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martes, octubre 27, 2020

Ignacio Castro Rey Lluvia Oblicua

Ignacio Castro Rey Filósofo, escritor y crítico de arte y cine

CONVERSACIÓN SOBRE LLUVIA OBLICUA


Conversación entre Lucía C. Suárez e Ignacio Castro sobre Lluvia Oblicua
Tendrá lugar el próximo miércoles 28 de octubre a las 19.30 horas en la Librería Alberti,
(Calle Tutor, 57 Madrid), y será también retransmitido en directo por Instagram en @libreriaalberti

Interpretación de Rosalía Fernández Rial de un texto del libro Lluvia Oblicua de Ignacio Castro Rey.
Editorial PRE-TEXTOS

sábado, noviembre 28, 2015

París: Signos de noviembre, por Ignacio Castro Rey





París: Signos de noviembre
"Incluso comprender ya es un heroísmo (...) Cada vez me parece que todo es una cuestión de paciencia, de amor que crea paciencia, de paciencia que crea amor". Clarice Lispector
I
No hay lágrimas suficientes para estar a la altura del dolor de cada una de las 129 víctimas parisinas, de su angustia y zozobra, de su desorientación. Es el espanto de una humanidad que de pronto, buscando recuperarse del agotamiento laboral, se ve atrapada en un infierno de estallidos, plomo y fuego, teniendo que oler su propia sangre por todas partes, mezclada con el suelo que pisa.
II
El mal existe, ha existido siempre, un mal que incluso no tiene nombre. Si el hombre no es el mal, al menos éste siempre ha estado en la historia. No volvamos entonces a repasar la lista de afrentas, de un lado o de otro. No hace falta, y sería un poco obsceno, buscarlo sólo en los otros. Los atentados de París, mientras tanto, han impactado en un público apacible y multiétnico -curiosamente, también es multiétnico el grupo de atacantes-, pero masivo en sus costumbres. Una población pacífica, pero un poco ensimismada y bastante previsible. Un blanco fácil, pues. Y la masificación es así: es sencillo infiltrarse en ella, actuar en medio, simular su simulación. Nos juntamos en masa para no pensar por cuenta propia, de ahí las olas de pánico.
III
No hay que descartar que a nuestros líderes les importe tanto la sangre de los muertos y heridos, en pleno altar de la Libertad, como los otros símbolos lesionados: el corazón de Europa y de la democracia, el santuario de la civilización, el universo del orden y la seguridad... Y es esta cuasi religión -compuesta de aislamiento individualista e información masiva- la que crea el peligro, la que atrae los estallidos y la metralla. Aproximadamente igual que una torre atrae el rayo a la más mínima señal de tormenta eléctrica.
IV
Por su propia inercia la masificación teme a cualquier peligro externo. Y en ella, todo lo oscuro o silencioso es externo. Tememos entonces a cualquier lobo solitario como un globo hinchado teme a una aguja. La avidez de la prensa estos días, pendiente del "hombre más buscado del planeta", tenía algo de atávico y también de dramáticamente significativo. Buscando localizar el mal fuera, la información es el opio del pueblo. No obstante, todas las medidas preventivas serán insuficientes para contrarrestar un temor que viene de abajo, de la indefensión que produce la inercia, el automatismo que llamamos Seguridad o simplemente Economía.
V
Parece también sintomático que el Estado Islámico haya atacado a un público alternativo, a ese tipo de europeo multiétnico y libertario que está a favor del diálogo y de tender puentes. No hay que descartar esta hipótesis: golpear el ala izquierda de París, como si nuestro orden democrático fuera uno solo para ellos. Y enconar así el choque de civilizaciones.
VI
La gran ventaja de Daesh -Isis o EI: no sabemos ya cómo nombrarlo, y esto tal vez indica una naturaleza móvil, mutante, proteica- es estar dispuestos a dar la vida por algo en medio de una religión de la Seguridad donde nadie daría su vida por nada. Hasta el terrorismo, a su pesar, demuestra que no existe tecnología numérica comparable a la voluntad o a la resolución; al coraje de mantener una decisión, una sola idea que le de forma a la vida. En nuestra existencia capitalista, encauzada por la metafísica del cálculo y la seguridad, ¿recordamos todavía algo de ese suelo elemental? Ellos sí, y ésta es su primera gran baza.
VII
Es desde esta opulenta neutralidad y distancia -la democracia formal como masivo aislamiento personal conectado después por fuera- que hemos bombardeado a los musulmanes sin piedad. Civil y militarmente, conceptual y materialmente. Da un poco de vergüenza, es odioso y cansino volver a repetirlo, pero la historia misma se repite. Repasemos sólo esta lista de nombres: Afganistán, Mazar-i-Sharif, Irak, Faluya, Abu Ghaib, Guantánamo, Somalia, Sudán, Chad, Mali, Libia, Siria... Y Gaza y Cisjordania todos los días. Millones de muertos, de  heridos y humillados, de aldeas y familias destrozadas. Sin mucho detalle, busquemos en las hemerotecas o Internet el significado de estos nombres; muy distintos, pero significando una similar torpeza. Peor aún, señalando un mismo desprecio, una idéntica estrategia de desconocimiento del mundo islámico.
VIII
