunes en todas ellas. Ve un impulso religioso en nuestra especie y también una tentación irresistible de humanizar a los dioses, de proyectarnos en ellos. “Tanto si creemos en uno, en muchos o en ninguno, somos nosotros los que hemos modelado a Dios a nuestra imagen y semejanza, y no al revés”.



Primer mito que ataca: que la religión surgió porque fue una ventaja evolutiva, un elemento cohesionador en sociedades primitivas. Él piensa lo contrario: “La religión era una desventaja, porque todos los recursos y esfuerzos que se ponen en expresar sentimientos religiosos se podrían haber empleado en asegurar la supervivencia”, argumenta. Así que la hipótesis más plausible, dice, es que sea “un producto accidental de otra ventaja evolutiva. Un accidente, en otras palabras”. Recuerda Aslan que no había moralidad en los dioses de la antigüedad: por ejemplo, los mesopotámicos o egipcios eran “salvajes y brutales”, y los griegos eran “seres engreídos y caprichosos”.



Segundo mito en cuestión: la religión aparece con la revolución agrícola para afianzar el poder de los líderes. No, dice Aslan: “El impulso religioso tiene cientos de miles de años. Lo que es un fenómeno relativamente reciente es la religión institucionalizada, con sacerdotes o chamanes”.





Reza Aslan: “Dios es una idea. No me interesa la pregunta sobre si existe o no”¿Dios contra la ciencia? ¿La ciencia contra Dios?



”Richard Dawkins: “No eduquen a los niños en dioses ni hadas”



”Karen Armstrong: “Nuestro laicismo está pasado de moda”

Arranca el libro con las primeras manifestaciones de espiritualidad del Homo sapiens, visibles en las pinturas rupestres. Y en un lugar tan sorprendente como Göbekli Tepe, un santuario de cazadores recolectores en la actual Turquía que podría remontarse a 12.000 años antes de Cristo. El primer vestigio de una religión organizada. “Es posible que la construcción de Göbekli Tepe no solo marcase el comienzo del Neolítico, sino el inicio de una nueva concepción de la humanidad”, escribe. Y así enlaza con un tercer desmentido, el de que el sedentarismo fue el efecto de la agricultura. “Se construyeron protociudades con cientos, en algunos casos miles de personas, alrededor de los monumentos religiosos. Una vez que se habían vuelto sedentarios, buscaron la forma de enfrentarse a la creciente población: cultivar alimentos y domesticar animales. Es lo contrario de lo que siempre se ha pensado”, afirma.



El autor repasa los orígenes de los tres grandes monoteísmos, pero cuestiona hasta qué punto pueden considerarse así. Sobre el judaísmo, sostiene —como otros expertos— que es la fusión de dos tradiciones religiosas vecinas, las que rendían culto a los dioses Yahvé y El (o Elohim), de los que se habla de forma diferenciada en el Pentateuco. Porque los autores que dan forma al Antiguo Testamento, desde el exilio en Babilonia, no esconden las muchas contradicciones: “Más bien al contrario. Si uno lee el Génesis, parece un libro, pero en realidad son cuatro libros diferentes escritos en distintos siglos. Es una manta hecha de retazos”.



Otra creencia común que rebate es que Jesús o Mahoma fueran conscientes de estar fundando una religión. “Lo que usted y yo llamamos cristianismo fue creado por Pablo. Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas eran solo otra versión del judaísmo”, dice. Es el evangelio de Juan, el más tardío, el único que diviniza al Mesías. La otra figura determinante es el emperador Constantino, quien, tres siglos después, se enfrenta a la dispersión doctrinal del cristianismo y se propone imponer una versión oficial. Ese proceso acabó en el dogma de la trinidad, el intento de conciliar que un Dios único tenga un hijo que también es Dios. La trinidad, observa, era una ruptura abrupta con el monoteísmo judío, pero “satisfacía los gustos politeístas de los primeros cristianos, que eran mayoritariamente griegos o romanos”.



Tampoco #Mahoma pretendía fundar una religión, según Aslan. “Lo que se ve en Mahoma, y no fue el único de muchos reformadores que hubo en ese tiempo en Arabia, es un intento de volver al monoteísmo original de Abraham. Como pasa a menudo, muy poco después de la muerte de Mahoma, la comunidad que estaba a su alrededor empezó a presentarse como una nueva religión. No hay evidencia de que nadie se declarara musulmán antes de la muerte de Mahoma”, cuenta.



