jueves, abril 16, 2020

El escritor brasileño Rubem Fonseca, premio Camoes, fallece a los 94 años

El escritor brasileño Rubem Fonseca, premio Camoes, fallece a los 94 años | Periodistas en Español

El escritor brasileño Rubem Fonseca, premio Camoes, fallece a los 94 años

El escritor brasileño Rubem Fonseca falleció el 15 de abril a los 94 años en el hospital Samaritano, en Botafogo, al sufrir un infarto cuando se encontraba en su apartamento, ubicado en el barrio de Leblon, de Río de Janeiro.
Rubem Fonseca librería personal
Rubem Fonseca, delante de su librería personal
Rubem Fonseca (Juiz de Fora, Minas Gerais, 1925), quien en un mes habría cumplido los 95 años, estudió Derecho, especializándose en Derecho Penal. En 1952 ejerció como comisario, en el 16º Distrito Policial de São Cristóvão, a las afueras de Río de Janeiro.
En septiembre de 1953 fue elegido, junto con otros nueve policías cariocas, para especializarse en Estados Unidos, donde aprovechó la oportunidad para estudiar administración de empresas en la Universidad de Nueva York. En junio de 1954 recibió una licencia para estudiar y después dar clases, y fue exonerado de su cargo de comisario en 1958.
Novelista, cuentista, crítico de cine y guionista, se inició en la literatura a los 38 años con el conjunto de cuentos ‘Los prisioneros’ (1963) que fue aclamado como «revelación del año», iniciando lo que algunos críticos llamaron ‘corriente brutalista’ por su lenguaje directo, lujurioso y obsceno, que defendía señalando que las palabras «no pueden ser discriminadas. No tiene sentido que un escritor diga ‘No puedo usar esto’. A no ser que sea un libro para niños. Cada palabra debe ser utilizada».
Entre su numerosa bibliografía, escribió innumerables cuentos y más de treinta novelas, se pueden destacar los volúmenes de cuentos ‘Lucia McCartney’ (1967), ‘Feliz Año Nuevo’ (1975) y ‘El cobrador’ (1979), además de las novelas ‘El caso Morel’ (1973), ‘El gran arte’ (1983), ‘Buffo y Spallanzani’ (1986) y ‘Agosto’ (1990), en la que retrataba las conspiraciones que resultaron en el suicidio del presidente Getúlio Vargas (1882-1954) y que fue llevada a la televisión en una miniserie.
En ‘El Salvaje de la Ópera’ (1994), retrató la vida del músico Carlos Gomes (1836-1896) y sus memorias autobiográficas las escribió en ‘José’ (2011)
Entre sus personajes, el comisario Guedes y sobre todo el abogado y detective Mandrake, un conocedor del universo carioca que fue transformado en serie para la cadena de televisión HBO (2005-2007), con guiones de su hijo José Henrique Fonseca, y el actor Marcos Palmeira como protagonista.
Mandrake aparece desde su segunda novela ‘El gran arte’ (1983), también adaptada al cine por Walter Salles y editada en España en 2008 por la editorial Txalaparta, que también editó en 2018 ‘Vastas emociones y pensamientos imperfectos’ (1988).
Su breve paso por la policía brasileña y sus estudios de derecho le ayudaron a crear historias originales con personajes como oscuros abogados, detectives, funcionarios corruptos, capos de las favelas, y, por supuesto, carteristas, prostitutas y forenses.
Autor de tres antologías de cuentos, citar por ejemplo, el monólogo de ‘El cobrador’ (1980): «Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen muchas que pagarme todos ellos (…) ¡Todos me deben algo! Me deben comida, coños, cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben».
El último que escribió fue ‘Carne cruda’ (2018): «Llevé los cuerpos adentro de la casa y comí la carne dos días. La carne de perro es deliciosa, pero la del ser humano, hombre, mujer, niño, más todavía. Sé de eso porque, últimamente, es la única carne que como. Cruda, es claro».
Fue uno de los más grandes narradores latinoamericanos siendo ampliamente traducido al español, en especial por editoriales mexicanas y argentinas, teniendo gran influencia en generaciones de lectores y escritores, especialmente en Brasil. En España además de la citada editorial Txalaparta, ha sido publicado por Alfaguara y Tusquets.

Censura y premios

Fue censurado durante la dictadura militar brasileña (1964-1985) en varias ocasiones por el lenguaje crudo en sus historias policiales, eróticas y políticas.
Así, su novela ‘El caso Morel’ (1973), con escenas de violencia y sexo, fue confiscada por la policía, episodios de censura que también sufrieron sus cuentos ‘Feliz año nuevo’ (1975) y ‘El cobrador’ (1979).
«Retrata en su casi totalidad personajes cargados de complejos, vicios y taras, con el propósito de ilustrar una cara oscura de la sociedad, basada en la delincuencia, el soborno, el latrocinio…», señalaba parte del documento que elaboró la censura en 1977 para confiscar 36.000 ejemplares de ‘Feliz año nuevo’.
Era uno de los escritores más premiados de Brasil. Su narrativa consiguió innumerables distinciones: el premio Jabuti otorgado por la Cámara Brasileña del Libro en seis ocasiones, 1970, 1984, 1996, 2002, 2003 y 2014.
Pero sin duda el más destacado fue en 2003 el Premio Camões (instituido en 1988 es el más importante galardón en lengua portuguesa) además del Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo en 2003, entregado por Gabriel García Márquez en la Feria del Libro de Guadalajara.
En 2004 recibió el Premio Konex Mercosur a las Letras, además del Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2012 y el Machado de Assis otorgado por la Academia Brasileña de las Letras en 2015 por el conjunto de su obra.
Viudo desde 1997, tuvo tres hijos, la escritora y periodista Bia Correa do Lago, el cineasta José Henrique Fonseca y José Antonio. Nunca concedía entrevistas viviendo casi como un ermitaño, con gafas oscuras y una gorra, paseaba por las calles del barrio de Leblon en la que denominaba como «ciudad maravillosa», Río de Janeiro.
La escritora brasileña Nelida Pinón señaló que la pérdida de Rubem Fonseca «deja un vacío inmenso en Brasil».

martes, abril 14, 2020

Depresión o trascendencia

Depresión o trascendencia | Topía






Como hubiera dicho Freud, se empieza por ceder en las palabras, y se termina concediéndole todo al enemigo





A partir de los años 80, con el pleno triunfo del llamado neoliberalismo (un eufemismo, como el de globalización, para la mundialización de la ley del valor del capital1), entró en escena un nuevo personaje protagónico, con -no podía ser de otra manera- un nuevo lenguaje. El personaje es un curioso sujeto colectivo, proteico y multiforme: se llama Los Mercados. Otro eufemismo, claro. Antes, en los sesenta y setenta, hablábamos de la burguesía o de la clase dominante. La burguesía podía ser “nacional” -aunque algunos creíamos poco en ella- o “multinacional” -más directamente ligada a los intereses entonces llamados imperialistas, y no “globalizados”-.



Como hubiera dicho Freud, se empieza por ceder en las palabras, y se termina concediéndole todo al enemigo

Estos deslizamientos semióticos, por así decir, son síntomas de una derrota histórica, ideológica, política, cultural: hablando la lengua del Amo, entregamos hasta las banderas del significante. Cambiar, supongamos, pueblo por la gente, o proletariado -o al menos clase obrera- por trabajadores (una generalidad abstracta: los burgueses también “trabajan”), o pequeña burguesía por clase media o, para ir a fondo, lucha de clases por conflicto de intereses (y no digamos ya grieta) no son meros refinamientos terminológicos. Implican un salto de nivel descomunal en la percepción misma de la realidad -que, para los animales parlantes que somos, es en buena medida una construcción simbólica-, y por lo tanto, en las lógicas de la acción transformadora sobre esa realidad. La lucha de clases solo puede “resolverse” en la sociedad sin ellas; los conflictos de intereses -siempre sectoriales, parciales o acotados- se negocian mejor o peor sin poner en riesgo los límites de la sociedad clasista. Es decir: como hubiera dicho Freud, se empieza por ceder en las palabras, y se termina concediéndole todo al enemigo.



Ahora bien, procuremos ser lo más ecuánimes posible. Si esas mutaciones lingüísticas son otros tantos testimonios del debilitamiento de un proyecto histórico, eso no necesariamente significa que los nuevos términos sean siempre y únicamente arbitrios o caprichos contingentes (el Amo, generalmente, sabe lo que dice, aunque pueda no ser consciente de su saber). La promoción a primera fila del personaje “Los Mercados” expresa atinadamente una transformación esencial que se ha producido en la trama de aquella mundialización de la ley del valor que mencionábamos: el pasaje, cada vez más acelerado en las últimas décadas, de la hegemonía del capital industrial a la del capital financiero. Es un hecho archiconocido. Del capitalismo de “los fierros” al de las transacciones especulativas cibernéticas, de las chimeneas echando humo al relativo silencio del tecleo en la computadora o el celular: una radical des-materialización de lo que solía denominarse la “base económica” y todos sus efectos, que ya no necesitarán “disolverse en el aire” -según reza una admonición clásica- porque ya son puro aire (que no es, ciertamente, aire puro, sino bien contaminado, venenoso, mortal). Contra lo que se dice habitualmente, el capitalismo no es forzosamente un régimen materialista: el “neoliberalismo”, fase superior de la degradación de la Materia, incluida la Naturaleza, ha demostrado que puede muy bien ser la cara monetaria del Espíritu Objetivo con el que filosofaba Hegel.



