Cosas dentro de las cosas
Dos principios rigen el universo de George Macdonald: la igualdad y la simultaneidad de los seres, soñados o reales, porque no se conoce dónde empieza el país de las hadas.
“La complejidad de las cosas, las cosas dentro de las cosas, es sencillamente inagotable”, declara Alice Munro en una entrevista reciente. En La princesa liviana,
el primer cuento de este libro, una niña es condenada por un hada
perversa, a quien se han olvidado de invitar a la fiesta de su bautizo, a
vivir ajena a las leyes de la gravedad. Y todos tienen que estar
pendientes de ella pues una simple corriente de aire puede llevársela
por la ventana. Pero esa ligereza es también una ligereza de su
carácter. Se ríe sin motivo y es indiferente a toda preocupación o
responsabilidad. Tampoco puede enamorarse, pues ¿cómo una princesa que
carece de gravedad puede caer presa del amor? Sólo el agua tiene el
poder misterioso de dar materialidad a su cuerpo y, cuando lo descubre,
se pasa el día metida en el lago. Piensan entonces que, si el agua tiene
ese efecto, bastará con hacerla llorar para que sea como las otras
muchachas. Pero ¿cómo conseguir sus lágrimas si no tiene corazón? Su
padre llega a darle una paliza, pero todo es inútil. Una noche un
príncipe la encuentra en el lago y se baña con ella. Pero ahora la bruja
hará desaparecer el lago, y el príncipe tendrá que sacrificar su vida
para salvarla.
Así son los cuentos de George Macdonald: “cosas dentro de las cosas”. Leerle es como llegar a un palacio donde siempre quedan puertas por abrir. O, mejor dicho, a un mundo donde todo puede transformarse en una puerta —una estrella, un árbol, un lago, la oscuridad de la noche, el arcoíris—, como si la verdadera vida siempre estuviera en otra parte. “Una verdadera obra de arte, dice Macdonald, ha de significar muchas cosas. Cuanto más verdadera sea, más significados contendrá”. Para George Macdonald junto al mundo que vemos y podemos tocar y conocer, está el mundo escondido, formado por todo lo que vive más allá de nuestra razón. “Cuanto más lejos vayas, más cerca estarás de tu casa”, afirma dando a entender que cuentos y sueños se confunden. Dos son los principios que rigen su universo: la igualdad y la simultaneidad absoluta entre los seres que pueblan el mundo real y el soñado, porque “no es posible saber dónde empieza y dónde acaba el país de las hadas”; y el hecho de que ninguna norma puede imponerse a excepción de aquella que revela cada obra. “¿Cómo sabes que soy un príncipe?”, le pregunta el protagonista de uno de los cuentos a una princesita que tiene el poder de iluminar el mundo con la luz sus ojos: “Porque haces lo que se te pide y además dices la verdad”. Un príncipe es alguien que respeta las leyes del mundo y que, sin él saberlo, tiene tratos con la verdad. Pero contar es un acto carente de resultados. No es posible saber de qué forma le afecta a un niño un cuento, pero este debe surgir de una experiencia con la verdad, como si la verdad fuera la condición de posibilidad del contar.
Princesitas leves como hojas, gigantes que dan su corazón a una nodriza para evitar la responsabilidad que supone tener que ocuparse de él, niñas que menguan o crecen con la luna, hadas que raptan a los mortales por encontrar aburrido su reino, niñas ciegas que solo conocen la oscuridad del mundo, así son los personajes que pueblan este libro que es un bálsamo para nuestro corazón enfermo de realidad. “Yo no escribo para niños, sino para todos aquellos que son como niños, ya tengan cinco, cincuenta o setenta y cinco años”. Natalia Ginzburg dice que debemos enseñar a nuestros hijos las grandes virtudes en vez de las pequeñas. “No el ahorro sino la generosidad y la indiferencia ante el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber”. Francis Scott Fitzgerald escribió en El gran Gatsby que “la roca del mundo está sólidamente asentada sobre las alas de un hada”, y es justo eso lo que nos demuestran estos cuentos.
George Macdonald se crió en una atmósfera calvinista, doctrina con la que nunca se sintió a gusto. Se cuenta que cuando se enteró de la teoría de la predestinación, se echó desconsolado a llorar. Se hizo pastor, pero sus sermones sobre la imposibilidad de que Dios condenara a alguna de sus criaturas, produjeron desconfianza en sus superiores que le redujeron el sueldo a mitad. Platónico de convicción, creía que belleza, bien y verdad se confunden, y que no hay que temer en exceso los hechizos de las hadas, pues a la larga todos terminan por resultar benéficos; también, que la muerte es la mayor aventura. Fue amigo de Lewis Carroll, y su obra ejercería una gran influencia en autores como J. M. Barrie, C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien. Todos ellos creían que narrar era “ser miembro de una tribu antigua, ociosa, extravagante e inútil” y que la tarea de la literatura, como afirmó Isak Dinesen, era recobrar en nuestra imaginación todo lo perdido en el mundo exterior. “Si un acorde de mi quebrada música”, escribe Georges Macdonald, “hace brillar los ojos de un niño, o hace que los de su madre se nublen un sólo instante, mi trabajo no habrá sido en vano”. Cuentos de hadas para todas las edades es uno de sus últimos libros y contiene alguno de sus cuentos más divertidos y conmovedores. Ha sido además bellamente editado por Jacobo Siruela, tiene un interesante prólogo de Javier Martín Lalanda, y está traducido con claridad y gracia por Ana Becciú. No creo que pueda haber un regalo más adecuado para estos días de Navidad.