En su evolución personal, Aslan se fijó en los místicos sufíes, que fueron acusados de blasfemos porque decían: “Yo soy Dios”. En ellos encontró lo que buscaba: “el clímax de la creencia en un Dios único, singular, no humano, creador e indivisible”.



—Si Dios es todo, ¿por qué llamarlo Dios y no universo?

—Dios no es un nombre, es una idea. Lo que significa esa idea varía según quién use la palabra. Yo lo definiría como pura existencia. Tiene razón: deberíamos ser más cuidadosos al usar la palabra Dios.



TAMBIÉN LOS "ANTITEÍSTAS" SON EXTREMISTAS

El fanatismo no es para Reza Aslan ninguna novedad en la historia y lo explica como un fenómeno reactivo. “El fundamentalismo religioso reacciona al liberalismo religioso; igual que el fundamentalismo político, como el que vemos en #EEUU, es una reacción a la globalización. Sí, es terrible ver el auge de radicalismos, pero es por el progreso, por el multiculturalismo, por el mayor apoyo a los LGTBI​, y es más importante eso que cómo reaccionan”.



El escritor mete en la categoría de extremistas a ateos militantes como Richard Dawkins o Sam Harris. “El nuevo ateísmo no me parece un movimiento muy intelectual. Un ateo no cree en Dios y ya está. Estos son antiteístas: dicen que la religión es un mal insidioso que debe ser erradicado de la sociedad. Y eso se parece más al fundamentalismo religioso que al ateísmo”.

lunes, julio 01, 2019

Los cuadernos pálidos (1) de Tomás Sánchez Santiago – El Cuaderno

Los cuadernos pálidos (1) – El Cuaderno





Los cuadernos pálidos (1)

/por Tomás Sánchez Santiago/
Entra en casa la pequeña majestad del tomillo de san Juan. Su discreta y soñolienta luz verdosa y su esponjoso botón de felpa quieta bastan para remover el orden. Es el peligro de lo simple, lo que dice Corredor-Matheos en ese poema hecho de telas transparentes que habla de lo que es claro, tan claro que estremece pensarlo. La mano agradece rozarlo de vez en cuando sin más, solo para llevarse ese olor entre los dedos y dejarlo temblando en el aire de la cocina. Y con el olor se meten a la vez en la despensa oscura del corazón el campo y la infancia y la salmodia tajante que ocupaba la vida por un día en aquella ciudad de pulso pequeño y adormilado.
A modo de alfombra, a la entrada de un comercio de Valladolid se puede leer esto: «ENTRA Y VUÉLVETE LOCO COMPRANDO». La orden es inapelable: traspasar el umbral, poseer cuanto sea posible y perder la razón. La invitación es de una obscenidad evidente. Pero también de una exactitud fuera de duda.
Mañana de domingo. Han ido desapareciendo los vecinos a sus casas de verano en pueblos de por aquí cerca. Me asomo al patio y noto la exhalación de un vacío extraño. Es la bocanada del verano, que poco a poco lo va retirando todo a otro espacio algo irreal donde pueden convivir la alegría, el letargo y las irritaciones. El saldo dominante del calor.

© Encarna Mozas.

La muerte de Tomás Salvador lo ocupa todo en mi cabeza. Todo el día ahí su voz de franela, su forma de sonreír con la astucia pequeña de sus dientes, su incomodidad por no poder desaparecer de su cuerpo —algo que lo asemejaba a Cortázar— en determinadas situaciones. Eso es lo que se me impone ahora: maneras de impedir que se vaya del todo. No podrá ser así, ya lo sé. Pero el poeta, cuando se va, se convierte siempre en sus palabras y a ellas habrá que agarrase para encontrarnos con Tomás, para creer en ese mundo que él delineó para nosotros en tantos poemas que nos permiten entrar en un territorio que nunca falla porque el resplandor de cada ser acaba por ganar la vez a todo aquello que pretende oscurecerlo. O, como él mismo decía en aquel poema: «Senté/ a la belleza/ para injuriarla,/ pero ebria y sorda se ha dormido/ en mis rodillas».
Anoche le costó a la luna llena de junio darse a ver. Velada por un desgarrón azul de nubes, estuvo entretenida en el juego esforzado de mostrarse y esconderse durante un buen rato. Incluso cuando se desveló redonda y entera como una criatura frutal dispuesta a abrasarlo todo, volvió a arrepentirse —o algo así— y buscó de nuevo el celaje discreto de las nubes. Así estuvo un tiempo, dudando si salir a acompañarnos toda la noche. Seguí pendiente de su presencia hasta que se fue de mi campo de visión hacia el sur, como ocurre cada anochecer, y regresé a lo que estaba leyendo un poco más confortado ya y agradecido por que su corporalidad se hubiese puesto por fin a batir el cielo con sigilo y consolación.
Se subasta la pistola con la que Van Gogh se quitó la vida. La muestra cuidadosamente un hombre con guantes blancos que  parece, así, un lacayo refinado de la muerte. Una vez más, el mundo ha encontrado ocasión para convencernos de que es posible hacer de cualquier asunto un parque temático. Ahora ha sido esto: convertir en dinero lo que fue angustia y dolor.
Desmantelar un piso: dejar en huesos la memoria.

