jueves, septiembre 26, 2019

«Sabbat», el último artículo de Oliver Sacks

«Sabbat», el último artículo de Oliver Sacks



Tras licenciarse en 1960, Sacks se alejó de su patria y su familia. Sobre estas líneas, imagen de esa época

Tras licenciarse en 1960, Sacks se alejó de su patria y su familia. Sobre estas líneas, imagen de esa época



«Sabbat», el último artículo de Oliver Sacks

¿Neurólogo o escritor? Oliver Sacks, que falleció el 30 de agosto, dedicó por entero su vida a ambas pasiones. En el último artículo que publicó, «Sabbat», el autor de «Despertares» aborda los días finales de su enfermedad y descarga su conciencia





oliver sacks@ABC_Cultural
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Mi madre y sus diecisiete hermanos y hermanas se criaron como judíos ortodoxos; su padre aparece en todas las fotografías con una kipá, y me contaron que se despertaba si se le caía durante la noche. Mi padre también creció en un ambiente ortodoxo.
Mis padres eran muy conscientes del cuarto mandamiento judío («Recordad el día del sabbat, santificadlo») y el sabbat (Shabbos, como lo llamábamos los judíos de origen lituano) era completamente distinto del resto de la semana. No estaba permitido trabajar, ni conducir, ni usar el teléfono; estaba prohibido encender luces o estufas. Dado que eran médicos, mis padres hacían excepciones. No podían dejar el teléfono descolgado ni evitar del todo conducir; tenían que estar disponibles, en caso necesario, para ver pacientes, operar o traer bebés al mundo.


Vivíamos en una comunidad judía bastante ortodoxa de Cricklewook, en la zona noroeste de Londres; el carnicero, el panadero, el tendero, el verdulero, el pescadero, todos cerraban la tienda con tiempo para el Shabbos y no volvían a abrirla hasta el domingo por la mañana. Todos ellos, e imaginábamos que todos nuestros vecinos, celebraban el Shabbos de una forma muy parecida a la nuestra.


«La II Guerra Mundial diezmó la comunidad judía de Cricklewood»


Hacia el mediodía del viernes, mi madre se despojaba de su identidad y atuendo de cirujana y se dedicaba a preparar gefilte [albóndigas de pescado molido y aliñado] y otros manjares para el Shabbos. Justo antes del anochecer, encendía las velas rituales ahuecando las manos en torno a las llamas y murmurando una oración. Todos nos poníamos ropa limpia y nueva de Shabbos y nos reuníamos para la primera comida del sabbat, la cena. Mi padre levantaba su copa de vino de plata y entonaba las bendiciones y el Kiddush [una plegaria] y, tras la cena, nos dirigía a todos mientras dábamos gracias por la comida.




Bollos de miel

Los sábados por la mañana, mis tres hermanos y yo arrastrábamos a nuestros padres hasta la sinagoga de Cricklewood, en Walm Lane, un enorme templo construido durante la década de 1930 para acoger a parte de los judíos que se trasladaron del East End a Cricklewood en aquella época. La sinagoga siempre estaba llena durante mi infancia y todos teníamos un sitio asignado, los hombres abajo y las mujeres –mi madre, varias tías y primas– arriba; cuando era pequeño, a veces las saludaba con la mano durante la celebración. Aunque no entendía el hebreo del libro de oraciones, me encantaba su sonido y, sobre todo, escuchar las antiguas plegarias medievales cantadas, dirigidas por el maravilloso cantor de la sinagoga.
Todos nos reuníamos y nos entremezclábamos fuera de la sinagoga tras la celebración; y solíamos caminar hasta la casa de mi tía Florrie y sus tres hijos para rezar una plegaria, acompañada de vino tinto dulce y bollos de miel, lo justo para estimular el apetito antes de la comida. Tras un almuerzo frío en casa, a base de pescado gefilte, salmón cocido y gelatina de remolacha, los sábados por la tarde –si no los interrumpían las llamadas médicas de emergencia para mis padres– los dedicábamos a las visitas familiares. Mis tíos, tías y primos venían a tomar el té con nosotros, o nosotros íbamos a su casa; todos vivíamos a poca distancia unos de otros.


