sábado, febrero 21, 2015

Oliver Sacks: De mi propia vida

Oliver Sacks: De mi propia vida | Opinión | EL PAÍS

De mi propia vida

En el tiempo que me queda, tendré que arreglar mis cuentas con el mundo

OLIVER SACKS 21 FEB 2015


Hace un mes me encontraba bien de salud, incluso francamente bien. A mis 81 años, seguía nadando un kilómetro y medio cada día. Pero mi suerte tenía un límite: poco después me enteré de que tengo metástasis múltiples en el hígado. Hace nueve años me descubrieron en el ojo un tumor poco frecuente, un melanoma ocular. Aunque la radiación y el tratamiento de láser a los que me sometí para eliminarlo acabaron por dejarme ciego de ese ojo, es muy raro que ese tipo de tumor se reproduzca. Pues bien, yo pertenezco al desafortunado 2%.
Doy gracias por haber disfrutado de nueve años de buena salud y productividad desde el diagnóstico inicial, pero ha llegado el momento de enfrentarme de cerca a la muerte. Las metástasis ocupan un tercio de mi hígado, y, aunque se puede retrasar su avance, son un tipo de cáncer que no puede detenerse. De modo que debo decidir cómo vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica, intensa y productiva que pueda. Me sirven de estímulo las palabras de uno de mis filósofos favoritos, David Hume, que, al saber que estaba mortalmente enfermo, a los 65 años, escribió una breve autobiografía, en un solo día de abril de 1776. La tituló De mi propia vida.
“Imagino un rápido deterioro”, escribió. “Mi trastorno me ha producido muy poco dolor; y, lo que es aún más raro, a pesar de mi gran empeoramiento, mi ánimo no ha decaído ni por un instante. Poseo la misma pasión de siempre por el estudio y gozo igual de la compañía de otros”.
He tenido la inmensa suerte de vivir más allá de los 80 años, y esos 15 años más que los que vivió Hume han sido tan ricos en el trabajo como en el amor. En ese tiempo he publicado cinco libros y he terminado una autobiografía (bastante más larga que las breves páginas de Hume) que se publicará esta primavera; y tengo unos cuantos libros más casi terminados.
Hume continuaba: “Soy... un hombre de temperamento dócil, de genio controlado, de carácter abierto, sociable y alegre, capaz de sentir afecto pero poco dado al odio, y de gran moderación en todas mis pasiones”.

Sin embargo, hay una frase en el ensayo de Hume con la que estoy especialmente de acuerdo: “Es difícil”, escribió, “sentir más desapego por la vida del que siento ahora”.En este aspecto soy distinto de Hume. Si bien he tenido relaciones amorosas y amistades, y no tengo auténticos enemigos, no puedo decir (ni podría decirlo nadie que me conozca) que soy un hombre de temperamento dócil. Al contrario, soy una persona vehemente, de violentos entusiasmos y una absoluta falta de contención en todas mis pasiones.
En los últimos días he podido ver mi vida igual que si la observara desde una gran altura, como una especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada.
Por el contrario, me siento increíblemente vivo, y deseo y espero, en el tiempo que me queda, estrechar mis amistades, despedirme de las personas a las que quiero, escribir más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión y conocimiento.
Eso quiere decir que tendré que ser audaz, claro y directo, y tratar de arreglar mis cuentas con el mundo. Pero también dispondré de tiempo para divertirme (e incluso para hacer el tonto).

No es indiferencia sino distanciamiento; sigo estando muy preocupado por Oriente Próximo, el calentamiento global, las desigualdades crecientes, pero ya no son asunto mío; son cosa del futuro. Me alegro cuando conozco a jóvenes de talento, incluso al que me hizo la biopsia y diagnosticó mis metástasis. Tengo la sensación de que el futuro está en buenas manos.De pronto me siento centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. Debo dar prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el informativo de televisión todas las noches. Voy a dejar de prestar atención a la política y los debates sobre el calentamiento global.
Soy cada vez más consciente, desde hace unos 10 años, de las muertes que se producen entre mis contemporáneos. Mi generación está ya de salida, y cada fallecimiento lo he sentido como un desprendimiento, un desgarro de parte de mí mismo. Cuando hayamos desaparecido no habrá nadie como nosotros, pero, por supuesto, nunca hay nadie igual a otros. Cuando una persona muere, es imposible reemplazarla. Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano —el destino genético y neural— es ser un individuo único, trazar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte.
No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores.
Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.
Oliver Sacks, catedrático de Neurología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York, es autor de numerosos libros, entre ellosDespertares y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.
© Oliver Sacks, 2015.
Este artículo se publicó originalmente en The New York Times.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

lunes, febrero 16, 2015

Entrevista Julio Llamazares: Julio Llamazares: “La memoria histórica de un país es su literatura” | Babelia | EL PAÍS

Entrevista Julio Llamazares: Julio Llamazares: “La memoria histórica de un país es su literatura” | Babelia | EL PAÍS

Julio Llamazares: “La memoria histórica de un país es su literatura”

El autor relata en 'Distintas maneras de mirar el agua' el destierro olvidado de los vecinos de pueblos sumergidos en pantanos. “Son los judíos españoles del siglo XX”




Julio Llamazares, en su casa de Madrid después de la entrevista. / ALEJANDRO RUESGA



"Todavía existe”. La vida de Julio Llamazares está tan unida a lugares desaparecidos que cuando habla del pueblo en el que pasó casi toda su infancia —Olleros de Sabero— aclara sin darse cuenta de que todavía existe. Los que no existen, o no del todo, son Vegamián —el lugar en el que nació en 1955, hoy anegado por un pantano— y Ainielle, la aldea deshabitada del Pirineo aragonés en la que situó la acción de La lluviaamarilla,su segunda novela, que lo consagró en 1988.
Tras décadas siendo algo así como “el escritor del pueblo sumergido”, Llamazares publica Distintas formas de mirar el agua, el relato coral de una familia que vuelve al embalse del Porma —el que anegó Vegamián— para dispersar en sus aguas las cenizas del patriarca. En su casa de Madrid, el escritor cuenta que siempre ha escrito el mismo libro, que todo lo que ha hecho son variaciones sobre el primer verso del primer poema de su primer libro. Lo dice metafóricamente, pero, por si acaso, el libro es La lentitud de los bueyes. De 1979. El verso es este: “Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora”. Son las cinco, llueve. No es literatura.
PREGUNTA. Por fin su novela sobre los pueblos sumergidos. Casi a los 60 años. ¿Le ha costado?
RESPUESTA. La verdad es que he tenido la sensación de escribirla como al dictado. Tardo mucho entre novela y novela. Esta es la sexta en esos 60 años. Hubo dos detonantes: haciendo un reportaje sobre el pantano de Riaño fui a un pueblo de colonización de Palencia y me impresionó que la gente me dijera que cuando pasaron de la montaña a la llanura tuvieron que aprender a mirar porque se perdían sin puntos de referencia. Además, los habían alojado en una laguna desecada y cuando llovía volvía a aflorar el agua, así que tenían que dormir con la mano colgando de la cama por si acaso. Esas imágenes removieron en mí todo lo acumulado.

