lunes, diciembre 01, 2014

CHAMBER MUSIC - Pedro Ferrández - Diario de Ferrol

CHAMBER MUSIC - Pedro Ferrández - Diario de Ferrol

CHAMBER MUSIC

Pedro Ferrández
Pedro Ferrández el viento que mece la hierba
Redacción Ferrol | A
Chamber Music, aparte de ser un poemario de James Joyce, es un disco del año 1995 de Martyn Bates, componente de Eyeless in Gazza, dúo formado en los años ochenta con Peter Becker. La huella de Bates llega hasta nuestros días tanto con sus interpretaciones en solitario como en las colaboraciones con Anne Clark “Justafter Sunset”.
El disco que nos ocupa es de una belleza poco corriente, aunque ya tiene una base lírica en Joyce y en sus poemas  tanto en Música de Cámara como en Poemas Manzanas. Bates da un repaso a la lírica joyciana en dos discos que complementan perfectamente su poesía ya hecha para cantar.
Parece estar cantando en una taberna irlandesa, en un acantilado mirando el mar o en las romerías a las orillas del ríoLiffey. Chamber Music I empieza con el poema maravilloso Strings in theearth and air… “Cuerdas en la tierra y en el aire dulce música hacen…”.
Apenas un sonido de cuerdas como si fuera aire que llega a nuestros oídos se desarrolla The twilight turns from amethyst, “El crepúsculo de amatista se torna…”. La monotonía de la voz y la música hacen resaltar las palabras sin molestarla, las notas son un pequeño viento que nos acuna.
A veces la música se queda muda pareciéndose toda la interpretación como un canto gregoriano en medio de la naturaleza. En general, la música es un murmullo, un arrullo “Seguid tañendo, liras invisibles al Amor…”. Todo el disco es una adoración al silencio de donde todo parte “música suave y melodiosa arriba en el aire. Y abajo en la tierra”. Estos poemas, tan delicados sobre la volubilidad del amor que algunos han dicho que en su “interior todo es música” (J.A. Álvarez Amorós), son cantados por Bates como si fuera un juglar, un trovador medieval “Brisas de mayo, que danzáis sobre el mar”, como una Cántiga de Amigo. Teclados ambientales o elementos acústicos aquí y allí, incluso alguna armónica, adornan, como si de una brisa se tratase, todas las canciones, como si un viento suave fuera el hilo conductor entre amantes.
Joyce-Bates, Irlanda-Galicia, una vez más, unidos por un ligero sonido del mar. “Y los doctos coros de tierras encantadas comienzan (¡incontables!) a escucharse”.

viernes, noviembre 28, 2014

Ahmed Morsi: de Alejandría a Nueva York

Ahmed Morsi: de Alejandría a Nueva York | FronteraD





Ahmed Morsi: de Alejandría a Nueva York

Mike Fernández
No testimonio. Poeta residente, y no inmigrante, en Nueva York
Ahmed Morsi

Por lo que recuerdo, el poeta Abd al-Wahhab al-Bayati, el primero que dejó por escrito “su experiencia poética” en un libro, fue el exordio de una ola de ensayos tras la que siguieron una constelación de poetas que estaban y están en la flor de la vida. La experiencias de estos poetas continuaron durante su madurez no solo en virtud de su práctica limitada, sino también en virtud de su limitación del conocimiento poético a escala mundial, sobre todo en lo que concierne al desarrollo de la poesía para mantener el ritmo del siglo XX que es, según creo, en gran medida un proceso de apartarse del contrafuerte poético y expresivo del siglo XX y de la expresión del siglo XX de la lengua de los poetas beduinos.

De ahí que yo envidiase a estos poetas, amigos, por su confianza en sí mismos y, también, por su atrevimiento y su pasión por desempeñar el papel de maestro poeta y reivindicar la madurez.

