Manuel Rivas (A Coruña, 1957) tiene barba cana, rizos en el pelo y un maletín como el de los maestros antiguos. Allí guarda papeles, rotuladores, libros y quién sabe qué más. Es poeta, novelista, agitador cultural, practica el contrabando de géneros. Como periodista nunca tuvo miedo a mojarse, a señalar la verdad incómoda, a escuchar lo que otros tenían que decir. También le han dado premios, vio su obra llevada al cine y es de esas figuras a las que se escucha cuando habla. Ah, y ríe, ríe mucho.
Aprovechando que Rivas viene al CICUS para dar una conferencia sobre la exposición Imago Mundi tomamos un café con él, hablando de lo divino y lo humano, de periodismo y gente que pide refrescos light en una romería. Nada más sentarse saca su último poemario (O que fica fora) y va pasando páginas con la ilusión de un niño chico. Allí las palabras se liberan, escapan a los márgenes del texto, pasan de tipográficas a manuscritas, aparecen dibujos, huellas dactilares. Es la travesura más reciente del gallego.
Tiene sentido del humor, esto de O que fica fora. A medida que pasa el tiempo ¿te tomas menos en serio? Quizá de joven uno es un poco más grave.
Algo de eso hay. Yo creo que aprender a escribir es tener conciencia de que estás luchando contra la estupidez.
¿La estupidez propia o la ajena?
No, la propia… por supuesto también lo que te rodea, ¿no? Cuando empiezas eres más consciente de la estupidez ajena, pero después, a medida que avanzas… Yo creo que escribir es un andar, un andar campo a través, no por autopistas. Y en ese camino la clave es poner en cuestión ideas, prejuicios que te parecían inamovibles.
Tú, de hecho, escribiste sobre esos «caminos de luciérnagas» que son las autopistas. Comunican sitios, pero pierdes el encanto del viaje. Es como si de La Odisea nos contasen solo el principio y el final.
Pienso que la literatura es, precisamente, tomar los desvíos. Muchas veces incluso la idea de abrir paso, abrir camino donde hay maleza. La autopista es lo contrario al viaje literario, es lo unidireccional. Puede servir para otras cosas. El sermón religioso, por ejemplo, va como una bala. Pero en literatura lo importante es lo que está a los lados, lo que no está bien visto. Porque está oculto o porque te lo ocultan, está marginado. Pero el camino de las luciérnagas sería más parecido al camino literario, entre otras cosas porque está en extinción…
Ya casi no hay luciérnagas.
De chaval eran parte del paisaje de la noche, y ahora encontrar una es muy arduo. Es como encontrar un buen verso…. es complicado. El día que escribo un verso ya cumplí.
Como Joyce, que decía que una frase buena era un día de trabajo productivo.
Sí, esa idea.
Tú acabaste escogiendo un oficio donde te mojas, pese a la recomendación familiar.
Sí, recuerdo perfectamente esa imagen, la estoy viendo. Invierno, mucha lluvia, mi padre trabajaba en la construcción. Entonces no había ningún tipo de seguridad, si no ibas no cobrabas. Los inviernos son largos en Galicia, los andamios eran frágiles. Él llevaba unos días en casa, enjaulado, preocupado. Y dijo «quién me diera estar quince días en la cárcel». Y mi madre, que estaba calcetando, embarazada de un hermano, respondió, «y a mí quince días en el hospital».
Es una frase durísima.
Lo es. Pero es de ese tipo de diálogos que tienen un humor de fondo… un humor amoratado, pánico, lo que llamábamos retranca, el humor que conecta con el dolor, y que a mí me parece el más interesante. Yo tengo consciencia de escuchar allí, por primera vez, la boca de la literatura. Aunque eso lo piensas ahora, entonces solo quedaba la extrañeza. Y otro día mi padre llega de trabajar, llueve, todos volvíamos a casa empapados. Nosotros de la escuela, él del andamio, mi madre de una huerta que tenía. Ella usaba una pequeña cocina económica, bilbaína le decíamos, para secar los calcetines, pero había un momento donde no teníamos ninguno seco. Y entonces mi madre, en un instante de desesperación, me dijo «búscate un trabajo donde no te mojes». En aquella sociedad estaba esa idea. En el barrio, en Elviña, los únicos que seguimos estudiando después de la escuela fuimos mi hermana y yo. Y yo creí que había encontrado un trabajo donde no me iba a mojar con esto del periodismo… [ríe].
No funcionó. Acabaste en El Gran Sol entre olas de diez metros.
Sí, acabé allí, y mojado con otras historias.
Nunca has tenido miedo a mojarte.
El periodismo que practiqué era bastante anfibio, me mojé mucho. Tenías que hacerlo. Por la época, por el medio. Recuerdo, por ejemplo, que yo estuve procesado por sedición. Cuando tendría… dieciocho años.
¿Mientras estudiabas en Madrid?
No, en Galicia. Yo volví de Madrid para trabajar en una revista. Iba solo a examinarme y a coger apuntes, aunque acabé Ciencias de la Información. Aquí me llamaron para una revista semanal, en la que me mojé mucho, que se llamaba Teima, la primera que se hacía en galego con ese formato. Era, para su época, muy de vanguardia. Hoy le diríamos de periodismo radical. A mí me gusta esa expresión. Hay que hacer periodismo radical en el sentido etimológico de la palabra: hay que ir a la raíz. Fue una aventura, duró un año, que en aquellas circunstancias era mucho. Lo importante era intentar hacer cosas, pero, aunque tuvo buena acogida, nos ubicaron muy pronto. Mira, no teníamos ninguna página de publicidad. Tuvimos problemas, en algunos sitios te recibían muy bien, pero en otros el poder caciquil era secular, feudal. En un pueblo llamado Santa Comba estuvieron a punto de lincharnos, nos salvaron los caballos. Un 2CV, concretamente.