P. ¿Y el otro detonante?
R. Una conferencia que me invitaron a dar en un congreso sobre el agua. Me pidieron que hablara sobre mi relación con Juan Benet como ingeniero del pantano que cubrió Vegamián. Las dos cosas hicieron que brotara de golpe esta novela. Es como cuando llevas mucho tiempo escribiendo y un día le das a la impresora y sale todo seguido.
P. El libro lleva una cita de Benet, que le dijo que usted era escritor gracias a él.
R. Lo hacía por provocar, en su estilo, y yo lo tomé como un insulto.No tuve mucha relación con Benet, pero creo que era un gran tímido que combatía su timidez atacando. Hizo por conocerme. Para mí era un escritor muy importante y nuestra relación fue extraña: por un lado, mantenía su pose de ingeniero escritor arrogante; por otra, siempre me preguntaba por la gente de allí.
P. ¿Y tenía razón?
R. Polemizamos sobre el cierre de Riaño, en 1987, y usó esa frase. Con el tiempo he pensado que tenía razón. Esta novela trata de responder a la pregunta que siempre me hacen sobre cómo me ha influido nacer en un pueblo sumergido. Supongo que como a otro nacer en Madrid o en África, pero imagino que ese sentimiento de pérdida, destrucción y desarraigo que recorre mis libros viene de ahí. Vegamián es un símbolo, no un lugar. Es esa sombra que se adivina bajo el agua cuando pasas por allí en verano. Esa es mi patria, una sombra bajo el agua.
P. ¿Se acuerda de Vegamián?
R. Muy poco. Nací allí por azar. Mi padre era el maestro de la escuela y me fui con dos años. Cuando empezaron las obras nos mudamos a un pueblo minero cercano.
P. ¿Olleros?
R. Olleros de Sabero, que todavía existe, aunque muy decaído por el cierre de la minería. Me dicen: “Escribes de cosas muy tristes”, pero miro para atrás y todos los lugares por los que he pasado o están bajo el agua o son arqueología industrial o no queda nadie. No es que sea mejor ni peor, es lo que yo he vivido. De ahí me viene la sensación de ser un extranjero que vive en España.
P. ¿Cuándo tomó conciencia de que su pueblo estaba bajo el agua?
R. En 1983. Vivía ya en Madrid y un director de cine, José María Martín Sarmiento, quiso hacer una película —El filandón— con cuentos de autores leoneses. Yo escribí un guion para rodarlo en un pueblo cercano al pantano y al llegar para rodar lo primero que veo son las ruinas de Vegamián emergidas del agua. Estaban vaciando el embalse para revisar la presa. Fui a la casa en la que nací: estaba llena de truchas muertas atrapadas en el lodo. Escribí tres poemas pero fui incapaz de seguir. Me di cuenta de que la palabra es muy limitada, y yo, más.

R. Por lo que yo he oído contar, fue así. Salvo el dueño de la venta de Remellán, en la que Benet escribía por las noches, nadie me ha hablado bien de él. Pero este libro no es un ajuste de cuentas: yo tuve una relación cordial con Benet y como escritor lo admiro mucho. Era la época.P. Los personajes de su novela se quejan de que el ingeniero los menospreció. ¿Fue así?
P. ¿La época?
R. Entonces los ingenieros eran dioses, pero también los médicos y hasta los maestros de escuela. Los ingenieros eran dioses que podían cambiar la naturaleza y tu vida. Estabas en tu casa y te caía encima el aparato del Estado. Vegamián fue en la época de Franco, pero Riaño en la de Felipe González y no sé si recuerdas imágenes de la Guardia Civil entrando en el pueblo como los israelíes en Gaza. Y era el PSOE, que antes había criticado los pantanos. Pero esto es una novela. Mi postura ante los pantanos no es de cerrazón. Las cosas hay que hacerlas porque hace falta el agua pero sin tratar a la gente como animales.
P. Pese al drama, sus personajes reconocen que la vida les fue mejor.
R. Los dos temas de la novela son el punto de vista —para unos el paisaje es precioso; para otros, tenebroso— y el desarraigo. Los damnificados por los pantanos son los judíos españoles del siglo XX, el suyo es un destierro desconocido para la mayoría de la gente. Muchos saben que hay pantanos, pero no que hay pueblos debajo del agua.
P. ¿Mereció la pena? Los pantanos no siempre han servido para el regadío.
R. Es que muchos no fueron construidos para lo que le dijeron a la gente. El progreso es necesario pero hay muchas formas de enfocarlo, y en los países tercermundistas se hace a lo bruto. Es muy posible que hoy las comisiones de medio ambiente impidieran la construcción del de Riaño. Mucha gente no sabe que ese pantano fue la contraprestación que Iberdrola exigió al Gobierno de Felipe González a cambio de cerrar la central nuclear de Lemóniz cuando ETA mató al ingeniero Ryan y la cosa se puso muy grave.
P. ¿Por qué?
R. Riaño está en la cabecera del Esla, que es el río más caudaloso de la cuenca del Duero, es decir, el más caudaloso de España de los que no desembocan en el mar. No iban a regar el sur de la provincia de León, Valladolid y Palencia, que algo debe regar, el objetivo era garantizar el caudal para todas las presas que hay a lo largo del Duero, que son las que producen energía eléctrica. Se manipuló a la gente. Los más defraudados por Riaño eran los que más a favor habían estado: los presuntos regantes. Veinte años después no regaban.
P. Usted ha escrito que la actitud del PSOE entonces fue su desengaño político.
R. Es que coincidieron dos cosas en ese tiempo y, por cierto, en las dos estaba Benet, que fue uno de los que más apoyaron el  en el referéndum de la OTAN. Riaño me dio la oportunidad de decir lo que no había dicho cuando sepultaron Vegamián porque era un niño. Eso y la vida, que te va enseñando que es mentira dividir el mundo entre buenos (los míos) y malos (los otros).