La (relativa) pertinencia de esa expresión léxica de las transformaciones del capitalismo no quita, desde ya, que también sirva para disimular que el capitalismo, en un sentido central, siga siendo lo que siempre fue. Quiero decir: si Los Mercados -en particular los financieros- han introducido, o hecho dominante, nuevas y más “aéreas” formas de exacción de plusvalor, ello no impide que, como explica abundantemente El Capital, el resorte de la generación de la plusvalía que luego será realizada en Los Mercados -es decir en la esfera del intercambio-, siga siendo la esfera de las relaciones de producción.



Esta inversión de la secuencia causa-efecto, característica de lo que Marx analizaba bajo la rúbrica del fetichismo de la mercancía, tiene sus propios efectos lingüísticos.2 El ocultamiento de que es la fuerza de trabajo (asalariada o “informal”) la que produce un excedente de valor que le es literalmente robado al productor directo, y de que la fetichización afecta asimismo la subjetividad de tal productor, todo eso induce otros “cambios de palabras”: por ejemplo, lo que antes llamábamos explotación ahora es cultura del trabajo, y lo que era alienación ha devenido dignidad del trabajador; porque, ya sabemos: todo trabajo es “digno”, y el hecho de que el trabajo como tal sea una dura condena bíblica, o que el vocablo latino -ya que habábamos de la lengua del Amo- del cual deriva nuestra palabra trabajo, a saber tripalium, designe un cruel instrumento de tortura, son paparruchas supersticiosas que pueden descartarse en la “ciencia” económica.3



Lo que antes llamábamos explotación ahora es cultura del trabajo, y lo que era alienación ha devenido dignidad del trabajador

Como sea, lo que nos importaba aquí principalmente era verificar otra vuelta de tuerca de la inversión fetichista teorizada por Marx: la que hace que los sujetos productores -reducidos en la contabilidad capitalista a mera fuerza de trabajo impersonal- aparezcan cosificados, mientras que los objetos producidos -mercancías y dinero- aparecen humanizados; o, más precisamente, personificados bajo el aspecto de individuos con vida autónoma a los que, vaya uno a saber por qué, les “pasan cosas”.



Esto es asunto muy antiguo -aunque no cabe duda de que el “neoliberalismo” ha profundizado hasta lo indecible ciertas fantasmagorías-: ¿Cuántas veces le hemos escuchado decir, a alguien que se ha arriesgado a alguna inversión financiera, que “puso el dinero a trabajar”? O sea, no son los y las productores directos (obreros, campesinos, empleados, docentes, etcétera) los que trabajan: es el dinero (¿proveniente él mismo de cuál trabajo?, ¿acaso el de la maquinita de imprimir billetes?), para el cual, evidentemente, el trabajo no es condena ni tortura, sino el bailoteo alegre entre los casilleros inciertos de la ruleta, o, como se dice, de “la rueda de la fortuna”. Y si el dinero -hoy día tan “espirituoso”, como veíamos- puede ser una persona, ¿por qué no podrían serlo, incluso con más razón, Los Mercados, cuya transparencia -si bien regida, extrañamente, por una mano invisible- distribuye a piacere las miserias y alegrías que procura el poderoso caballero don Dinero?



Dado ese paso, los demás siguen solos. Las personas, lógicamente, tienen problemas, malestares, inquietudes, angustias y enfermedades. Atraviesan situaciones difíciles, incluso “hacen” síntomas psicológicos. Así es que leemos o escuchamos decir, en contextos de inestabilidad económica, que Los Mercados están deprimidos o bien eufóricos. Este lenguaje no es estrictamente nuevo, pero, otra vez, con el “neoliberalismo” ha cambiado sustantivamente su estatuto semántico. La economía política clásica siempre habló de fases de depresión económica (a la catástrofe de 1929 se la llamó la Gran Depresión), pero la metáfora era más bien geográfica, o si se quiere geológica, como cuando se señala una depresión en el terreno o en una cadena montañosa; en la misma vena, cuando el crecimiento económico sufre un estancamiento se suele decir que está amesetado.



Pero con Los Mercados estamos claramente en otro campo semántico. Como parte de su personificación, el par depresión-euforia remite inequívocamente a una condición psíquica. Los canónicos ciclos económicos (las curvas de Kondratief, etcétera) han devenido en la ciclotimia (en el extremo, en la “bipolaridad”) de los complejos maníaco-depresivos, o algo semejante. O sea, el tradicional reduccionismo economicista que se le imputaba a la escuela económica clásica (e incluso a ciertas versiones del marxismo) se transforma en reduccionismo psicologista, mediante el cual se le atribuyen a Los Mercados “estados de ánimo” enigmáticos, inesperados, insondables.



Con lo cual, pues, queda perfectamente cerrado el círculo ideológico de la fetichización. Es un lenguaje que convoca inevitablemente a la pasividad social y política. Porque, desde ya, es extremadamente difícil, si no imposible, predecir cuál va a ser la reacción de Los Mercados (ellos son “reactivos”, claro está) frente a una crisis “traumática”. Y, por lo tanto, es absolutamente inútil, y aún perjudicial, todo intento de intervención sobre sus acciones y reacciones, ya que éstas son tan imprevisibles como los ataques de depresión, pánico, angustia, y así siguiendo (lo que es casi seguro es que la depresión de Los Mercados no los conducirá al suicidio: eso podía suceder cuando había un capitalismo sólido, donde se podía ver a “los hombres de la bolsa” arrojándose por las ventanas de Wall Street en 1929).



Ahora bien, y para volver a nuestro anacrónico lenguaje del pasado, la “depresión”, ¿es algo que solo le ocurre a las clases dominantes individualizadas como Los Mercados? ¿O es que las clases dominadas pueden también sufrir, esta vez sin excesiva metáfora, un síndrome depresivo inducido por su situación de explotación, alienación, miseria o lo que corresponda? Obviamente, esta es una pregunta que solo podría responder -si es que puede: no lo sabemos- la psiquiatría social, o quizá un psicoanálisis políticamente orientado. No son campos de nuestra competencia. Sin embargo, nada nos impide hacer un poco de teoría-ficción al respecto, aunque más no sea para plantearnos alguna posible pregunta sobre el asunto.



2.



Sabemos de la existencia de una psicología de masas (Freud), o de una relación entre las masas y el poder (Canetti), o de un estado de rebelión de las masas (Ortega y Gasset), o incluso de una locura de masas (Hermann Broch) que, según el gran escritor austríaco, habría llevado a Hitler al poder. Pero no conocemos que nadie haya diagnosticado, mucho menos teorizado, una depresión de masas. Tal vez no sea posible, o tal vez sea por completo impertinente trasladar un estado psíquico individual a la psicología colectiva. Pero si le permitimos al Amo usar y abusar de la figura -Los Mercados son, a su manera, un “colectivo”-, ¿por qué habríamos de inhibirnos nosotros de ese (ab)uso desde la vereda de enfrente?



La “depresión”, ¿es algo que solo le ocurre a las clases dominantes individualizadas como Los Mercados?

Tampoco esto sería, en sí mismo, ninguna novedad. Se han escrito bibliotecas enteras que investigan sobre las causas sociales de los síntomas depresivos. Sin duda los efectos de esas causas pueden ser de la más variada y diferencial singularidad, dependiendo de las características o disposiciones previas de cada individuo. Pero la multiplicación estadística de los (diversos) estados depresivos en determinados contextos sociales podría autorizar a pensar la depresión también, en un sentido amplio, como fenómeno de masas.



De aquellas nutridas bibliotecas podríamos elegir un título, que tiene sus particularidades (queremos decir que las tiene el título mismo del texto). En la década del 60 el psiquiatra español Carlos Castilla del Pino publicó un grueso libraco, que tuvo su cuarto de hora de éxito, bajo el título Un Estudio sobre la Depresión. Fundamentos de Antropología Dialéctica4. Llama inmediatamente la atención la relación entre título y subtítulo: parece sugerir que la depresión puede ser tomada, teóricamente, como uno de los fundamentos de una Antropología -así, con mayúscula-, vale decir de una filosofía de la cultura. Y esa antropología es necesariamente dialéctica, puesto que implica una relación mutua y conflictiva del sujeto con los códigos de la cultura y con los demás sujetos (con el Otro y con los otros, para decirlo a la vez con Lacan y con Sartre). Y quien dice dialéctica dice al mismo tiempo -al menos después de Hegel y Marx- historia. En suma, y en esta perspectiva, la depresión puede expresarse de las formas más singularmente idiosincrásicas, pero su estructura es constitutivamente social-histórica.