Siempre se puede confiar en ese coche.
Después empecé a trabajar de freelance, y escribía para El Faro de Vigo y La Región y otros. Entonces hubo una intoxicación alimentaria en un cuartel. Afectó a más de cien soldados, con situación grave, además. Yo tenía información muy buena, porque me venía por dos fuentes: la parte médica y algún amigo que estaba haciendo allí la mili. Así que escribí un reportaje, que estaba convencido nadie iba a publicar. Ninguno lo sacó… salvo La Región de Orense. Una página entera, ningún otro periodista hablaba del asunto. Así que a las ocho de la mañana estaban llamando a la puerta. A mí me pilla dormido, noto barullo, y a mi madre diciendo en voz alta «no está, no está, esta noche no durmió». Y tuve la mala idea de salir del cuarto. Allí estaba la policía militar.
¿Qué se piensa en ese momento?
Me dejé llevar un poco por la fatalidad. Estaba mucho más indignada mi madre, que había gritado tanto para que yo saltase por la ventana. Luego me lo reprochó: «Yo lo que quería es que te marcharas, pero que te marcharas de este país».
No entendiste el código.
No, no lo entendí. Ella había vivido de niña situaciones parecidas. Sobre todo una, que se llevaron a mi abuelo para matarlo. Y te aparece un agente armado, en mitad de la puerta… De ahí vino el proceso por sedición. Solo la amnistía que se produce con la llegada de la Constitución evita que el consejo de guerra terminé llevándose a cabo. Pero tuve que hacer inmediatamente la mili, porque no me dieron prórrogas. En la mili, procesado y con el consejo de guerra en marcha. Me pedían seis años y no sé cuántos meses de cárcel. Yo no revelé las fuentes y…
Te mojaste desde el principio.
Ahí estuve bastante mojado, sí. Antes de la amnistía habían cambiado el capitán general, y por medio de un oficial con talante demócrata conseguimos una entrevista con él. Me dicen que tal día me presente en Capitanía General, voy andando por los pasillos, llegó al despacho, que era como un despacho de la época de las Indias, una casona preciosa… Estaba allí el hombre, más bien pequeñito, de pie, y me dice: «¿Usted tiene algo contra España?». Oiga, no, yo solo escribí sobre una intoxicación alimentaria, no conecté la idea de España y la intoxicación. Y ahí acabó la historia. Bueno, después vino lo de la amnistía…
Tú vivías en un barrio de A Coruña que prácticamente era una aldea, ámbito rural, por así decir.
Digamos que en mi psicogeografía de infancia y adolescencia, la que te queda y más te marca… el lugar donde nací es Monte Alto, que estaba cerca de la Torre de Hércules. Yo hablo de un triángulo de juegos… A Coruña forma una quilla, y yo vivía en ese extremo. Si mirabas hacia el mar a la derecha estaba el cementerio (un vecino decía que era el cementerio más sano del mundo, por el mar, por el aire). Al lado estaba el cementerio civil, que le decían «Cementerio de los Disidentes».
En Cantabria he conocido algún «Cementerio de los protestantes».
A mí esa idea del «Cementerio de los Disidentes» siempre me impactó. Decía que estaba allí el cementerio, con los sanos católicos y los sanos disidentes, y luego el otro vértice del triángulo, que era la cárcel. Ahora está cerrada, pero entonces era la mayor de Galicia en número de presos. Y, en el centro, la Torre. Todo el resto era espacio verde. Había algún campesino, vacas… Cuando quitaron las vacas yo pedí que pusieran otras en ese sitio, aunque fuesen «vacas funcionarias».
La cita de Kundera, que «el hombre es un parásito de la vaca».
Sí, y aquellas vacas, además, mirando al mar… la saudade absoluta. Luego llegó la portada del disco de Pink Floyd, y aquellas eran para mí las vacas de Pink Floyd. Hay muchos recuerdos, pero el que quedó como un tatuaje en la memoria fue el tema de los presos. Había allí unas rocas, que ya no existen, y en ellas se colocaban los familiares de los presos algunos días de la semana, comunicándose con ellos a través de pañuelos de colores.
Las cárceles enfrente del mar, que son las más crueles, porque escuchas en todo momento la libertad.
Claro. Yo estuve dos veces dentro de la cárcel, aun en funcionamiento. Dando recitales, charlando, gracias a un maestro de allí que era amigo mío. Te enseñaban celdas y calabozos. Y en algunos entraban los lampos do mar, las ráfagas de luz del faro. Era una memoria constante para quienes estuvieron en ese sitio. Estar en la cárcel y ver la luz del faro, es un contraste bastante potente.
Esa es tu geografía de infancia.
De allí dimos un salto, alrededor de los cinco años, que llega con la emigración de mi padre. Él estuvo en Venezuela, y cumplió con su palabra. Se fue teniendo yo cuatro meses en el vientre de mi madre, y prometió que, cuando tuviera dinero para comprar una tierra que había visto en las afueras de A Coruña, iba a volver. Quería hacer casa propia. Y cuando vuelve, al año y medio, empezó a construirse él mismo aquello, levantando poco a poco según iban llegando hijos. Al barrio de Elviña, donde fuimos, la gente le decía aldea, y tenía alrededor un castro celta, donde encontraron un tesoro. Nosotros íbamos a buscar tesoros, pero no de broma como en otros sitios.