Lo más catastrófico de esto es que estos poetas, amigos, por su orgullo y vanidad se engañaban a sí mismos. No se conformaron con escribir sus experiencias poéticas, sino que dieron un paso más allá, algo que ni siquiera se les pasó por la cabeza a poetas orgullosos y narcisistas como al-Mutanabbi, a un gigante como Shakespeare, a un maldito poeta visionario como Edgar Allan Poe u otros como Rimbaud. Y es que nos sorprendieron –todavía en la flor de la vida–, con ediciones de obras completas, que los años demostraron que estaban “incompletas”, ya que dichas obras completas normalmente no se imprimen hasta después de la muerte del poeta, al alcanzar este o el escritor una edad muy avanzada, o al llegar a una cierta poética, entre otros muchos ejemplos.

Por ello, creo que estaba en lo cierto en ser sarcástico con respecto a estos dos fenómenos, sobre todo porque mi postura ante la experiencia poética era absolutamente la antítesis de ello. Esta experiencia, en mi opinión, era un ritual secreto que representa el medio y el fin al mismo tiempo. Por lo tanto, no sentí el deseo de publicar mis poemas; me bastaba con compartirlos con mi círculo de amigos íntimos –entre ellos mi amigo de toda la vida, Edward al-Jarrat–, entre los que repartí una edición limitada de mis poemas, escritas a máquina en la oficina de patentes Muyri Aufrind, donde trabajaba como traductor desde 1949 en Alejandría.

No es de extrañar, pues, que me sintiera impotente cuando mi amigo Edward al-Jarrat me pidió que escribiera un “testimonio” para este reportaje especial. ¿Cómo podría tratar de descifrar la poesía–la personalidad a fin de destapar los misterios del proceso que he vivido desde que tenía 12 años y que sigo viviendo a mis casi setenta años, cuando incluso ahora titubeo al firmar un cuadro que acabo de finalizar? Imagina qué supone para mí, por no hablar de esta experiencia secreta a la que temo y por la que me preocupo, y que trato como una ofrenda y no como un socio, como otros imaginan.

Tal vez pudiera seguir el paso de los caminos del laberinto que me ha llevado a la trampa de la “poesía”, si bien me es totalmente imposible describir con palabras la esencia de la seducción que me incita a someterme y caer, de forma inconsciente o involuntaria, en las redes de esta trampa. Tal vez, el principio en sí era ambiguo. ¿Empezó en verdad a la edad de 12 años o muchísimo antes?

Y justo ahora, mientras escribo este no testimonio en Nueva York, me hace creer que empezó con mi nacimiento a manos de una comadrona en Kafr Ashari, en el histórico barrio Stanley de Alejandría; o en aquel momento en que se me quitó la membrana que cubría mi rostro, con la que hizo mi madre un hiyab* que procuró que llevara encima hasta alcanzar la adolescencia.

O tal vez todo empezó tras mudarnos de Al-Qabary Al-Anfushi, cuando abrí los ojos la mañana de nuestro primer día en el puerto oriental, la ventana de los pescadores, amueblado con un muro de contención; o en el estudio de dibujo de la escuela de educación primaria Ras Al Tin, que daba al muelle de Gomrok y el Palacio Ras Al Tin; o… o….

En cierto modo, no puedo precisar si había dentro de mí un determinado gen responsable de la secreción poética. Sin embargo, sí puedo dar fe que desde mi más tierna infancia vivía más en mi mundo interior que en el exterior, lo que me llevó a buscar compañía en la que pudiera encontrar a alguien que iluminara la oscuridad de este mundo interior. Esta búsqueda me llevó a la lectura; mi primera experiencia como lector no fue diferente del resto de mi generación: conocer los secretos de la lengua, a modo de ejemplo, en los libros tradicionales, con el Noble Corán a la cabeza, en la poesía clásica –desde las muallaqat [de la poesía preislámica] hasta la poesía neoclásica, con Ahmad Shawqi como abanderado–, hasta llegar a los poetas del grupo literario Apolo, a los que siguieron los llamados Críticos Árabes, pasando por los poetas románticos y los poetas del Exilio.

