Los cuadernos pálidos (1)
/por Tomás Sánchez Santiago/
Entra en casa la pequeña majestad del tomillo de san Juan. Su discreta y soñolienta luz verdosa y su esponjoso botón de felpa quieta bastan para remover el orden. Es el peligro de lo simple, lo que dice Corredor-Matheos en ese poema hecho de telas transparentes que habla de lo que es claro, tan claro que estremece pensarlo. La mano agradece rozarlo de vez en cuando sin más, solo para llevarse ese olor entre los dedos y dejarlo temblando en el aire de la cocina. Y con el olor se meten a la vez en la despensa oscura del corazón el campo y la infancia y la salmodia tajante que ocupaba la vida por un día en aquella ciudad de pulso pequeño y adormilado.
A modo de alfombra, a la entrada de un comercio de Valladolid se puede leer esto: «ENTRA Y VUÉLVETE LOCO COMPRANDO». La orden es inapelable: traspasar el umbral, poseer cuanto sea posible y perder la razón. La invitación es de una obscenidad evidente. Pero también de una exactitud fuera de duda.
Mañana de domingo. Han ido desapareciendo los vecinos a sus casas de verano en pueblos de por aquí cerca. Me asomo al patio y noto la exhalación de un vacío extraño. Es la bocanada del verano, que poco a poco lo va retirando todo a otro espacio algo irreal donde pueden convivir la alegría, el letargo y las irritaciones. El saldo dominante del calor.
La muerte de Tomás Salvador lo ocupa todo en mi cabeza. Todo el día ahí su voz de franela, su forma de sonreír con la astucia pequeña de sus dientes, su incomodidad por no poder desaparecer de su cuerpo —algo que lo asemejaba a Cortázar— en determinadas situaciones. Eso es lo que se me impone ahora: maneras de impedir que se vaya del todo. No podrá ser así, ya lo sé. Pero el poeta, cuando se va, se convierte siempre en sus palabras y a ellas habrá que agarrase para encontrarnos con Tomás, para creer en ese mundo que él delineó para nosotros en tantos poemas que nos permiten entrar en un territorio que nunca falla porque el resplandor de cada ser acaba por ganar la vez a todo aquello que pretende oscurecerlo. O, como él mismo decía en aquel poema: «Senté/ a la belleza/ para injuriarla,/ pero ebria y sorda se ha dormido/ en mis rodillas».
Anoche le costó a la luna llena de junio darse a ver. Velada por un desgarrón azul de nubes, estuvo entretenida en el juego esforzado de mostrarse y esconderse durante un buen rato. Incluso cuando se desveló redonda y entera como una criatura frutal dispuesta a abrasarlo todo, volvió a arrepentirse —o algo así— y buscó de nuevo el celaje discreto de las nubes. Así estuvo un tiempo, dudando si salir a acompañarnos toda la noche. Seguí pendiente de su presencia hasta que se fue de mi campo de visión hacia el sur, como ocurre cada anochecer, y regresé a lo que estaba leyendo un poco más confortado ya y agradecido por que su corporalidad se hubiese puesto por fin a batir el cielo con sigilo y consolación.
Se subasta la pistola con la que Van Gogh se quitó la vida. La muestra cuidadosamente un hombre con guantes blancos que parece, así, un lacayo refinado de la muerte. Una vez más, el mundo ha encontrado ocasión para convencernos de que es posible hacer de cualquier asunto un parque temático. Ahora ha sido esto: convertir en dinero lo que fue angustia y dolor.
Desmantelar un piso: dejar en huesos la memoria.
Abro otro cuaderno. Otro de estos cuadernos pálidos. Iré tomando munición de ellos para comenzar la sección que, a propuesta de Álvaro, saldrá a partir de ahora en El Cuaderno. Es lo que me han pedido. O sea, lo que hago siempre: trazar un almanaque desconcertado donde se combinan hechos y apreciaciones de corto alcance con otros sucesos que dejan escuchar el murmullo del mundo.
Viajo a Madrid. Voy a El Prado a ver las piezas de Giacometti. Allí estaban pululando entrometidas por las salas de Rubens o de Velázquez. Era sorprendente ver la majestad escuálida de esas presencias filiformes entre las masas corporales de Rubens o de Tiziano; parecían criaturas sorprendidas de estar allí, en medio de aquella fiesta carnal de luces y volúmenes rotundos, y soportando el ajetreo continuo del museo. Me detuve mucho ante El hombre que camina y no me defraudó lo que esperaba ver hace tanto tiempo: ese impulso decidido, con la fuerza descargada en el pie trasero, esos brazos oscilantes y esa leve inclinación que empuja a la figura con naturalidad suave hacia adelante, en el punto exacto de seguir en movimiento. Di vueltas alrededor de la pieza mientras la gente se arremolinaba en torno a Las meninas (la escultura parecía desentenderse de todo lo que había en la sala de Velázquez) y me hacía gracia su manera escurridiza de querer desaparecer. Volví a pensar —lo sigo haciendo ahora— en escribir ese poema que me tienta hace mucho sobre esta escultura o sobre Giacometti, uno de los artistas del siglo XX que más admiro por su libertad, por su honestidad, por su capacidad de interrogar con su obra sin parecer querer hacerlo. Ya en casa, he vuelto sobre sus escritos para considerarlos después de ver las esculturas en El Prado. Y vuelvo a constatar que el gran conflicto del artista suizo tiene que ver con la fidelidad, con la exactitud subjetiva de lo que él pretende reproducir. Su concepto de todo esto parte de su propia experiencia de observación. Él no acepta instintivamente que las cosas sean como todos las vemos y trata de ajustar las dimensiones de sus hombres y mujeres y de sus cabezas a esa sensación. Es el inicio de un proceso hacia la simplicidad que termina por hacerle decir que ya no necesita salir a pasear al bosque para ver árboles (le basta con ver uno en una calle de París: ver dos me da miedo) o elegir pintar un mantel antes que una cabeza.