Los tesoros que guardan mouros en Galicia.
Los guardan los mouros, los guardan los enanos. A mí me gustan mucho los momentos de trastiempo, cuando se mezclan las épocas. Los moros son algo exótico en Galicia, pero fueron incorporados como seres de la mitología. La moura, el mouro, los ananos, que sabían muchos idiomas y si le acertabas en qué lengua te estaba hablando él te daba su tesoro. Estas cosas. Pero lo que había de verdad allí era una torre de alta tensión, clavada en al ara solis, donde se supone que hacían los rituales. Fenosa plantó allí una torre, eran los romanos [ríe]. Así que otra de las iconografías de mi infancia es el dibujito del hombre atravesado por un rayo. Años más tarde llegó una polémica, ya en la época de internet. Que si lo que hubo en Galicia eran celtas, si eran ártabros, si eran no sé qué. Intento no meterme mucho en asuntos de estos por internet, pero ese día no me pude resistir, y expliqué que hubo celtas, pero murieron electrocutados.
Debutas en El Ideal Gallego. Allí te lleva un tal Antonio López Mariño, que tenía firma peculiar.
Sí. P.Q.F. Para qué firmar. Él fue el contacto, digamos. Yo estaba en bachillerato y quería trabajar, pensaba que era la única forma de hacerme periodista, escritor. Yo conocía a Antonio de historias extraperiodísticas… alguna protesta, alguna manifestación. Pero quien realmente me abre la puerta fue la secretaria del director, que se llamaba Ángela. Desde entonces creo en las «ángelas de la guarda». Yo llevé mi libro de notas escolares y unas poesías, ella me dijo que volviese unos días más tarde. No esperé mucho, y ella «tú quédate por aquí». Y, efectivamente, quedé por allí. Al principio era un bulto, comencé haciendo recados, mensajero. El primer trabajo fue ir a buscar crónicas de corresponsales que venían en los coches de línea. Los corresponsales de pueblo hacían un trabajo fundamental en aquella prensa, la sección más amplia era la de «Comarcas». Sabes, además, la dispersión que existe en Galicia, es una especie de «Confederación de Comarcas». Suiza tiene Confederación Helvética, y nosotros esto. El siguiente paso es transcribirlas. Yo tuve el acierto ese verano, en el que pasé de Bachillerato a COU, de ir a una academia para aprender a escribir a máquina. Acierto no solo por el tema práctico, sino porque para mí fue una experiencia sensorial, erótica. Se llamaba aquella academia La Rosa Taquigráfica, y nos enseñaba una chica. Estabas deseando que te viniese a colocar los dedos. Hablamos de un adolescente, claro. Fue un verano feliz. Asociar el teclear de la máquina con los dedos de aquella muchacha creo que me ayudó a querer escribir.
Así escribes una crónica sobre cierta patata grande como una nave espacial.
El siguiente paso era transcribir, como te dije, lo que mandaban los corresponsales. A veces venía a mano, pero otras no. Aquella, en concreto, la envió alguien que firmaba Enmuce, corresponsal en Boiro. Este hombre escribía para los siete periódicos de Galicia y usaba papel de calco para hacer llegar la misma crónica a todos. Pasa que si te tocaban las primeras hojas podías entenderlo, pero las últimas… Un día me pasó Guimaraes la crónica de Enmuce. Guimaraes era el jefe de sección, un hombre delgado, con manguitos, casi como de película de John Ford, muy periodista del siglo XIX. Era prácticamente ilegible, y yo lo que hice fue reconstruirla. Algunas palabras se distinguían. La clave parecía una «gran patata», una patata gigante. Era la época en que estaban muy de moda los ovnis y yo especulaba sobre si la gente pensaba que la patata venía de una nave espacial. Todo en clave literaria. Fue un éxito para Enmuce. Viene a cuento con algo que dice John Berger en El sentido de la vista. Allí hay un capítulo titulado La producción del mundo, y él dice que es un error suponer que imaginación y realidad son algo contrapuesto. La fantasía es otra cosa, pero no podemos llegar a la realidad, y salvar la realidad, sin el recurso a la imaginación. Entendiendo la imaginación no en clave de fantasía, sino de ver más allá del ojo, del decorado cartón piedra que a veces se hace pasar por realidad.
Un poco el constructivismo como decía Gadamer.
Claro. Eso sirve para dar una coherencia a los acontecimientos. El acontecimiento no es la realidad. Puede ser un reclamo de la realidad, incluso un reclamo para despistarnos de ella. Hoy vemos muchos acontecimientos que son fake news, también operaciones militares de falsa bandera… La realidad funciona así. La propia naturaleza, con esas mariposas disfrazándose, con sus ojos de monstruos. Por eso es importante la imaginación. Ahí está la clave del periodismo, que para mí es el «porqué». Eso es lo que marca la diferencia entre un periodismo y otro.