Considero que este proyecto de lectura no eran sino paradas en el camino del descubrimiento del yo a través del proceso de identificación de los puntos de discrepancia y acuerdo con los demás. En mi caso –particular–, este proyecto confirmó, precisamente, la discrepancia. No obstante, este camino tradicional, por tanto, conduce a la parada del final o, más bien, a la parada del comienzo; o al paso a la plataforma de lanzamiento hacia lo desconocido.

Nadie me enseñó esta verdad a la que llegué saliendo de la convivencia con las experiencias de los otros, sediento, inquieto y curioso por conocer mi verdadero yo. Aquellos poetas, pues, eran solamente compañeros de viaje. Para ser más precisos, podría decir que fueron algo pasajero. Tal vez traté de mantener algunos de ellos –que eran muchos– en momentos reveladores que, sin duda, influyeron en mi orientación, si bien no dejaron huella en absoluto en mi formación.

A esto contribuyó la soledad –ya fuera una bendición o una maldición–, mi naturaleza introvertida, un sentimiento innato de pertenencia o vinculación o mi incapacidad de adaptación, pero no sólo con el mundo de los otros sino también mi propio mundo. Estuve seguro de este sentimiento del yo durante la adolescencia que, con los años, empezó a vestir máscaras sociales camaleónicas, que sólo la poesía podía quitarle, sólo un determinado tipo de poesía que podría aproximarse al conjuro mágico.

Se sucedieron ininterrumpidamente, pues, estas paradas sin que ninguna me llevara a laIsla del Tesoro: era necesario surcar los mares y, quizás, llegar hasta el centro del espacio para alcanzar otro mundo que hablase la lengua de la modernidad.

Este curioso mundo no estaba tan lejos, pero tampoco estaba a tiro de piedra; la Alejandría de los años cuarenta era un crisol en miniatura de ese mundo. Había librerías francesas, incluida Hachette; librerías británicas autorizadas; hasta librerías egipcias que vendían lo último de publicaciones de libros y revistas de Londres. Naturalmente, el idioma era la barrera que se interponía entre uno y este mágico mundo; pero la voluntad de superar este obstáculo era más poderosa. El inicio fue el resultado de una casualidad: dar con ediciones especiales de antologías poéticas, libros de literatura y, tal vez, algunas revistas que el ejército inglés imprimía en Alejandría para distribuirlos entre sus soldados durante los años de la liberación [Segunda Guerra Mundial]. Por supuesto, estas publicaciones se vendían a precios muy bajos. No era preciso rascarse los bolsillos para adquirir un diccionario. ¡A qué precios estaban los diccionarios!

Inmediatamente después de la guerra, Alejandría experimentó una actividad artística y cultural de la que las capitales europeas, extenuadas y devoradas por la guerra, fueron privadas. No hay nada raro en esto, porque los ricos de la ciudad –franceses, italianos  y griegos– escaparon de la guerra más recuperados. Entonces, no hubo problema en trasladar las compañías de teatro –la Comédie Française–, las compañías de ballet –Marquis de Cuevas–, los grupos de ópera italiana con sus tenores más célebres –Beniamino Gigli y Tito Gobbi–, las últimas películas francesas, documentales italianos y exposiciones de la escuela de París –Picasso, Braque, Modigliani, entre otros– a este mercado cultural en auge. ¡Y qué rápido se unió el diccionario francés al diccionario inglés!

Mientras me dedicaba a la reproducción de un manuscrito de al-Jalil Bin Ahmad al-Farahidi sobre Arud [la ciencia de la poesía árabe] en la biblioteca del ayuntamiento, adopté a partir de sus versos el armazón de una estructura poética clásica y comencé a traducir poemas de Shakespeare e intenté traducir a duras penas y sin paciencia a Valéry, Verlaine, Claudel, Laforgue, entre otros. Incluso, de hecho, tuve el valor de escribir poemas en francés.