Vuelta al pueblo fantasma

Julio Llamazares volvió a Vegamián en 1983. Habían vaciado el pantano y las ruinas del pueblo emergieron. Fruto de aquella visita fueron el guion cinematográfico 'Retrato de bañista', publicado por Del Oeste Ediciones, y tres poemas ahora recogidos en Versos y ortigas (Hiperión), su poesía reunida. En uno de ellos dice: “Como una ciencia antigua de vapor de plomo. Como un lobo de piedra que el río arrastra hacia el abismo. Aguas negras y acero, entre la niebla helada la muerte viene y va”.
P. ¿Pasa lo mismo entre la ciudad y el campo? Su novela habla también de la desaparición del mundo rural.
R. Para mí cualquier tiempo pasado fue peor. No hay que idealizar ni el mundo rural ni el urbano. Aparte de que ahora no hay distinción entre uno y otro. Los medios de comunicación lo han homogeneizado todo. Vas a un instituto a Plasencia y a otro a Madrid y no sabrías dónde estás si te cierran los ojos antes de llegar: visten igual y dicen las mismas cosas. Mi opinión al respecto es la suma de todas las voces de esta novela. Los escritores somos muy vanidosos y solemos poner nuestros rasgos al protagonista, pero es mentira, lo que refleja la verdadera personalidad del autor es la suma de los secundarios.
P. En la edición del 25º aniversario de La lluvia amarilla se sorprendía del éxito de la novela porque pensaba que el tema y el estilo eran anacrónicos. ¿Su estilo es anacrónico?
R. No es que lo crea, es que lo era para el gusto dominante. Luna de lobos salió en el año 1985, en plena movida, cuando hablar de la Guerra Civil era de mal gusto.
P. ¿Es verdad que mandó el original a una dirección equivocada?
R. ¡Y no tenía copia! Es que era un desastre. Tampoco es que ahora sea muy ordenado, pero… Entonces ser joven no era un plus como ahora, era un handicap. Con menos de 40 era difícil publicar novela. Seix Barral me gustaba y, aunque no conocía a nadie, actué con picardía porque entre las pocas cartas que había recibido comentando mis libros de poemas había una de Gimferrer. Miré la dirección en un ejemplar de Confieso que he vivido, las memorias de Neruda, y la mandé a la calle del Tambor del Bruc, todavía me acuerdo. La editorial estaba ya en otra calle y el cartero la llevó allí. Mi padrino literario fue el servicio de Correos.
P. Pese al gusto dominante, tuvo sus lectores. Y tres años después La lluvia amarilla fue un gran éxito.
R. Lo que he descubierto es que hay dos países. Uno es el que aparece en los medios y otro el real. Ese es el que se identificó con La lluviaamarilla, que no es que fuera anacrónica, es que estaba fuera de lugar en la España oficial de entonces. Tú leías los periódicos y las novelas tenían que hablar de ciudades y detectives. Todos éramos muy modernos, queríamos ser un bote de Colón y salir anunciados en la televisión.
P. Y venía usted con sus historias de pueblo.
R. Me cayó el sambenito de escritor rural. Incluso sobre El cielo de Madrid Rafael Conte dijo que era una novela rural aunque pasaba en Madrid. Joder, ya puedes situar una novela en Marte, que no te sacan de la casilla.
P. También dijeron que era el campeón de la literatura ecológica.
R. Yo soy lo más contrario a la visión romántica de la ecología, aunque tampoco estoy en el otro lado. Tenía razón Einstein: es más fácil desintegrar un átomo que una idea preconcebida. Los libros te emocionan o no te emocionan. Como me dijo una vez un lector, es como meter los dedos en un enchufe: hay libros que dan calambre y libros que no. Yo siempre me he sentido fuera de lugar, no lo digo con prepotencia, todo lo contrario. Lo que me ha ayudado es el eco que los libros han tenido en la vida real.
P.La lluvia amarilla fue un fenómeno. La gente bautizaba a sus hijas con el nombre del pueblo, Ainielle, viajaban a visitarlo
R. Toqué una fibra que estaba lejos de saber que tocaba. Es el monólogo de 200 páginas, o las que tenga, de un hombre que se muere. No parece lo más comercial. Algunos la tomaron por algo que no es: la Biblia de la desaparición de un mundo. A veces más que halagarme me sobrecoge saber que hay gente que va andando al lugar, que duerme allí, he recibido cartas de lectores a los que se les apareció el personaje… Si lo llego a saber la hubiera situado en un pueblo más cerca de la carretera para que no tuvieran que subir 12 kilómetros. La gente ve en los libros cosas que uno no ha puesto.
Julio Llamazares. / ALEJANDRO RUESGA
P. Lo que sí ha puesto son padres. Sus novelas están llenas. Incluso esta última: el muerto es el protagonista. ¿Lo había pensado?
R. Lo estoy pensando ahora que me lo dices. Es verdad. Padres callados, duros, bondadosos pero que no quieren parecerlo. Tal vez los libros, en lugar de los críticos, deberían analizarlos los psicoanalistas.
P. ¿Se llevaba bien con su padre?
R. Sí. Dentro de lo que uno se lleva bien con su padre. Yo es que creo que todas las relaciones son complicadas: con los padres, las madres, la pareja, los amigos…
P. ¿Leyó sus libros?
R. Murió en 1996. Sí, leyó varios. La imagen de mi padre, más que en mis libros la he visto reflejada en una de las novelas que más me han impresionado siempre, Muerte de un apicultor, de Lars Gustafsson.
P. ¿Su madre los leyó?
R. Alguna. Cuando acabó La lluvia amarilla me dijo: “Está bien, está bien, pero ¿por qué escribes cosas tan tristes?”. Como diciendo. “Si tampoco has llevado una vida tan…”.
P. ¿Y qué respondía usted?
R. Que no era mi vida sino la del personaje. Es que yo no sé por qué escribo. Para consolarme de la vida, supongo. La literatura es un consuelo. Leerla y escribirla. Lobo Antunes dice que la imaginación no es más que la memoria fermentada, y estoy muy de acuerdo. Escribo sobre mi memoria, la de mi familia y la colectiva. Por eso soy tan raro y por eso soy tan normal.
P. Para algunos de sus personajes la memoria es destructiva; para otros, fundamental. Uno de ellos, Alex, reivindica algo que se parece mucho a la memoria histórica. ¿Comparte su opinión?
R. Saber que España es después de Camboya el país con más muertos en las cunetas debería hacernos pensar. Memoria histórica es una redundancia. La memoria histórica de un país es su literatura, y su arte. Se ha reducido a la Guerra Civil, pero memoria histórica también son los pantanos, la expulsión de los judíos… Estar en contra de la memoria es como estar en contra de pensar o de soñar. Te pueden obligar a todo menos a no recordar, o a recordar. La vida se resume en una lucha entre memoria y olvido, y el trabajo de los escritores es recuperar todo lo que puedas del peso del olvido.

