miércoles, noviembre 27, 2019

Los cuadernos pálidos (5) /por Tomás Sánchez Santiago

Los cuadernos pálidos (5)

/por Tomás Sánchez Santiago; fotografías de Encarna Mozas/
Con toda su tormenta de evocaciones, se me viene encima un antiguo olor que reconozco bien. Me sorprende en una calle recóndita de la ciudad y me derriba el alma. Veo de nuevo a mi madre en aquella cocina chamuscando el pollo para la comida del domingo. Lo hacía tal como nos desvestía a nosotros para refregarnos cada sábado el cuerpo, con una dedicación minuciosa hasta dejar al animal sin barbas, totalmente pelado en una bárbara desnudez. Toda la casa olía entonces a eso mismo que he olido hoy. A sustancias chamuscadas. Me venía a mí al estómago una extraña aleación entre la repelencia —aquella visión de una palidez corporal exánime— y la ilusión gástrica de la comida que se avecinaba. Una alegría caníbal.
Se va abriendo el pecho del cielo sobre calles recién amanecidas. Y tú te dejas llevar por el oleaje de esa ciudad a la que has llegado y que desconoces mucho. Hiedra desmayada sobre fachadas de piedra; motivos esgrafiados en palacios absortos; plazas quietas donde aún hay cedros que apuntan a la exageración. Todo va despertándose en la ciudad que aún recorro a solas. Solo los gatos, entrometidos en los jardines, comienzan su rebusca. Enseguida, el filo del primer sol acuchilla aún sin ganas el corazón de Segovia.

Por segunda vez he visto entre la multitud a mi amigo, el que se me murió en noviembre de 2011. La otra vez, hace un par de años, lo vi de frente en una estrecha rúa muy concurrida. Casi nos dimos de cara y yo solté un aullido destartalado, lo mismo que me pasó ayer cuando volví a verlo. Iba con una mujer. Era él. Podía ser él. Su misma cara: las gafas de pasta, la barba algodonosa y entrecana, sus orejas alabeadas como dos pequeñas almejas a medio abrir. Instintivamente, me hice a un lado y volví la cabeza unos segundos en cuanto me sobrepasó. ¿De dónde regresaba? ¿Qué me quería pedir? Adiós, José Diego. Hasta que quieras volver a aparecerte en otra calle a asustarme, a recordarme cómo fueron tu rostro y tus andares.

Un olor poderoso a tierra ha invadido la cocina. Lo sueltan las acelgas mientras se contraen furiosas en el agua hirviendo. No conozco otro olor que nos empuje mejor hacia nuestro destino de criaturas convocadas irremediablemente a la oscura garganta del origen.
«MUCHO MÁS QUE UN CHAMPÚ», reza la propaganda del que elijo para mi descarada colección de estruendos capilares. Se titula «PREMIUM Nº 1» y presume de estar hecho a base de cebolla roja y sales del mar Muerto, proclamando que ya se usaba así en el Antiguo Egipto y en la medicina medieval. Pero es un champú a base de cebollas y recuerdo de inmediato a don Quijote advirtiendo a Sancho sobre que no las probara para no dar a conocer su villanería. Lo devuelvo entonces al anaquel. Un champú de cebolla roja… ¿Quién sabe cómo llorará el cabello en su contacto? Fuera, fuera. Hala, hala…

Hay que bajar al parque en estos días. Una mañana soleada, sin asomos de lluvia: cada año ha de ser así. Hay que recoger cinco, seis hojas de los arces; las que se hayan caído y estén dormidas sobre la yerba. Ni grandes ni muy chicas; algunas amarillas, del color de los plátanos pasados, y otras tomadas de colores sangrientos. Y hay que hacer un ramo, empuñarlo con decisión (hay quien se sorprenderá de verme así por la calle y yo pensaré en «La hoja» de Ludwig Hohl). Llegar a casa y quitar las hojas del año pasado, que crujen y se descascarillan entre los dedos como alas de mariposa. Poner entonces estas en su mismo lugar, junto al poema enmarcado de Aníbal Núñez. Ahí quedarán. Ahí atravesarán todas las estaciones hasta el año que viene, escoltando esas palabras «como una luz vivísima que mueve/ la destrucción de todos los horizontes  frágiles/ para vibrar imperceptible sobre/  el sol, el agua, los atardeceres». Ritual de cada otoño. Mitología íntima.
Está él tan seguro de cuanto dice que eso mismo ya lo pone todo bajo sospecha.