«Mi madre bajó las escaleras y me gritó: "Eres una abominación”»


La Segunda Guerra Mundial diezmó la comunidad judía de Cricklewood y la comunidad judía de Inglaterra, en general, perdió miles de personas durante la posguerra. Muchos judíos, entre ellos algunos primos míos, emigraron a Israel; otros se fueron a Australia, Canadá o Estados Unidos; mi hermano mayor, Marcus, se marchó a Australia en 1950. Muchos de los que nos quedamos asimilamos y adoptamos formas más diluidas y moderadas del judaísmo. Nuestra sinagoga, que se llenaba hasta los topes cuando yo era niño, se iba vaciando de año en año.
Canté mi correspondiente bar mitzvah en 1946 en una sinagoga relativamente llena, en parte con muchos de mis familiares, pero para mí este fue el final de las prácticas judías formales. No adopté los deberes rituales de un judío adulto –rezar a diario, ponerse las filacterias antes de la oración de cada mañana– y, poco a poco, me fui volviendo más indiferente a las creencias y costumbres de mis padres, aunque no hubo ningún momento específico de ruptura hasta que tuve dieciocho años. Fue entonces cuando mi padre, al preguntarme por mis sentimientos sexuales, me obligó a admitir que me gustaban los chicos.
«No he hecho nada –dije–, sólo es un sentimiento; pero no se lo cuentes a mamá, no será capaz de asimilarlo.»
Pero sí se lo contó y, a la mañana siguiente, ella bajó las escaleras con una mirada horrorizada y me gritó: «Eres una abominación. Ojalá no hubieses nacido». (Sin duda tenía en mente la frase del Levítico que dice: «Si un hombre yaciera con otro varón como si yaciera con una mujer, habrá cometido una abominación: ambos habrán de morir; su sangre se derramará sobre ellos»).

Mis raíces

Nunca se volvió a mencionar el asunto, pero sus durísimas palabras me hicieron odiar la capacidad que tiene la religión para la intolerancia y la crueldad.
Tras licenciarme como médico en 1960, me alejé abruptamente de Inglaterra, de la familia y de la comunidad que tenía allí, y me marché al Nuevo Mundo, donde no conocía a nadie. Cuando me trasladé a Los Ángeles, encontré una especie de comunidad entre los levantadores de pesas de Muscle Beach y entre los demás residentes de neurología de la UCLA, pero ansiaba una conexión más profunda –un «significado»– en mi vida, y fue la falta de esto, creo, lo que me condujo a una adicción casi suicida a las anfetaminas durante la década de 1960.
La recuperación empezó, poco a poco, cuando encontré un trabajo que valía la pena en Nueva York, en un hospital de enfermos crónicos en el Bronx (el «Monte Carmelo» sobre el que escribí en Despertares). Estaba fascinado por los pacientes que tenía allí, me entregué plenamente a ellos y sentí que contar sus historias era una especie de misión; historias sobre situaciones casi desconocidas, casi inimaginables, para la gente en general y, desde luego, para muchos de mis compañeros de profesión. Había descubierto mi vocación y me dediqué a ella con obstinación, con determinación, con pocas muestras de apoyo por parte de mis compañeros.


«La falta de un 'significado' en mi vida me condujo a una adicción a las anfetamintas»


Casi sin darme cuenta, me convertí en un narrador en una época en la que la narrativa médica prácticamente había desaparecido. Pero eso no me disuadió, porque sentía que mis raíces estaban en las grandes historias clínicas neurológicas del siglo XIX (y en esto me sentía alentado por el gran neurofisiólogo ruso A. R. Luria). Era una existencia solitaria, casi monacal, pero profundamente satisfactoria, que llevé durante muchos años.
Durante la década de 1990 conocí a mi primo y coetáneo Robert John Aumann, un hombre de aspecto llamativo por su complexión robusta y atlética y por una larga barba blanca que, aun con sesenta años, le hacía parecer un antiguo sabio. Un hombre de gran capacidad intelectual, pero también de gran ternura y calidez humana, con un profundo compromiso religioso («compromiso» es, de hecho, una de sus palabras favoritas). Aunque, en su trabajo, defiende la racionalidad en la economía y los asuntos humanos, no considera que exista un conflicto entre la razón y la fe.
Insistió en que tuviese una mezuzah [un pergamino con versículos de la Torá] en mi puerta y me trajo una de Israel. «Sé que no eres creyente –me dijo–, pero deberías tener una pese a todo.» No discutí con él.