lunes, febrero 09, 2015

Web oficial de Adolfo García Ortega - Otra Galaxia - ‘Las leyes del castillo. Notas sobre el poder’

Web oficial de Adolfo García Ortega - Otra Galaxia - ‘Las leyes del castillo. Notas sobre el poder’

Triviales sombras del poder

Carles Casajuana


Durante mucho tiempo creí que el poder era un submundo oscuro y siniestro, trenzado de conspiraciones y de estrategias y sumido en una embriaguez posesiva que se autoalimentaba de más poder. Durante mucho tiempo creí que el poder era poderoso, malvado e inteligente. Y aunque sigo pensando que en algún sustrato profundo de las cavernas del poder (o de las cloacas) despunta esa inteligencia malévola que extiende sus tentáculos para mantener un estatus de inmovilidad conveniente en el engranaje social, la experiencia demuestra recalcitrantemente que los poderosos, entendidos estos como políticos, están en un nivel mediocre que oscila entre la fragilidad y la estupidez. Qué lejos están de la prudente recomendación de Maquiavelo, cuando aconseja que un líder “se las debe ingeniar para que toda acción suya le proporcione fama de hombre grandioso y de excelente ingenio”.
El poder es una superestructura que creemos inhumana, despersonalizada y omnímoda. Pero lejos de esa fantasía, alimentada por las dictaduras totalitarias y los servicios secretos en horas bajas, el poder es un espacio inaccesible donde se reflejan las debilidades y miserias del ser humano corriente y moliente, hasta el punto de proporcionar, en democracia, más dolor que placer a quienes lo ejercen. Y, en cualquier caso, genera una distancia creciente entre la satisfacción y la realidad, que lleva a los políticos al aislamiento y la exclusión. El mundo del poder es un mundo kafkiano, sombrío, banal, absurdo, vacío, ridículo y, en el mejor de los casos, decepcionantemente normal.
Carles Casajuana ha escrito ahora un libro titulado ‘Las leyes del castillo. Notas sobre el poder’ (Península). Es un ensayo lúcido sobre la práctica del poder político. Casajuana sabe de lo que habla, lo ha conocido desde dentro casi como un notario de la primera línea del poder. Es diplomático, ha sido embajador de España en varios países y ha tenido cometidos de responsabilidad en cuestiones de política internacional. Pero sobre todo es un magnífico escritor en lengua catalana, autor de una obra narrativa ya dilatada en varios novelas, la mayoría de las cuales posee un carácter irónico y parabólico, a veces humorístico, con una elegancia de corte británico. Quizá la culminación de su carrera literaria fue la obtención del premio Ramon Llull en 2009. El ensayo que ha escrito ahora rezuma amenidad, agudeza y un didactismo de guante blanco, sutil y desmitificador. Penetra, mediante su experiencia, en el castillo del poder y desmenuza el día a día de la vida política. No lo ha hecho como un divertimento –aunque es también un divertimento para conocer el patio de atrás del poder–, sino que ha escrito un ensayo profundo con la ligereza de un Montaigne, a quien homenajea, y el relativismo de un Pla, a quien Casajuana siempre lleva en su bolsillo literario.
Por lo general, los líderes políticos se rodean de quienes les terminan por adular o jalear sin oponerse a sus ideas, apartando de sí a cuantos asesores les censuran o advierten. El asesor, con el tiempo, se convierte en una máquina de asentimiento servil y en un maquillador de la realidad. La lección de Casajuana es la de hacernos entrar en el cuarto de máquinas de las decisiones de los poderosos y mostrarnos cómo se comportan los entornos del poder. Y allí, la clave está en quienes interpretan, ejecutan, valoran, programan o improvisan, con grandes dosis de incertidumbre, el oráculo del líder, casi siempre perdido en el abismo de la enormidad de su tarea y casi siempre necesitado del amparo de despertar de un mal sueño. Porque el poder, una vez obtenido, adquiere las connotaciones de una larga, desabrida y laberíntica pesadilla.
En ‘Las leyes del castillo’, Casajuana tiene presente a Maquiavelo. Su ensayo viene a ser algo así como el relato de lo que vive el Príncipe cuando Maquiavelo no está, o lo que sabe Maquiavelo y no cree oportuno decirle al Príncipe. En ambos casos, se trata de una exposición distendida –pues el libro de Casajuana está lejos de todo dramatismo– de la verdad con toda su crudeza y trivialidad. Casajuana desmitifica el poder, y lo hace para darle una dimensión de servicio, en el mejor de los casos, o de desgaste personal, rayano en lo incomprensible, en el peor. La política no es sublime ni sagrada; es un mero modo de ejercer, temporalmente, una fuerza que, enseguida, se torna malestar, desconcierto, improvisación y lejanía. Recuerdo ahora una cita de Proust que bien podría aplicarse al líder en el poder: “Inmóvil, escultural, inútil, como ese guerrero puramente decorativo que se ve en los cuadros más tumultuosos de Mantegna, pensativo, apoyado en su escudo, mientras junto a él otros se precipitan y se degüellan”.
Después de leer el ensayo de Casajuana, altamente recomendable, cabe preguntarse de dónde proceden los políticos, hoy en día. Y la única respuesta que se me ocurre es que proceden del poder mismo, del poder real banalizado. Se tiene la sensación de que siempre estuvieron en el poder. Incluso a veces son apellidos que se perpetúan por generaciones. Todos han creado su propio relato sobre su justificación. Hoy en día, en tiempos de gran exigencia política, dan la impresión de no responder más que a su supervivencia. Si como dice Casajuana, son gente demasiado normal, ahora están abocados a tener que demostrar una mínima capacidad moral e intelectual para gestionar lo público. ¿Y dónde queda la ideología, en todo esto? Compruebo que ya no existe: es una palabra vacía de contenido. Quizá queden brasas ideológicas detrás del poder, pero no delante de la realidad.