¿Quizá estamos perdiendo eso? Se hace un periodismo más acelerado y se huye del análisis, del «porqué»…
Bueno, eso es una característica del periodismo y del mundo en el que estamos viviendo. Por eso la idea de O que fica fora es una respuesta poética a ese síndrome del fear of missing out, miedo a quedarse fuera. Creo que hay dos síndromes hoy… el primero es este, si estás al margen de lo último, del acontecimiento, de la novedad, desarrollas angustia ante la idea de ser irrelevante. No hablo solo profesionalmente, sino en la propia vida. El otro síndrome sería el burnout, el quemarse, el incendio del alma, podríamos decir, que viene derivado del anterior. Es un tema de foco de atención, de economía de la atención. Es lo que se cuenta en La civilización de la memoria de pez: cuando antes mirabas a un pez en un acuario la atención del ojo humano era de catorce o quince segundos, mientras que el pez tenía solo siete segundos hasta que se daba la vuelta y te dejaba. Lo que ocurre ahora es que el foco de atención humano son seis segundos… el pez está más tiempo mirándote a ti que tú a él. Ese del foco de atención es un problema que tenemos en el periodismo. A la hora de hacerlo y a la hora de recibirlo. Hoy en día estar dos horas leyendo un libro es un acontecimiento para anotar en la agenda. Un triunfo de la humanidad, te dan ganas de levantar 1984 y salir a la calle a celebrarlo. Ese foco de atención tiene que ver con la profundidad. La atención es la principal riqueza que tenemos, pero lo que hay ahora, como dice la filósofa Marina Garcés, es un fracking de atención.
Hablabas antes de una figura que quizá está en desaparición: el corresponsal local, ese hombrecillo que en su región no se movía una piedra sin que él se enterase, que lo mismo informaba de un accidente de tráfico o del nacimiento de un ternero con dos cabezas.
Nos tocó vivir un momento de crisis existencial del periodismo. Y allí la crisis más profunda es la de estima por el oficio, la autovaloración. Nos metieron dentro esa sensación casi de inutilidad, de un oficio en extinción. Yo creo que podríamos empezar a hablar de un proceso de desextinción. Lo que comentas es cierto, se habló incluso de la desaparición de la prensa local. A este respecto hay una historia simpática. Hicieron una encuesta, a mediados de los años setenta, con directores de los principales periódicos locales de toda Europa. Sesenta y pico directores. La pregunta era «¿Sobrevivirá la prensa local?». Solo dos directores dijeron que jamás iban a desaparecer ese tipo de diarios. Uno era el del Sud Ouest francés y otro fue Álvaro Cunqueiro, director de El Faro de Vigo. Cunqueiro decía que El Faro de Vigo, con los anuncios breves en proa y las esquelas en popa, es un barco que nunca se hundirá. Sigue existiendo, claro. Las esquelas aguantan. Es curioso, no hay esquelas en internet. Igual vienen, pero más tarde.
Ciertos periódicos nacionales tienen las esquelas casi como un género propio.
Totalmente. Pero a nivel local es fundamental, la información más verídica que hay, es lo que da al periódico una pátina de respetabilidad. Pero hablando de la desextinción… yo ese proceso lo noto muchísimo en la cantidad de gente joven que quiere contarte historias de lo que queda fuera, que a veces es lo más importante. En Luzes hay periodistas que te mandan reportajes sobre las escuelas kurdas, sobre las librerías de Vietnam, historias de México, el propio Irán, que nos mandó Anna Serrano unos reportajes magníficos… Cosas que no se cuentan… El árbol que tiene cientos de años y la gente va allí a abrazarse. Con una visión local-universal, sin complejos…
Tú nunca has tenido complejos para pasar de lo local a lo universal.
Creo, como dice José Manuel González Torga, que lo que llamamos universal es lo local sin paredes. Lo universal es una abstracción, pero, al final, ¿qué cuenta Homero? Pues la historia de un tipo y una tipa y una aldea, que Ítaca no deja de ser como Betanzos. Y fíjate tú lo que salió de allí. Yo siempre sentí que no había contradicción entre local y universal. Cuanto más profundizabas en una historia veías que aquello podía interesar a todo el mundo. Quizá eso tiene que ver con el mar, ¿no?, ser de un pueblo de acantilados, mirar siempre más allá…
La idea de que el siguiente horizonte es América.
Claro, no ves las coordenadas, pero están ahí. Y también que el mundo campesino es muy universal, una persona que se relaciona con la tierra es un personaje bíblico. Nada más parecido que el campesino gallego, o el de China, o Vietnam, o en África, a la espera de que salga la simiente, la relación que tienes con los animales. Hablamos del campesino, claro, no de las industrias cárnicas, que son otra cosa.
Una de las piezas más conseguidas tuyas es la que trata sobre Eva Lavandeira, aquella niña autista que se perdió en el monte y falleció. A mí me gusta por la sensibilidad… en un momento en que está naciendo lo que conocemos como telebasura tú demuestras que se puede hablar de cualquier cosa desde el respeto, por mucho que sea un tema «complicado». ¿Cómo te acercas a una historia así?
Creo que la mejor tecnología la llevamos incorporada, porque es imposible inventar algo mejor que esa inclinación a escuchar. Yo me recuerdo como un niño un poco pasmao. Me quedaba al lado de las mujeres donde lavaban, en el río, oyendo sus historias. Me gustaba escuchar a los mayores, escuchar en la taberna. Creo que esa aproximación, esa atención, es fundamental para que empiece a fluir el relato. Ocurre también con los personajes de ficción, debes escucharlos, no vale decir «tú vas a ser así, te voy a poner aquí».