El pánico es la mejor arma del terrorismo. Incluso sin suspensión de encuentros deportivos, sin estados de excepción, sin endurecimiento de leyes ni persecución de los inmigrantes. Pero el pánico es también nuestra vida cotidiana, un mecanismo sin el cual no podríamos vivir. Es anterior al primer atentado, del cual apenas tenemos memoria. El miedo está instalado, inyectado, y duerme con nosotros. Tememos de hecho a todo lo durmiente porque sabemos que hemos abandonado el atraso de la tierra, las relaciones afectivas en lo comunitario, lo arcaico de los sentidos y la intuición. ¿No será que todas las culturas comunitarias son temibles, para nosotros, por esa fidelidad al afecto y los sentidos?
IX
El terrorismo nos expropia la paz cotidiana, es cierto. Pero éste es también el método de toda nuestra cultura occidental: una especie de estado de excepción permanente. No hay más que ver cómo se regodea la información durante estos días, con todo tipo de detalles escabrosos, para comprobarlo. Una sociedad que apenas tiene nada afirmativo que ofrecer, dijo hace ya treinta años un francés célebre, sólo puede vivir de sus enemigos. Es como si, internamente, necesitásemos el terrorismo, en sus distintas variantes.
X
El dispositivo cultural podría ser éste: Es posible que no nos vaya muy bien, pero el exterior es aún peor, prácticamente un infierno. Otra muestra de esta posible implicación interna con el terror es el hecho de que, como en el caso de Bin Laden y otros, los autores de la matanza sean casi un producto nuestro. En este noviembre trágico, jóvenes franceses y belgas de origen; antiguos chulitos de barrios, casi de discoteca; incluso pequeños delincuentes de las drogas.
XI
La macroeconomía, ideología salvadora -y sin ideas- que se incrusta en cuerpos, mentes y costumbres, supone un odio sonriente y democrático hacia la tierra. Nos hemos alejado de ella y de todos su pueblos atrasados, también de sus dioses. A los que, con frecuencia, hemos ofendido y castigado sin piedad. Porque además, muy particularmente, a la opulenta democracia capitalista Alah siempre le ha parecido un Dios de los pobres.
XII
Nueva York, Madrid, Londres, París. No es tan extraño que los errores externos reviertan algún día hacia dentro. No se trata de justificar nada -como asesinos en masa, ellos sólo entienden el poder de las armas- pero sí de entender. ¿De dónde viene todo esto? No es de Marte: el mal está cerca, incluso dentro. En el fondo, el terror es para nosotros lo real, el atraso de la vida terrenal. Y el problema es que nosotros, que huimos de ella, no tenemos mucho que ofrecer. Sólo un espectáculo efímero de gestión, extremadamente vulnerable.
XIII
No es disculpa para nada, pues los terroristas no merecen más que la represión armada. Pero habría que explicar algunas cosas: esta oleada que no cesa, esta organización fluida y mutante, la migración a la Yihad de miles de jóvenes europeos, convertidos a una rabia suicida. Como decía un ministro español: "Contra ETA todo era relativamente fácil. ¿Qué hacemos sin embargo frente miles de personas que están dispuestas a morir? Y un palestino, recuerden, decía hace años: No pueden matarnos, ya estamos muertos.
XIV
Nosotros también hemos hecho el mal, masivamente. Por razones estratégicas de una inteligencia dudosa, hemos destrozando naciones que, sin ser perfectas -Irak, Libia, Siria-, se mantenían en una relativa paz. ¿La paz de los cementerios? ¿En naciones artificiales creadas ayer? No, no exactamente. Y además, aunque fuera así, eran naciones que mantenían una cierta convivencia. Sin embargo, aprovechando incluso la primavera árabe, las destrozamos; elegimos el caos, el enfrentamiento tribal que las empuja a "la edad de piedra". Cuando, hay que recordarlo, nadie entre nosotros prefiere el caos a una dictadura: ni siquiera ocurría esto bajo el régimen de Franco.
XV
Es necesario, si no creemos estar en un enfrentamiento de civilizaciones, sino en una "guerra" de distintas civilizaciones contra el terror, revisar nuestra estrategia geopolítica. Debemos cambiar urgentemente nuestra lógica de alianzas. Para empezar con Rusia, a la que hemos dejado sola en la lucha contra esa fuerza armada con el resentimiento y el odio. Es necesaria otra política militar que haga entrar a Irán y a los países musulmanes en la alianza. Hoy y mañana, el entendimiento político y militar de Francia con Rusia es clave, ponga la cara que pongan Obama y Netanyahu.
XVI
Lo otro, nuestra relación con la religión, parece que por ahora no podremos revisarlo. La reforma cultural habrá que dejarla para más adelante. Pero algún día tendremos que encararla. Y entonces, algún día, habrá que entrar en la religión y tomarla en serio. Y no sólo como respetable creencia que conmueve nuestra tolerancia -siempre un poco paternalista-, sino como una tecnología punta del conocimiento en todos los pueblos que no quieren despegarse de la tierra.
XVII
El cristianismo ha sido, desde hace mucho tiempo, más comprensivo con el Islam que la furiosa religión del capital, este integrismo laico de la libertad individual -su furioso aislamiento- sedada con el derecho a la conexión. Es urgente pensar el pensamiento que porta lo religioso. Y en particular, por lo que nos atañe, las tres religiones del Libro; también para estudiar lo que tiene en común, que puede ser mucho. Pero tres no comercian si uno no quiere.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 22 de noviembre de 2015