Afortunadamente, estos poemas se perdieron, tal vez deliberadamente por miedo a que llegara un día en que se necesitase un diccionario para leerlos. De hecho, ese día llegó de forma gradual desde mediados de los años cincuenta cuando se dejó de usar la lengua francesa, salvo para la lectura de periódicos y revistas de arte.

Naturalmente, el objeto de estas traducciones no era su publicación. Incluso ahora cuando he empezado a publicar lo que traduzco o, al menos, lo que me gustaría publicar porque todavía tiendo a traducir la poesía que me gusta para mí, me gusta comparar el proceso de traducción con los ensayos que realiza el virtuoso pianista o violinista para tocar determinadas obras de Liszt, Chopin, Mozart, a fin de mantener, por un lado, su hábito como músico y, por otro, para pulir su sensibilidad musical.

A principios de 1948 empecé a despojarme del refugio poético heredado para comenzar a vagar en el paraíso y las prisiones de los demás tras mandar mi primera composición, Canciones de templos, a la imprenta.

Puse los pies en la primera de las paradas del infierno –mi infierno poético– a principios de 1949, antes y después de la experiencia real de la muerte que me tuvo casi un año postrado en una cama sin poder poner los pies en el suelo. Este infierno no era físico, ya que ardía en mi interior un sentimiento de alienación que, al menos, a mí me era incomprensible a mis 19 años.

Pero ese año espantoso fue la culminación para experimentar la muerte poética, con cosechas como Murió bajo la luz de la luna o Viaje a los parajes del amor infernal.

Al año siguiente, a la edad de veinte años, separé poemas como Nunca muero con los pájaros, Funeral y Alma y danzapoemas que supusieron una ruptura irrevocable con el rebaño de poetas árabes, actuales y futuros.

De todos modos, despojarme de esta poética heredada no fue el resultado de crear un proyecto poético, ese término que provoca el sarcasmo desde la naturaleza de su ingenuidad, como aquellas violentas disputas que surgen de cuando en cuando sobre lo que denominan la crítica, una exploración de la poesía árabe moderna, que denominan verso libre. Lo que de verdad provoca la burla es que estas disputas se centran en un modelo prestado, plagiado o, incluso, antiguo. Y eso es en verdad lo doloroso, porque sus propietarios originales no lo consideran una renovación, por no hablar de la patética cuestión de las fechas.

En cuanto al “proyecto poético”, me niego a creer en él puesto que la poesía no es una ciencia, sino un arte como la música, la escultura o la pintura. Como arte, su perfección precisa, como cualquier otra disciplina artística, del conocimiento de sus orígenes y sus herramientas, incluyendo, naturalmente, el conocimiento de la poesía, que incluyen las experiencias de poetas creativos de cualquier nacionalidad. Sin embargo, el camino hacia este conocimiento no se encamina necesariamente hacia el estudio metodológico sino que, en mi caso, es un camino curvado que no sigue un paso firme, ya que básicamente está sujeto a mi gusto poético y mi propia sensibilidad. No me atraen esos nombres espléndidos en la medida en que no me llama la atención la obra en sí.  

Y si cualquier poeta en la etapa decisiva de su desarrollo como artista tuviera que deberse a otro poeta –como modelo–, no dudaría en reconocer la influencia de la obra de Pablo Picasso de cierta etapa –mediados y finales de los años treinta, década en la que pintó una serie de mujeres llorando y los retratos de la trágica Dora Maar hasta alcanzar su maestría con la obra Guernica– y sus últimas obras durante la Francia ocupada por los nazis.

Es posible que a algunos les sorprenda esta deuda. ¿Qué relación guardan, entonces, estas obras de Picasso con la poesía?