"La tierra y las palabras", prólogo de Ignacio Góm...

asamblea de palabras: "La tierra y las palabras", prólogo de Ignacio Góm...: En El hombre y la gente , concretamente, en el capítulo XI, que lleva el título de «El decir de la gente: La lengua. Hacia una nueva ling...







"La tierra y las palabras", prólogo de Ignacio Gómez de Liaño al libro de Carlos de Gredos "SÍLABA a SÍLABA. Diccionario poético"

En El hombre y la gente, concretamente, en el capítulo XI, que lleva el título de «El decir de la gente: La lengua. Hacia una nueva lingüística», Ortega hace algunas consideraciones que vienen muy al caso ahora que me dispongo a prologar el Diccionario poético de Carlos de Gredos (Amargord Ediciones, Madrid, 2015). «En el diccionario», dice el filósofo, «las palabras son posibles significaciones, pero no dicen nada. Son curiosos estos obesísimos libros que llamamos diccionarios, vocabularios, léxicos: en ellos están todas las palabras de una lengua y, sin embargo, el autor de ellos es el único hombre que cuando las escribe no las dice».
     La consecuencia que saca Ortega de esta reflexión es que las palabras sólo significan algo «cuando son dichas por alguien a alguien. Sólo así, funcionando como concreta acción, como acción viviente de un ser humano sobre un ser humano, tienen realidad verbal». En resumen, la «significación auténtica [de las palabras] es siempre ocasional», «su sentido preciso depende de la situación o circunstancia en que sean dichas».
     ¿Quiere esto decir que el Diccionario poético de Carlos de Gredos no dice ni puede decir nada? Si fuera un diccionario o léxico al uso, deberíamos admitir esa proposición, pero es que elDiccionario poético no es un diccionario al uso. A diferencia de esa clase de libros obesísimos, cuya naturaleza es convencional, genérica e impersonal, y por eso sólo pueden ofrecer sugerencias de significación, quedando reservado al buen sentido del lector su aplicación según los casos, el Diccionario poético, y eso es lo raro y singular del libro, es, en cierto modo, lo contrario de un diccionario: en vez de convencional es original, en vez de genérico es concreto, en vez de impersonal es personal. La significación que da a sus palabras el autor no deriva de una convención, sino del trato personalísimo que éste tiene con las palabras. Pero el Diccionario poético es también un diccionario, y lo es en razón de que el autor hace el registro de un buen elenco de vocablos y nos brinda la definición de esos vocablos, o sea, a grandes rasgos, la significación o significaciones de las palabras registradas.



