domingo, octubre 23, 2016

"Foucault, uma leitura" | Encontro com Antonio Negri [áudio com tradução...





Assista aqui: filósofo italiano Antônio Negri reflete sobre o pensamento de Foucault

Com transmissão ao vivo no player abaixo, dia 22 (sábado, às 15h) o Centro de Pesquisa e Formação do Sesc recebe o filósofo italiano Antônio Negri, para a palestra "Foucault, uma leitura". A mediação fica por conta de Mário Marino, bacharel e mestrando em filosofia pela USP.

Michel Foucault gostava de comparar sua produção a uma caixa de ferramentas. "Que se use uma frase, ideia ou análise de meus livros para desmontar, desqualificar e romper com os sistemas de poder", dizia o filósofo.
É preciso que a teoria sirva e funcione, mas não por si só: ela não tem valor se não há ninguém para se servir dela.
Trinta anos após a morte de Foucault, coloca-se a pergunta: suas ideias ainda são capazes de ferir a atualidade?
Conceitos como biopolítica e biopoder, trabalhados por Foucault há mais de três décadas, ainda são válidos? Quais são, atualmente, os usos novos, possíveis e imprevistos do pensamento de Foucault?
Para o filósofo Antonio Negri não há dúvidas: o pensamento de Foucault é atual; para ele, é impossível compreender o caráter dos movimentos sociais sem estudar as mudanças do mundo à luz do pensamento foucaultiano.

lunes, octubre 17, 2016

EyN: El poeta Bob Dylan en la carretera

EyN: El poeta Bob Dylan en la carretera



Roberto Careaga C.
Artes y Letras
El Mercurio

Leyenda viva de la música popular, desde el jueves el músico estadounidense también es oficialmente un literato. Así lo acreditó la Academia Sueca al cambiar las reglas y otorgarle el Nobel de Literatura. Pero la poesía ya estaba: desde los 60 hasta hoy, Dylan ha escrito buscando respuestas que no están.
 