sábado, mayo 24, 2014

NADIE SABE LO QUE PUEDE UN HOMBRE (Preguntas de Pablo Chacón para Télam, Argentina)

Una entrevista tiene este punto de improvisación, dando rienda suelta al tono de un momento. Espero que sus pocas líneas no resulten demasiado indigestas.

Abrazos y hasta pronto,
Ignacio Castro Rey



NADIE SABE LO QUE PUEDE UN HOMBRE (Preguntas de Pablo Chacón para Télam, Argentina)

1.- ¿Qué "novedades" estás detectando en el conflicto que atraviesan Rusia, Ucrania y Crimea? ¿Y qué consecuencias puede traer la resolución de ese conflicto, cualquiera que sea, para el mundo occidental?

Una de las “novedades”, pero no es tal, es el declive del imperio estadounidense. Otra, también antigua, es la difícil expresión que logra Rusia en medio de nuestra histérica transparencia. Tiene gracia que le haya caído al primer presidente “de color” el marrón (así se dice en España) de tener que lidiar a nivel mundial con unos cuantos países “emergentes” y ahora, además del creciente peso económico chino, con la “resurrección” política de Rusia. También ésta es una falsa sorpresa, pues cualquier analista de medio pelo tenía que saber que la depresión rusa (anterior y posterior a Yeltsin) no podía ser más que un periodo pasajero. Tiene también una triste gracia que los “aliados” de la Ucrania blanca se enteren ahora de que una parte considerable de la población “ucraniana” es rusa de cultura, de lengua y de sensibilidad política. Tal ignorancia es comprensible en la insularidad norteamericana o inglesa, que al fin y al cabo bombardean el mundo desde una xenófoba distancia, pero resulta un poco más escandalosa en Francia y Alemania, consideradas hasta ayer potencias “cultas”. La verdad es que tampoco ayuda mucho que el títere que colocamos a la cabeza de un gobierno que derrocó violentamente al anterior gobierno ucraniano, elegido en las urnas, proclame a los cuatro vientos que Putin quiere resucitar la extinta URSS y que estamos al borde de la Tercera GuerraMundial. Pues no, gracias. Aunque la cosa no pinta ahora demasiado bien, al final no pasará nada: Rusia, como se diría de Israel, sólo “necesita defenderse”, al igual que las poblaciones rusófilas del Este de Ucrania. En el fondo, los rusos sienten un gran respeto por el Occidente que critican a diario. Tal vez esto explica que, a pesar de los esfuerzos heroicos de Lavrov, se hagan entender entre nosotros tan lentamente. Gracias a la torpeza “internacional”, sin embargo, Rusia volverá a vincularse a los territorios que históricamente son suyos y Ucrania y la Federación tendrán que volver a entenderse como vecinos. Es una lástima, repito, que todo este inevitable conflicto, que viene de muy atrás, no se haya llevado por cauces menos paranoicos. Baudrillard diría que EEUU ha vuelto a “cambiarle las cartas” a Europa.

2.- En las últimas semanas, tres intelectuales han golpeado sobre la vertiente económica de Marx: Antonio Escohotado, Byung-Chul Han y Luciano Canfora. A su vez, ninguno de ellos promueve un retorno a la ortodoxia monetarista. ¿Cómo leer este fenómeno?