Así son los cuentos de George Macdonald: “cosas dentro de las cosas”. Leerle es como llegar a un palacio donde siempre quedan puertas por abrir. O, mejor dicho, a un mundo donde todo puede transformarse en una puerta —una estrella, un árbol, un lago, la oscuridad de la noche, el arcoíris—, como si la verdadera vida siempre estuviera en otra parte. “Una verdadera obra de arte, dice Macdonald, ha de significar muchas cosas. Cuanto más verdadera sea, más significados contendrá”. Para George Macdonald junto al mundo que vemos y podemos tocar y conocer, está el mundo escondido, formado por todo lo que vive más allá de nuestra razón. “Cuanto más lejos vayas, más cerca estarás de tu casa”, afirma dando a entender que cuentos y sueños se confunden. Dos son los principios que rigen su universo: la igualdad y la simultaneidad absoluta entre los seres que pueblan el mundo real y el soñado, porque “no es posible saber dónde empieza y dónde acaba el país de las hadas”; y el hecho de que ninguna norma puede imponerse a excepción de aquella que revela cada obra. “¿Cómo sabes que soy un príncipe?”, le pregunta el protagonista de uno de los cuentos a una princesita que tiene el poder de iluminar el mundo con la luz sus ojos: “Porque haces lo que se te pide y además dices la verdad”. Un príncipe es alguien que respeta las leyes del mundo y que, sin él saberlo, tiene tratos con la verdad. Pero contar es un acto carente de resultados. No es posible saber de qué forma le afecta a un niño un cuento, pero este debe surgir de una experiencia con la verdad, como si la verdad fuera la condición de posibilidad del contar.
Princesitas leves como hojas, gigantes que dan su corazón a una nodriza para evitar la responsabilidad que supone tener que ocuparse de él, niñas que menguan o crecen con la luna, hadas que raptan a los mortales por encontrar aburrido su reino, niñas ciegas que solo conocen la oscuridad del mundo, así son los personajes que pueblan este libro que es un bálsamo para nuestro corazón enfermo de realidad. “Yo no escribo para niños, sino para todos aquellos que son como niños, ya tengan cinco, cincuenta o setenta y cinco años”. Natalia Ginzburg dice que debemos enseñar a nuestros hijos las grandes virtudes en vez de las pequeñas. “No el ahorro sino la generosidad y la indiferencia ante el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber”. Francis Scott Fitzgerald escribió en El gran Gatsby que “la roca del mundo está sólidamente asentada sobre las alas de un hada”, y es justo eso lo que nos demuestran estos cuentos.
George Macdonald se crió en una atmósfera calvinista, doctrina con la que nunca se sintió a gusto. Se cuenta que cuando se enteró de la teoría de la predestinación, se echó desconsolado a llorar. Se hizo pastor, pero sus sermones sobre la imposibilidad de que Dios condenara a alguna de sus criaturas, produjeron desconfianza en sus superiores que le redujeron el sueldo a mitad. Platónico de convicción, creía que belleza, bien y verdad se confunden, y que no hay que temer en exceso los hechizos de las hadas, pues a la larga todos terminan por resultar benéficos; también, que la muerte es la mayor aventura. Fue amigo de Lewis Carroll, y su obra ejercería una gran influencia en autores como J. M. Barrie, C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien. Todos ellos creían que narrar era “ser miembro de una tribu antigua, ociosa, extravagante e inútil” y que la tarea de la literatura, como afirmó Isak Dinesen, era recobrar en nuestra imaginación todo lo perdido en el mundo exterior. “Si un acorde de mi quebrada música”, escribe Georges Macdonald, “hace brillar los ojos de un niño, o hace que los de su madre se nublen un sólo instante, mi trabajo no habrá sido en vano”. Cuentos de hadas para todas las edades es uno de sus últimos libros y contiene alguno de sus cuentos más divertidos y conmovedores. Ha sido además bellamente editado por Jacobo Siruela, tiene un interesante prólogo de Javier Martín Lalanda, y está traducido con claridad y gracia por Ana Becciú. No creo que pueda haber un regalo más adecuado para estos días de Navidad.
Cuentos de hadas (para todas las edades). George Macdonald. Traducción de Ana Becciú. Atalanta. Girona, 2012. 240 páginas. 20 euros