La ciudad de Jerez está situada en el Estado mexicano de Zacatecas. Es una ciudad colonial fundada en el siglo XVI. Tiene varios templos y un teatro delicado y bonito como el costurero de una damita de otros tiempos. Su plaza central es un silencioso jardín por el que corren niños y aves. Hay un templete donde se reúnen los lugareños a jugar al dominó, bajo la sombra de árboles de copas densas y plumosas que recuerdan nuestros sauces. Es una de esas ciudades que invitan a pasear por sus calles y plazas dejando pasar el tiempo sin prisas. Ramón López Velarde nació aquí en 1888. Su casa museo está amueblada con los muebles y enseres de entonces. En su patio central hay una pajarera, pues era costumbre de los jerezanos alegrar sus patios con los cantos y el plumaje de sus pájaros.
La casa museo recuerda una pequeña escuela y así, mientras se pasea por el comedor, el despacho, la cocina y los dormitorios, se escuchan los versos del poeta, como si se fuera allí a aprender. Es una casa que habla, una casa que recita poemas a sus visitantes a través de una red de pequeños altavoces que cuelgan del techo y que se activan cuando alguien se acerca. El poeta murió con apenas 30 años, cuando solo había publicado dos libros. Es, sin embargo, uno de los escritores más cautivadores de nuestra lengua. Vida cotidiana y poesía se confunden en su obra. “Solo una cosa sabemos, escribió, el mundo es mágico”. El mundo es mágico ya que está animado por el deseo. El valor de las cosas es su vivacidad. En su casa museo se escuchan poemas dedicados a sus primas, a una niña con la que jugaba y que pasaría a ser su amada perdida, a la máquina de coser de su madre, que descansa sobre la mesa como un caballito con la cabeza de plata. Y se escucha, sobre todo, el más conocido de sus poemas, el que dedicó a su patria natal. Se titula Suave patria y es un poema que todos los niños mexicanos conocen y recitan en la escuela. La patria de López Velarde, escribe Octavio Paz, no es una realidad histórica o política, sino de la intimidad.
Tal vez por eso en los versos de este hermoso poema no hay proclamas ni invocaciones a la raza o los héroes. No se habla en él, como suele suceder en estos poemas patrióticos, de un pueblo elegido ni de su destino sagrado en la tierra. Ramón López Velarde se limita a evocar el México en que le tocó vivir. Habla de un paraíso de compotas, del relámpago verde de los loros, de la honda música de la selva y del santo olor de las panaderías. No hay en su poema alusiones a héroes, batallas, himnos o banderas y cuando, en su parte central, se refiere a Cuauhtémoc no es para recordarnos sus hazañas ni sus creencias, sino su sufrimiento cuando los españoles le hacen prisionero y le separan de los suyos. Y así nos habla del “azoro de sus crías”, del “sollozar de sus mitologías” y, por encima de todo, de su dolor al verse desatado “del pecho curvo de la emperatriz, / como del pecho de una codorniz”.
La única patria decente, dice Fernando Savater, es la infancia. Todos tenemos una patria así. En ella están los lugares en los que vivimos, la lengua con que aprendimos a nombrar el mundo y a disipar el miedo a la ausencia de los seres amados. Están los juegos misteriosos, las olorosas fiestas en la cocina, las historias que escuchamos de los labios de los adultos, las primeras lecturas, las canciones que acompañaron nuestro despertar a la vida, los cines y las películas amadas. Y esa patria oculta, secreta, nada tiene que ver con las banderas, los himnos, las fingidas lecciones de la historia, los tertulianos y los equipos de fútbol que pueblan esos parques temáticos de la identidad a que tan proclives son todos los patriotismos. Tiene que ver con aquello de lo que no somos dueños, representa lo más íntimo y escondido de cada uno, pero es también la puerta por la que entra en nosotros el mundo con toda su diversidad.