Uno de los más extensos y densos capítulos del libro -y de una sorprendente actualidad para nosotros hoy- tiene que ver con el vínculo entre depresión y pérdida; la pérdida de seres queridos, obviamente, pero también la de dinero, el empleo, la certidumbre económica, con sus consecuencias de nuevas pérdidas derivadas: de status social, de capacidad de consumo, de “prestigio”, del “nombre”, del respeto ajeno, etcétera. Se trata de pérdidas de muy distinta naturaleza: “La pérdida de un hijo” dice el autor, “no tiene significación social. La pérdida de dinero o del empleo, sí”.5 Y continúa: “Si entonces esta última pérdida es capaz de producir la depresión de la persona y la primera, por el contrario, no, hay que conceder que para la persona en nuestra sociedad tiene mayor valor el dinero o el éxito laboral que el hijo, y que son los valores sociales los que tienen primacía sobre los netamente individuales.”



En la inmensa mayoría de los casos clínicos que analiza el texto bajo este rubro (pérdida de dinero, empleo, etc.) el estado depresivo está mucho más directamente relacionado con lo que hemos llamado pérdidas derivadas que con las causales primarias: alguien siente profunda vergüenza por su nueva situación y se encierra en su casa, otro se va de la ciudad porque no soporta que sus parientes o conocidos sean testigos de su decadencia. La conclusión es obligada: la depresión depende de una configuración ideológico-cultural previa que el sujeto ha interiorizado hasta el punto de que su caída en la pobreza o el desempleo lo deja absolutamente inerme, indefenso, perdido en un mundo hostil del cual quisiera retirarse por completo (lo cual podría conducirlo al suicidio, ya que la causa de la caída es la propia culpa), o bien al cual quisiera agredir hasta la destrucción por su desprecio (lo cual podría conducirlo a la violencia contra los otros, que por lo general son sus pares, ya que las causas de la “caída” aparecen anónimas e inalcanzables, siendo el Otro un sistema abstracto del cual solo tengo a mano un puñado de semejantes, los otros6). Y está, por supuesto, el problema de la estigmatización: sectores sociales enteros son culpabilizados por haber “caído” en desgracia.7



Aquí es muy importante -para seguir con nuestros “juegos de palabras”- el significante caída. Los sociólogos funcionalistas hablan siempre de la movilidad social ascendente, pero casi nunca, al menos con los términos equivalentes, de la descendente: esta no es una movilidad, sino una precipitación en el vacío.



Los sociólogos funcionalistas hablan siempre de la movilidad social ascendente, pero casi nunca, al menos con los términos equivalentes, de la descendente

Por el esfuerzo individual, o incluso por un golpe de suerte, podemos ascender (y en algunos casos trepar); por pereza e ineficiencia, o incluso por mala fortuna, no descendemos sino que caemos: perdemos el paraíso de bienestar que el sistema nos había prometido. Pero el dispositivo ideológico-cultural que mencionábamos, y que se nos ha hecho carne en cuerpo y mente, obtura el análisis crítico de las estructuras que han “sobredeterminado” la caída. El capitalismo, y en forma exacerbada su versión “neoliberal”, implica, junto a la cultura del trabajo y el éxito por medio del tener, la moral que se ha denominado del individualismo competitivo8: no hay, en verdad, ningún “sistema”, sino que todo depende de las habilidades personales -lo que ha dado en llamarse meritocracia-, en el marco de una suerte de selección natural de las especies sociales (eso que se suele nombrar como darwinismo social, y que es un pensamiento muy alejado del pobre Darwin). Mi fracaso no es, a fin de cuentas, responsabilidad de nadie más que yo, o en todo caso, decíamos, de esos otros que estaban en mi camino como piedras molestas a las que no he sabido apartar. Ergo mi culpa, y mi depresión.



Es muy posible que esto explique, al menos en parte, el tan discutido fenómeno del clasismo con ribetes “racistas” de las clases “medias” respecto de las clases “bajas”, y su identificación acrítica con las clases “altas”. Sería algo así como una defensa anticipada ante las presuntas consecuencias depresivas de una siempre posible caída. La agresividad contra, y el desprecio por, esos otros que en cualquier momento podríamos ser nosotros -en la profundamente desigual sociedad de clases el descenso es harto más probable que el ascenso-, podría estar expresando el pánico adelantado ante las consecuencias “depresivas” de esa probabilidad de caída: es más rápido y menos angustiante encontrar chivos emisarios en los (que por el momento son) otros -los “vagos” que tenemos que sostener con nuestro digno trabajo, los extranjeros que “vienen a robarle el trabajo a los argentinos”, y así- que abordar la crítica radical al Otro, al Amo sistémico que, con sus promesas de felicidad necesariamente incumplidas, ha creado las condiciones de existencia de nuestra “depresión”. La salida perversa (y necesariamente fallida) de esta es la hostilidad, en ocasiones incluso violenta, hacia aquellos que eventualmente podrían ser mis iguales con mucha más probabilidad que los que hoy son -y seguirán siendo- mis “superiores”.



3.



Los Mercados, ya sea en estado de depresión o de euforia, no tienen por qué ser los únicos protagonistas de este drama. El Estado puede también desempeñar un rol complementario. Y si decimos “complementario” es para apartarnos de la falsa ilusión -tan extendida entre nosotros- de que el Estado es un natural antagonista de Los Mercados. Una cosa es decir que el Estado, con cierto grado de “autonomía relativa”, puede “regular” en más o en menos la desigual distribución de la riqueza operada por Los Mercados; otra es decir que puede (o quiere) suprimirla. Pensar que el “neoliberalismo” representa, como se suele decir, una total ausencia, o retirada, del Estado, es una completa falacia: se requiere mucha acción del Estado -bajo la forma de leyes, decretos, políticas públicas, generación de consensos ideológicos, y por supuesto, si hace falta, represión- para privatizar, des-regular, y en términos generales beneficiar a Los Mercados.



El problema, claro, es que la ficción del Estado-Amo “bondadoso” genera el imaginario -con su consiguiente frustración “depresiva”- de una oposición, y por lo tanto una separación, entre la política y la economía. Esta es otra cantinela repetitiva de los sectores “progres” (¿la política “manda” sobre la economía o al revés?), poco advertidos de que con ella, paradójicamente, no hacen sino consagrar lo que fue desde el inicio (digamos, de Locke en adelante) una hipótesis fundacional del pensamiento liberal: la distinción férrea entre sociedad política y sociedad civil, de tal modo que la única injerencia que la sociedad “civil” pueda tener sobre lo político sea -en el mejor de los casos- la papeleta del voto emitido cada dos o cuatro años. El resto del tiempo solo cabe esperar -siempre en el mejor de los casos- la garúa de “beneficios” que caerá generosamente desde las alturas del topos uranos del Estado-Amo. Después de la Revolución Francesa, el Estado ya no es yo, como para Luis XIV, sino él, pero nunca nosotros.



Claro está que tales “beneficios”, si existieran, serían bienvenidos por contraposición con los maleficios del “neoliberalismo” más salvaje, tal como los hemos sufrido, por ejemplo, los últimos cuatro años (evidentemente no todas las políticas del Amo son iguales: pero siguen siendo las del Amo). Pero ello no quita que sean el producto de una más o menos ilusoria generosidad vertical -cuyos límites siempre aparecen en el momento en que la “generosidad” arriesga rozar los intereses de Los Mercados-, y no una construcción horizontal generada por la sociedad “desde abajo”, como se dice. Cuando esos límites en efecto aparecen, y en el contexto de aquel circuito repetitivo, suele suceder la propagación de lo que la sociología clásica, a partir de Durkheim, denomina anomia: una suerte de desconcierto social, de caída de los códigos imaginarios inculcados por el Amo, con las consecuencias ya aludidas de depresión de masas. La confianza en el Amo-Estado está herida de muerte, y si no se percibe una alternativa realmente radical a esas opciones, no habrá más remedio que resignarse a volver al “otro” Amo, Los Mercados (puesto que se nos ha inscripto en el cuerpo, como en el famoso cuento de Kafka, la Ley de la repetición): “otro” Amo frente al cual el anterior, de nuevo, nos ha dejado indefensos al acostumbrarnos a que fuera él el que tomara las grandes decisiones. Y así el círculo vicioso maníaco-depresivo (si es que la metáfora es válida: pero lo que nos importa es que se entienda el concepto) empezará de nuevo: da capo senza fine, como dice Dante.



La multiplicación estadística de los (diversos) estados depresivos en determinados contextos sociales podría autorizar a pensar la depresión también, en un sentido amplio, como fenómeno de masas

El síndrome puede darse aún en los casos más extremos de “omnipotencia estatal”. Pongamos: la caída de la ex URSS. En un libro extraordinario de la historiadora y periodista Svetlana Aleksievitch (Premio Nobel de literatura 2011)9, el estado de ánimo de los entrevistados ante el derrumbe del “paraíso socialista” es de una ambivalente pero inequívoca depresión (la palabra insiste tanto en la escritora como en los interlocutores). Los relatos describen cómo el inicial alivio por el aflojamiento de la represión y la opresión estatal, o la euforia por un presunto acceso al mundo occidental -con sus promesas de valores desconocidos como la libertad y la democracia-, paulatinamente van cediendo lugar a una sensación de angustia asimismo “anómica” por la pérdida (otro término recurrente) de las seguridades -despóticas y otorgadas con cuentagotas “desde arriba”, pero seguridades al fin- de una vida previsible y comparativamente ordenada.