Cargado de cacerolas

En una extraordinaria entrevista de 2004, Robert John hablaba de su trabajo de toda una vida en el ámbito de las matemáticas y la teoría del juego, pero también de su familia; de que iba a esquiar y a hacer alpinismo con sus casi treinta hijos y nietos (un cocinero especializado en comida judía, cargado con cacerolas, los acompañaba) y de la importancia del sabbat para él.
«La observancia del sabbat es extremadamente hermosa –decía–, y es imposible si no se es religioso. Ni siquiera tiene que ver con mejorar la sociedad; se trata de mejorar la calidad de vida de uno mismo.»
En diciembre de 2005 Robert John recibió el Premio Nobel por sus cincuenta años de importantísimos trabajos sobre economía. No fue precisamente un invitado fácil para el comité del Nobel, ya que fue a Estocolmo con su familia, incluidos muchos de sus hijos y nietos, y a todos hubo que proporcionarles platos, utensilios y comida preparados según las normas judías y ropa de gala especial, que no contuviese mezcla de lana y lino, prohibida por la Biblia.


«La paz del sabbat, de un mundo que se ha detenido, era palpable»


Ese mismo mes, me dijeron que tenía cáncer en un ojo y, mientras me estaban tratando en el hospital al mes siguiente, Robert John fue a visitarme. Se presentó con un montón de historias entretenidas sobre el Premio Nobel y la ceremonia de Estocolmo, pero me explicó que, si le hubiesen obligado a viajar a Estocolmo un sábado, habría rechazado el galardón. Su compromiso con el sabbat, con su tranquilidad absoluta y su alejamiento de los problemas mundanos, se habría impuesto incluso al Nobel.
En 1955, cuando tenía veintidós años, pasé varios meses en Israel trabajando en un kibutz y, aunque disfruté de ello, decidí no volver. A pesar de que muchos de mis primos se habían trasladado allí, la política de Oriente Próximo me llenaba de inquietud, y sospechaba que me encontraría fuera de lugar en una sociedad tan religiosa. Pero en la primavera de 2014, al enterarme de que mi prima Marjorie –que había sido una protegida de mi madre y había trabajado en el campo de la medicina hasta los noventa y ocho años– estaba cerca de la muerte, la llamé a Jerusalén para despedirme. Su voz era inesperadamente fuerte y resonante, con un acento muy parecido al de mi madre. «No tengo intención de morirme ahora mismo –me dijo–. Celebraré mi centenario el 18 de junio. ¿Vendrás?»

El mundo se detiene

Respondí que sí, por supuesto. Cuando colgué, me di cuenta de que, en unos cuantos segundos, había cambiado una decisión tomada casi sesenta años atrás. Fue una visita puramente familiar. Celebré los cien años de Marjorie con ella y toda su familia. Vi a otros dos primos con los que había convivido mucho en Londres, innumerables primos segundos y lejanos y, por supuesto, a Robert John. No recordaba haberme sentido arropado por la familia de ese modo desde que era pequeño.
Me daba un poco de miedo visitar a mi familia ortodoxa con mi amante, Billy –las palabras de mi madre aún resonaban en mi mente–, pero Billy también fue acogido con cariño. Me quedó claro lo mucho que las actitudes han cambiado, incluso entre los ortodoxos, cuando Robert John nos invitó a Billy y a mí a participar junto a su familia en la primera comida del sabbat.
La paz del sabbat, de un mundo que se ha detenido, un tiempo fuera del tiempo, era palpable, lo llenaba todo, y me vi inundado de añoranza, algo parecido a la nostalgia, mientras me preguntaba qué habría pasado: ¿y si esto y aquello y lo otro hubiesen sido de otra forma? ¿Qué clase de persona podría haber sido yo? ¿Qué clase de vida podría haber llevado?


«En febrero, sentí que tenía que ser igual de sincero respecto a mi cáncer»


En diciembre de 2014 terminé mi autobiografía, On the Move [Anagrama la publicará en noviembre bajo el título En movimiento. Una vida], y le entregué el manuscrito a mi editor, sin siquiera imaginar que unos días después me enteraría de que padecía un cáncer metastásico, causado por el melanoma que tuve en el ojo nueve años antes. Me alegra haber podido terminar la autobiografía sin saberlo y haber sido capaz, por primera vez en mi vida, de hacer una declaración completa y sincera sobre mi sexualidad, enfrentándome al mundo abiertamente, sin más secretos culpables en mi interior.
En febrero, sentí que tenía que ser igual de sincero respecto a mi cáncer (y la proximidad de la muerte). Estaba, de hecho, en el hospital cuando mi ensayo sobre este tema, «My Own Life», se publicó en The New York Times. En julio escribí otro artículo para el periódico, «My Periodic Table», en el que el cosmos físico, y los elementos que tanto me gustaban, cobraban vida propia.