"Practico una fe abandonada hace tiempo/ No hay altares en esta larga y solitaria carretera", cantaba Bob Dylan (1941) hace 10 años, en la sombría Ain't talkin'. Tenía 65 años y volvía a dar vueltas por el mundo, esta vez por uno "agotado por la congoja". Era un peregrino solitario desgastado por el llanto, que avanzaba por ciudades asoladas por la plaga, cargando "la armadura de un hombre muerto". Había salido del "jardín místico". "Sin hablar, solo caminando/ El corazón ardiendo, todavía anhelante", cantaba una y otra vez, citando dos líneas de un gospel de los 50. "¿Quién dice que no puedo recibir ayuda divina?", se preguntaba, pero terminaba sin respuestas en el último lugar del mundo, desde donde el jardinero había desaparecido.
La canción cerraba "Modern times" (2006), quizás su último gran disco. Su típica voz rota se oía aun más oxidada. Era el tiempo que, a esas alturas, Dylan ya sabía manejar a su favor: las elegantes 10 canciones del álbum están hechas sobre una serie de citas a viejas tonadas del blues, el country e incluso del jazz. Llegaron a caerle acusaciones de plagio, pero él solo echaba mano del patrimonio de los ancestros. Eran los ritmos de siempre y acaso también era el Dylan de siempre: alguien que ha estado en todos lados ("No puedo volver al paraíso; maté a un hombre ahí"), y aunque sabe exactamente lo que pasa en el mundo, sigue buscando una respuesta que no llega nunca.
Cuando lanzó aquel disco, Dylan se sentó con el escritor Jonathan Lethem y le respondió varias preguntas para la revista The Rolling Stone. Se explayó con detalles en los asuntos propiamente musicales, pero cuando llegó el momento de hablar de las letras pisó el freno: "No escribí estas canciones en un estado de meditación, sino en una especie de trance, en un estado hipnótico. ¿Es así como me siento? ¿Por qué me siento así? ¿Y quién es ese yo que se siente así? No puedo decirlo. Pero sé que esas canciones están en mis genes y no pude detener que salieran", dijo. Y luego agregó: "Simplemente dejo que las letras aparezcan, y cuando las estoy cantando, parecen tener presencia ancestral".
Le pasó siempre. A inicios de 1962, recién instalado en Nueva York, con 21 años, Dylan sufría de "ráfagas de creatividad": podía ir en el metro, estar hablando con alguien, en cualquier parte, cuando de pronto se le ocurría una canción. Le pasó la tarde del 12 de abril de ese año, en una cafetería de Greenwich Village. Después de juguetear por casi una hora con las palabras y la guitarra, tenía lista "Blowin' in the wind". Su primer himno. Décadas después, un periodista le preguntó de dónde había venido la canción: "Simplemente vino".
Escurridizo y distante, Dylan lleva medio siglo reiventando una y otra vez el sonido tradicional estadounidense y, a la vez, construyendo un estilo personal. También, renunciando a todos los papeles que se le piden: a ser el portavoz de la contracultura de los 60, a ser una estrella de rock, e incluso, a ser un poeta. Pero sobre lo último ya está el veredicto: el jueves pasado, la Academia Sueca le entregó el Premio Nobel de Literatura, argumentando que "había creado una expresión poética dentro de la gran tradición de la canción americana". La secretaria del organismo, Sara Danius, fue más lejos y lo comparó con Homero y Safo, quienes escribieron textos poéticos para ser dramatizados o interpretados musicalmente: "Y aún hoy los leemos y los disfrutamos. Es lo mismo con Bob Dylan: puede ser leído y debe ser leído", dijo.