Por orden municipal, la policía levanta el campamento de personas sin casa que llevaban casi medio año acampadas en el Paseo del Prado. Sin avisar, en medio de la noche, entraron con linternas en las tiendas, los deslumbraron y les conminaron a irse en cinco minutos. Luego despejaron todo para que la comisión de la UNESCO que viene estos días a comprobar si es posible proponer esa zona ilustre de Madrid como candidata a Patrimonio de la Humanidad lo viera todo limpio, ennoblecido y en orden. De paso, informes complementarios sanitarios y medioambientales se cargan de razones para expulsar a esta gente que reclamaba simplemente su derecho a una vivienda. Ochenta personas perturbaban la imagen impecable de Madrid, que necesita ser el espejo que debe ver el mundo. Pero en lugar de un espejo es un espejismo. Y hay que decirlo.

Propone eso el pintor Juan Rafael en su exposición de estas semanas: meternos a todos en la impenetrabilidad del bosque. Y eso nos dejan sus pinturas: la sensación de haber perdido pie dentro de un espacio que ya no dominamos. Y ya que el miedo nos impide ir al bosque y comprobar que no somos capaces de aliarnos con la gran madre que allí nos espera (para protegernos; para engullirnos), el artista mete sus bosques en el corazón de la ciudad, en una sala silenciosa y diáfana en la que quien mira se llena de luces confusas y del espesor atosigado de un mundo que hemos abandonado, que ya no nos pertenece. Por eso se hace difícil escuchar su rumor, saber todo lo que emiten estas pinturas de signos misteriosos y caligrafías sin dueño.
Fotografía de Juan Luis García de uno de los cuadros de la serie ‘Bosques’, de Juan Rafael.
En el barrio, parece que por fin se va a abrir una variante que enlace con la carretera general que sale hacia el norte. Y han de sacrificarse, como ocurre siempre, espacios vivos. Es el caso de un taller de desguaces que, por alguna razón, no han llegado a demoler. Y ahí sigue, exento como una isla achaparrada con sus tejados bajos de latón y su sigilosa actividad diaria. Un símbolo de la resistencia. Eso me parece a mí. Sin embargo, el otro día en una conversación de bar varios vecinos opinaban que deberían quitar del medio el taller, pese a quien pese, y ensanchar ya cuanto antes el nuevo trazado para los vehículos. «Si por mí fuese…», hacía saber uno de ellos. La escena me recordaba aquel aforismo de Kafka que desvelaba cómo a veces el animal arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para suponer que ahora el amo es él.

En la mañana lluviosa del sábado los mercaderes ofrecen con menos ímpetu los productos de sus tenderetes, como si no quisieran asustar con la voz la aventura del agua. En su desnudez mojada, las hortalizas y las frutas tienen esa urgencia brillante de lo que se puede pudrir por el exceso. Solo una gitana pregona en su puesto una y otra vez la calidad de los calcetines que vende, como si ellos fuesen lo único que se aviniese esta mañana con el reino de la humedad absoluta.

Nuevos contenedores públicos. Estos de ahora presentan algo parecido a las barbas de las ballenas para sellar mejor la boca por donde se arrojan los desperdicios. Esa cortina de goma impide que los que rebuscan con sus pértigas en las basuras puedan acceder fácilmente al interior del monstruo. Ni siquiera se les deja llegar ahí, a quedarse con aquello que los demás hemos desechado. Seguramente se considera que esas inmundicias siguen siendo nuestras y nadie tiene derecho a manipularlas. Lo sobrante es todavía parte natural de la propiedad privada.

Contemplo junto a un niño el despertar rojo del cielo en el amanecer. Jugamos a nombrar colores que se van sucediendo sin pausa en el prodigio. Él mira todo con balbuceante extrañeza. «¿Has visto qué espectáculo, Álex?», le digo al retirarnos del ventanal. «Impresionante», me responde con gracia inesperada en la voz confitada de sus cuatro años. Y ya se lanza a jugar en el único oficio de la infancia.

La visitación de la niebla. Una gasa cansada que cae sobre las cosas y desorganiza la distancia. Así emplumado, el río se llena de adivinaciones fantasmales apenas vislumbradas desde el puente. La mañana parece ya de noviembre: sustancias mantecosas bailan por el aire; entre la niebla la gente surge atrincherada en las primeras vestimentas de la ocultación.
Si es verdad —según quiere la leyenda bengalí— que los muertos pueden volver a ver si se les suspende en el aire, ayer en el viaje del helicóptero él tuvo que divisar allá abajo cunetas con huesos secos y andrajos carbonizados por el tiempo. No debería quejarse nadie de su nuevo emplazamiento mortuorio. Sigue teniendo más suerte que ellos.

HAIKÚ EN OCTUBRE
Las frutas, ácidas.
El aire: manos gordas.
Bronce y alarmas.

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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