La verdad es que de Escohotado y Canfora no sé mucho... En cuanto a Han, un pensador felizmente elemental, creo que se trata de un fenómeno más bien sorprendente. Han ataca al capitalismo en su metafísica, la que guía culturalmente a una economía que hace tiempo se ha hecho psíquica, libidinal. De ahí que este hombre pueda permitirse el lujo de evitar un marxismo que históricamente se limitó a cambiar una acumulación por otra, una velocidad histórica por otra, una clase dominante por otra. Lo que hay que hacer, según Han, es acabar con el fetichismo de la historia, con la historia como gran mercancía. De hecho, Han acusa al mismísimo Foucault (La agoníadel Eros, ed. Herder, p. 20) de ser cómplice de los señuelos neoliberales del poder y su invitación hedonista. En este y otros puntos, La sociedad del cansancio y La agonía del Eros parecen libros más cercanos a Pasolini que a los santos habituales de nuestra devoción ilustrada. A años luz de Marx, Han parece creer que el arma fundamental del capitalismo no es económica, sino cultural, un simulacro de acumulación contra la muerte. En este sentido, el autor de esos libros que darán que hablar parece encantadoramente indiferente a la obsesión política de nuestros pensadores estelares, incluido el celebrado Žižek. De talante decididamente anti-“deconstructivo”, a Han no se le caen los anillos por ignorar la moralina progresista que se supone debe proteger, de acusaciones insidiosas, a un “provocador” que se precie. El capitalismo absolutiza la “mera vida”, dice (La agonía del Eros, p. 36). El retroceso ante la muerte nos convierte en meros supervivientes, gestores de la mera vida. El no muerto que somos nosotros “está demasiado muerto para vivir y demasiado vivo para morir” (Ibíd., p. 44). ¿Qué les parece, se reconocen en esta imagen? “Somos amos del esclavo o esclavos del amo, no hombres libres”. Han dirige sus dardos, desde el comienzo, contra el horizonte del consumo. Y no el consumo como brazo articulado de un orden económico, sino como una metafísica de la nivelación, del beneficio anímico de la igualación. En tal punto, este pensador (que probablemente no pasará a la historia de la filosofía) no deja de dibujar la banalidad consumista como un arma política totalitaria. Byung-Chul Han representa así una especie nueva, o no tan nueva, de moralista. Antropológicamente “conservador”, como Levinas, Heidegger o Steiner, no tiene más remedio que serlo para resultar subversivo en lo político y cultural. Si uno habla continuamente de capitalismo como cultura imperante también por la izquierda, de un “infierno de lo igual” sostenido en una alianza progresista contra la heterogeneidad del ser, no hay más remedio que ser fiel al atraso constitutivo del hombre. En esas estamos algunos, ya antes de Baudrillard.

3.- En "Cero Cero Cero", el escritor italiano Roberto Saviano dice que la etapa superior del capitalismo financiero es la economía criminal soportada en el tráfico de drogas, armas, personas. Creo que Saviano, al contrario de Escohotado, es menos optimista. ¿Cuál es tu posición al respecto?

Pues no sé… Es posible que nosotros, los “radicales”, nos pasemos la vida exagerando, hablando del capitalismo como si fuera algo ajeno a nuestras prácticas diarias, radicales, culturales, progresistas. Se trata de un mecanismo deblanqueo anímico. Es cierto que el sistema mismo es apocalíptico. Basta con ver un informe meteorológico cualquiera para comprobar que no podemos vivir sin el espectáculo del Apocalipsis externo: también la Tierra y sus pueblos deben caminar hacia un holocausto, etc. Al mismo tiempo, sin embargo, creo que “las masas” viven hasta cierto punto al margen de ese horror que necesita tener continuamente en mente la elite occidental. O sea, que junto al tráfico de capitales, armas, drogas y personas, está el no menos importante tráfico de información, que también es otra poderosa mafia, aunque esta vez dirigida por delincuentes de cuello blanco. Las mafias, las sectas, la corrupción es un mundo complejo en el cual todos nosotros (sobre todo, la elite cultural) estamos implicados. He comentado cien veces, con poco éxito, que los métodos del caciquismo rural gallego son un juego de niños frente a las prácticas silenciosas del mundo cultural madrileño, cien veces más eficaz y perverso, también más poderoso en el plano económico. Es fácil hacer un barrido por el mundo exterior viendo sólo niños explotados, prostitución y armas… No digo que eso no sea parte del capitalismo que hemos exportado, pero la profundidad real de cien países exóticos cuyo nombre apenas podemos pronunciar no la conocemos, ni realmente nos interesa. Lo que importa en la información es el impacto, es decir, el otro espantoso que nos convierte a nosotros (blancos, ilustrados, progresistas) en normales.

4.- ¿Existiría algún código penal capaz de regular esta nueva realidad donde las empresas y los bancos son más poderosos que los mismos estados y participan de esa economía "oscura"?

Me cuesta creer en los códigos penales, también en los jueces estrella. Creo en el Estado, en algunas personas, incluso en algunas instituciones. Desde luego, creo en la fuerza de algunas mujeres, hombres y naciones para limitar la rapiña de “los mercados”. Ya sé que vivimos en una economía de mercado, pero no hace falta ver otra vez Inside job para entender, casi al margen de las ideologías políticas, que los estados participan de esa economía “oscura” y han facilitado a veces las peores prácticas especulativas. No se me ocurre otro medio para paliar, al menos en parte, esa corrupción tendencial del capitalismo que los movimientos sociales y las poblaciones puedan de vez en cuando imponer unos políticos menos corruptos, con un poco más de carácter. Es posible que la ética clásica, lo que antes llamábamos “moral burguesa”, aún tenga algo que hacer en medio de esta hipertrofia de la gestión política y las ideologías. Éstas con frecuencia se limitan a cambiar solamente el nombre de las siglas que dirige la gestión de esa “mafia mayoritaria” que se suele llamar mercado, política, información. Creo que en este punto el señor Han vuelve a decir cosas deliciosamente violentas y provocativas.