Pero ahora, con la entrada en lo que no es solamente el mundo de la libertad y la democracia sino el del Capital, se descubre que no solo las nuevas riquezas materiales no estarán equitativamente repartidas, sino que en las nuevas condiciones tampoco lo están esas “novedades” que son la libertad y la democracia. El pasaje al “neoliberalismo salvaje”, a la mercantilización de todo lo existente, al individualismo competitivo en el que tan solo un puñado logrará llegar hasta “arriba” conformando una nueva y brutal burguesía plutocrática y excluyendo a la inmensa mayoría, todo ello impone nuevos códigos y reglas para las que el hombre o la mujer de a pie carecen de sistema de interpretación alguno. El Otro anterior, con todo su autoritarismo burocrático, al menos había generado un sistema que podía imaginarse como mínimamente inteligible. Ahora todo se asemeja a una selva intrincada, irracional y anárquica, para la que no existen mapas o caminos planificados. Los “valores” previos podían ser muy cuestionables, pero ningún nuevo valor los ha reemplazado, salvo el del Dinero, enarbolado por ese también nuevo personaje del cual apenas se tenían vagas noticias, Los Mercados.



Permítasenos citar nuevamente a Sartre, escribiendo a principios de los setenta -es decir, casi veinte años antes del colapso de los “socialismos reales”, pero con el proceso de crisis ya tan avanzado, que bien podría ser un corolario del libro de Aleksievitch-:



“La desestalinización ha multiplicado las neurosis en Europa: necesario es deducir que los agravios callados, los razonamientos truncos, los sentimientos amordazados, los hechos mantenidos en silencio han sido reprimidos, enterrados bajo el piso de las almas, pero no suprimidos. Unos murieron y hieden; otros, sepultados vivos y vueltos a entrar en escena después del fin del estalinismo, se han agriado hasta la locura. Al abrir los ojos, el desestalinizado descubre que no tiene raíces en un mundo carente de hitos, atroz y desnudo. No más mitos, verdades mortales y pasajeras: ha pasado las de Caín y para nada. Solo le queda la depresión.”10



Es, sin duda, una estupenda descripción -y, como toda buena descripción, una explicación-, válida no solo para el “estalinismo”, sino del estado de depresión de masas que sobreviene cuando han caído las ilusiones (políticas, en este caso) y “retornan de lo reprimido” todas esas señales de alarma que tan astutamente habíamos sabido enterrar “bajo el piso de las almas”. El desengaño ante lo viejo que muere y la impotencia de no saber cómo hacer nacer lo nuevo, es un momento -que puede ser muy largo- liminar, indeciso, apto para que aflore la depresión. Si las masas no están sostenidas en una armazón crítica, en una voluntad de poder transformadora, la única manera de mantener a raya, si acaso, a la depresión, es un nuevo engaño. Es decir, la repetición.



4.

Los ideales, dice en algún lado Freud, están hechos para perderlos. Con lo cual, creemos entender, no se está condenando la adhesión al ideal de una causa justa o de una convicción filosófica o política



La multiplicación estadística de los (diversos) estados depresivos en determinados contextos sociales podría autorizar a pensar la depresión también, en un sentido amplio, como fenómeno de masas

Pero sí se nos está advirtiendo que conviene estar preparados para la posibilidad de su crisis, que no significa su completa pérdida. Significa, en todo caso, la diferencia entre la depresión melancólica -la famosa sombra del objeto cayendo sobre el sujeto- y el sostenimiento del ideal por un trabajo del duelo. Y aquí, desde luego, “trabajo” no tiene las connotaciones de alienación o explotación a que aludíamos más arriba: es la praxis creativa que permite, justamente, recrear el ideal haciéndose cargo de los efectos de verdad que lo pusieron en crisis. Y “duelo” no es la resignación a una pérdida: es la regeneración del ideal en las nuevas condiciones despertadas por la crisis.



Se nos disculpará la premura taquigráfica con la que acabamos de usar ciertas categorías, para hablar rápido. Podríamos apelar a otras. Hace ya mucho tiempo, el notable antropólogo italiano Ernesto de Martino, estudiando diversas situaciones de crisis dramáticamente vividas por ciertas culturas (muertes, pandemias, desastres naturales, pobreza extrema, hambrunas y también, cómo no, dominación colonial), acuñó el concepto de crisis de la presencia social, que describe en efecto esa situación de depresión de masas, esa sensación de fin del mundo experimentada por la sociedad en su conjunto -o al menos por la mayoría de ella- frente a la caída de los códigos rutinarios que los miembros de la sociedad habían “interiorizado”.11 La solución que encuentran las sociedades -no todas, y no siempre- para recuperar la “presencia”, es lo que el autor denomina un proceso de creación cultural: nuevos rituales, nuevos mitos, nuevas lógicas asociativas, lo que fuere. En todo caso, una nueva política (en el sentido más amplio pero más estricto del término) que, trascendiendo la encerrona de la repetición “depresiva”, suponga la re-fundación de lo que suele mentarse como “lazo social”, bajo una lógica que esta vez sí pueda significar una auténtica novedad. Tal vez alguna otrora célebre fórmula, por ejemplo, Liberación o Dependencia, tenga que ser sustituida hoy por la que con módica ironía da su título a este texto. Será una ardua tarea hacer que no sea otro mero cambio de palabras.







Eduardo Grüner

Doctor en ciencias sociales (UBA)

Escritor, ensayista y crítico cultural

egruner1@yahoo.com.ar







Notas



1. Un riesgo con la insistencia en el término “neoliberalismo” es que se independice del de “capitalismo”, o peor, lo sustituya, como si no fuera su versión más radical. Así es usado frecuentemente por los gobiernos o movimientos socialdemócratas, “progresistas”, nacional-populares, etcétera, bajo el supuesto utópico (o ideológicamente interesado) de que se puede eliminar el neoliberalismo sin seguir “combatiendo al Capital”.



2. Marx, Karl: El Capital, México, Siglo XXI, T. 1, Cap. 1, “La mercancía”.



3. Como es obvio, no estamos diciendo que “la gente” no debería trabajar: en el capitalismo no queda más remedio que hacerlo, so pena de perecer de hambre, y más aún en contextos de crisis y aumento de la desocupación. Lo que estamos diciendo es que no hay por qué confundir necesidad con deseo o con virtud, ni hacer del trabajo en sí mismo un Bien “ontológico”, o peor, metafísico. Y que si un día, de repente, millones de hombres y mujeres dijeran, como el escribiente Bartleby, “Preferiría no hacerlo”, eso sería una situación decididamente revolucionaria.



4. Barcelona, Península, 1962. El autor de estas líneas, por entonces estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras, tuvo que leerlo en la cátedra de Psiquiatría Social dirigida por el Dr. Nicolás Caparrós.



5. Esta aseveración, por supuesto, depende de las circunstancias específicas de la pérdida. Puede ser absolutamente cierta si el hijo muere por accidente o por enfermedad. Si la muerte es producto de la represión, la desaparición o el terrorismo estatal, como ha ocurrido (no solo) entre nosotros, entonces tiene -ha tenido- una enorme significación social y política. Lo interesante es que, salvo casos individuales, este tipo de pérdida, más que depresión, ha producido politización, como en el caso de las Madres de Plaza de Mayo y un largo etcétera.



6. Sin dejar de abrevar en un discurso metafísico-existencialista, la famosa frase final de la obra A Puertas Cerradas, del ya citado Sartre, a saber “El infierno son los otros”, podría ser una exacta ilustración de lo que venimos diciendo.