La explosión
Convocado por el Presidente Bill Clinton, en 1997, Bruce Springsteen subió al escenario del Kennedy Center para homenajear a Dylan. "Esta canción -dijo- fue escrita en un momento de la historia de mi país cuando la ansiedad del pueblo por una sociedad más justa y abierta explotó. Bob Dylan tuvo el valor de levantarse durante ese fuego y atrapó el sonido de esa explosión. Esta canción permanece como un bello llamado a las armas". Luego empezó a cantar "The times they are a-changin'".
La canción, que abre y titula el tercer disco de Dylan, de 1964, sintetiza el momento que atravesaba. Tenía 23 años, una canción que se oía en todos los rincones de Estados Unidos -"Blowin' in the wind"- y estaba dispuesto levantarse durante el fuego: "Vamos, senadores y congresistas, por favor presten atención a la llamada. No se queden en la puerta, no bloqueen la entrada. Hay una batalla ahí fuera, y es atroz. Pronto sacudirá vuestras ventanas, y hará vibrar vuestras paredes, porque los tiempos están cambiando", decía dramático y frontalmente político. Según anotaron Philippe Margotin y Jean-Michel Guesdon, en el libro "Bob Dylan. Todas sus canciones", por esos días el músico escribía poemas "bajo el influjo épico de los textos bíblicos, la estética de los simbolistas franceses y la contracultura de la generación beat" que luego transformaba en canciones de protesta.
Dylan había llegado desde Duluth, Minnessota, hasta Nueva York, en 1961, siguiendo los pasos de su ídolo, Woody Guthrie, un legendario trovador político y social folk que por esos días estaba internado en un siquiátrico. Estaba tan obsesionado con él que le llevó una canción para que la aprobara: "Song for Woody", una de las dos composiciones originales de su primer disco -"Bob Dylan", 1962-, el resto eran versiones de temas tradicionales. Por entonces, privilegia una escritura sencilla y directa, como luego será "Blowin' in the wind", que aparentemente cita el Libro XII de Ezequiel de la Biblia. El alma de profeta lo siguió hasta "The times they are a-changin'", acaso la canción que lo saturó del papel.
El caos
Al día siguiente del asesinato de J. F. Kennedy, Dylan estuvo en un recital en Nueva York que tenía obvias resonancias a la tragedia. Abrió su show con "The times they are a-changin'", y aunque fue un éxito instantáneo, para él no todo calzó: "No entendía por qué me aplaudían, ni siquiera por qué había compuesto aquella canción. Ya no entendía nada", dijo años después. Dylan escapó de ese rol político empuñando una guitarra eléctrica y escoltado por un nuevo amigo, Allen Ginsberg, y compuso su trilogía más brillante: los álbumes "Bringing all back home" (1965), "Highway 61 Revisited" (1965) y "Blonde on Blonde" (1966). Ese nuevo Dylan, con 25 años, no anda buscando respuestas: se hundía en el caos.
El influjo de los beat aparece en "Subterranen Homesick Blues" o "Maggie's Farm", canciones de protesta urbanas y explosivas, que no solo protestan contra el sistema político: "Tengo la cabeza llena de ideas/ Que me están volviendo loco", cantaba en la segunda, y algo de eso estalló en "Tombstone Blues". La canción por la que lo admira Nicanor Parra es el relato del turbulento movimiento de la historia narrado al estilo surrealista: aparece Beethoven, el cineasta Cecil B. DeMille, Jack el Destripador y una serie de revolucionarios y forajidos estadounidenses. El tono sigue en las líricas del disco "Blonde on Blonde": "Dentro de los museos, el infinito se va a juicio./ Las voces repiten que debería llegar la salvación./ Pero Mona Lisa debe haber tenido nostalgia de la carretera./ Se ve por el modo en que sonríe", dice en la fantástica "Vision of Johanna".