5.- El sistema de comunicaciones, la virtualidad, el aislamiento conectado, ¿corresponde a este universo de discurso? ¿De qué manera?

Un de las peores corrupciones de nuestro universo cultural es lo que podíamos llamar el conductismo universal en el que nos movemos, un determinismo complejo que no necesita “conductistas” y puede incluir mil formas alternativas. Es lo que se ha llamado “vigilancia sin vigilantes”. Nuestros líderes, incluso radicales, se pasan el día en el panóptico estímulo-respuesta, recibiendo informaciones y respondiendo a ellas. O sea, por no atreverse a estar a solas con nada (ellos han de ser íntegramente modernos, y esto implica no tener ninguna relación con el diablo de lo inmóvil), son prisioneros de la red global de la interactividad, un dispositivo que esconde una profunda interpasividad. ¿Qué significa esto? Que casi nadie escucha el silencio del mundo. Parece poco, pero que una persona logre cambiar su relación con el misterio de lo real ya supone una revolución, que difícilmente va a ser sólo personal. Pocos atienden con la vista y los oídos al entorno, a la gente con la que se relacionan a diario, a las cosas discretas que les rodean. Es una de las peores corrupciones, y esta vez perfectamente democrática. A veces he comentado, medio en broma, que cualquier líder que quiera ser distinto debería pisar la calle a diario y tener también en su equipo especialistas en vida cotidiana, “espías” existenciales que tengan prohibido leer la prensa y usar un ordenador. En otras palabras, creo que sin un cierto grado de populismo (en Europa, eso lo dejamos para la derecha) es imposible hacer otra cosa que perpetuar la crueldad organizada de la mundialización.

6.- La violencia contra las mujeres, el sicariato, la indiferencia social, las adicciones, el caminar con la cabeza gacha, la supervivencia, la anomia: ¿ese es el mundo que nos espera?

Si ese es el mundo, no nos espera: se impone. Me rebelo contra esta violencia, primeramente perceptiva. Antes decía que bajo la costra impresionista de la información y la política, muy interesada en que el entorno sea espantoso (su gestión vive de ello), hay siempre otro universo por descubrir. Y a veces en el simple cómo, en las maneras: un empresario no es igual que otro, un político (dentro del mismo partido) no es igual a otro; incluso un mafioso no es necesariamente igual a otro. El arte de los matices, de las distinciones, nos exige adelgazar al máximo nuestra ideología política para agudizar al máximo nuestra sensibilidad moral. Es posible que en lo antropológico tengamos que ser muy cuidadosos, reformistas o incluso conservadores. Es poco, pero el mundo empieza a cambiar por ahí. Salvo para las almas con una Stimmung trágica (o sea, muchos de nosotros) la verdad es que, además de toda esa violencia, hay muchas más cosas en el horizonte. En Europa y América quedan mil formas de vivir, de respirar y de fugarse que nada tienen que ver con el espectáculo de “la escena mundial”. El llamado “infierno de lo igual” no ha penetrado del todo en el tejido de la existencia. ¡Ni siquiera en Alemania, país clonado por definición! Hasta se ha tenido el valor de volver a resucitar al maravilloso Peter Handke. Es sólo un escritor, de acuerdo, pero ellos son las antenas de la especie.
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domingo, enero 19, 2014