7. Cfr, para esto, Goffman, Erving: Estigma, Buenos Aires, Amorrortu, 1980.



8. McPherson, C.B.: Teoría Política del Individualismo Competitivo, Barcelona, Anagrama, 1981.



9. Aleksievitch, Svetlana: El Fin del Homo Sovieticus, Madrid, Alianza, 2009.



10. Sartre, Jean Paul: El Idiota de la Familia, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1975.



11. De Martino, Ernesto: La Fine del Mondo, Milano, Feltrinelli, 2010.

martes, abril 07, 2020

#100lecturasafricanas: Tiempo de Releer, Repensar y Redescubrir (II) | Literafricas

#100lecturasafricanas: Tiempo de Releer, Repensar y Redescubrir (II) | Literafricas





Los libros que se mencionaron en la primera parte plasmaban el amor por la literatura, el descubrimiento de África, el disfrute de internarse en una sociedad concreta, el ver encarnadas las frustraciones y los anhelos de la condición humana, el espejismo de la realidad, el devenir negro del mundo, la importancia de mantener la memoria activa, el desmoronamiento de un mundo… Y se ofrecieron porque habían gustado mucho, porque se les quería dar otra oportunidad o porque sencillamente son imprescindibles.
No todo el mundo relee. Hay personas a las que les aburre caminar dos veces por el mismo camino y prefieren buscar siempre lo más novedoso o dejar para dentro de mucho tiempo esa segunda lectura. Pero incluso estos guardan en su interior algún libro que les fascinó y al que recuerdan en especial, por un motivo u otro.
Se nota mucho, mucho, cuando se comparte uno de esos volúmenes. Es como si se tocara una tecla interior que genera una oleada de entusiasmo. Es como sentir que se aglutinan entre dos tapas tantos momentos, frases, palabras, signos, símbolos, significados, sentimientos…
Un libro. Todo un universo condensado en él.
Hemos seguido preguntando en esta época de confinamiento sobre los libros que están o les gustaría releer. Aquí va la segunda tanda:
Astrid Jones (Cantante y actriz) Ceiba II (poesía inédita) de Raquel Ilombe: “Estoy leyéndola porque me gusta la poesía como medio de expresión de los sentimientos más profundos a través de la habilidad de utilizar la belleza del lenguaje”.
Mamadou Lika Marra (Cofundador del Movimiento Panafricano Bilbao) Politízate VVAA: “Esta obra colectiva de jóvenes autores de Senegal es una una manera de invitar a la juventud senegalesa y africana  al despertar de las conciencias. Su objetivo visibilizar y  defender la politización en un momento en que la tentación de invertir en otros campos de acción, así como la denuncia de líderes y prácticas políticas, parecen ser los únicos resultados posibles. Este libro ofrece posibles respuestas en la diversidad de sensibilidades y trayectorias intelectuales de sus jóvenes autores. Una contribución necesaria al debate público, este libro expresa una convicción inequívoca: La política no puede hacer todo, pero puede hacer algo”.
Tania Adam (Radio África Magazine): “Dos historias que tienen lugar en Mozambique, el lugar donde nací, y del que formo parte, aunque sea a miles de kilómetros de distancia; Jesusalén  de Mia Couto y Comedia Infantil de Henning Mankell”.
Ramón Esono Ebalé (Dibujante) El África que viene VVAA, coord. A. Castel.
Joan Tusell (Área de Medios de Comunicación de Casa África): “En estos días de confinamiento familiar, largas conversaciones con mi hija de 8 años me han recordado constantemente lo que me gustó leer en su día el Querida Ijeowele, o como educar en el feminismo, de Chimamanda Ngozi Adichie. Le encanta jugar al futbol, y en demasiadas ocasiones dice que los chicos la ponen de portera. El libro es muy recomendable para padres, incluso para avergonzarse de los propios micromachismos en los que caemos, y me incluyo, a menudo”.
Celia Murias (Africaye) Vaso Roto de Alain Mabanckou: “Este libro me encantó y sería buenísimo para estos momentos porque es ligero, entretenidísimo y con un estilo narrativo delicioso y juguetón”.
Vicente E. Montes Nogales (Profesor de la Universidad de Oviedo) A través del Islam de Ibn Baṭṭūṭa: “No es solo una obra de gran interés para cualquier lector al que le apasione la historia, sino también un texto esencial para arabistas, historiadores, geógrafos y etnógrafos. El tangerino Ibn Baṭṭūṭa, uno de los principales viajeros de la Edad Media, narra sus aventuras y las impresiones que le producen otros pueblos y culturas durante un largo viaje que comienza en Marruecos y finaliza en China. Al regresar a su hogar, tras un periplo que dura veintitrés años, el autor reúne sus recuerdos de los países visitados en un volumen para satisfacer la curiosidad del sultán de Fez Abu Inan”.
Bego Colmenero (Jefa de biblioteca del Instituto Cervantes de Múnich) El vendedor de pasados de Jose Eduardo Agualusa: “Lo volvería a leer en la cuarentena porque es una historia muy original, muy irónica y divertida. Nos hace pensar en la capacidad que tenemos de jugar con nuestra memoria y transformar loa hechos en función del recuerdo que tenemos de los mismos”.
Marian Davies (Artista plástica) No es País para Negros de Oscar Kem-Mekah Kadzue: “Volvería a leerlo porque es más profundo de lo que a primera vista pudiera parecer. Tiene varios componentes como son la tradición, modernidad frente a tradición, la educación, la adaptación a las circunstancias, la importancia de perseguir los sueños personales, la perseverancia, la percepción errónea que se tiene de Europa desde África y su confrontación con la realidad. Todo esto hace que tenga en sus pocas paginas muchos elementos sobre los cuales reflexionar y que habría que releerlo par analizarlo con mayor profundidad”.
David Soler (África Mundi) Mi hermana asesina en serie de Oyinkan Braithwite: “”Me apetecía leer novelas de autoras africanas y encontré este libro que reelería encantado ahora en tiempos de confinamiento. Es genial. Aún con un trasfondo de asesinatos, es un libro con el que te ríes a la vez que te hace reflexionar sobre qué va primero: tu familia o la moral”

lunes, marzo 16, 2020

La experiencia del lugar, Miguel Casado

La experiencia del lugar | Tam-Tam Press





Yves Bonnefoy







La experiencia del lugar



De Tam-Tam Press / 16 de marzo de 2020 / "TIENDA DE FIELTRO",



Yves Bonnefoy.



La experiencia del lugar

El poeta y crítico literario Miguel Casado (Valladolid, 1954) llega al séptimo artículo de su sección “Tienda de fieltro”, en la que va desgranando sus reflexiones al hilo de distintas lecturas, en una reivindicación de la escritura como manera de estar en el mundo y de reinventarlo.



A partir de unas frases recordadas de “Devoción” —texto del poeta, escritor, ensayista, traductor y crítico literario frances Yves Bonnefoy (Tours, 1923-París, 2016)—, el autor de las líneas que siguen señala la “experiencia del lugar” como “una de las vías más abiertas para el aprendizaje de lo propio a través del tiempo”.



Por MIGUEL CASADO



Estas frases de Yves Bonnefoy, que me quedaron hace años en la memoria, pertenecen a “Devoción”, un inventario de lugares y sensaciones regidos por la preposición a, una lista de aquello por lo que el poeta sentía particular estima: “A una puerta tapiada con ladrillos color sangre sobre tu fachada gris, catedral de Valladolid. A unos grandes círculos de piedra. A un paso[1] cargado de seca tierra negra”. Frases perdidas en la memoria, pues yo creía que hablaban de esas enormes espirales que parecen casi hindúes y flanquean el segundo cuerpo –­diseñado por Churriguera, no por Herrera– de la fachada de la catedral; pero a la vez conservadas, pues no olvidé dónde las había leído, en una edición argentina de Lo improbable. Las reencontré rápidamente.



La sensación de esa imagen –los ladrillos color sangre sobre la fachada gris– es fuerte. Lo que, para Bonnefoy, era un efecto violento de color, que se sumaba al contraste y la textura de los materiales, a mí se me mostraba como una forma local de la chapucería de la larga posguerra española, donde el cuidado de lo propio tan poco importaba, aunque la retórica del nacionalismo patrio afirmara lo contrario. Esa puerta así tapiada resumía ella sola el desprecio por la tradición y por la cultura que nos aislaba de Europa. Bonnefoy, herido doblemente por la imagen (su fuerza, su absurdo), supo encontrar en lo seco de la “tierra negra” que vio en un paso de Semana Santa una síntesis fúnebre y poderosa. El resto de su lista de devociones reunía pequeñas iglesias italianas y vestigios grecorromanos que parecían contener las huellas de un deseo de absoluto anidado en la emoción estética; pero, como en el caso vallisoletano, no dejaba de percibir la fuerza bruta de la realidad y permitía que emergiese. Ese choque y, también, el equilibrio entre lo circunstancial y lo absoluto, vendrían a resumirse en la última de la serie: “A esas dos salas cualesquiera, por el mantenimiento de los dioses entre nosotros”.



El texto “Devoción” procede de Rimbaud. En sus Iluminaciones hay una página del mismo título y estructura, donde caben lo sublime romántico –“su toca azul orientada al Mar del Norte”–, la estética de la fealdad –“la hierba del verano zumbona y pestilente”– y lo grotesco –“grasienta como el pescado y pintada como los diez meses de la noche roja”. Ahí estaba lo doble, los impulsos que tiraban de los ojos en sentidos opuestos. Pero en Bonnefoy las tensiones remiten a la voluntad de racionalizar una relación emotiva con la mirada, cuya energía viene a confundirse con un deseo de realidad. Y con un vínculo especial entre la obra de arte y el sitio donde se la encuentra, que nunca está ausente de sus ensayos tan personales sobre pintura. Esta constante de su enfoque cuaja en su concepto de lugar, decantado en La nube roja, otro de sus libros.



Para ello toma como modelo el lugar de nacimiento, o esos lugares que el recuerdo impone sin permitir cambio, o los de algunos sueños. No se trata solo de un “segmento del espacio” ni tampoco de “una simple representación del pensamiento”; el lugar es una “experiencia efectiva; en verdad, es la realidad misma, tal y como la sentimos en nuestra existencia”, “es el punto que convoca y retiene la impresión de realidad como el pararrayos convoca a la centella”.