© Encarna Mozas.

Abro otro cuaderno. Otro de estos cuadernos pálidos. Iré tomando munición de ellos para comenzar la sección que, a propuesta de Álvaro, saldrá a partir de ahora en El Cuaderno. Es lo que me han pedido. O sea, lo que hago siempre: trazar un almanaque desconcertado donde se combinan hechos y apreciaciones de corto alcance con otros sucesos que dejan escuchar el murmullo del mundo.
Viajo a Madrid. Voy a El Prado a ver las piezas de Giacometti. Allí estaban pululando entrometidas por las salas de Rubens o de Velázquez. Era sorprendente ver la majestad escuálida de esas presencias filiformes entre las masas corporales de Rubens o de Tiziano; parecían criaturas sorprendidas de estar allí, en medio de aquella fiesta carnal de luces y volúmenes rotundos, y soportando el ajetreo continuo del museo. Me detuve mucho ante El hombre que camina y no me defraudó lo que esperaba ver hace tanto tiempo: ese impulso decidido, con la fuerza descargada en el pie trasero, esos brazos oscilantes y esa leve inclinación que empuja a la figura con naturalidad suave hacia adelante, en el punto exacto de seguir en movimiento. Di vueltas alrededor de la pieza mientras la gente se arremolinaba en torno a Las meninas (la escultura parecía desentenderse de todo lo que había en la sala de Velázquez) y me hacía gracia su manera escurridiza de querer desaparecer. Volví a pensar —lo sigo haciendo ahora— en escribir ese poema que me tienta hace mucho sobre esta escultura o sobre Giacometti, uno de los artistas del siglo XX que más admiro por su libertad, por su honestidad, por su capacidad de interrogar con su obra sin parecer querer hacerlo. Ya en casa, he vuelto sobre sus escritos para considerarlos después de ver las esculturas en El Prado. Y vuelvo a constatar que el gran conflicto del artista suizo tiene que ver con la fidelidad, con la exactitud subjetiva de lo que él pretende reproducir. Su concepto de todo esto parte de su propia experiencia de observación. Él no acepta instintivamente que las cosas sean como todos las vemos y trata de ajustar las dimensiones de sus hombres y mujeres y de sus cabezas a esa sensación. Es el inicio de un proceso hacia la simplicidad que termina por hacerle decir que ya no necesita salir a pasear al bosque para ver árboles (le basta con ver uno en una calle de París: ver dos me da miedo) o elegir pintar un mantel antes que una cabeza.
Dos letreros de junio. Uno me lo muestra un amigo que lo fotografió para mí en un local de Sanabria: CERRAD LA PUERTA POR FAVOR O POR COJONES. Eso dice el cartel escrito a mano, casi tallado con letras rupestres que dan cuenta de la poca distancia que media entre la súplica y la conminación. El otro letrero está en el bote de champú que uso ahora para lavarme la cabeza. Lo intento leer con los ojos ya ocupados por el entresueño del jabón: CHAMPÚ DE PEPINO PURIFICANTE. Y sigo frotándome con ardor y perplejidad, sin saber muy bien qué clase de ceremonia lustral es esta de lavarse el pelo con esta inquietante pócima.
Se van las últimas cosas de esta casa ya vendida. Aparece el algodón tormentoso y mugriento que se ha ido criando debajo de los muebles y de los electrodomésticos. También lo que ha permanecido allí, a solas y a cubierto, años y años: una cucharilla boca abajo tras un frigorífico; añicos de cristales bajo un lavavajillas. Signos ocultos por más de cuarenta años que reaparecen justo ahora y nos pegan su manotazo en plena cara: te estaba esperando, nos parecen decir antes de agacharnos a recogerlos, para volver a ver en ellos rostros y manos que se fueron, oír voces que también sonaron antes de que esas menudencias cayesen al pequeño abismo casero en el que han permanecido hasta hoy. «Las cosas buscan esconderse», dice el escritor Ildefonso Rodríguez en su último libro, en el que tanto se bate la memoria. Así es. Y cuando las reencontramos hay un juego de escalofríos secretos como cuando nos topamos de frente con alguien a quien no deberíamos saludar porque trae noticias que siempre abrasan.
Los dos piragüistas cruzan por el Duero a primera hora de la mañana, antes de que el calor lo venza todo. Van paleando con ceremonia y lentitud, en delicada consonancia mutua que parece no querer asustar tan pronto al agua. Los pájaros del alba los miran desde las copas de los árboles con esa prevención con que prueban lo primero del día las criaturas matinales.