No es fácil atrapar a Dylan: mientras hace esos discos salvajes, graba decenas de temas que van a ser descartados, no todos en el mismo tono. Entre ellos, "Farewell, Angelina", nada más que con guitarra y armónica. Es el relato de una despedida: "Adiós, Angelina, los cascabeles de la corona fueron robados por los bandidos, debo seguir el sonido de los triángulos y la lenta melodía. Adiós, Angelina, el cielo está en llamas y debo irme", canta en el inicio, anunciando el inicio de otra cosa. Y va a pasar: Dylan va a ser otro.
Contando historias
El 29 de julio de 1966, Dylan avanza por una carretera sobre su motocicleta Triumph 500 cuando algo sale mal. Rodeado de rumores que el artista jamás ha aclarado, el accidente marcó un quiebre en su vida. En la cima de su carrera, Dylan pasó los 15 meses de su recuperación en su casa en Woodstock, alejado de la vida pública. Pero no de la música. Llegó a grabar 138 canciones con The Band, un grupo de amigos con quienes iban de subterráneo en subterráneo, armando temas nuevos, cubriendo clásicos del folk y el country. Una de esas canciones es "This wheel's on fire", quizás el relato del accidente, pero que Dylan transforma en algo mayor: "Nos íbamos a reunir de nuevo y esperar/ así que me desharé de todas mis cosas/ me sentaré antes de que sea demasiado tarde./ Ningún hombre vivo vendrá con nosotros", dice como si hablara con la muerte.
El tumultuoso letrista que fue Dylan va a evaporarse. Se va a convertir en un relator de historias, a veces las suyas: el aclamado álbum "Blood on the tracks" (1975) está hecho de las historias de un hombre herido que cuenta su derrota, como si contara cuentos en la barra de un bar. Tenía 33 años. Según él, su modelo fue Chéjov. "Creyeron que era autobiográfico", dijo, y quizás lo era. "La única cosa que supe hacer/ fue huir hacia delante, como un ave que vuela/ envuelto en la tristeza", canta abatido en "Tangle up in blue". Su esposa, Sara, lo ha dejado.
En adelante la ruta lírica de Dylan va a tener varias vetas, pero seguirá contando historias hasta el final. El disco "Desire", 1976, está lleno de relatos de vidas reales, como la canción "Hurricane", sobre el boxeador Rubin Carter, acusado injustamente de un triple homicidio. O "Joey", sobre Joey Gallo, un mafioso que escribía poesía y a Dylan, más que un delincuente, le parecía un héroe callejero. El tópico lo volvió a tomar en "Tempest", su último disco: "Early roman king" es una idealización de una pandilla que hizo estragos en el estado de Nueva York en los 60: "Aún no he muerto, mi campana todavía suena", canta Dylan entonando un blues clásico. "He tenido mi diversión, he tenido mis aventuras amorosas./Voy a sacudirlo todo como los primeros reyes romanos", sigue.
Dylan sigue ahí, dispuesto a sacudirlo todo, pero la oscuridad lo acecha. Con el poema "Oda a un ruiseñor", de John Keats, como eco de fondo, en 1997 escribió la canción "Not dark yet". Tenía 56 años y ya veía el horizonte. No sabía cómo había llegado adonde estaba: "Nací aquí y voy a morir en contra de mi voluntad./ Ya sé que parece que me marcho/ pero estoy quieto./ Cada nervio de mi cuerpo está ausente e insensible./ Ni siquiera recuerdo/ de qué vengo huyendo./ Ni siquiera oigo el murmullo de una oración./ Aún no ha oscurecido/ pero no va a tardar".