Dos letreros de junio. Uno me lo muestra un amigo que lo fotografió para mí en un local de Sanabria: CERRAD LA PUERTA POR FAVOR O POR COJONES. Eso dice el cartel escrito a mano, casi tallado con letras rupestres que dan cuenta de la poca distancia que media entre la súplica y la conminación. El otro letrero está en el bote de champú que uso ahora para lavarme la cabeza. Lo intento leer con los ojos ya ocupados por el entresueño del jabón: CHAMPÚ DE PEPINO PURIFICANTE. Y sigo frotándome con ardor y perplejidad, sin saber muy bien qué clase de ceremonia lustral es esta de lavarse el pelo con esta inquietante pócima.
Se van las últimas cosas de esta casa ya vendida. Aparece el algodón tormentoso y mugriento que se ha ido criando debajo de los muebles y de los electrodomésticos. También lo que ha permanecido allí, a solas y a cubierto, años y años: una cucharilla boca abajo tras un frigorífico; añicos de cristales bajo un lavavajillas. Signos ocultos por más de cuarenta años que reaparecen justo ahora y nos pegan su manotazo en plena cara: te estaba esperando, nos parecen decir antes de agacharnos a recogerlos, para volver a ver en ellos rostros y manos que se fueron, oír voces que también sonaron antes de que esas menudencias cayesen al pequeño abismo casero en el que han permanecido hasta hoy. «Las cosas buscan esconderse», dice el escritor Ildefonso Rodríguez en su último libro, en el que tanto se bate la memoria. Así es. Y cuando las reencontramos hay un juego de escalofríos secretos como cuando nos topamos de frente con alguien a quien no deberíamos saludar porque trae noticias que siempre abrasan.
Los dos piragüistas cruzan por el Duero a primera hora de la mañana, antes de que el calor lo venza todo. Van paleando con ceremonia y lentitud, en delicada consonancia mutua que parece no querer asustar tan pronto al agua. Los pájaros del alba los miran desde las copas de los árboles con esa prevención con que prueban lo primero del día las criaturas matinales.
En el insomnio se me viene un verso encima: «Hablar toda la noche de caballos». No sé qué hacer con él y lo suelto, a ver dónde va. Y se va, volando por su cuenta, hasta ese poema que estoy escribiendo para no perder del todo a Tomás Salvador. Lo volví a pensar por la mañana, recién despierto, y vi que la hache se había hecho minúscula. Todo sucedió sin intervención mía. A veces es así.
Reparto de fotografías entre hermanos. Cada uno se queda con un pedazo de la melodía continua que ha ido siendo la historia familiar. Hasta destruirse, destazada ya, la fluencia de la estirpe. Algunos rostros son del todo desconocidos pero tienen en la cara la prueba incuestionable de unos rasgos que los hacen cercanos. Uno de los nuestros. Como el retrato retocado de ese antepasado que nació a mediados del siglo XIX, justo cien años antes que yo. Estaba oculto en el bastidor de un espejo de pared, como un recado avergonzado e incierto. ¿Y qué hacer con él? Nos reunimos para mirarlo de cerca antes de despedirlo para siempre en estas fechas en que hemos puesto a arder —en todos los sentidos— la memoria. No me resisto y le hago una fotografía. No te vayas del todo, le quiero decir con ese gesto.
Un niño llega a casa. Y hasta que se marcha, a todos nos arrastra con él a la infancia.
Esta escena: dos picazas chiando con graznido continuo mientras escoltan al cadáver de otra que yace patas arriba. Seguramente la ha tumbado un golpe de calor. Me detengo a media distancia pero advierten mi presencia y se alejan, no mucho, esperando sin duda a que me vaya para regresar a su puesto. De inmediato me acuerdo del poema de Tomás Salvador, aquel en que una oropéndola permanece en el jardín velando a otra, muerta. Se reproduce la situación ahora con las dos picazas. También a mí me conmueve ese comportamiento, la resistencia a irse, a despedirse del cuerpo muerto («pude seguir el duelo,/ los mínimos desplazamientos, apenas perceptibles al principio,/ que yo no comprendía», dice el poema de Tomás). Pero por fin se irán, como en el poema, y dejarán que la pudrición y el olvido se hagan cargo de todo. Y me lo aplico a mí mismo en estos días de vaciado y de tremendas despedidas, en los que predomina el sabor acre de la intemperie.
Se me ocurrió complementar estos textos con imágenes y se lo propuse a Encarna Mozas, que ha aceptado encantada. Dos, tres fotografías darán otra fuerza a los textos que yo vaya entregando. Eso me parece a mí. Así que comienza este itinerario que la vida y su incertidumbre irán dirigiendo a su modo y a ciegas. Escritura chorreante y fresca, como la leche recién ordeñada; de eso se trata en estos cuadernos pálidos. Palabras lanzadas al vacío como una bengala para no perder un rumbo del que no se sabe mucho qué decir pero al que hay que seguir invocando. O, como dice en un poema Tomás Salvador —a quien quiero volver a traer aquí—: «Yo alimento la llama para alguien que no veo,/ aquel que cruza el valle y de no ser por las brasas/ se pierde y tienta a ciegas/ el camino».
Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena(2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.