LA GRAN BELLEZA: dos miradas

En una sala atestada de público ruidoso, el espesor del silencio se podía cortar con un cuchillo a los pocos minutos. A primera vista, La gran belleza es una ambiciosa y exuberante entrega, sobre todo visual y sonora, con unas imágenes y una música que –tanto por el lado coral refinado, como por el lado hortera, la repetición techno o la atmósfera chillout- pueden llevar al trance o al agotamiento de los sentidos. En realidad, la película de Sorrentino, repleta de frases memorables, es también una amarga reflexión sobre el sentido que todavía tiene respirar, llegar a amar u odiar en nuestros escenarios ultra-iluminados. Entre otros cien, recordamos este momento: “Me gustan estos ‘trenes’ de nuestras fiestas, con la serpiente de gente bailando, me gustan porque no van a ninguna parte”.
Ninguna parte. ¿Cómo la vida misma, como este espectáculo diurno y nocturno que es el esplendor de Roma, de toda capital que se precie y quiera atraer la vorágine mundial de turistas y de capitales?
El director, Paolo Sorrentino, también el personaje principal, Jep Gambardella (Toni Servillo), podrían estar de acuerdo en una idea: somos necesariamente histriónicos porque –a diferencia de la tierra que nos rodea- tememos al vacío, al sinsentido, al silencio de vivir. Hubo un tiempo en que se inventó un Dios para que Él supiera de ese significado inescrutable, mientras los mortales se afanaban en sus tareas anónimas. Ahora, sin Él, el sinsentido del ocio y del trabajo cae sobre nuestras espaldas mojadas bajo la luz permanente de los focos. De ahí el frenesí de la vida social, no sólo en Roma y no sólo nocturno. Hace poco tiempo, encontrábamos en Shame una indagación similar en versión neoyorquina. Si cabe, y cabe, la versión romana de Sorrentino –que, sin imitarlas, no olvida nunca el drama barroco de Roma y La dolce vita- va más lejos a la hora de “acompañar toda esa densidad” que mezcla lilas con cadáveres parlantes.
¿Una metafísica del desecho? Sí, no todos los días vemos una performance que consiste en estrellarse de cabeza contra un supuesto muro antiguo; o una liturgia masiva –con ritual casi religioso- donde un gurú de la estética hace pequeños implantes a precios de oro; o una fiesta frenética donde la cantante oriental se contorsiona, escayolada, en una camilla de hospital. Esta Europa lleva siempre el horror más lejos, pues aquí mezclamos la brutalidad con la cultura, la violencia con el discurso ético. No sólo Fellini, otros nombres venerables –Pasolini, Antonioni, Visconti- fueron maestros en esa hipótesis italiana acerca de las complicidades íntimas del mal y el bien.
Y sin embargo, el sabor agridulce de La gran belleza proviene de una cámara que se pasea por todo ese pasillo radiante de los horrores con una mezcla indecidible de dulzura y espanto. Jep no es un moralista, no se pierde nada, casi nunca dice que no a una oportunidad, pero le salva asistir con una cierta distancia a ese desfile divino y repugnante. Lo que no soporta es que además le suelten discursos que maquillen la triste realidad. Por eso le canta las cuarenta a su amiga Stefanía, que en medio de la putrefacción intenta mantener un discurso crítico y progresista. Estamos completamente degradados, dice Jep, y sólo nos queda acompañarnos mutuamente, procurando cierta benevolencia mientras cotilleamos sobre banalidades.
No obstante, su único misterio es simple: Gambardella no sabe cómo vivir. Sus amigos le aprecian no tanto por ser ingenioso y divertido, o exactamente irresistible, sino porque a veces sabe pararse. Pararse y hablar, con unas palabras que brotan, en medio de toda la degeneración imaginable, de un inmenso amor por la vida, un amor infantil y erótico a la vez. El pensamiento y las palabras de Jep son como las de un animal que sabe que no podrá jamás salir de la espesura. De un modo u otro, siempre piensa con la soga al cuello, pero con una sonrisa. El cinismo le defiende de la degeneración total, también del desencanto que empuja al suicidio a algunos, tal vez los más honestos.
Volver a casa de madrugada, lento, agotado, un poco borracho, mientras el resto de la ciudad se despereza. Hay un momento –mañana o tarde, es difícil distinguir- en el que un hombre desde una barcaza mira a Jep –que no es exactamente homosexual- como una aparición erótica en medio de la nada decorada que son nuestras ciudades. Lo que destaca en el protagonista de La gran belleza es que él nunca excluye nada, ni la misma nada. No excluye ningún gesto de ternura dentro de su fortaleza, ni siquiera su propia desaparición. Entre otros rasgos, esta elementalidad “popular” de Jep se manifiesta en la manera llana en la que él, rico y famoso, trata a su criada hispana: “granuja”, se dicen mutuamente, con la complicidad de dos seres que no pertenecen a ninguna parte.
Lo que hace humano a Jep no es su lengua acerada, su relativa apostura, sus múltiples contactos mundanos. Sus amigos le quieren, más bien, por una extraña sinceridad, por un tranquilo sentido común en medio del delirio, por el hecho de que siempre vuelve en él una escena primaria. Y cierta indefensión de fondo, que le impide abandonar el coraje de cierto descaro en los momentos límite. Hace falta valor para acercarse a un cardenal, el antiguo exorcista que hoy está obsesionado con el escaparate culinario, y confesarle sus dudas espirituales en medio de un encuentro esperpéntico.