Sergio del Molino: “Un país sin relato no es un país”

Sergio del Molino: “Un país sin relato no es un país”



Sergio del Molino: “Un país sin relato no es un país”

Mario S. Arsenal

El periodista y escritor Sergio del Molino (Madrid, 1979) publica La España vacía. Viaje por un país que nunca fue (Turner), un ensayo sobre la despoblación rural que se produjo a partir de los años 50, diáspora que ha terminado convirtiendo a España en un país imaginario del que, sin embargo, todos guardamos alguna imagen fantasmagórica. Un recorrido sociológico de trasfondo cultural que indaga en las consecuencias del continuo y alarmante vaciamiento de la Península ibérica a través de sus últimos 60 años de historia.
Parece que desde el propio subtítulo pretendes apelar directamente a los tópicos. ¿Qué le debes a este país vacío para que emocionalmente te hayas lanzado a escribir un libro como éste?
Ciertamente sí que hay una conexión sentimental, y creo además que ya estaba expresada en mi novela anterior. Una de las cosas que exploro en Lo que a nadie le importa (Literatura Random House, 2014) es cómo mi abuelo, que nunca ha vivido en esa España vacía porque procede de ese pueblo menguante que es Bubierca (donde nació pero nunca ha vivido), considera que pertenece a él y que allí ha construido una mitología. Cuando se jubiló se compró una casa y se convirtió en campesino, pero un campesino de mentira, porque él siempre ha sido de ciudad. Quien lo ve, cree que ha vivido en el pueblo toda su vida y que viene de plantar tomates, aunque las manos las tenía perfectas porque era un white-collar.
Portada de La España Vacía
Portada de 'La España vacía'
En esa reflexión está el germen de este libro como motivo literario y narrativo. Para todo lo demás no hay una cuestión de deuda, pero sí una clara relación biográfica al margen de la conexión familiar con mi abuelo, y ésta es la conciencia que tengo de vivir en Zaragoza, una ciudad rodeada de desierto y donde no hay un entramado urbano. Literariamente siempre me han interesado mucho los márgenes de la ciudad, los cinturones, esas tierras de nadie, las zonas de transición. En Zaragoza no existen apenas; de repente, sabes que el siguiente poblado está a cien kilómetros y viven cuatro abuelos. En esa conciencia del desierto, que yo he recorrido mucho como periodista, y también por gusto, hay una fascinación íntima que viene de años atrás, un runrún que me viene acompañando desde hace tiempo y que, como tema y motivo de reflexión, me parece poderoso. Es una literatura que siempre me ha gustado de una forma bastante natural, no estoy intentando saldar ninguna deuda con la España vacía porque ni siquiera procedo de ella. Pero sí que tengo una vinculación sentimental.
En las primeras páginas del libro dices que “España tiene mucho que digerir y muy poco estómago”. Es como si los tópicos aparecieran de manera inconsciente. ¿Es algo propiamente nuestro o sucede también fuera de España?
Sucede en todos los países. Y hay motivos como la heterofobia o el desprecio al paleto que son constantes. Un paleto es un paleto en todas partes, ahí tenemos el redneck norteamericano. Y los franceses, por ejemplo, han sido maestros en el arte de despreciar al bruto del campo. Son como el paradigma del desprecio. Si quisieras despreciar bien, tienes que fijarte en cómo lo hacen ellos porque lo hacen muy bien. Pero volviendo a la pregunta, la diferencia no es tanto cualitativa sino cuantitativa. La diferencia es la intensidad. El dramatismo que le damos nosotros a las cosas, como algunas expresiones universales, en España tienen un cariz muy bronco, violento y a menudo está muy acompasado con el paisaje. Esos mismos mitos se pueden explorar en otras naciones, y existen, pero no de una forma tan dramática y determinante a la hora de definir un país como España.
Sergio del Molino durante la presentación de su libro
Sergio del Molino durante la presentación de su libro
¿Existe alguna alternativa posible que nos permita recuperar ciertos lugares sin convertirlos necesariamente en reclamos turísticos?
No lo sé. No he escrito un ensayo programático, de hecho no tengo capacidad para eso. Tengo capacidad para identificar, explorar literariamente y hacer sugerencias. Es una cuestión que rebasa el sentido del libro. Si preguntas por mi opinión al respecto, te diré que lo observo con poca esperanza. Tal vez habría que rebobinar y no haber destruido la cultura y el pasado agrícola. En ese sentido, el turismo puede ser una tabla de salvación, pero el futuro que dibuja Houellebecq en El mapa y el territorio, que concibe Francia (y por extensión tal vez Europa) como un gran puticlub-museo-restaurante Michelín, ya se está viviendo en algunas zonas de la España vacía. Es muy triste porque conlleva asumir tu propia caricatura e interpretarla. La encrucijada es muy difícil porque se han probado muchas cosas y ninguna ha funcionado. La sangría sigue. Creo que nadie tiene una respuesta sobre cuál es la fórmula para que muchos pueblos sigan existiendo y su gente con ellos. Lamentablemente vamos a presenciar la desaparición de muchos más.
Sobre el caso del crimen de Fago: “No querían ser contados por otros ni encajar en ningún cliché sobre la vida rural o la España negra, pero tampoco querían contarse ellos mismos”. ¿No verbalizarnos a nosotros mismos ha contribuido a dilatar la brecha entre el campo y la ciudad?