Acercarte con humildad
Efectivamente. Ves que la historia empieza a andar y resulta verosímil cuando hay esa relación de respeto con el personaje, por muy cabrón que sea. Porque el personaje sabe que lo vas a escuchar. Es así en la vida real y en la vida de la imaginación. Eso es fundamental para mí. Mira, uno de los primeros reportajes que recuerdo… yo leí en La Voz de Galicia dos noticias de suicidios, antes se daban en los periódicos. Algunas, al menos, ya sabes que en Galicia hay una proporción muy alta. Entonces yo leí que en Ferrol Terra apareció un hombre ahorcado de un manzano. Noticia pequeñita, muy breve, sin entrar en detalle. Al día siguiente, dos suicidios en la comarca de Ferrol Terra, otros dos hombres, otra vez el detalle del manzano. Hostia, qué pasa aquí. Así que me fui a Ferrol. No tenía coche, al autobús con mi cuaderno. Fui a la primera aldea, con los datos, me dijeron dónde era el domicilio, llamé, sale la esposa. Mire, lo siento mucho, soy periodista… bum, me dieron con la puerta en las narices.
Me doy la vuelta, empecé a andar, despacio… sin coche ni hostias, yo era un tío allí, en medio del pueblo, caminando, y escucho un grito detrás… ¡Neno! ¡Neno, ven, ven! Era la mujer, dice que pase. Y entonces me empezó a contar la historia. Yo no abrí la boca, no sé qué vieron, igual tenía necesidad de contárselo a alguien, pero si hago alguna pregunta… Y me acabó la mujer diciendo que él tenía un amor antes de casarse con ella, y que no llegó a puerto, y la otra persona emigró a Suiza, pero cada vez que volvía el hombre entraba en crisis. La mujer me lo contaba con mucho respeto por él, que se había ido, se había muerto y ella sabía la razón. Yo creo que todo el mundo tiene necesidad de contar. Lo que pasa es que estos medios donde prima la cháchara… Allí se utiliza lo que podríamos llamar el temor semántico, como decía Italo Calvino sobre el lenguaje de los autoritarismos. Yo a veces lo percibo en estos programas basados en crear una hostilidad, en crear muchos decibelios sin contenido. Tú no quieres convencer al otro, sino atemorizarlo. Es una especie de guerra fría verbal.
A veces no tan fría.
A veces no tan fría, efectivamente.
¿Echas de menos aquella época de los reportajes?
Sí, a mí es lo que más me gusta. Hice algunas cosas recientes. Incluso en relatos. Escribí uno para un libro que publicó Comisiones Obreras titulado Conciencia de clase. Era la historia de Luis Ferreiro, una persona que estaba enferma y lo remató el covid. Él sobrevivió a la tortura de milagro, lo dejaron hecho un despojo. Yo lo conocía, y me contó su historia, quería hacer un cuento, pero con la vida de este hombre. En las torturas todo giraba sobre dónde estaba la máquina, el aparato de propaganda de Comisiones Obreras, solo había dos personas que sabían el lugar. Una estaba huida, otra era él. Cuento que él de niño era aprendiz de cantero, y una vez la cayó encima de la mano una piedra y se le desprendió una uña. Entonces había una chavalita del pueblo, esto era en los Ancares, que le hacía curas con telas de araña a modo de vendas. Ese era su recuerdo. Luego una de las torturas a las que le sometieron fue arrancarle las uñas, y decía que la única que le dolió fue la primera, aquella que había perdido. Porque no había nadie que le pusiera telas de araña, y él pensaba que no saldría vivo de allí. Era un relato, pero también un reportaje.
Ese contrabando de géneros del que tanto hablas.
Sí, eso mismo. La historia de la uña. Un relato que creo es muy político, pero solo en el trasfondo.
Es habitual en tu obra. Las ideas son evidentes pero sutiles, no se hace exhibicionismo.
Eso es una obsesión. Que la voz de la literatura no sea subalterna. Yo tengo mis ideas, pero procuro huir de cualquier fanatismo. En un momento te puedes expresar con pasión, claro. En una manifestación de Nunca Mais, por ejemplo. Pero a la hora de escribir no puede haber ningún intento de dominación, que es lo que pasa con el lenguaje cuando es un sermón, o un discurso. Hay un intento de compartir, pero también conlleva cierta voluntad de dominación sobre el interlocutor. En la literatura tienes que estar alerta, y yo cuando detecto esto… Las palabras son como animalitos, como bichos pequeños que te avisan. En las imprentas antes existía lo que llamaban «el cajetín del diablo», donde guardaban tipos inútiles. Los deformes, los empastados, los que no cumplían tamaño. A caixa do demo. Yo creo que la literatura tiene que trabajar con eso, con lo que no está perfecto y no es discurso acabado, con las palabras heridas, las dubidosas, las cojas, las que sienten. Siempre debes tener a mano el cajetín del diablo.
Me gusta mucho tu labor de periodista a finales de los ochenta y principios de los noventa, eso que se acaba recopilando en Galicia, Galicia. Allí juegas entre la realidad y la ficción, y te inventas cuentos que acaban siendo reales. Como aquella historia en la que Fraga conoce a Fidel Castro…
Había gente que me decía que la idea era mía [risas].
Es un poco raro.
A veces la imaginación… Evidentemente había cosas, Fraga vivió en Cuba de niño, pero de ahí a construir un viaje, con toda su expedición, llevando la Enciclopedia Gallega…
Fue una exhibición del populismo, con Fraga repartiendo cheques por las Casas de Galicia como en un concurso de la tele.
Y Fidel también empezó a preguntar por Galicia, y eso…
¿A quién hubiese votado Fidel en las elecciones gallegas?
Hombre, pues como buen conservador… [risas]. Él era un guerrero, fundamentalmente. Uno que finalmente se puso a pensar.
¿Fidel o Fraga?