© Encarna Mozas.

En el insomnio se me viene un verso encima: «Hablar toda la noche de caballos». No sé qué hacer con él y lo suelto, a ver dónde va. Y se va, volando por su cuenta, hasta ese poema que estoy escribiendo para no perder del todo a Tomás Salvador. Lo volví a pensar por la mañana, recién despierto, y vi que la hache se había hecho minúscula. Todo sucedió sin intervención mía. A veces es así.
Reparto de fotografías entre hermanos. Cada uno se queda con un pedazo de la melodía continua que ha ido siendo la historia familiar. Hasta destruirse, destazada ya, la fluencia de la estirpe. Algunos rostros son del todo desconocidos pero tienen en la cara la prueba incuestionable de unos rasgos que los hacen cercanos. Uno de los nuestros. Como el retrato retocado de ese antepasado que nació a mediados del siglo XIX, justo cien años antes que yo. Estaba oculto en el bastidor de un espejo de pared, como un recado avergonzado e incierto. ¿Y qué hacer con él? Nos reunimos para mirarlo de cerca antes de despedirlo para siempre en estas fechas en que hemos puesto a arder —en todos los sentidos— la memoria. No me resisto y le hago una fotografía. No te vayas del todo, le quiero decir con ese gesto.
Un niño llega a casa. Y hasta que se marcha, a todos nos arrastra con él a la infancia.
Esta escena: dos picazas chiando con graznido continuo mientras escoltan al cadáver de otra que yace patas arriba. Seguramente la ha tumbado un golpe de calor. Me detengo a media distancia pero advierten mi presencia y se alejan, no mucho, esperando sin duda a que me vaya para regresar a su puesto. De inmediato me acuerdo del poema de Tomás Salvador, aquel en que una oropéndola permanece en el jardín velando a otra, muerta. Se reproduce la situación ahora con las dos picazas. También a mí me conmueve ese comportamiento, la resistencia a irse, a despedirse del cuerpo muerto («pude seguir el duelo,/ los mínimos desplazamientos, apenas perceptibles al principio,/ que yo no comprendía», dice el poema de Tomás). Pero por fin se irán, como en el poema, y dejarán que la pudrición y el olvido se hagan cargo de todo. Y me lo aplico a mí mismo en estos días de vaciado y de tremendas despedidas, en los que predomina el sabor acre de la intemperie.
Se me ocurrió complementar estos textos con imágenes y se lo propuse a Encarna Mozas, que ha aceptado encantada. Dos, tres fotografías darán otra fuerza a los textos que yo vaya entregando. Eso me parece a mí. Así que comienza este itinerario que la vida y su incertidumbre irán dirigiendo a su modo y a ciegas. Escritura chorreante y fresca, como la leche recién ordeñada; de eso se trata en estos cuadernos pálidos. Palabras lanzadas al vacío como una bengala para no perder un rumbo del que no se sabe mucho qué decir pero al que hay que seguir invocando. O, como dice en un poema Tomás Salvador —a quien quiero volver a traer aquí—: «Yo alimento la llama para alguien que no veo,/ aquel que cruza el valle y de no ser por las brasas/ se pierde y tienta a ciegas/ el camino».

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena(2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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