Sí, pero en general la gente que vive en el margen no quiere ser contada. Si se han echado a un lado, igual quieren que los dejen en paz. Yo me pregunto muchas veces quién cuenta la vida de otros y quién tiene derecho a poner voz a los demás. Desconfío mucho de la gente que asume portavocías. ¿Quién les ha pedido permiso? A lo mejor tienen voz y no quieren alzarla. Hay mucho paternalismo y mucha superioridad moral en ese aspecto. Me preocupa mucho como escritor y como periodista, y por eso en parte he escrito este ensayo, porque quería explorar cómo hemos acallado y silenciado a cierta gente.
Háblame de Las Hurdes.
Lo de Las Hurdes es muy significativo para mí. En 1908 se organiza el primer congreso de hurdanófilos. Se hace fuera, en Plasencia, y allí se reúnen una serie de filántropos preocupados por el problema de Las Hurdes. Pues bien, vuelve a hacerse en los 80, y en 1988 se celebra en Las Hurdes con la particularidad de que para entonces ya es un congreso de hurdanos y hurdanófilos. En ese momento asumen la voz y aceptan sin rechazo la historia que se ha tejido en torno a ellos. Entonces son capaces de verbalizarla y de pertenecer a ella. Esa asunción de la primera persona me parece importantísima.
La orografía, los sistemas políticos, nosotros mismos... ¿Quiénes son los culpables de que abandonáramos nuestra tierra de manera precipitada y en parte sin saber por qué?
Las razones son muy diversas, pero el problema es que tampoco hay alternativa. La condición moderna implica lo urbano y la ciudad es el espacio donde socializamos. Lo que no hemos sabido resolver es cómo relacionar, articular e integrar el campo en la ciudad. Esta es la oportunidad que tal vez hemos perdido: hemos abusado muchísimo y hemos especulado en beneficio de cuatro sinvergüenzas y cuatro mangantes. Somos un pueblo de saqueadores y tenemos tradición, saqueamos América y todo lo que encontramos a nuestro paso, incluido nuestro propio territorio. Lo que se echa de menos en España, aunque nunca ha existido, es un proyecto de integración nacional donde una gran porción del territorio se sienta parte de la marcha del país y pueda participar en ella.
En los últimos diez años hemos tenido más posibilidades de tener una vida que no fuera tan endémicamente urbana y, sin embargo, seguimos prefiriendo la ciudad. Me estoy refiriendo a los planes de repoblación rural que se han venido ensayando en ciertas zonas.
Estos programas siempre han sido voluntaristas, aislados y, en ocasiones, muy desiguales. El Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA), propietario de un gran número de pueblos abandonados, vendió muchos de ellos. Hoy el régimen de propiedad de algunos es muy particular. En la mayoría no puedes construir sino sobre lo ya edificado y además nunca es propiedad tuya porque está en usufructo. Es decir, los planes de repoblación que el ICONA ha puesto en marcha han sido anecdóticos y no han tenido por lo general un alcance más allá de la experiencia piloto.
Sergio del Molino
Sergio del Molino
¿Te parece representativo de algo?
En absoluto. Tan sólo creo que no ha llegado a calar, y es lógico, porque es tanto el vacío que hay que tampoco se sabe muy bien qué hacer. En el mejor de los casos hablamos de una economía de subsistencia porque no existe mercado.
¿La cultura ha dado la espalda a la España vacía?
No. En la cultura ha habido más corrientes de sensibilidad que de desprecio, sobre todo la de paisajistas como Machado. De hecho buena parte del cánon literario español es gente muy sensible al paisaje.
En varias ocasiones hablas de una común incapacidad de comprendernos, del desequilibrio intergeneracional, que a mi modo de ver es la mayor tragedia de la España vacía. ¿Qué pasará cuando ese país vacío se vacíe del todo, cuando desaparezcan nuestros abuelos? ¿Nos veremos obligados a inventar un pasado que nunca existió?
España ya está vacía culturalmente hablando; lo que me interesa es la pervivencia de las familias y cómo se van articulando sus mitos. Ahí, dado que el relato español está muerto, sí que puede haber una acción política.
¿España como nación está muerta?
No tiene relato, está completamente desarmada. Primero fue el franquismo y luego la democracia, que no tuvo agallas suficientes para apropiarse del relato nacional que el franquismo había usurpado. La cultura y la literatura españolas sentían miedo de que fueran asociadas al sentido franquista de lo español. En consecuencia, ambas se distanciaron de lo español. El relato es inapropiable y por eso la batalla está perdida: un país sin relato no es un país.
¿Qué alternativa tenemos entonces para convivir los unos con los otros?
Ya no tenemos una conexión histórica ni mítica, nadie cree en el Cid ni en la conquista de América; nadie en la escuela se tragaría el relato de Menéndez Pidal, ha quedado obsoleto. Pero se me ocurre que podríamos aprovechar esa conciencia difusa y colectiva que tenemos, nada que tenga que ver con el relato del “ellos” y el “nosotros” o una belicosidad encubierta, sino que esté vinculado a la conexión sentimental que mantenemos con el país. Al fin y al cabo los afectos son el eje de nuestra identidad.

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