Ahora bien, al registrar las palabras, y darnos su definición o significación, lo que el autor delDiccionario poético ofrece al lector es su aportación poética personal, la significación que la inspiración le depara a la vista ─o, mejor dicho, a la audición─ de cada palabra. ¿No demuestra Carlos de Gredos estar inspirado cuando define al INFIERNO como el infinito enfermo, a la HOSPEDERÍA como el lugar donde descansan los pies del hombre, al SEPULCRO como el lugar de la pulcritud o de la invitación a la limpieza, y al DICCIONARIO como el almacén de la buena dicción?
     De los ejemplos que acabo de poner, el lector puede hacerse una idea del Diccionario poético. En primer lugar puede ver que es un diccionario tan «completo» que incluso contiene la palabra DICCIONARIO, o sea, que se contiene a sí mismo… como palabra. Y, en segundo lugar, puede ver que Carlos de Gredos logra a menudo la inspiración mediante técnicas morfo-fonéticas o anagramáticas. O, lo que viene a ser lo mismo, se fija en el campo de juego morfo-fonético de las palabras al tiempo que adopta como plano de referencia el castellano, el latín y otras lenguas, como el griego y el inglés. Por ejemplo:
     ─ el castellano se destaca en la definición de VIDA como el viaje de ida; o en la de MENTIRAS como la mente deshecha en tiras;
     ─ el latín, en ALUMBRAR entendido como proyectar sombra, o en TUMULTO, como tú muchas veces;
     ─ el griego se ve en PROTOCOLO, definido como arte de colocar al primero;
     ─ y el inglés, en SONRISA: la salida del Sol (o sea, sun y rise.)
     ¿Qué es lo que pretende Carlos de Gredos con su peculiar diccionario? Yo creo que invitarnos a pensar en las palabras y, al hilo de esos pensamientos, a pensar en la vida que las palabras inspiran. De ahí que su libro pueda ser visto como una especie de manual de meditaciones quintaesenciadas en la forma de definiciones de palabras, según el momento y la sensibilidad lingüística se las han dado a entender al autor. De ese modo, éste nos viene a decir que ante las palabras lo que debemos hacer es sorprender sus secretos, sus significaciones ocultas. Verdad es que no hay cosa más secreta, más misteriosa, más inaprehensible, que lo que hace que en esos soplos de la voz que son los vocablos vengan a condensarse la inmensidad del mundo y la complejidad infinita de la vida.
     A menudo, mientras leía el Diccionario poético me he sentido capturado por su arte de la definición y por los hallazgos que el autor hace al ensalmo de las voces. De ahí que a cada definición la seguía, en mi mente, un a modo de comentario, de meditación mínima, de… inspiración. Permítaseme por eso dar una lista de palabras y definiciones del Diccionario poético, que me han resultado especialmente inspiradoras, y que, a renglón seguido, haga mi aportación personal (va entre paréntesis), que no es sino una glosa momentánea, sobrevenida de golpe, en la forma típica de la inspiración.
PUERTA: pared abierta. (En efecto, ¿qué otra cosa sino una pared abierta puede ser una puerta?).
SERVICIO: el vicio convertido en virtud. (Diría que es el vicio convertido en virtud, porque, en realidad, el SERVICIO es un vicio imaginario).
IMAGINAR: encontrar la magia de la imagen. (La magia de la imagen que transforma al que imagina en un mago, como bien sabía Giordano Bruno).
MEMORIA: ante la muerte del yo, la mente recobra el pasado. (El pasado del Yo hecho presente, ¿no es eso la MEMORIA?).
PARIR: comenzar a vivir a la par. (Incluso cuando la vida, según cada cual ve la suya propia, no tiene par en el mundo).
CONFIANZA: sin fianza. (Y, a la inversa, con fianza quiere decir que no hay demasiada CONFIANZA).
DESTINO: sin tino, sin ti no. (Mejor lo segundo que lo primero, aunque a menudo esos dos términos se confunden).
REÍR: volver a ir. (Repetición es hermana de Risa).
MUNDO: donde me hundo. (Y me limpio…).
ARBUSTO: el busto del árbol. (Sí, un árbol es un ARBUSTO de cuerpo entero).
PASEO: el paso que te limpia. (Una práctica sin duda muy saludable).
SIMIO: si soy yo. (Si mío es).
NOVEDAD: no tiene edad. (Por eso las NOVEDADES dan lugar a las edades).
SUPREMO: puede suprimir. (Es esa una prerrogativa ─la más terrible, pero no la única─ del SUPREMO).
EBRIO: brío etílico. (O sea, un brío imaginario).
BAZAR: va de azar. (Así es la vida cuando se hace de ella mercancía).
RAÍL: lira de dos cuerdas. (Su música es el viaje).
SERVIL: ser vil. (Definición exacta).
REDENTOR: para volver al Edén. (Esa es la función de que se dicen investidos los REDENTORES, tanto los auténticos como los impostores).
RAZÓN: buena sazón. (No se nace con la razón, sino con la posibilidad de formarla y de llevarla a sazón).
VERDAD: todo lo que se ve // todo lo que se da a ver. (En efecto, cuando uno da a ver algo puede decirse que dice la verdad).
SINCERIDAD: no lleva tapones en los oídos. (Ni tiene la lengua agarrotada).
OBSCENO: sinónimo de obscuro, de cieno. (De noche).
LECTOR: un recolector. (¿Recolector de ideas, de voces…?).
RAZÓN: roza nada más que una zona. (La punta del iceberg de lo real).
DOCTRINA: los documentos elaborados por tres personas. (Incluso cuando no tratan de la Trinidad).
CORAZÓN: copartícipe de la razón. (Eso es cuando el CORAZÓN tiene verdaderamente CORAZÓN).
CARA: nuestro altar. (Ara Pacis, así se me antojan las caras que me parecen más amables, más caras).
ARCHIVO: para chivarse. (Ese es el peligro de los ARCHIVOS).
AMAR: la mejor arma. (Un arma que mata para dar vida, o que da vida matando).
COSMOS: lo que somos. (El Yo no se entiende ni se puede entender sin el COSMOS).
EXTRAVIARSE: el que no sale de la vía no conoce la vida // un don del aventurero. (Algo así pensaba cuando a mi novela más larga y ambiciosa le puse el título de EXTRAVÍOS).
JUVENTUD: juega con el viento // emprende aventuras. (Viento y aventuras, ¿no viene a ser lo mismo?).
AMADOR: de Oro se recubre el que ama. (Así espera cautivar a la persona amada).
MEDITAR: nuestra meta. (Obviamente, es una meta sin fin a la vista).
ENTIDAD: la parte más importante de la identidad. (El Ser es la parte, y también el todo).
INSTINTO: el instante decisivo. (Eso cuando la voluntad anda remisa).
AURELIO: aura masculina // aura solar. (El nombre de las Cinco Vocales, el nombre áureo, de oro).
HONORARIOS: cuando el honor y el tiempo equivalen a dinero.
ENTORNO: nuestro trono. (Un trono ciertamente muy amplio, tan amplio como el mundo).
RUEGO: el yo circular. (A veces se transforma en un boomerang).
GUANTE: para aguantar mejor. (¿Es que el contacto con las cosas hace daño?).
ANDAR: el destino de Adán. (El destino del Hombre tras la Expulsión).
PRISIÓN: lugar donde se ejerce presión. (Y por lo mismo toda presión es una forma de PRISIÓN).
CEREBRO: mi orbe. (Hecho en una especie de cera biológica, neuronal).
RESUCITAR: volver a la cita. (Al nacer somos llamados a una cita que se encuentra más allá de esta vida).
PLANTEAR: favorecer el crecimiento de la planta. (Todo pensamiento es una forma de planta).
PRESTAR: sinónimo de restar. (Se resta, en efecto, pero lo que se desea es poder sumar).
     Singular poesía la del Diccionario poético de Carlos de Gredos. Una poesía que se sirve de las palabras a fin de hallar en ellas un resorte para cambiar la vida. Una poesía que me hace pensar en las intervenciones artísticas que ha hecho el propio Carlos de Gredos en un paraje montañoso de la provincia de Ávila, en el Centro de Arte y Naturaleza Cerro Gallinero de Hoyocasero. En elDiccionario poético la tierra elegida por el autor para plantar sus poemas es el universo de las palabras.
     En ambos casos lo poético es una forma de sublimación, ya de la tierra ya de las palabras. El arte ha consistido, en esencia, en colocarse delante de las palabras para ver de otra manera las cosas que las palabras designan. Ese «de otra manera», que de forma inspirada ha captado Carlos de Gredos, ya en la tierra ya en las palabras, es, cuando bien se considera, el sustrato último de lo poético.