Recuerda a la balsa en que Huck y su amigo Jim huyen por el río Misisipi en la novela de Mark Twain. Era un tiempo en que un negro y un blanco pertenecían a mundos irreconciliables. Lionel Trilling dice que el niño y el esclavo negro forman una familia, una comunidad de santos porque de ellos “está ausente el orgullo”. Esa balsa no está alejada de la política. No hay nadie más responsable que Huck. Su simpatía ante todos los seres humanos es inmediata. Se conmueve en el circo ante un hombre que se cae del caballo y su alto sentido de la libertad le hace lamentar que lleven a la cárcel a una pandilla de maleantes, al pensar que él mismo, con un poco de mala suerte, podría haber formado parte de ella. Pero enseguida admite que de haber sido así habría tenido que pagar por ello y aprender a soportarlo. La política tiene por fin la organización de la sociedad. Es una tarea complicada y necesaria que persigue el bien común, la libertad y la igualdad de todos lo seres humanos. Ramón López Velarde y Mark Twain nos animan a no dejar fuera de ella la poesía, que es la actividad humana que tiene una conciencia más precisa e intensa de la variedad, la posibilidad, la complejidad y la dificultad de esa vida en común. No deberíamos olvidar esto en unos tiempos en que Europa se ha transformado poco más que en un casino donde solo el dios vulgar del dinero impone su ley. La Europa de la especulación, de las oscuras finanzas, de los paraísos fiscales, de los barrios financieros, de los políticos indiferentes al sufrimiento de los que representan, del recelo frente a los emigrantes y del desprecio a lo público, nada tienen que ver con aquella Europa de la solidaridad y la cultura con la que soñábamos. Era la vieja idea de “cultura” como paideia propugnada por la tradición platónica. La cultura como medio para proporcionar a la vida social los objetos correctos, justos y bellos; pero también como ejercicio crítico, como búsqueda de la justicia. Esa relación entre sueño y razón, entre utopía e ironía es la que reina en la balsa de Huck.
En Zacatecas, muy cerca de Jerez, está el museo de máscaras de Rafael Coronel, un pintor que entregó parte de su vida a formar una de las más bellas colecciones de máscaras que existe en el mundo. El museo está en un monasterio del que solo se ha rehabilitado una parte. Sorprende adentrarse entre las ruinas hasta llegar a las salas donde nos esperan las máscaras. No están ordenados con criterios antropológicos, ni de época, sino con caprichoso amor, como corresponde a una colección personal. Son inquietantes y tiernas a la vez. Hablan de un mundo perdido y en ellas todo se mezcla: muertos y vivos, indios y colonos, animales y hombres, moros y cristianos, niños y viejos, demonios y ángeles. “Lo bello”, escribió Antonio Porchia, “se halla removiendo escombros”. Tal es la belleza que hay en ese lugar, la belleza de la vida que alienta en las ruinas. No es posible contemplar estas máscaras sin sentirse conmovido por su belleza. Representan todo lo que de incumplido hay en nuestro corazón, todo lo que hemos perdido y pide regresar a nosotros. Su reino es el de esa suave patria cantada por López Velarde en que “las cantadoras de las ferias” y “los bailadores de jarabes” acuden en nuestra ayuda para “agudizar nuestro ingenio, ahondar nuestra percepción e iluminar nuestra capacidad de razonar”.
Me pregunto si entre nosotros aún es posible un lugar así. Esa sería nuestra verdadera patria, la única que merecería la pena salvar. Un lugar complejo, amigable y lírico, al que raras veces las ideas y las tareas cotidianas de la política actual hacen justicia. Un lugar modulado en nuestros sueños “al golpe cadencioso de las hachas / entre risas y gritos de muchachas / y pájaros de oficio carpintero”. Un lugar como la balsa de Huck y Jim, tan ajeno a los delirios de la identidad como a la arrogancia de tantos viajeros. Porque ¿acaso hay un sentimiento más absurdo que el orgullo cuando se va en una balsa que nadie sabe adónde se dirige?
Gustavo Martín Garzo es escritor. Su último libro publicado es Y que se duerma el mar (Lumen).
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