Hace falta moral para abandonar a una insinuante millonaria en su lujosa mansión, mientras ella va a buscar las fotografías que continuamente se hace a sí  misma. Hace falta entereza para no intentar hacer el amor con Ramona (Sabrina Ferilli), para acompañarla y finalmente escuchar su confesión: “Gasto mi dinero en intentar curarme”. Hace falta valor, el de cierta inocencia, para llorar de vez en cuando, en público y contra todo pronóstico. Y sobre todo, esa escena borrosa que vuelve, con el primer amor, el primer y último pudor –dice Óscar Brox- en el borde nocturno del agua.
Sin que nadie lo sepa, Ramona se muere, pero no puede dejar de actuar hasta el final, incluso trabajando con un dudoso número erótico en el club de su padre. Y todo para pagarse una curación que sólo prolongará su sonrisa irónica, su inteligencia de despedida, más bien triste. Es Ramona quien asiste a uno de los mil momentos culminantes de la película, cuando Jep intenta recordar el sentido de aquella escena primitiva, el instante donde una joven semidiosa llamada Elisa se vuelve hacia él, bajo el brillo de un mar nocturno, y dice... “Y dice… Y entonces ella dice”… Pero Jep –ante el estupor de Ramona, que no tiene mucho tiempo- no puede seguir, prendado de esa escena sublime e insignificante que explicaría su vida. Elisa, tardaremos tiempo en olvidar el breve lapso de su aparición, nos recuerda que nada hay más afrodisíaco que la ambivalencia.
Sorrentino, al menos en esta película, trabaja la alianza soterrada del cielo y el infierno. En cada minuto, una música celestial y una música grotesca; una humanidad adorable y enseguida abominable. Y a veces es la misma persona, con un pequeño cambio de gesto. En cada minuto, escenas sublimes y perfiles dantescos. El  mismo personaje que puede ser execrable ahora, es un poco después un monumento de sabiduría, como la enana que dirige la revista de la que Gambardella vive.
También la infancia –personificada en una furiosa niña artista, pero no sólo en ella- puede ser aberrante. Entre la furia de algunos niños, otros que observan el silencio de los jardines, y la decrepitud de la sabiduría anciana –esa Santa que apenas puede expresarse-, los adultos crepitan día tras día en la parrilla de un limbo. Finalmente, Jep sólo saldrá de esa parálisis cuando acepte los límites terrenales, ese sentido absurdo de vivir que un ilusionista le enseña. Como la magia, también la literatura es un truco para crear una ilusión de desaparición dentro de una trampa gigantesca, rodeado de niños que no pueden crecer.
Parece evidente que la película de Sorrentino no es exactamente alegre, pero la áspera sobriedad que alienta tras su escenografía extravagante constituye un reto para los meses que vienen. Lo que permite que Jep vuelva a escribir, sin abandonar nada de ese radiante decorado infernal, es aceptar que no hay salida y sólo queda aprender a tener un pie fuera, en el estribo desde el que toda esa estupidez es casi bella.
Antes, Jep nos brindó indicios de una liberación que sólo consiste en amar un mapa de la trampa. En la noche que recorre los tesoros escondidos de los palacios romanos, acompañados de un hombre de confianza que guarda todas las llaves. Antes, en la ensoñación repetida del mar verde azulado de su juventud, palpitando en el techo de su habitación. Sobre todo, en ese primer amor indeciso que una y otra vez vuelve, aunque Gambardella no recuerde con precisión los detalles de su escena cenital, ni si fue él quien dejó a Elisa, o ella a él. Ya no hay forma de saberlo. No importa, basta con poder narrar su claroscuro, la leve influencia de aquel aroma del cuello, del pelo al caer.
Aunque no tuviéramos preocupaciones teológicas –quizás hay que tenerlas, al menos para defenderse de la comunicación-, es probable que el último trabajo de Sorrentino pueda ser entendido como una demostración laica de la existencia de un dios, en medio precisamente de la inmundicia. O de su inexistencia, en medio precisamente del esplendor. O ni una cosa ni otra, sino una reflexión agnóstica sobre la hipótesis de que Dios ni siquiera pueda serinconsciente. Impotente para entender las penúltimas mutaciones de sus criaturas, ha huido.
Sodoma y Gomorra aún podían tener un modelo de comprensión, en el frenesí del vicio por el vicio. Nosotros, chapoteando en un libertinaje que al mismo tiempo se atormenta con un discurso ético bajo los focos, profundamente infelices en medio de nuestra falta de límites, somos incomprensibles para cualquier creador exnihilo. No sabemos qué opinaría Walter Benjamin, pero La gran belleza es suficientemente compleja para que casi toda conjetura final sea plausible, a la vez que dudosa. Quedan los ojos rasgados; los oídos, un poco ensordecidos. Y este rumor de duermevela en nuestras cabezas. Gracias por el insomnio.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 19 de enero de 2014