jueves, febrero 05, 2015

Retratos de mujer desnuda: Pierre Bonnard y el éxtasis | FronteraD

Retratos de mujer desnuda: Pierre Bonnard y el éxtasis | FronteraD



Retratos de mujer desnuda: Pierre Bonnard y el éxtasis

José María Herrera - 05-02-2015


Pierre Bonnard murió en enero de 1947. Los últimos años los pasó solo en una modesta casa de la Costa Azul con bellas vistas hoy destruidas por la especulación inmobiliaria y el turismo de masas. Marthe, su mujer y modelo, había fallecido en 1942. También lo habían hecho gran parte de sus amigos. Su único contacto con el pasado era Matisse, quien lo consideraba “uno de los mayores pintores del futuro”. Ambos tenían muchas cosas en común, pero mientras que Matisse gozaba de fama, Bonnard había caído en el olvido. La evolución estética de Occidente no presagiaba tampoco un reconocimiento póstumo. Su fidelidad a la vida y los objetos de la experiencia sensible chocaba con una poética que responsabilizaba a la noción de belleza de haber convertido el arte en instrumento de idealización al servicio del poder. Adorno, el Ruskin contemporáneo, sentenció que después de Auschwitz no tenía sentido la poesía y Bonnard sólo sabía hacer poesía. Jamás había pintado para desfilar con la historia en la buena dirección, ni para satisfacer los dictados de los filósofos y, mucho menos, para enmendar la plana a la naturaleza. “Busco únicamente hacer algo personal”, solía decir. Otros artistas, hechizados por el mito de la revolución o la fantasía de la guerra como apocatástasis renovadora, tomaron en serio la tesis de que el pintor es un testigo privilegiado de la historia y que su misión no es enriquecer el pasado, sino destruirlo a fin de hacer posible un nuevo origen. El matonismo de los manifiestos, el fracaso del proyecto nabí al que estuvo adscrito en su juventud, la deriva demencial de la sociedad europea, llevaron a Bonnard a distanciarse del mundo y confinarse en una mujer. En el siglo más cruento de la historia ella fue su torre de marfil, su isla desierta, su campo de concentración.

Quizá parezca mal la última frase. Una cosa es que la poesía no sea posible después de Auschwitz y otra ironizar con el Holocausto. Por fortuna, no todo en los campos fue horror y exterminio. El hecho de que los verdugos perdieran el sentido de lo humano no significa que también las víctimas lo hicieran. Benigni, en La vita é bella, un filme inspirado en la novela de un prisionero de Bergen-Belsen, Rubino Dalmoni, tuvo el acierto de recordarlo. La pretensión de destruir el alma de los hombres tropezó con fuertes resistencias. “Aquí entras por la puerta y sales por la chimenea”, le dijeron sus compañeros a Joseph Bau, el Walt Disney israelí, cuando llegó en 1941 al campo de Plászow. Bromas de esta clase abundan en la historia de Occidente. San Lorenzo, a quienes los romanos achicharraron en una parrilla, exclamó durante el suplicio: “dadme la vuelta que por este lado ya estoy hecho”. Y no se trata exclusivamente de humor, también de amor y otras pasiones. Bau, testigo en Plászow de cómo un oficial de las SS mataba a sangre fría a su padre, descubrió allí a la mujer de su vida, Rebeca Tannenbaum, con la que se casó a escondidas y con la que luego, al concluir la guerra, tendría sus hijas. Su peripecia, recreada en La lista de Schindler, prueba que el hombre lo es en cualquier situación y que hay que ser una bomba fétida moral para tomar la barbarie como pretexto para erradicar del mundo la belleza y la alegría.

La pintura de Bonnard encarna ambas cosas. Sus cuadros son una fiesta. Salvo al final, en una serie de autorretratos en los que se ve como su propio enemigo (¿y qué es la vejez sino convertirse uno en carga para sí mismo?), nunca dejó de celebrar el milagro de la existencia. La comparación con Proust, con quien compartía la convicción platónica de que el sentido de las cosas surge al evocarlas en la memoria, resulta inevitable. “La pintura ha solido representar lo que vemos delante de nosotros, no la totalidad de lo que vemos, pero es en la totalidad donde radica su auténtico significado”. Si hasta las obras más revolucionarias de su tiempo, cubistas o abstractas, aceptaban tácitamente la perspectiva clásica con su jerarquía subjetiva derivada de la primacía de la visión frontal, representar la sensación de globalidad que surge al recapitular sobre las cosas, sin deformarlas o esquematizarlas de manera arbitraria, es una operación más exigente. Se trata de no interferir en la representación de la realidad. Dina Vierny, ocasional modelo suya, recuerda que lo primero que le pidió es que se situara ante él como si no hubiera nadie más en la habitación. El esfuerzo por borrar las huellas es la causa de que en sus cuadros acaezca una suerte de vaciamiento del centro y de distribución anormal del color (más intenso en la periferia) que da lugar a un hormigueo rutilante, esa vibración aérea que sume a las cosas que pinta en una lánguida morbidez.  

Los teóricos de la vanguardia afirman que los artistas del pasado –pintores, músicos o literatos– eludieron la realidad sublimándola con la poesía. Tras la Gran Guerra, cuyos horrores anticiparon algunos de esos artistas, el antiguo arte se volvió sospechoso. Los campos fueron la puntilla. “¿Se puede seguir pintando imágenes bellas –dice Philip Guston– cuando el mundo se cae en pedazos?”. Aunque resulta discutible que las “imágenes bellas”, identificadas con el mundo visible, constituyan una sublimación mayor que la abstracción o la dodecafonía, en el último siglo pocos han dudado de ello. En este contexto apocalíptico es fácil comprender que un artista obediente con la naturaleza y aficionado a pintar lo que encontraba a su alrededor, un artista cuya mayor virtud no es haber precedido a nadie, sino haber sido siempre él mismo (tanto que se dice que ya viejo entró en un museo donde se exhibía un cuadro suyo y lo retocó hasta que lo detuvieron), sea visto con desdén. Los enseres de la casa, el jardín soleado, la luz que viene de lejos para reposar en las macetas, son temas demasiado triviales para una época grandilocuente como la nuestra.  

