El subdesarrollo aparece como una hilacha que se arrastra cuando quienes detentan el poder económico de un país tienen como modelo ideal a un pícaro que se hace llamar “El lobo de Wall Street”.
Las antiguas enciclopedias escolares, esas que quedaron en desuso por internet, ordenaban el mundo de diversas maneras. Clasificaban a las naciones en diversas categorías. Una de ellas era naturalmente la geográfica, otra la lingüística, pero existía una forma de hacerlo, con nociones menos perceptibles a simple vista, que disponían a las naciones según sus logros: había países desarrollados, en vías de desarrollo y subdesarrollados. La explicación para pertenecer a alguna de esas clasificaciones era sintéticamente explicada en ciertas cifras o índices -Producto Interno Bruto, Renta per Cápita, Tasa de Mortalidad Infantil-, acompañadas de gráficos, ilustraciones y fotografías. Chile aparecía alternadamente clasificado como país subdesarrollado y en ocasiones en el más misterioso estatus de “en vías de desarrollo”; una fórmula que sugería un viaje hacia algún lugar mejor que otras naciones -aun más pobres- ni siquiera habían emprendido. Había una foto que habitualmente se repetía en el caso de nuestro país: un gran camión cargando tierra en medio de una mina “a tajo abierto”, desde donde sacaba el cobre, su principal riqueza. Era “la mina más grande del mundo en su tipo”, anotaba con frecuencia la lectura de la imagen, como para sentir orgullo de haber logrado escarbar tanta tierra, de forma tan insistente, durante tanto tiempo.
En esas enciclopedias también se recordaba que en algún momento Chile fue el gran productor de salitre mundial. En ese caso, si la información era más amplia, se la acompañaba de la imagen de algún afiche de la campaña de promoción del uso del salitre diseñada para los mercados internacionales. Aquel ciclo de abundancia relativa, explicaba la nota, se acabó cuando en Europa fue creado un fertilizante a bajo costo que hacía innecesario importar uno natural desde tan lejos.
No era difícil concluir leyendo esos textos sencillos y directos redactados para escolares curiosos que de alguna manera permanecer en la categoría de “en vías de desarrollo” se relacionaba con encontrar o no el mineral que en el momento adecuado pudiera ofrecerse a compradores dispuestos a pagar un buen precio por él. Cuando ambas condiciones confluían, entonces surgía una prosperidad que se evidenciaba en algunos palacetes de la Alameda (el ciclo de la plata), la visita de Sara Bernhardt a Iquique (gracias al salitre) o un parque afrancesado en Lota (financiado por el carbón). Luego, si los precios caían o la inteligencia humana reemplazaba el mineral por algún ingenio a bajo costo, venía una crisis local que la historia registraba como una tragedia pública -laboral, sanitaria, de vivienda y educación- que hacía retroceder al país a los casilleros que ocupaban ciertos estados subsaharianos y naciones exóticas del Sudeste Asiático.
La lectura fácil era entonces que salir del subdesarrollo consistía en saber aprovechar una oportunidad. La difícil podía ser más compleja o, al menos, involucrar más elementos.
¿Qué hace que un país sea desarrollado? Tengo la sospecha de que no solo se trata del dinero o la riqueza que gana vendiendo algo a buen precio, sino también cómo se ordenan sus instituciones y dirigentes en torno a esa riqueza; la manera en que su élite ajusta sus privilegios al bien común; el modo en que sus políticos enfrentan los inevitables brotes de corrupción; la forma en que la justicia demuestra el imperio de la ley, y el modo en que los más poderosos llegan a asumir ciertas responsabilidades sin necesidad de notarios ni testigos que los vigilen como se hace con los sospechosos de un crimen.
El subdesarrollo aparece como una hilacha que se arrastra cuando quienes detentan el poder económico de un país tienen como modelo ideal a un pícaro que se hace llamar “El lobo de Wall Street”; también cuando todos los talentos y la inteligencia están volcados en encontrar el espacio en la ley que permita sacar provecho privado sin importar las consecuencias públicas. El subdesarrollo campea cuando los políticos se rinden a que quienes les financian ilegalmente la campaña también les redacte las leyes que deben votar.
Subdesarrollo es considerar la ley como un estorbo y la ética como un curso electivo al que se asiste con desgano; subdesarrollo es llenarse la boca con palabras de moda como “innovación” y “emprendimiento” y conducirse como barón de una casta intocable medieval; subdesarrollo es ostentar el poder como quien ve la democracia como un juguete armable y desarmable a voluntad. Subdesarrollada es una república que cumple dos siglos dependiendo de cuánto le pagan por lo que brota de la tierra o el agua. También es signo de subdesarrollo el hecho de que una sola persona sea capaz de mantener en silencio a decenas de políticos con tan solo levantar una ceja y dibujar una sonrisa burlona.
Durante la última década la idea de que el futuro económico de Chile yace en la explotación del litio ha ido creciendo al ritmo de la industrialización de los autos eléctricos. Esta semana ha quedado claro que es posible que se trate de una nueva prosperidad, que tal como otras de nuestra historia, quede registrada como un ciclo que nos mantenga en el sitio del que nunca hemos salido: el de un tránsito eterno rumbo al desarrollo esquivo.