          JEP GAMBARDELLA

7 de diciembre
El consejo que Diderot da a los actores es el siguiente: “No expliques nada si quieres que se te entienda”. Todo lo que ha de transmitir, el actor ha de llevarlo incorporado en su sola presencia, en la dicción de la voz, en la mirada, en su silencio, sus pasos, su inmovilidad, en un aura que solo puedo definir como ‘atracción’. Un actor ha de atraer, en el sentido de capturar la atención en su totalidad y hasta la sumisión. El espectador ha de estar sometido a él, poseído por él, y sin que el actor deba explicar nada: basta con estar.
Pienso en ese ‘estar inexplicado’ mientras sigo recreando en mi cabeza la impresionante actuación de un actor extraordinario: Toni Servillo. Es el protagonista absoluto de la obra maestra de Paolo Sorrentino ‘La gran belleza’, película maravillosa que solo es comparable a sí misma. Y a la maravilla contribuye en mucho el papel de Servillo, convertido ya para siempre en ese Jep Gambardella que pasará a la historia del cine. La voz nasal y precipitada de Servillo, que encadena las sílabas tan dejadamente que enfatiza la monotonía; la estatuaria delicuescencia de su rostro; la verticalidad de su caminar lento; la expresión cansada e irónica, oblicua; la mirada fría en unos ojos que delatan astucia, todo eso con lo que Toni Servillo ha sabido dotar al personaje de Jep Gambardella nos lo hace un arquetipo único y contemporáneo. Ese cronista de la vanidad, impostor de la ligereza, amante de lo mundano, bordeador de la ternura, rey de la vacuidad y señor del instante que es Gambardella, se dota con Servillo de melancolía, ambición, falta de escrúpulos, indolencia, frivolidad y elegancia heroica. Todos los matices universales pero concretos que ya en otras películas como ‘Il Divo’ o ‘Gomorra’ Servillo estuvo explorando. Es un actor magnético que transmite como nadie la imagen del hombre desgastado, testigo amoral que huye hacia delante, ya sea interpretando a Giulio Andreotti o a un mafioso de tercera napolitano.
Se ha comparado ‘La gran belleza’ con ‘La dolce vita’. Sorrentino homenajea a Fellini reconociéndolo como de la misma estirpe. Porque, siendo distintas, ambas películas son iguales: ambas guardan en su interior el as en la manga de lo portentoso. Ese portento que capta Gambardella ante una jirafa o ante la bellísima escena de los flamencos. Las dos son el mismo retrato de un mundo inane y contemporáneo, un parnaso mundano inmerso en la banalidad: la de la decadencia de los excesos, la del hechizo de la felicidad. Y para decadencias, nada mejor que Roma, la ciudad que ha sabido hacerse profesional de los imperios decadentes. Y de las sofisticaciones. ‘La gran belleza’ es Roma, y Jep Gambardella su último, inmenso emperador.
10 de diciembre
Sobre la crítica literaria. Sigo con Diderot, cuya lectura es siempre una bocanada de inteligente alegría, y caigo en un lúcido texto suyo acerca de los críticos. “Los viajeros –escribe Diderot– hablan de una especie de hombres salvajes que lanzan dardos envenenados. Lo mismo hacen nuestros críticos”. Esta imagen sigue siendo válida hoy en día. Más adelante, Diderot dice que los críticos “no pierden jamás la alta opinión que tienen de sí mismos”. Y añade: “El papel de un autor es un papel bastante vano; es el de un hombre que se cree capaz de dar lecciones al público. ¿Y el papel del crítico? El del crítico es mucho más vano aún; es el de un hombre que se cree capaz de dar lecciones al que se cree capaz de dárselas al público”. Para el crítico, si el autor ha muerto, toda su obra es un dechado de virtudes; si el autor vive aún, su obra lo es de defectos. En cualquier caso, los críticos nunca aciertan con el verdadero e íntimo defecto del escritor, ese que solo él conoce de sí mismo, manifestado libro tras libro, y que, por su cerrazón, le es vedado al crítico, cuyo criterio solo se basa en su propio gusto y en la presuntuosidad de filtrarlo todo por él.
Los críticos –según Diderot– dicen que aplican un rigor objetivo, pero, siendo realmente partes secundarias de la creación, solo pueden apelar a la subjetividad de su gusto, casi siempre escasamente formado, pobre y anquilosado, cuando no directamente ciego. Quizá lo primero que ha de ser un crítico –según Diderot– es buena persona, “hombre de bien”. Pero eso es mucho pedir, creo yo. Si un crítico es mal padre, pésimo marido, mal amigo, mezquino, violento, maltratador, cretino o ruin, no veo la razón por la que haya de carecer de esos rasgos cuando se enfrenta al hecho de leer. El máximo efecto de la lectura es dejarse poseer por lo ajeno, por el texto, la visión, la percepción y la expresión de otro; es decir, el crítico ha de partir de una postura generosa y receptiva, al leer. Sin embargo, el crítico –según Diderot– ya de partida carece de esa postura, porque se cree juez, ejecutor, verdugo, legislador, en definitiva, superior; y sobre todo se cree impune. Qué cierto es que un escritor, cuando escribe, delata su alma; y un crítico también.
Acaba Diderot su texto sobre los críticos con este gran e irónico final: “Comprendió que aún tenía mucho que aprender. Volvió a su casa. Se encerró allí durante quince años. Se entregó a la historia, a la filosofía, a la moral, a las ciencias y a las artes; y a los cincuenta y cinco años llegó a ser un nombre de bien, un hombre instruido, un hombre de gusto, gran autor y un crítico excelente.” Lo hago mío.
                                        ADOLFO GARCÍA ORTEGA

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