Lugar de nacimiento, sí. Las frases de Bonnefoy no quedaron en mi memoria por la fuerza de la imagen, por el choque violento del rojo y el gris o el ladrillo y la piedra; se grabaron porque eran de la catedral de Valladolid. Su efecto es semejante al que siente quien recorre su tierra acompañando a alguien de fuera, y en la mirada del otro descubre de pronto lo propio. Aprender lo propio: esa propuesta de Hölderlin, de la que tanto han hablado los críticos; aprender lo propio gracias a la nitidez de la percepción ajena.



Pienso, por ejemplo, en el peso que tuvo la figura de Luis de León en las visitas que hacíamos, reiteradas muchas veces, a Madrigal de las Altas Torres. El viejo palacio real convertido en convento de clausura, uno de los edificios más misteriosos y conmovedores de Castilla, y enfrente, más allá de la muralla de ladrillo mudéjar, cruzando los campos cercanos, las ruinas del monasterio de San Agustín, donde murió el poeta buscando una calma nunca hallada. En mi experiencia del lugar, Madrigal nombra todas las tristezas y todas las ruinas de esa tierra, todo su poder latente, su emoción y su abandono, y sin esa presencia y compañía tal vez yo no lo habría sentido así.



Releo las cartas que fray Luis escribió desde la cárcel de la Inquisición, las pocas que se conservan o que le permitieron, sobre todo las que contienen listas de peticiones, de cosas que necesita que le busquen y le lleven a su celda. Pide ciertas prendas, pide libros –los que requiere para preparar su defensa, los que muestran su hilo de lecturas: Sófocles, Bembo, Píndaro. Lo que más llama la atención es cómo recuerda los detalles, por ejemplo en una carta de junio de 1575, cuando ya lleva preso tres largos años: “Una Biblia hebrea en un cuerpo: es de cuarto de pliego grande, encuadernada en cordobán negro y papelón. Un Sófocles en griego: es de cuarto de pliego grande en papelón y becerro negro”. Pero también dónde pueden encontrarse los libros en su celda del convento salmantino: “quedó en uno de los cajones de la mesa grande”, “está en los estantes que están a la mano izquierda como entramos por la celda”, “ha de estar sobre otros libros en los estantes que están al fin de la mesa grande”. Como si las cosas mismas, los materiales, el cuarto, hubieran quedado allá alojando una intimidad, una privacidad, que se trataba de eliminar.



Me doy cuenta de que el episodio carcelario de Luis de León me impresiona especialmente porque admiro el modo en que se cruzan en él la sabiduría y la escritura, porque creo entender cómo el lugar ameno parece siempre al alcance de su mano y nunca por ella asido; pero también, de nuevo, porque ocurrió en Valladolid. Y allí lo busco. Pese a la discusión interminable entre los historiadores sobre en qué edificio concreto estuvo recluido, tiendo a quedarme con uno de los que fueron en algún momento prisiones inquisitoriales: el antiguo palacio del obispo Alonso de Burgos (hijo y nieto de rabinos, según cuenta Jiménez Lozano y las fuentes más accesibles suelen callar), fundador del Colegio de San Gregorio y consejero de los Reyes Católicos. El palacio ya no está, pero la calle tomó el nombre de “Fray Luis de León”, y desde aquí, desde tan lejos, puedo recorrerla en sus accidentes, enumerar sus comercios, inquilinos y oficinas, habitarla con mis recuerdos. Quizá, gracias a él, sea otra forma de reflexionar sobre lo propio. Aunque el trato que recibió, junto a la muerte en la cárcel de dos de sus compañeros hebraístas, Alonso Gudiel y Gaspar de Grajal, y sus entierros a escondidas, clandestinos, hacen difícil identificar eso propio con la idea que se ha pretendido transmitir de tradición. Porque presos y carceleros no pueden reunirse bajo un solo rótulo. No hay una historia gloriosa que recuperar, sino una escindida, una tradición que son muchas, diversas y opuestas entre sí, de manera que nos vemos obligados a distinguir, a tomar partido, a optar por una de ellas. Y es entonces, asumida esta condición, cuando la experiencia del lugar –desde su carácter personal– aparece como una de las vías más abiertas para el aprendizaje de lo propio a través del tiempo. Un espacio de libertad y compañía, no de herencia.



Notas:



[1] En castellano en el original.



1 loimprobable1 rimbaud por bnfla nube roja



1 rimbaud por bnf

Lecturas.–

Yves Bonnefoy, Lo improbable. Traducción de Silvio Mattoni. Córdoba (Argentina), Alción, 1998.

––, La nube roja. Traducción de Javier del Prado y Patricia Martínez. Madrid, Síntesis, 2003.



Friedrich Hölderlin, “Carta a Böhlendorff, del 4 de diciembre de 1801”, en Cartas. Edición de José Luis Rodríguez García. Madrid, Tecnos, 1990.



Fray Luis de León, Obras castellanas completas, vol. I. Edición de Félix García. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1991 (5ª).



José Jiménez Lozano, Fray Luis de León. Barcelona, Omega, 2001.



Arthur Rimbaud, Iluminaciones, en Obra poética completa. Traducción de Miguel Casado. Barcelona, DVD, 2007.



Peter Szondi, Estudios sobre Hölderlin. Traducción de Juan Luis Vermal. Barcelona, Destino, 1992.


viernes, marzo 13, 2020

Claudio Magris : “La única solución para Europa es un Estado fuerte, federal y respetado” – Revista Luzes

Claudio Magris : “La única solución para Europa es un Estado fuerte, federal y respetado” – Revista Luzes





Uno de los escritores e intelectuales europeos más respetados y escuchados de nuestros días, Claudio Magris (Trieste, 1939), germanista de formación y autor de una variada obra que va desde el ensayo (Utopía y desencanto, La historia no ha terminadoTrieste, una identidad de fronteraEl anillo de ClarisseItaca y más allá), la novela (Otro marA ciegas), el teatro (La exposición, Así que usted comprenderá) o libros fascinantes e inclasificables como El Danubio, que lo dio a conocer en todo el mundo, es asimismo, desde hace años, candidato permanente al Premio Nobel de Literatura.
Colaborador desde muy joven de la prensa italiana, y de otros muchos medios internacionales donde se recogen habitualmente sus lúcidos e incisivos artículos, sus contribuciones semanales en el Corriere della Sera suscitan siempre numerosos y apasionantes debates, como el que ha tenido lugar recientemente acerca de su inclusión, no solicitada, sin él saberlo, en la red social Facebook: "Reclamo mi derecho, defendido por la Constitución, de no formar parte de ninguna asociación; al mismo tiempo reivindico mi absoluto derecho a la incapacidad digital". Magris recordaría que a todos, hoy, se les exige leer los mismos libros, discutir acerca de los mismos problemas, participar en los mismos eventos: "El que no lo hace es clasificado inmediatamente de asocial y se le reconduce a la norma, aunque sea en contra de su voluntad, como un clochard al que se le obliga a ponerse un smoking".
En una ocasión, recuerdo que en un coloquio estuvimos comentando que Europa está de algún modo encuadrada entre dos Galicias: la Galicia del Finisterre europeo, al oeste, y en el lado oriental, la antigua Galitzia austrohúngara, patria de tantos escritores míticos, desde Joseph Roth a Bruno Schulz. Si nadie duda sobre las fronteras occidentales de Europa, la cuestión sobre dónde acaba, hacia el este, siempre ha estado en discusión. Ahora, curiosamente, este debate histórico que viene de lejos vuelve a estar sobre el tapete con el drama ucraniano. Un drama que no plantea si no una nueva paradoja: mientras en el oeste florecen los euroescépticos, los euronegacionistas, y algunos países y sobre todo grupos populistas quieren salir como sea de la Unión Europea, en el otro lado la gente soporta temperaturas de 20 grados bajo cero porque quieren entrar aunque les cueste la vida. Recientemente, el magnífico escritor Yuri Andrujovich, cabeza de serie absoluto de las últimas generaciones literarias ucranianas, ha lanzado una llamada desesperada a sus amigos y colegas del resto de Europa: "¡Piensen en nosotros! ¡Muestren su solidaridad!".
Es cierto que los confines de Europa, hacia el Este, serían efectivamente aquella Galitzia austrohúngara, tan rica en escritores. Y, más en concreto, yo diría que en relación a Ucrania, los verdaderos confines, la frontera simbólica, sería Rutenia. Ucrania y Rutenia quieren decir lo mismo. Sólo que los rutenos eran los ucranianos austrohúngaros. Los actuales ucranianos formarían parte de una Europa centro-oriental, pero Europa a fin de cuentas. Es decir, el espíritu, el trasfondo histórico del que vienen es particular: un tipo de cultura austrohúngara, una serie de tradiciones, de costumbres, también de desilusiones políticas, de servidumbres. Aunque, evidentemente, hay que tener cuidado con esto. Nada cierra nada. Además, literariamente hablando, tenemos casos como el de Turgueniev, un ruso, a la vez ferviente europeísta. Pero no se trata de hablar en términos estrictamente literarios.