En verdad, Picasso no cambió la forma en que yo concebía el mundo y la vida, como dice la crítica. Sin embargo, me alentó a sumergirme y bucear en mi oscuro interior sin miedo, vergüenza o sentido de la culpabilidad ninguno. Asimismo, me convenció de que la belleza está en los ojos de quien mira.

Yo no intenté, por ejemplo, componer un poema cubista como fue el caso de Gertrude Stein. Sin embargo, puedo afirmar que esta influencia intercalaba el proceso de desmontar la imagen para expresarla en una composición con escenas visuales y múltiples voces que unifiqué en una sola temática. Por tanto, no niego las posibilidades de la influencia de otros poetas. Sin embargo, no le doy a estas posibilidades una gran importancia por una cuestión: y es que, en verdad, soy un poeta sin memoria poética.

Prueba de ello, si es que fuera necesario demostrarlo, es que cuento con una peculiaridad que me permite memorizar un poema largo o cualquier otro texto literario muy deprisa y que puedo olvidar por completo con la misma rapidez. Cuando nos pedían en el instituto memorizar ciertos poemas de los poetas que estudiábamos, Al-Mutabanni, Buhturi, Abu Tamam, entre otros, aprovechaba la distancia que recorría a diario desde mi casa en Muharram Bik al instituto Yamayeh Al Urdua Al Wazqi, ubicado en la zona Al-Shalalat, para memorizar cualquier texto poético que pudieran pedirnos que recitásemos en clase de Literatura Árabe, asignatura que daba el antiguo poeta alejandrino Al-Fadel Ismail. Mi memoria no poética me socorría.

A pesar de que los poetas árabes, en particular, rivalicen en méritos, así como se comporten de forma hipócrita, tanto como su memoria retiene y percibe la poesía árabe, por no hablar de su forma de aprovechar cualquier oportunidad que les permita recitar y cantar sus poemas, agradezco al Señor la bendición de la “memoria no poética”, que no hace distinción entre la poesía de los otros, entre ellos los ases de la poesía árabe, y mi poesía.

Gracias a esta bendición por sí sola considero que he resistido y aún me resisto, menos de lo que quisiera, a profanar la santidad del espacio poético, si bien esta inmunidad –el pretexto– era, al parecer, un arma de doble filo. Mientras vallaba mi paraíso imaginario y mi infierno real con un robusto cerco me aislé por completo de la predominante corriente poética, sobre todo a partir de mediados de los años cincuenta, tras mi viaje a Iraq, donde residí dos años, hasta mediados de 1957. Fue entonces cuando por primera vez me familiaricé con el movimiento cultural de cerca. Allí forjé mi amistad con el poeta Abd Al-Wahhab Al-Bayati, el novelista Fuad al-Tikerly y el narrador Abd al-Malek Nury, entre otros, además de los artistas iraquíes más importantes de aquella esplendorosa época, entre los que destacan Yawad Salim, Nizar Salim, Ismail Al-Sheijly, Ardash y Shaker Hassan Said, entre otros.

En esta visita reforcé sobre todo mi relación con los poetas iraquíes; había una brecha que comenzaba a dilatarse, pero nadie la notaba salvo yo. Estos poetas eran aquellos que estaban ocupados trabajando en el sueño nacional, que comenzó a atraer como un imán la imaginación y la mente de la calle árabe, mientras que mi única distracción era el sueño poético, que yo vivía en secreto. Sin embargo, esta brecha no afectó a nuestra íntima amistad gracias a la experiencia que me había dado la vida en el trato a diario tras una máscara.

En esta etapa en particular, mi sentimiento de alienación espiritual y de no pertenencia se hizo más profundo, sobre todo cuando intenté antes de mi viaje a Iraq, durante aproximadamente dos años, armonizar con lo que denominaban por entonces en Egipto la marea revolucionaria. Esta experiencia me convenció de lo fútil que es pertenecer a un rebaño a menos que uno esté preparado psicológicamente para ello. El fruto de esta experiencia, que no duró más de un año, fueron los poemas 1954, en los cuales traté con una lírica realista la resistencia del eco –lejos del estilo de Walt Witman y Paul Éluard–, temas sociales y nacionales que confirmaron el sentimiento de la disolución del presagio que se confirmó con los trágicos incidentes de ese año.