El único elemento de variación en el insulso mundo de Bonnard fue su esposa Marthe, a la que retrató un centenar de veces, a menudo sin ropa. Semejante obsesión no es insólita entre los artistas –caso célebre es el de Ferdinand Hodler, que documentó la desintegración física de su amante, Valentine Godé-Darel–, aunque rara vez dura tanto. ¿Son los retratos de Bonnard reflejo de una pasión erótica morbosa o la reiteración de un motivo pictórico como la montaña Sainte Victoire de Cézanne? La existencia de una colección de fotografías de Marthe desnuda en posturas que reaparecerán en las pinturas (Thomas Eakins precedió a Bonnard en esta práctica), confirmaría lo segundo. Que la pintara ininterrumpidamente sin apenas alterar su aspecto desde que la vio bajar de un tranvía en 1894 hasta que murió en 1942 ratificaría lo primero. Hay que estar muy enamorado, ser una suerte de Pigmalión invertido, para convertir a la persona en imagen artística. Con todo, esos retratos revelan tanto de ella como de él. Si ella pasa de la desinhibición del principio (La indolente, La siesta) a una madurez ensimismada (Mujer frente al espejo) que concluye en neurastenia (El baño, Desnudo en el baño con perrito), él va de la atracción física a una observación retraída que desemboca en ternura no exenta de cierto resentimiento. La evolución tuvo que ver sin duda con el carácter de Marthe, su “musa y carcelera”, como dice Timothy Hyman. Una persona huraña y posesiva que alejó al pintor de su familia y amigos confinándole en una soledad asfixiante, hipocondríaca, llena de reproches y malentendidos.

La indolente, 1899

La siesta, 1900

              
Mujer frente al espejo, 1908

El baño, 1925

Desnudo con perrito, 1946


En ese proceso, la figura cada vez menos precisa de Marthe va desplazándose hacia los márgenes o cayendo como por un sumidero hacia el fondo del cuadro. ¿Se trata sólo de una cuestión estilística o responde la decisión a alguna motivación psicológica? Desde luego no hay que apresurarse a ensayar una interpretación porque esa periferia donde acaba asentándose Marthe es esencial en la estética de Bonnard para reconstruir la totalidad que constituye el fin último de su búsqueda. Un indicio aparece en el retrato que hizo en 1921 a Renée Monchaty, bella modelo con la que, al parecer, mantuvo una tórrida relación. Años después de su muerte y la de Marthe, su amiga y rival, Bonnard retocó el cuadro introduciendo en el ángulo inferior derecho a su mujer, y esta curiosa elaboración de la pérdida, congruente con el alma de un artista que dio tanta importancia a la memoria, demuestra que su pintura es bastante más que una recreación hedonista del mundo. ¿Tenemos derecho a banalizarla porque en ella abunden fruteros y parterres?


Renée Monchaty, 1923


Hay dos teorías sobre el origen de la pintura. Una dice que nació en las cavernas con el propósito de apresar mágicamente la caza; otra la atribuye a la hija de un alfarero que trazó en la pared la silueta de su amante aprovechando la sombra proyectada por un candil. En uno y otro caso se trata de retener algo: el animal que huye o el amante que emprende viaje. El afán de inmovilizar lo fugitivo es inherente a la pintura. Incluso para captar el movimiento hay que detenerlo. El caso Bonnard resulta curioso porque, pese a la epicúrea sensualidad de su arte, lo que intenta fijar con él no es algo perceptible por los sentidos. No son las cosas o los paisajes, sino una atmósfera, una sensación general de plenitud, esos momentos de gracia en los que todo parece lleno de sentido. Si el arte contemporáneo privilegia como experiencia suprema la del dolor acompañado por una insoportable lucidez, a él lo que le interesó era principalmente reflejar esas horas en las que la vida resplandece serena y alegre. Con ello puso de manifiesto su raíz clásica, mediterránea. Horas non numero nisi serenas. Sólo cuento las horas serenas, reza la inscripción del reloj de sol de una antigua villa veneciana.  

Tras las pérgolas y los emparrados, las terrazas con hermosas vistas y las estancias bien ventiladas, hay algo más que sofisticados juegos de luz: un estilo de vida y una manera de ver muy diferente de los sueños industriales que devastaron la Europa del siglo pasado. Balthus, en sus Memorias, habla de “pintar para librarse del desastre del mundo”. ¿No es sospechoso que hayan sido los artistas comprometidos en el proyecto de sacar de quicio la historia quienes defiendan con más ahínco la idea de que un arte que encubra la brutalidad de los tiempos es un arte carente de significado? Bonnard no quiso saber nada de la locura que sumió a Occidente en el horror, prefirió concentrarse en la cotidianidad de una vida sencilla. Ahí es donde debe mirarse para aprender de él. Lamentablemente, la curiosidad del hombre ya sólo se despierta ante lo espectacular, lo escabroso, lo extraordinario. Bucear en lo cotidiano se reduce a hurgar en los bajos fondos. Del pintor interesan particularmente las turbulencias eróticas: el supuesto bisexualismo de Marthe (una conjetura basada en las escenas lésbicas con que Bonnard ilustró Parallélement, de Verlaine, y en obras como El espejo del tocador), sus aprietos para satisfacerla (El hombre y la mujer) o el mènage á trois con Renée Monchaty, insinuado en La chimenea (cuadro premonitorio, en el que esposa y amante coinciden sobre la chimenea, símbolo del ardor sexual, en posturas que auguran la tragedia que sucederá ocho años más tarde). Estas especulaciones, frecuentes entre expertos, no aclaran sin embargo nada. Son más reveladoras como reflejo nuestro que por lo que llegan a descubrir. Y es que en esta época de misterios, no es extraño que surjan Holmes que, huyendo de una cotidianidad narcótica, quieran saber por qué Renée se suicidó en el baño de su casa un mes después de que sus amigos se casaran (Marthe le había prohibido volver a visitarlos) o por qué Bonnard, a partir de ese día, retrató a su esposa sumergida una y otra vez en la bañera en una pose que recuerda sospechosamente a la desgraciada Ophelia de John Everett Millais.


El espejo del tocador, 1908

El hombre y la mujer, 1900

 
La chimenea, 1916




José María Herrera es doctor en filosofía y profesor. Ha publicado gran cantidad de artículos periodísticos y académicos así como seis libros: María Zambrano, Dardos Fallidos, Doce cuentos de Ronda y un epílogo heroico, El libro del Génesis, Venecia Galante y El funeral del Emperador. En los últimos años se ha dedicado fundamentalmente al estudio de la cultura veneciana. Fruto de esa investigación son Los archivos de Alvise Contarini, publicada en FronteraD como novela por entregas.

Este texto pertenece a una serie sobre el mundo del arte en la que hasta ahora han aparecido:









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