Triviales sombras del poder
Durante mucho tiempo creí que el poder era un submundo oscuro y siniestro, trenzado de conspiraciones y de estrategias y sumido en una embriaguez posesiva que se autoalimentaba de más poder. Durante mucho tiempo creí que el poder era poderoso, malvado e inteligente. Y aunque sigo pensando que en algún sustrato profundo de las cavernas del poder (o de las cloacas) despunta esa inteligencia malévola que extiende sus tentáculos para mantener un estatus de inmovilidad conveniente en el engranaje social, la experiencia demuestra recalcitrantemente que los poderosos, entendidos estos como políticos, están en un nivel mediocre que oscila entre la fragilidad y la estupidez. Qué lejos están de la prudente recomendación de Maquiavelo, cuando aconseja que un líder “se las debe ingeniar para que toda acción suya le proporcione fama de hombre grandioso y de excelente ingenio”.
El poder es una superestructura que creemos inhumana, despersonalizada y omnímoda. Pero lejos de esa fantasía, alimentada por las dictaduras totalitarias y los servicios secretos en horas bajas, el poder es un espacio inaccesible donde se reflejan las debilidades y miserias del ser humano corriente y moliente, hasta el punto de proporcionar, en democracia, más dolor que placer a quienes lo ejercen. Y, en cualquier caso, genera una distancia creciente entre la satisfacción y la realidad, que lleva a los políticos al aislamiento y la exclusión. El mundo del poder es un mundo kafkiano, sombrío, banal, absurdo, vacío, ridículo y, en el mejor de los casos, decepcionantemente normal.
Carles Casajuana ha escrito ahora un libro titulado ‘Las leyes del castillo. Notas sobre el poder’ (Península). Es un ensayo lúcido sobre la práctica del poder político. Casajuana sabe de lo que habla, lo ha conocido desde dentro casi como un notario de la primera línea del poder. Es diplomático, ha sido embajador de España en varios países y ha tenido cometidos de responsabilidad en cuestiones de política internacional. Pero sobre todo es un magnífico escritor en lengua catalana, autor de una obra narrativa ya dilatada en varios novelas, la mayoría de las cuales posee un carácter irónico y parabólico, a veces humorístico, con una elegancia de corte británico. Quizá la culminación de su carrera literaria fue la obtención del premio Ramon Llull en 2009. El ensayo que ha escrito ahora rezuma amenidad, agudeza y un didactismo de guante blanco, sutil y desmitificador. Penetra, mediante su experiencia, en el castillo del poder y desmenuza el día a día de la vida política. No lo ha hecho como un divertimento –aunque es también un divertimento para conocer el patio de atrás del poder–, sino que ha escrito un ensayo profundo con la ligereza de un Montaigne, a quien homenajea, y el relativismo de un Pla, a quien Casajuana siempre lleva en su bolsillo literario.
Por lo general, los líderes políticos se rodean de quienes les terminan por adular o jalear sin oponerse a sus ideas, apartando de sí a cuantos asesores les censuran o advierten. El asesor, con el tiempo, se convierte en una máquina de asentimiento servil y en un maquillador de la realidad. La lección de Casajuana es la de hacernos entrar en el cuarto de máquinas de las decisiones de los poderosos y mostrarnos cómo se comportan los entornos del poder. Y allí, la clave está en quienes interpretan, ejecutan, valoran, programan o improvisan, con grandes dosis de incertidumbre, el oráculo del líder, casi siempre perdido en el abismo de la enormidad de su tarea y casi siempre necesitado del amparo de despertar de un mal sueño. Porque el poder, una vez obtenido, adquiere las connotaciones de una larga, desabrida y laberíntica pesadilla.
En ‘Las leyes del castillo’, Casajuana tiene presente a Maquiavelo. Su ensayo viene a ser algo así como el relato de lo que vive el Príncipe cuando Maquiavelo no está, o lo que sabe Maquiavelo y no cree oportuno decirle al Príncipe. En ambos casos, se trata de una exposición distendida –pues el libro de Casajuana está lejos de todo dramatismo– de la verdad con toda su crudeza y trivialidad. Casajuana desmitifica el poder, y lo hace para darle una dimensión de servicio, en el mejor de los casos, o de desgaste personal, rayano en lo incomprensible, en el peor. La política no es sublime ni sagrada; es un mero modo de ejercer, temporalmente, una fuerza que, enseguida, se torna malestar, desconcierto, improvisación y lejanía. Recuerdo ahora una cita de Proust que bien podría aplicarse al líder en el poder: “Inmóvil, escultural, inútil, como ese guerrero puramente decorativo que se ve en los cuadros más tumultuosos de Mantegna, pensativo, apoyado en su escudo, mientras junto a él otros se precipitan y se degüellan”.
Después de leer el ensayo de Casajuana, altamente recomendable, cabe preguntarse de dónde proceden los políticos, hoy en día. Y la única respuesta que se me ocurre es que proceden del poder mismo, del poder real banalizado. Se tiene la sensación de que siempre estuvieron en el poder. Incluso a veces son apellidos que se perpetúan por generaciones. Todos han creado su propio relato sobre su justificación. Hoy en día, en tiempos de gran exigencia política, dan la impresión de no responder más que a su supervivencia. Si como dice Casajuana, son gente demasiado normal, ahora están abocados a tener que demostrar una mínima capacidad moral e intelectual para gestionar lo público. ¿Y dónde queda la ideología, en todo esto? Compruebo que ya no existe: es una palabra vacía de contenido. Quizá queden brasas ideológicas detrás del poder, pero no delante de la realidad.
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