martes, marzo 12, 2013

Web oficial de Adolfo García Ortega

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Momentos de despertar









10 de febrero
         Leo estos versos de Wallace Stevens: “Tal vez hay momentos de despertar, / extremos, fortuitos, personales”. Sí, miremos donde miremos, estamos en esos momentos. Pero, me pregunto, ¿despertar de qué sueño y a qué realidad?
12 de febrero
Paseo por Madrid. Para mí, sigue siendo una ciudad inagotable, inabarcable, resistente. En lo que antes fue el escaparate de una tienda de ropa ahora hay un muro de ladrillos, sobre el que hay pegados unos carteles sin nada escrito, tan solo está dibujada la imagen de una guillotina. Lo que antes fue un cine, y de estrenos, ahora es el esqueleto de un edificio en ruinas. Se abren, se cierran, se abren, se cierran negocios como un parpadeo incierto, cuyo resultado final es ‘se cierran’. Las personas que antes muy educadamente se acercaban a pedirme la hora o preguntarme por una calle, ahora muy educadamente me piden dinero. Una chica como mi hija, además de pedirme dinero, se me ofrece ella misma. Todos van vestidos como yo. O quizá yo como ellos. Estas no son escenas salidas de ‘Berlin Alexanderplatz’, de Alfred Döblin, son de ahora, de los tiempos Rajoy-Merkel. Vuelvo a mirar la guillotina del cartel. No me inmuto. La veo como algo normal.
13 de febrero
Diálogo. ‘¿Cómo es que no tomamos las calles y hacemos una revuelta que lo ponga todo patas arriba?’, dice uno. ‘Porque la historia nos ha enseñado que, de hacerlo, sucumbiríamos, y de no hacerlo, también’, dice otro. ‘¡Pues antes que vivir paralizados, sucumbamos!’, dice el primero. ‘Sucumbe tú y luego yo lo cuento’, dice el segundo. De los dos, el segundo era un escritor de novela histórica.
15 de febrero
Solo mis amigos más antiguos y queridos saben con qué pasión y provecho sigo leyendo a Elías Canetti. Hace poco me topé con un texto suyo que no recordaba, titulado ‘La profesión de escritor’,
y allí leí algo que me sobrecogió. Imagino que él también debió de experimentar el mismo sobrecogimiento. Por lo visto, según escribe Canetti, encontró en cierta ocasión, por casualidad, una breve nota sin nombre; estaba fechada el 23 de agosto de 1939, esto es, la semana previa a la invasión de Polonia, comienzo de la Segunda Guerra Mundial. La nota anónima en cuestión decía: ‘Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuera escritor, debería poder impedir la guerra’.
Cuenta Canetti que se quedó helado, como yo me quedé helado al leer a Canetti, quien se apresura a destacar que el autor de la nota hoy nos es totalmente desconocido. Solo sabemos que era escritor. Pero, ¡qué manera de echarse el mundo a la espalda! ¿Un escritor de verdad debería poder impedir una guerra? Sin duda que sí, sin duda un escritor de verdad debería enfrentarse a la Historia para poder modificar sus consecuencias contándola. Véase, si no, Los Miserables(la novela, digo). Pero en esto fracasamos todos. 

No me quito de la cabeza la idea sobre qué hemos de hacer los escritores ante la actual crisis política, económica y social tan devastadora que estamos pasando. Hay escritores a quienes la realidad nos interpela e incita constantemente, como si aún fuéramos capaces de poder cambiarla. Lo más sorprendente es que, por mucho que pasen los años y se llenen de decepciones, sigo creyendo que somos capaces de hacerlo. ¿Será este el sueño del que algunos tenemos que despertar? Me resisto a aceptarlo. Prefiero soñar en la calle que en mi cama.
18 de febrero
Me llega una historia emocionante. Una mujer llamada Susi Armendáriz tenía noventa años cuando vio el faro del Cabo de Hornos sin salir de su pueblo, en la Sierra de Gredos. Desde los dieciocho años le había estado leyendo novelas a una vecina de la localidad que era rica, viuda y ciega. A la mujer le gustaba la voz de Susi, aunque cambiara con los años, así que la retuvo a su lado. Susi le leía a diario durante varias horas. Le leyó toda clase de novelas hasta el día que la mujer murió. Entonces Susi ya no era tan joven, habían pasado treinta y cuatro años y en ese tiempo apenas había salido del pueblo. Luego, casi a las pocas semanas de la muerte de la ciega rica, la llamaron para otro trabajo de lectora en otra casa cercana: esta vez para leerle a una mujer enferma, también de poca vista, pero menos rica. Con ella estuvo nada menos que quince años. A esas alturas, Susi tenía ya sesenta y siete y había hecho de la lectura en voz alta su única profesión. Le salieron más trabajos como ese durante los años siguientes. Al final ya no necesitaba leer los libros, sino que repetía a su manera las historias que había leído. Ya anciana, Susi, que no sé casó, vivía sola y también se había quedado casi ciega, se contaba a sí misma las novelas leídas a otras personas como si estuviese recordado episodios de su vida, confundiéndolo todo, realidad, épocas, personajes, ciudades. Sin haber salido de su pueblo, se creía, a sus noventa años, que había estado en lugares muy lejanos, París, la China, Buenos Aires, el Polo Norte, y se figuraba que había vivido historias maravillosas, porque en estas consistían sus recuerdos y ella, Susi, las había protagonizado todas. Le faltaba solo aquel faro, y cuando lo vio por fin, pasó a ser su último recuerdo.

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