Bueno, yo creo que más Fidel, Fraga era más comisario. Si estuvieran en el mismo partido uno sería comisario político y al otro lo veo más en el plano de agente, militante. De todas formas tenían criterios distintos, venían de tradiciones distintas, pero los dos eran conservadores. En la concepción del poder, por ejemplo. Por vías diferentes, pero… Y luego eran personajes, a su manera, excéntricos, y esa excentricidad tuvo su momento, creaba cierto factor humano. Fraga en su primera campaña (no iba él, sino Fernández Albor), vio que podía dirigir una especie de renacimiento del Reino de Galicia, y ser rey. El Estado lo tenía muy difícil, y buscó una taifa. Pero en su interior se produjo un cambio. Él vivió muchas metamorfosis. Quedaba el esqueleto, pero era camaleónico. Esto también está, de alguna forma, en la tradición cultural gallega. Martín de Braga, en el siglo VI, escribe De Correctione Rusticorum, que es un sermón donde pregunta a los gallegos de la época cómo pueden creer que las piedras hablan, que los árboles hablan, que las fuentes hablan… y, sobre todo, cómo pueden creer que el demonio tiene más poder que Dios.
Justo antes de la conquista por los visigodos…
Sí, al final del período suevo. A Prisciliano lo matan en el siglo IV, pero el humus del priscilianismo se mantiene en los suevos. Luego se produce un proceso de cristianización, y esa idea de que el demonio tenía más poder que Dios… Lo piensas con los siglos y parece acertada.
Estábamos con Fraga.
Él empezó con la primera campaña, que era Galego coma ti. Lo que hacen es galleguizarse, Galicia puede votarnos pero nosotros tenemos que galleguizarnos. Esa idea de que el gallego es conservador, pero no reaccionario. Yo creo que no es casual que sea el único sitio donde Vox no tiene ni un representante. Es verdad que hay un dominio muy grande del PP, pero también es cierto que la mentalidad es conservadora.
Es un matiz, eso de la diferencia entre el conservador y el reaccionario, que hoy apenas se contempla. Y mira que es fácil, solo debemos acudir a la etimología.
Totalmente. Yo a veces digo eso de «lástima que en Galicia los conservadores no conserven». Es muy difícil usar hoy en la política española el término «conservador». ¿A quién se lo llamas? ¿A Aznar? ¿A Ayuso?
¿Qué crees que pensaría Fraga del PP de hoy? Entiendo que es complicado meterse en la cabeza de don Manuel…
Sobre todo porque tenía días. Pero yo sí creo que era una persona que, dentro de esa metamorfosis de la que antes hablamos, tenía inteligencia. Cuando se habla de populismo… él era populista. Yo se lo pregunté una vez. «Dicen que usted es populista». [Rivas cambia la voz, imitando a Fraga]. «Hombre, claro, cómo no voy a ser populista. Y usted, ¿qué? ¿Non é populista? ¿Non quere a o pobo? ¿Non le gusta o pobo?». Jugaba con eso, pero él se sentía bien en medio de una romería. Y si había pulpo más. Mira, yo vi a Fraga y a Aznar en la fiesta que hacía el PP con Cuiña…
Cuiña era el del «nacionalismo con la frontera de la autodeterminación». Parece mentira que sea el mismo partido.
Sí, sí, y era el que tenía Fraga a la derecha. Un tipo que subía a caballo, si no había gaiteiros se cogía un cabreo de la hostia… Pues en ese mismo acto estaban Aznar y Fraga, aquel Fraga que iba abrazando gente, explicando todo… Tú veías la cara de Aznar, le traían empanadas y las cogía así (hace el gesto de tomar algo con dos dedos, como sin mancharse), pidió una coca cola light… tú imagínate, en una romería… El guardar distancias con la plebe. El tío cuando quería conectaba, pero sobre todo ideológicamente. No empatizaba. Yo los veía juntos y Aznar parecía un marciano. Lo veías incómodo. Y cuando salió Cuiña con los hermanos y el acordeón, a tocar, el tipo se dio la vuelta y se largó. Yo creo que hoy Fraga no estaría a gusto en el PP, como creo que no está a gusto mucha gente. Sucede que nadie está interesado en buscar los matices a lo que es la derecha. ¿No hay gente de derechas que sea ecologista, que sean partidarios de la diversidad cultural? Esos matices, en la tradición gallega, sí existieron. Aquí había, por ejemplo, muchos hijos de madres solteras. Teníamos factores, claro.
Los pescadores, el peligro del mar.
La emigración, también. Y que la gente del mar es muy abierta. Entonces sí, votas al PP, pero no eres un reaccionario. Yo creo que sería un tema interesante… qué pasa, ¿aquí no hay democristianos? Con la fuerza de la Iglesia… En Italia eran mayoría ¿y aquí no había nadie?
Decías lo del populismo… Ahora tenéis en Galicia un animal perfeccionado de populista que es Abel Caballero. Alguien que hizo su tesis doctoral en inglés y finge hablarlo mal, que empezó en los gobiernos felipistas siendo ministro con traje de oscuro burócrata y ahora es lo contrario.
Él cambió completamente, lo que hablábamos antes de la metamorfosis. Era un tipo… cómo decirlo… que olía un poco a moho, lo recuerdo hosco. Parecía un burócrata estilo Brézhnev. Pero descubrió a la gente. Mantuvo el ego pero, en lugar de ser expulsivo, encontró el lado placentero del poder.
No hay mayor ego que el de quien sabe remitirlo, quien no necesita exponer.