Y ahora, débil, sin aliento, con mis antes firmes músculos desvanecidos por culpa del cáncer, veo que mis pensamientos se dirigen no hacia lo sobrenatural o lo espiritual, sino hacia lo que significa vivir una existencia buena y que vale la pena (alcanzar una sensación de paz con uno mismo). Veo que mis pensamientos vuelan hacia el sabbat, el día de descanso, el séptimo día de la semana y quizás, también, el séptimo día de la propia vida, cuando uno siente que ha terminado su trabajo y puede descansar, sin cargo de conciencia (Traducción: Newsclips)

miércoles, septiembre 25, 2019

Reza Aslan: “Dios es una idea. No me interesa la pregunta sobre si existe o no”

Reza Aslan: “Dios es una idea. No me interesa la pregunta sobre si existe o no” | Cultura | EL PAÍS

El estudioso de las religiones Reza Aslan.



Reza Aslan​: “Dios es una idea. No me interesa la pregunta sobre si existe o no”

El estudioso de las religiones analiza en 'Dios. Una historia humana' el origen de las creencias y la tendencia universal a humanizar lo divino



RICARDO DE QUEROL



Madrid 25 SEP 2019 - 11:37 CEST

¿Una biografía de Dios? No: un relato de cómo los hombres han modelado a los dioses a su imagen y semejanza. Pero este libro, en apariencia escéptico, no niega a Dios y aporta ingredientes al debate sobre por qué todas las culturas, en todo tiempo y lugar, han buscado una dimensión espiritual. El cerebro humano, dice Reza Aslan, tiende a creer en Dios, en dioses o, como mínimo, en un alma. ¿Era una ventaja evolutiva? No, no lo era: busquen la explicación en otra parte.





“No me interesa la pregunta de si existe o no existe Dios, que es imposible de responder. La pregunta que me ha llevado a escribir este libro es qué se quiere decir cuando se dice la palabra Dios. Esa es una palabra casi universal. Y cada uno entiende algo muy diferente”, explica por teléfono desde Los Ángeles este estudioso de las religiones, autor de Dios. Una historia humana, que Taurus publica ahora en español.



Aslan (Teherán, 47 años), profesor de la Universidad de California, sabe de creencias porque las ha estudiado para varios instituciones académicas, ha publicado libros y se ha fajado en conferencias y debates. Y porque ha vivido fes diversas. Sus padres iraníes llegaron a EE UU huyendo de la revolución de Jomeini. De niño fue musulmán (chií); en la adolescencia se convirtió al cristianismo (evangélico); luego volvió al islam y, tras acercarse al sufismo, hoy se define como panteísta. Lo que “no es una moda new age”, advierte, sino “probablemente la creencia más antigua de la humanidad”, que se propone resucitar. “El panteísmo es la negativa a aceptar una distinción entre el creador y la creación; es la creencia de que Dios es todas las cosas y todas las cosas son Dios”.





Pero Aslan no aspira a convertirnos al panteísmo, al que apenas dedica el epílogo. Quiere entender qué hay detrás de todas las religiones, sobre las que adopta distancia: son creaciones humanas, un lenguaje de símbolos. Y encuentra pautas comunes en todas ellas. Ve un impulso religioso en nuestra especie y también una tentación irresistible de humanizar a los dioses, de proyectarnos en ellos. “Tanto si creemos en uno, en muchos o en ninguno, somos nosotros los que hemos modelado a Dios a nuestra imagen y semejanza, y no al revés”.



Primer mito que ataca: que la religión surgió porque fue una ventaja evolutiva, un elemento cohesionador en sociedades primitivas. Él piensa lo contrario: “La religión era una desventaja, porque todos los recursos y esfuerzos que se ponen en expresar sentimientos religiosos se podrían haber empleado en asegurar la supervivencia”, argumenta. Así que la hipótesis más plausible, dice, es que sea “un producto accidental de otra ventaja evolutiva. Un accidente, en otras palabras”. Recuerda Aslan que no había moralidad en los dioses de la antigüedad: por ejemplo, los mesopotámicos o egipcios eran “salvajes y brutales”, y los griegos eran “seres engreídos y caprichosos”.



Segundo mito en cuestión: la religión aparece con la revolución agrícola para afianzar el poder de los líderes. No, dice Aslan: “El impulso religioso tiene cientos de miles de años. Lo que es un fenómeno relativamente reciente es la religión institucionalizada, con sacerdotes o chamanes”.





Reza Aslan: “Dios es una idea. No me interesa la pregunta sobre si existe o no”¿Dios contra la ciencia? ¿La ciencia contra Dios?