Por mi carácter apolítico o contrario a la política, el instinto por sí solo me alejó de involucrarme en criticar o defender el sistema político existente que, para mis adentros, me elevó por encima de cualquier autoridad “patriarcal” del pasado, el presente y el futuro.

Solo por esto, sentía un desprecio por los “poetas de las mesas de la merced”**, no solo los referidos a esta etapa en particular, que eran la mayoría, sino durante todas las épocas de la historia de los árabes.

Que no se malinterprete esta rebelión contra la “autoridad patriarcal” en cualquiera de sus diversas formas sociales, políticas y culturales, que no lleve a nadie a la conclusión de que no difiero tanto en mi comportamiento de aquellos que alaban al que porta un cetro y que se unen a las filas de sus seguidores más entusiastas, mientras éste viva y tenga el poder, y que en cuanto caiga –si bien siempre lo aparta del poder la muerte–, le darán la espalda y le desobedecerán.

Y para evitar cualquier precipitada acusación gratuita y un llamamiento al énfasis de la paradoja, junto con la extravagancia normal de la modernidad, con la antigua forma plagiada, hago referencia al poema Murió bajo la luz de la luna (julio, 1949), primer verso, séptimo pasaje, donde escribo, a la edad de 19 años:

Los nudos y los tintes se quedan sin color; su caos es extraño
La torre, bloqueada, en el vacío; el fuego de mi horno no responde
¡Qué agonía!
La tarde de la jornada
en un frasco
¡Qué color tan amarillento!
Sopló el polvo
La serpiente feroz
Sigo abrazando el vacío
Sigo reflexionando porque detrás de estos orificios hay un pasado temeroso
Por siempre me amenazarán los crímenes que los fantasmas de mi alrededor iniciaron
¿Qué lograste, mano mía? ¿Qué es lo que has logrado?

¿Quién se beneficia de esta miseria si es que pequé?
¿Es un pecado y yo pensé que hacerlo era lo correcto, pero no me di cuenta?
¿Un pecado?
Repite conmigo: ¿Qué he hecho?

En el octavo pasaje, narraba:

Aquí estoy llamando a mi libertad
¿Sigo siendo libre?
¿Mi puño sigue teniendo el control del tiempo?
Tiempo tras tiempo
¿Sigo teniendo la opción de elegir mis credos, sin importar lo extremos que fueran?
¿Sigo viviendo libre en mi mañana
incluso si mi presente estuviera hecho añicos?
Mi libertad
¿Me has dejado mi sustento y mi religión cuando ésta sea libre?
¿He reducido mi ayer a humo?
¿Está en mi puño el ataúd del ayer?
¿Es para mí vivir en la torre en la dificultad de mi vida y en la esterilidad de mí mismo?
Mi libertad
Aquí estoy llamando
¿Sigo siendo libre?

Este poema se escribió en una época de propiedad y multipartidismo real, si bien no manifiesta en absoluto una preocupación política como tampoco se refiere a una preocupación por cuestiones metafísicas en un intento por entender las verdades que envuelven las dudas, entre las que, naturalmente, se incluyen la cuestión de la libertad en su sentido absoluto, la libertad de culto y la libertad de expresión.

Hablando de ello, no está de más recordar dos incidentes que me sucedieron. El primero ocurrió diez años después de la fecha de este poema. En el segundo, que tuvo lugar tras aproximadamente 19 años, muestro que mi sentimiento de alienación era inherente e instintivo.

En 1959 monté la que fue mi primera exposición en Cairo, que organicé tras mi regreso de Iraq en 1957, en compañía de mi amigo de la infancia, Alfred Farag. Edward al-Jarrat se unió a nosotros, por lo que recuerdo, ese mismo año o, tal vez, al año siguiente.