"El mundo tiene que ser administrado y cambiado"

En lo que se refiere a una determinada civilización, al aspecto sociopolítico e institucional, a la relación entre el ciudadano y el estado, con todos los límites de las generalizaciones, se puede decir que sí, que aquella Galitzia significaba simbólicamente los confines de Europa. Desde luego en el caso de Galicia es mucho más fácil, porque a fin de cuentas la frontera es el mar. Pero aquello es mucho más ambiguo. "Leopoli, tomba di popoli" —es decir, Lvov, la antigua Lemberg alemana— cantaban cuando partían los soldados triestinos, enrolados por Austria, bajo cuyo dominio estaban, en la Primera Guerra Mundial. No me refiero a los voluntarios que se habían ido a combatir por Italia contra Austria, sino a los ciudadanos austriacos de entonces que eran enviados a Galitzia, a unas terribles y masacrantes batallas.
Este año, con enormes fastos y homenajes a caídos de todos los bandos, con publicaciones y revisiones históricas múltiples, se conmemora el inicio de esta Primera Guerra Mundial de la que hablas. ¿Cuáles son los fantasmas y retos aún pendientes, las posibles lecciones a las que se enfrenta la Europa actual desde aquella devastadora tragedia, de proporciones apocalípticas, con la que en realidad dio comienzo el siglo XX?
En mi caso particular estoy implicado precisamente en un proyecto alrededor de esta conmemoración. Voy a hacer para la televisión italiana una serie con cuatro capítulos. En cada una de las partes estará presente un diálogo con un personaje determinado. La primera parte, la principal, la llamo El sueño de Adán. Y empiezo con Adam Wandruszka, un gran historiador austríaco, nacido a finales del 14. En una ocasión vino a Trieste a buscar en el cementerio austríaco la tumba de su padre, que había caído como oficial en los montes del Carso, junto a Trieste, combatiendo contra los italianos. Adam me dijo que se llamaba así porque cuando su padre se fue a la guerra su madre estaba embarazada, y su padre decidió que si era niño se tenía que llamar, sin lugar a dudas, Adam. Por una simple razón: porque esta sería la última guerra de la historia y luego se nacería a un mundo de paz, a un "nuevo Adán". Este sueño increíble recorría en aquel entonces todo y a todos sin excepción. Sucedía, por ejemplo, con la poesía rusa que soñaba con el hombre nuevo, y en tantos otros casos. Todos creen que surgirá algo nuevo y diferente. Pero al final resultó que la guerra no sólo dejó tras de sí una masacre espantosa, sino que, muy al contrario, nada quedó solucionado: el problema de las fronteras quedó aún más abierto, el problema de las nacionalidades se incrementó…
¿Cómo vivieron la cruda realidad de la guerra todos aquellos jóvenes que iban directamente al matadero, de forma alegre en ocasiones, sin ser conscientes?
Hay una frase del Papa Benedicto XV, el único que en aquellos días, junto a algunos socialistas, realmente llegó a comprender y ver claro lo que estaba sucediendo, que dice así: "Inútiles masacres y suicidio de Europa". Porque con aquella guerra, Europa, que durante 2.000 años había sido el centro del mundo, se hundiría en lo peor. Esto es interesantísimo cuando lo vemos desde nuestra perspectiva actual: cómo se es incapaz de imaginar lo que vendrá más tarde. Cuando se produce el atentado de Sarajevo, es decir, el comienzo de la guerra en sí, ninguna potencia entonces creía que se llegaría a ella. Piensan: les daremos alguna que otra bofetada como mucho, durará cuatro días… Y de repente estalla esto monstruoso que para los militares sería incluso peor que la Segunda Guerra Mundial. Entendámonos: la Segunda es horrible para los civiles, además está la atrocidad de la Shoah, pero para los militares aquello sería algo apocalíptico, nunca visto. Muchas posturas de aquellos días son realmente llamativas, y no sólo en lo que se refiere a los ultranacionalistas belicosos, sino también en lo que se refiere al campo de los demócratas de aquellos momentos, por así llamarlos. Ellos también compartían esta fe absoluta en ese mundo nuevo del que hablábamos.

"La caída de la utopía totalizante es una liberación"

Nos han llegado testimonios impresionantes, por ejemplo, a través de aquella joven y brillantísima generación perdida triestina, en ocasiones muertos prematuramente, como Scipio Slataper y Carlo Stuparich, caídos en el frente durante la Guerra del 14. Elody Oblath, una de las amigas de Slataper, el mítico autor de Mi Carso —que escribiría con tan sólo 24 años—, quien más tarde se casaría con el Stuparich sobreviviente, con Giani, dijo sobre aquellos días del inicio de la guerra: "Estábamos dispuestos a morir y en el fondo —y esto lo dice con un profundo sentido de culpa— estábamos igualmente dispuestos a pedir la muerte de millones de hombres". Es decir, encuentras a muchos que se van a la guerra con un sentido de la aventura, de las experiencias emocionantes, y luego, inmediatamente, llegan Verdún, Galitzia, el Carso, lugares en los que, para ganar un espacio que sería como ir desde aquí hasta el fondo de aquella escalera, tienen que caer doscientos hombres, y al día siguiente otros doscientos. Son necesarias todas aquellas terribles matanzas para que por fin se lleven las manos a la cabeza horrorizados. Es realmente sorprendente. Porque yo, que he tenido la suerte de no haber estado en ninguna guerra, no tengo necesidad de que nadie me meta una bayoneta en la barriga para imaginar que es algo espantoso. Es algo extraordinario esta imprevisión, este pillar por sorpresa. Luego está otro fenómeno de enorme importancia que aparece con esta Primera Guerra, que es la aparición de las masas en toda Europa, con lo que el mundo cambió radicalmente.
Se cancela en cierto modo aquel "mundo de ayer", de seguridad, con sus pautas, sus problemas enquistados, pero también sus rutinas, del que hablaba Zweig.
Cambian muchas cosas, en efecto. En la posguerra del 14, todas las fuerzas políticas que antes habían dominado los países —los liberales, los republicanos, etc.— se quedaron totalmente fuera de juego porque no entendían a las masas. El fascismo y el comunismo las entienden perfectamente. Yo diría que el fascismo, al menos en un primer momento, las entiende incluso más. Además, no olvidemos que países como Italia no deseaban la guerra, el Parlamento no la quería, fue la plaza —la calle, por así llamarla— la que la impuso. Con lo cual se produce un fenómeno extremadamente peligroso. En ese sentido es una época que hace acabar efectivamente ese "mundo de ayer" y abre paso a la Segunda Guerra Mundial que, con todos sus espantos específicos, sus horrores, en el fondo no es más que una continuación. Pero lo que hace bascular todo, el verdadero big bang del nuevo mundo, incluyendo en esto tanto lo bello como lo nefasto, es la primera. Sin la Primera Guerra Mundial, sin el suicidio de Europa, probablemente los pueblos coloniales, por ejemplo, no hubieran podido más tarde emanciparse. Aquel de entonces es un proceso que, a mi entender, aún no ha terminado. Lo que una vez fue un orden, con tantos aspectos discutibles, algunos incluso tremendos, estalló de repente.
Llama la atención la tremenda inocencia con la que algunos se enfrentaron a este auténtico fin del mundo antes nunca conocido, como decías.
Hay casos realmente llamativos, conmovedores. En la tercera parte que he escrito para esta serie de televisión hablo sobre la literatura y la guerra mundial. Por un lado, está la literatura de exaltación, de género nacionalista, y por otro la demócrata. Están los que la denuncian, los que la aceptan —como sería el caso de Stuparich, de Carlos Emilio Gadda— y también, claro, los pacifistas. Luego están los que, como Jünger, continúan creyendo que la guerra es "una gran escuela". Yo, naturalmente, estoy en contra de Jünger, pero tengo que decir que entiendo mejor a alguien como él, que desde el principio sabe lo que es la guerra y por tanto no se sorprende, que a aquellos que van a la guerra como a una aventura y luego dicen "¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?". Hay una maravillosa historia judía que me contó en una ocasión el escritor triestino Giorgio Voghera, que es la historia de un judío austríaco que es llamado a filas. Él está en contra de la guerra pero va. Le fastidia, pero hace los ejercicios reglamentarios, las maniobras, aprende a disparar. Por fin lo mandan al frente y él va obedientemente. Una noche, dan la orden de salir de las trincheras y atacar las posiciones rusas. Él va de mala gana, pero se arrastra por tierra para ir avanzando y, en un momento dado, los rusos lanzan unas bengalas que iluminan la llanura y comienzan a disparar. Y él de repente se pone a gritarles: "¡Pero qué hacéis! ¿Estáis locos o qué? ¡Aquí hay gente!". Y en ese momento cae fulminado por una bala.
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Has hablado mucho de las utopías en tus libros, en novelas como A ciegas o en ensayos como Utopía y desencanto. Después del siglo de las utopías por excelencia, el siglo XX, de su desmoronamiento tras la caída de los regímenes totalitarios de un signo y de otro, ¿qué ha quedado? Parece que con ellas se fueron también un gran número de ideas sociales justas, legítimas, y comenzó poco a poco un declive de los partidos tradicionales de izquierda en Europa. Ahora, de norte a sur, de este a oeste, parece sólo reinar un gran cinismo, escudado en una dramática crisis, que no es sólo económica, sino también de las ideas, de los valores, de ilusiones que se asesinan antes incluso de tener la oportunidad de enunciarse. Además se aplica el término de "radical" enseguida a todo aquel que reclama simplemente cambios en este estado de cosas.
Yo creo que la caída de las utopías, ya no digo totalitarias, sino totalizantes, aquellas que tenían la idea de construir un futuro perfecto, de tener la receta para construirlo, el hecho de que estas utopías cayeran, no tiene por qué significar en modo alguno una desilusión, sino que tiene que ser vivido como una liberación. Lo trágico es que en vez de sentirse libres de soluciones equivocadas y autoritarias, y por tanto libres para seguir intentando mejorar el mundo, es decir, haciendo intentos una y otra vez, siempre de manera imperfecta, democrática, conciliadora, de repente esta caída parece que hubiese llevado a la gente a no creer en ninguna solución.