”Richard Dawkins: “No eduquen a los niños en dioses ni hadas”



”Karen Armstrong: “Nuestro laicismo está pasado de moda”

Arranca el libro con las primeras manifestaciones de espiritualidad del Homo sapiens, visibles en las pinturas rupestres. Y en un lugar tan sorprendente como Göbekli Tepe, un santuario de cazadores recolectores en la actual Turquía que podría remontarse a 12.000 años antes de Cristo. El primer vestigio de una religión organizada. “Es posible que la construcción de Göbekli Tepe no solo marcase el comienzo del Neolítico, sino el inicio de una nueva concepción de la humanidad”, escribe. Y así enlaza con un tercer desmentido, el de que el sedentarismo fue el efecto de la agricultura. “Se construyeron protociudades con cientos, en algunos casos miles de personas, alrededor de los monumentos religiosos. Una vez que se habían vuelto sedentarios, buscaron la forma de enfrentarse a la creciente población: cultivar alimentos y domesticar animales. Es lo contrario de lo que siempre se ha pensado”, afirma.



El autor repasa los orígenes de los tres grandes monoteísmos, pero cuestiona hasta qué punto pueden considerarse así. Sobre el judaísmo, sostiene —como otros expertos— que es la fusión de dos tradiciones religiosas vecinas, las que rendían culto a los dioses Yahvé y El (o Elohim), de los que se habla de forma diferenciada en el Pentateuco. Porque los autores que dan forma al Antiguo Testamento, desde el exilio en Babilonia, no esconden las muchas contradicciones: “Más bien al contrario. Si uno lee el Génesis, parece un libro, pero en realidad son cuatro libros diferentes escritos en distintos siglos. Es una manta hecha de retazos”.



Otra creencia común que rebate es que Jesús o Mahoma fueran conscientes de estar fundando una religión. “Lo que usted y yo llamamos cristianismo fue creado por Pablo. Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas eran solo otra versión del judaísmo”, dice. Es el evangelio de Juan, el más tardío, el único que diviniza al Mesías. La otra figura determinante es el emperador Constantino, quien, tres siglos después, se enfrenta a la dispersión doctrinal del cristianismo y se propone imponer una versión oficial. Ese proceso acabó en el dogma de la trinidad, el intento de conciliar que un Dios único tenga un hijo que también es Dios. La trinidad, observa, era una ruptura abrupta con el monoteísmo judío, pero “satisfacía los gustos politeístas de los primeros cristianos, que eran mayoritariamente griegos o romanos”.



Tampoco #Mahoma pretendía fundar una religión, según Aslan. “Lo que se ve en Mahoma, y no fue el único de muchos reformadores que hubo en ese tiempo en Arabia, es un intento de volver al monoteísmo original de Abraham. Como pasa a menudo, muy poco después de la muerte de Mahoma, la comunidad que estaba a su alrededor empezó a presentarse como una nueva religión. No hay evidencia de que nadie se declarara musulmán antes de la muerte de Mahoma”, cuenta.



En su evolución personal, Aslan se fijó en los místicos sufíes, que fueron acusados de blasfemos porque decían: “Yo soy Dios”. En ellos encontró lo que buscaba: “el clímax de la creencia en un Dios único, singular, no humano, creador e indivisible”.



—Si Dios es todo, ¿por qué llamarlo Dios y no universo?

—Dios no es un nombre, es una idea. Lo que significa esa idea varía según quién use la palabra. Yo lo definiría como pura existencia. Tiene razón: deberíamos ser más cuidadosos al usar la palabra Dios.



TAMBIÉN LOS "ANTITEÍSTAS" SON EXTREMISTAS

El fanatismo no es para Reza Aslan ninguna novedad en la historia y lo explica como un fenómeno reactivo. “El fundamentalismo religioso reacciona al liberalismo religioso; igual que el fundamentalismo político, como el que vemos en #EEUU, es una reacción a la globalización. Sí, es terrible ver el auge de radicalismos, pero es por el progreso, por el multiculturalismo, por el mayor apoyo a los LGTBI​, y es más importante eso que cómo reaccionan”.



El escritor mete en la categoría de extremistas a ateos militantes como Richard Dawkins o Sam Harris. “El nuevo ateísmo no me parece un movimiento muy intelectual. Un ateo no cree en Dios y ya está. Estos son antiteístas: dicen que la religión es un mal insidioso que debe ser erradicado de la sociedad. Y eso se parece más al fundamentalismo religioso que al ateísmo”.

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