Me sorprendió un comentario del ya difunto escritor político de ideología comunista, Ibrahim Amer, en su columna o en sus crónicas semanales en el periódico Al-Yamhurieh sobre mi exposición. Y tal vez fue esa la primera vez que se interesó por escrito por una exposición de artes plásticas. Sin embargo, para mi sorpresa, no hizo referencia al valor de la obra artística en sí; presentó su lectura personal del contenido de las pinturas que, en pocas palabras, era que el artista –servidor– expresaba su búsqueda de la libertad. Y no contento con quedarse en esta lectura, salió de él dar a entender que ese sentimiento –la búsqueda de la libertad, que es real– abriga una condena de la negación de la libertad por mi parte, ¡de una libertad de la que todo el mundo disfrutaba! Su comentario hizo las veces de declaración para el fiscal general.

El otro incidente fue aún más extraño e impactante. Tuvo lugar en mitad de la sala del taller artístico donde se presentaba mi exposición en 1968, la cual tuvo como protagonista a un doctor en Bellas Artes –por entonces era rector de una de las facultades de Bellas Artes–. Durante su visita a la exposición, en compañía de un gran número de alumnos en una excursión, estaban echando un vistazo a las obras hasta que lo escuché montar en cólera: “¿Qué es esto? No hay necesidad de mostrar este pesimismo”. Llenó a los estudiantes de hostilidad y odio, y los instigó a que me insultaran, cosa que no pasó porque entraron unos visitantes en ese preciso momento.

No es raro, pues, que dejara de escribir poesía una vez en 1968, y no por motivos de cansancio, sino porque mi sentimiento de alienación alcanzó una fase de creación de motivos, entre ellos que caí en un estado años antes que no puedo describir con precisión, aunque sí puedo conectarlo con la sensación de desinterés por seguir la poesía árabe actual; con el paso del tiempo esa sensación aumentó hasta llegar a la aversión. Tal vez pueda interpretar este estado como que la falta de interés, por otra parte, por publicar exacerbara esa sensación de no pertenencia y me hiciera interrumpir definitivamente cualquier movimiento en el que no desempeñara ningún papel, ya que no deseaba formar parte de él.

Aun así, el precio a pagar fue alto. Con el paso de los años llegué a medio convencerme, a pesar de que renuncié a seguir la poesía angloamericana al menos, de que tal vez era una especie de planta salvaje o, incluso, venenosa en mitad del desierto de la poesía árabe. Así que decidí suicidarme al estilo harakiri, sin esperanza de que cierto día Osiris encontrara mis trozos. ¡Qué hermoso sería si hubiera ocurrido en otro siglo! ¿Pero cómo va a ocurrir eso si casi toda mi poesía no se llegó a publicar? Ni me molesté en el mero hecho de pensar la respuesta a esta pregunta que, ni siquiera, formulé.

Me trasladé a Nueva York en 1974 en compañía de mi esposa, quien comenzó a trabajar en Naciones Unidas como traductora; no emigré, como algunos creen. Durante los 25 años que pasé en Nueva York hasta el día de hoy seguí muy de cerca el movimiento de poesía estadounidense, así como traté de familiarizarme con la poesía internacional a través de las traducciones disponibles que, aunque eran abundantes, se puede decir que cubrían aproximadamente a aquellos poetas singulares o de valor, algo que contrastaba con las traducciones de los poetas árabes actuales que bien se llevan a cabo sobre la base del prejuicio de los traductores, todos ellos árabes, o bien a la elección de los poemas según los estándares de máxima difusión, y no por su valor poético.