Efectivamente. Y luego él tenía… hay una diferencia fundamental si analizas los modos del poder. El cacique que tiene éxito es el benefactor, inclusivo, empático, simpático, el que si hacen un chiste sobre él se ríe. Y Abel Caballero descubrió que debía ser un buen cacique. Luego está el cacique que atemoriza…
Que suele mandar poco tiempo.
A veces se eterniza, como pasó con Franco. Pero él no estaba pegado al terreno. Franco acabó siendo un mito, un mito mezquino, pero mito más que figura real.
¿Sigue habiendo caciquismo hoy en Galicia?
La manera de ejercer política en España… Por ejemplo, las comunidades autónomas podrían derivar a formas de poder mucho más participativa. Frente a la idea del imperio, de grandes espacios, el poder puede ser tanto más democrático cuando su escala sea menor. En Galicia está la comunidad de vecinos, que gestiona lo que es mancomún… los trabajos en el pueblo, los caminos, cuando a alguien se le moría una vaca los vecinos hacían lo posible para que no se viera muy afectado… ayuda y te ayudarán. Hay lugares donde esto se mantiene, gran parte de los montes de Galicia, por ejemplo, son montes de mancomún. Es un resto de algo que en Inglaterra, por ejemplo, ya no existe. Los lores se hicieron con todo, ahí estaba Robin Hood luchando contra ello [ríe].
Y luego las enclosures rematan todo.
Sí, claro. Pero ese potencial de que las comunidades dieran lugar a procesos participativos más pequeños derivó, desgraciadamente, a neocaciquismo. Y no solo en Galicia. Hay mucho neocaciquismo en la política española. Que se quedarán a medio caminos cosas como lo que representó Podemos, incluso lo que pudo representar desde la derecha Ciudadanos… Veo pocos espacios realmente participativos. Se volvió un poco a ese esquema antiguo, que es en definitiva el de la Restauración. Galicia es muy variada, con zonas muy diferentes, lo que decía antes, una confederación de comarcas. Pero la tendencia es la misma, al neocaciquismo. De vez en cuando se hace un congreso, pero yo no veo que se haga una reunión de gestores culturales, de sindicatos. Los sindicatos para mí eran muy importantes, aquellas épocas en que lo primero que hacían era una biblioteca, lugares abiertos todo el día. Necesitamos espacios donde puedan estar diferentes generaciones, diferentes géneros, y cada vez hay menos de esos sitios…
Lo que hacía Clarion en Inglaterra, con sus bibliotecas móviles.
Aquí en la época de la República estaba la Barca de los Libros, que iba por la zona de Costa da Morte.
¿Cómo viviste el movimiento del 15-M?
Con bastante ilusión. No de forma militante, en el sentido de entrar en algún partido, pero sí intervine en las acampadas del Obradoiro. Y con activismo periodístico. Fue cuando pusimos en marcha Luzes. Nos decían que estábamos pirados, sin mecenas, sin capital, nada. Yo en Galicia participé mucho en Nunca Mais, que de algún modo anticipa muchas cosas, incluso aquella de que la estética es también política.
Aquello no fue solo un movimiento protestando por el hundimiento del Prestige, había un montón de temas latentes que explotaron.
Sí, y nació una cultura allí, esa idea no sectaria de relacionarse. La transversalidad, los espacios de cultura que se crearon. Hicimos una cosa que se llamaba el Concierto Expansivo, que se celebró a la vez en doscientas ochenta localidades del mundo. Con el mismo Manifiesto contra el Silencio. Cantidad de exposiciones, performances, procesos de participación… Y, sobre todo, la gente no preguntaba a la manguera de qué partido era, sino que la utilizaba para apagar el incendio.
Eso fue un «prólogo» al 15-M.
Totalmente. Se creó esa forma de comunicarse, de llegar a la gente a través de los problemas y no por lo doctrinal. Hubo, también, una solidaridad. Una solidaridad muy curativa, sin eso que llaman estrés postraumático. Sirvió para darse la mano. Había una cierta alegría frente a aquel tanatos del mar cubierto de negro.
Tan simbólico, casi las banderas negras del barco de Teseo.
Sí, es el Leviatán. Algo histórico, fue la mayor catástrofe. Hubo otros hundimientos con mayor carga de petróleo, pero tanta afectación en tanta costa… Llegó hasta Bretaña, también al sur de Inglaterra.
Y una década más tarde ¿cómo ves aquello del 15-M?
Bueno, algo hablábamos antes, ¿no?, sobre el proceso neocaciquil, formas más burocráticas de hacer política. Se perdió esa pulsión popular.
¿Una sensación de oportunidad perdida?
Hay una expresión que es «melancolía democrática». Algo que no se hizo, pero está en potencia. Yo no soy partidario de hacer calendario de derrotas. Derrota es la indiferencia, aceptar lo inaceptable. Intentarlo nunca es una derrota, nunca es un fracaso. Pero sí podemos entrar en motivos de reflexión, qué se hizo mal. Debería reflexionar, de hecho, todo el mundo que se considere demócrata. No es «qué pasa con la izquierda» sino «qué pasa con esta democracia oxidada». Habría que verlo como un periodo de pensar, de divisiones… pienso que si algún tesoro tenemos es que cuando se tambalea el viejo mundo surge una conciencia de unidad. Eso que decían los revolucionarios antiguos de saber cuál es la contradicción principal. Contaba Bufalino, creo que era, que los escritores contemporáneos no se leen, pero se vigilan. A veces me recuerda a lo que ocurre en la izquierda. Yo creo que la rebeldía tiene que ser eficaz, para que no sea un estallido retórico. A mí me parece muy importante que se derogue la Ley Mordaza, que cuando se hable de transición ecológica sea realmente una «transición ecológica». Las palabras son importantes, y no puedes participar de su intoxicación. Aquí los poderes son muy fuertes, y hay uno, el poder mediático, que se comporta muchas veces de forma obscena.