"La unanimidad no es democracia"

Hay una frase de aquel cabaretista genial del que Brecht aprendió mucho, Karl Valentin, que dice: "Hubo una vez en que el futuro fue mejor". No el presente, porque se trataba de un presente horrendo. Es decir, hasta un cierto momento de la historia bastante reciente, había existido la idea de construir un futuro mejor, un proyecto para un futuro. Yo, por ejemplo, que nunca compartí la utopía comunista, sigo creyendo que este cinismo actual es un error. Lo que sucede es que la humanidad, en estos momentos, se muestra verdaderamente inmadura, en el sentido de que o bien quiere tener las revelaciones como en el Sinaí, con unas tablas de la ley dadas por Dios a través de las cuales se sabe todo inmediatamente, o bien, en lugar de esto, en el otro lado, no existe nada en absoluto. Todo se tiene que construir trabajosamente, con una mezcla de pasión, pero también de cierto escepticismo, con vistas a un mundo no perfecto sino simplemente mejor. Creo que es importante que sigamos creyendo que el mundo no sólo tiene que ser administrado, sino también cambiado.
Los populismos y grupos xenófobos han crecido de forma espectacular en estos últimos años en muchos países europeos, desde Francia y Holanda, hasta Grecia, Hungría o Noruega. ¿Lo ves de una manera preocupante?
Sí, claro que es preocupante. Yo, hace algún tiempo, inventé una palabra: lumpemburguesía. Marx hablaba de un lumpemproletariado, es decir, de un proletariado perdulario, marginal, en el sentido de tan explotado y tan cautivo que no tenía conciencia alguna de sí mismo, ninguna característica especial, y por tanto estaba listo para ser utilizado por los populismos más reaccionarios. Lo que ha sucedido en estos veinte años últimos, grosso modo, es la formación de una lumpemburguesía, una burguesía de clase media, que moralmente, culturalmente, está brutalizada. Que ha perdido cualquier principio de dignidad, de decoro, incluso de hipocresía, que era uno de los valores que la sustentaban, algo que significaba un freno de algún modo. Es decir, si yo soy un antisemita pero estoy callado por miedo a que la sociedad en torno a mí me mire con reproche, sería una pésima señal para mí, pero una buena señal para la sociedad. Si, por el contrario, soy antisemita, y mando —como recientemente ha sucedido, en el día de la conmemoración del Holocausto— un montón de cabezas de cerdo a la Sinagoga de Roma, sin que ello comporte ningún tipo de censura, sería una pésima señal no sólo para mí sino para el mundo en el que vivo.
¿Qué tipo de solución ves a todo esto, a esta desmoralización creciente de una buena parte de la sociedad europea?
Yo diría que lo que no se consigue ver por ningún lado hoy día son las fuerzas políticas que puedan llevar a cabo las reformas necesarias. Creo verdaderamente que la única solución es un Estado europeo fuerte, federal, respetado, en el que estén integrados los estados individuales de ahora, incluyendo en esto las regiones, las provincias, con sus diferencias y sus características propias, pero sin negar la pertenencia a este Estado fuerte europeo, con unas leyes compartidas por todos. La emigración, por ejemplo, es un problema europeo, es ridículo tener leyes diferentes en Italia, en Francia o en Holanda. Sería como tener leyes distintas en Florencia o Bolonia. Esto es muy difícil, por supuesto, y más que nada en estos momentos, obviamente, en que la crisis económica ha traído consigo numerosos pasos atrás. Y hay que recordar también que es muy complicado construir una casa común entre muchos. Si bien he escrito mucho sobre la necesidad de integrar a todos por igual, tanto los que vienen del este —considerados muchas veces de segunda categoría— como los que ya están en el oeste, es necesario, antes de incluir a demasiados países, que el proyecto originario se consolide de un modo sumamente sólido y a él luego se unan todos lo que deban unirse. Y cuando digo demasiados no quiero que se me entienda mal. Por supuesto no quiero decir que Rumanía tenga menos valor que España. Pero hay que consolidarlo antes de forma conveniente, en ocasiones reformando lo ya existente. Es decir, probablemente habría que abolir, en cada uno de los campos, el principio de unanimidad. Porque la unanimidad no es democracia, sólo los regímenes autoritarios fingen tener esa falsa unanimidad. Es imposible funcionar veto tras veto.

"La lumpemburguesía se ha brutalizado"

Debido al peso tremendo de esa elefantiasis burocrática, está sucediendo en Europa lo que sucede en mi universidad, en la que sólo se convocan reuniones para discutir lo que se tiene que hacer. Aún así hay que recordar que en la construcción de Europa, por primera vez en la historia del mundo, se intenta construir un complejo entramado que desemboque en un estado pluriestatal no con la guerra sino a través del acuerdo. Hasta ahora todas las grandes operaciones en Europa se hacían a través de las guerras. Los romanos no les pidieron permiso a los galos para invadirlos, tampoco el Imperio austrohúngaro pedía permiso para tomar el Banato.
El Danubio, el libro con el que se te conoció en muchos países, apareció en 1986. En cierto modo, ha contribuido enormemente a esta difícil construcción europea de la que hablabas, a sentir más cercanos, a normalizarlos, a un gran número de países que antes eran mirados como extranjeros. Desde la perspectiva actual, ¿cuál dirías que fue la espoleta de salida para aquella obra tan particular, que conectó con tantos lectores, y que fundó casi un género, se podría decir, mitad reportaje, mitad relato histórico en torno a la civilización danubiana, mitad novela con personajes y relato autobiográfico encubierto?
Naturalmente, sin todos los años previos, en los que había estudiado una parte al menos de la civilización danubiana, no hubiera podido escribir el libro, es evidente. Porque, lo mismo que si me hubiera puesto a escribir sobre el Mississippi o el Volga, me habría faltado familiaridad. Este viaje del conocimiento al no conocimiento —porque finalmente uno acaba también por no entender nada—, el haber escogido el Danubio, partía de esa premisa. Luego estaba, por supuesto, el hecho de que el Danubio es un río que no se identifica sólo con un país, como sucede con el Volga. Es decir, atravesando pueblos, culturas, sistemas políticos, lenguas, enseguida se convertía en un símbolo de la Babel del mundo, de la necesidad y de la dificultad también de atravesar fronteras. Y, por supuesto, cuando digo fronteras no me refiero sólo a las nacionales, sino a las culturales, a las religiosas, a las que llevamos dentro de nosotros, etc. Un mundo en el que, conforme avanzaba, más familiaridad perdía.
Aunque luego tuvo lugar un momento especial, como siempre sucede con mis libros, aparte del tema de fondo que puedan tener, en que se produjo un suceso, un clic que lo desencadenó. "Una causa próxima", como decía Aristóteles. El Danubio nace, por así decirlo, un día de septiembre de 1982, en que con Marisa Madieri, mi mujer, y con algunos amigos, habíamos planeado ir a Eslovaquia, que entonces aún seguía siendo Checoslovaquia. Estábamos aún en la frontera de Austria y era un día bellísimo, esplendoroso, en el que compartíamos realmente esa sensación de abandono, de amistad, de estar en armonía con el fluir de la vida. En aquel momento, señalado con una flecha, vimos: Museo del Danubio. Era algo extrañísimo. Era como si los enamorados en los bancos de los parques descubrieran de repente formar parte de una exposición sobre el amor en los bancos públicos, como la canción de Brassens Les amoureux des bancs publics, sin ellos saberlo. Pues entonces nos sucedió lo mismo, el Danubio apareció con una flecha que señalaba "Danubio". En ese momento Marisa, mi mujer, dijo: "¿Y si continuásemos hasta llegar al Mar Negro?". Justo entonces tuve la idea de escribir el libro. De todos modos, hasta que no tuve un tercio acabado no sabía de qué tipo sería: si sólo reportajes, si sería yo el personaje, con mi propio nombre, como cuando firmo mis artículos del Corriere della Sera, o si se convertiría en un personaje total o parcialmente inventado.
Esta entrevista se publicó en el nº 4 de la revista LuzesSuscríbete.

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