Continué escribiendo durante aquellos años hasta el día de hoy sobre las novedades en la poesía estadounidense; en los años setenta se me publicó en Bagdad un pequeño libro sobre la poesía negra de Estados Unidos. Todos estos largos años me desvinculé de la poesía árabe actual, si bien de vez en cuando regresaba a los divanes de Al-Mutanabbi, Abu Tamam, Omr Ibn Abi Rabiah, Ibn al-Farid, entre otros; divanes que me aseguré de cargar conmigo junto con los pocos bienes que me llevé a Nueva York. No me arrepentí ni por un momento de haberme despojado de un cuerpo del que formaba parte hasta que llegó un día que tenía que llegar –el 20 de marzo de 1996–, en que reviví, lo que considero un milagro, que un poeta que renunció a escribir poesía durante alrededor de treinta años regresara a la poesía a los 66 años, ¡a la edad en el poeta muere!

Y este milagro tiene una historia, como cualquier otro milagro. Mi amigó Edward al-Jarrat me informó de que había incluido mi nombre entre los participantes a la celebración del Consejo Superior de Cultura con motivo de su 70º aniversario, para el que tenía que enviarle un discurso antes el 21 de marzo, justo el día en que supuestamente iba a intervenir, según el programa del evento; de lo contrario, se tendría que leer un comentario mío que publiqué en la revista Al-Hilal con motivo del premio de novela Sultan Al-Owais que se le concedió. Esperé o me estuve haciendo el vago hasta el 20 de marzo; sin ningún boceto o ideas previas, me fui a mi habitación para hacer algo. A la hora, más o menos, salí del cuarto para informar a mi esposa y a mi hija, quienes estaban muy preocupadas, de que había compuesto un poema. Se quedaron de piedra, pero la confusión, en cuestión de segundos, se convirtió en alegría por el nacimiento, la misma sorpresa que sucumbió al querido Edward cuando le llegó el poema –Detalles de un muro a Edward al-Jarrat– por fax el mismo día.

El segundo poema no tardó en llegar, a finales de 1996. A partir de enero de 1997 comencé, de hecho, a vivir mi segunda vida con venas poéticas por las que corría la sangre de los años noventa y posteriores.

Dijo Pablo Picasso: “No puedo entender la importancia que se le da a la palabra búsqueda en la pintura actual. Considero que la búsqueda no significa nada en la pintura; lo que importa es encontrar algo. A nadie le importa si se inmortaliza a un hombre con la mirada fija en el suelo y que se pasa la vida buscando un libro de bolsillo que tal vez la suerte ha puesto en su camino. El hombre que encuentra algo, sea lo que sea, incluso si no era su intención buscarlo, al menos aumenta nuestra curiosidad si no provocó nuestro asombro”.

Y digo que la opinión de Picasso, al menos en lo que respecta a mi experiencia personal, se aplica también a la poesía.

Desde mi impulsividad poética –la segunda–, extraje el balance de mi experiencia en la vida durante estancia en Nueva York estos 25 años. Es como si hubiera estado guardando durante estos años las experiencias y las visiones que adquirí durante la vida y la práctica para un futuro momento que no esperaba y que nunca se me pasó por la cabeza.

Y al igual que hago en la pintura, al escribir poesía también me apoyo en la coincidencia para evocar cierta experiencia oculta, así como me inspiro en las imágenes almacenadas en la memoria visual y las artes visuales que no nacen sino con la creación del cuadro y que puede iniciarse con la inspiración de un boceto o un trazado instintivo para finalizar con otra cosa que no tiene que ver con el principio. El poema empieza con imágenes que son la mayoría de las veces una mera clave sobre la que se apoya la estructura poética que las hace más profundas, pero que no presenta una solución, aunque incita a la búsqueda de una solución.

No quiero profundizar en tratar de examinar de manera pormenorizada con todo mi ser y todas mis fuerza la experiencia que estoy viviendo. Sin embargo, voy a dejar esta página abierta con la esperanza de que un día se convierta en un tema para un poeta en sus setenta. Y no lo titularé Mi experiencia poética.

9 de abril, 2000

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