La neutralidad que no suele ser neutral.
Es que eso de neutralidad… Neutralidad no es que uno diga «llueve» y otro «no llueve» si vemos que está lloviendo. Para eso está la labor periodística, lo otro puede hacerlo cualquiera. Quieren hacer una presa en un río, hacer una cantera en un monte… Alguien tendrá que decir que ese proyecto es un buen negocio para algunos pero van a desaparecer los acuíferos, ya no habrá fauna, las aldeas no podrán recoger leña… Creo que hay una contaminación de la palabra «neutral». Me parece más importante hablar de indiferencia, el periodismo no puede ser indiferente, debe tratar el «porqué». Y en esto hay muchos tiros en el pie, muchos epitafios, pero cada vez vemos más interés en el periodismo. Incluso la dimensión del poder es cada vez más mediática. A los grandes grupos financieros parece que les interesa hasta el último reducto, por pequeño que sea. A veces escribes un grafiti, pero ese grafiti agita las paredes.
Me gusta mucho el título de vuestra revista, Luzes. Muy Pasquale Paoli, muy Ilustración.
Tiene que ver con la Ilustración, claro, con el enciclopedismo. Hay un guiño ahí, esa «zeta» constructivista o situacionista. A mí me interesa mucho lo que significó el situacionismo, esa importancia que da a «crear lugar», a «producir tiempo». Va más allá de la política tradicional. También la idea gramsciana de que todo verdadero cambio político debe ir precedido por un cambio cultural, la fertilidad cultural. Cuando hablo de cultura hablo también de feminismo, de ecologismo, de luchar contra el pensamiento bruto, que crece porque se lo permitimos. Donde hay vacío crecen las malas hierbas.
Tan reivindicado ahora Gramsci.
Yo creo que es por esta idea. Era, además, muy poco sectario, escribe desde la resistencia frente al fascismo. Y escribe, además, para aportar esas luces que decíamos. Igual que hace Walter Benjamin poco antes de que se tenga que matar, en la frontera, en el límite. Lo último que él escribe son las Tesis de Filosofía, que están llenas de esperanza, que son una rebeldía emitiendo luz con la dinamo a tope. Cuando habla de la memoria como un rescate, de la esperanza, casi una saudade del futuro. Seguramente es lo que llevaba en ese portafolio que apareció vacío, y las mandó a Hannah Arendt.
En los ochenta tú informas sobre toda aquella Galicia marcada por el narcotráfico, te llega a agredir físicamente Sito Carnicero… Cuando ves una fotografía del presidente gallego con Marcial Dorado ¿qué piensas?
Que no es de fiar. Yo creo que debería haber un mínimo de moralidad. También reflexiono sobre un proyecto y una palabra. La palabra es «decoro», que debería llevar a una dimisión inmediata cuando salen esas imágenes, es lo que pasaría en aquel momento en cualquier país democrático. Y luego está el proyecto de que debemos construir una sociedad decente, que va más allá del estado del bienestar. Lo que decía Orwell, una común decencia, donde la economía sea honesta, los comportamientos políticos sean honestos… Sabemos que o demo traballa, claro, y no hablo de una arcadia llena de seres angélicos.
En una entrevista de hace más de una década en la revista Qué leer dicen que te han ofrecido varias veces el Premio Planeta… ¿qué opinas de este tipo de premios?
Bueno, ya sabes cómo se ofrecen estos premios.
No, yo no lo sé, prometido.
Bueno, intuyo cómo se ofrecen estas cosas. Yo sí que tuve alguna conversación. En el momento en que tuvo mucho éxito El lápiz del carpintero sí llegan sugerencias de este tipo. Que pudiera ser no llevasen automáticamente al asunto, pero uno deduce que, al menos, hay una invitación. En este caso no pasó, ni yo me presenté, así que no tenemos pruebas [ríe]. Pero sí puedo dar una opinión sobre cómo funciona estas historias. En este sentido yo soy uno de os que fica fora, creo que la literatura está más bien en lo lateral, en lo excéntrico, en el acantilado. Es donde se cría, su lugar natural. No me gustan estas cosas. Quizá vuelva a utilizar la expresión de antes… hay poco decoro.
¿Tienes alguna historia que quieras contar pero no te hayas atrevido nunca? Por no saber cómo enfocarla, por miedo a que vuele de forma distinta a como tú la imaginas…
Sí, claro que sí. Soy más de merodear. Ahora, por ejemplo, estoy escribiendo algo que, creo, vencí el miedo a escribir. Pero es verdad que existe esa sensación. No sabes cuánto tiempo dura, y a veces igual ni llega ese instante. Me llevó tiempo merodear y hacer una tarea de limpiar el miedo. Es un error pisar de repente, tienes que hacer trabajo de escucha, las historias tienen que levedar, como el pan.
«Lo que más perdura es la insatisfacción», dijiste en El Cultural hace más de una década, con motivo de la recopilación Lo más extraño… ¿Sigue perdurando?
Sí. No únicamente la insatisfacción, pero sí. Yo no llego a lo que decía Rulfo, que le preguntaron qué sentía después de escribir esa obra maravillosa que es Pedro Páramo, y él respondió: «remordimientos». Lo mío es una insatisfacción que tiene que ver con una saudade del porvenir. Siempre te parece que puedes ir más allá.