La experiencia del lugar | Tam-Tam Press
Yves Bonnefoy
La experiencia del lugar
De Tam-Tam Press / 16 de marzo de 2020 / "TIENDA DE FIELTRO",
Yves Bonnefoy.
La experiencia del lugar
El poeta y crítico literario Miguel Casado (Valladolid, 1954) llega al séptimo artículo de su sección “Tienda de fieltro”, en la que va desgranando sus reflexiones al hilo de distintas lecturas, en una reivindicación de la escritura como manera de estar en el mundo y de reinventarlo.
A partir de unas frases recordadas de “Devoción” —texto del poeta, escritor, ensayista, traductor y crítico literario frances Yves Bonnefoy (Tours, 1923-París, 2016)—, el autor de las líneas que siguen señala la “experiencia del lugar” como “una de las vías más abiertas para el aprendizaje de lo propio a través del tiempo”.
Por MIGUEL CASADO
Estas frases de Yves Bonnefoy, que me quedaron hace años en la memoria, pertenecen a “Devoción”, un inventario de lugares y sensaciones regidos por la preposición a, una lista de aquello por lo que el poeta sentía particular estima: “A una puerta tapiada con ladrillos color sangre sobre tu fachada gris, catedral de Valladolid. A unos grandes círculos de piedra. A un paso[1] cargado de seca tierra negra”. Frases perdidas en la memoria, pues yo creía que hablaban de esas enormes espirales que parecen casi hindúes y flanquean el segundo cuerpo –diseñado por Churriguera, no por Herrera– de la fachada de la catedral; pero a la vez conservadas, pues no olvidé dónde las había leído, en una edición argentina de Lo improbable. Las reencontré rápidamente.
La sensación de esa imagen –los ladrillos color sangre sobre la fachada gris– es fuerte. Lo que, para Bonnefoy, era un efecto violento de color, que se sumaba al contraste y la textura de los materiales, a mí se me mostraba como una forma local de la chapucería de la larga posguerra española, donde el cuidado de lo propio tan poco importaba, aunque la retórica del nacionalismo patrio afirmara lo contrario. Esa puerta así tapiada resumía ella sola el desprecio por la tradición y por la cultura que nos aislaba de Europa. Bonnefoy, herido doblemente por la imagen (su fuerza, su absurdo), supo encontrar en lo seco de la “tierra negra” que vio en un paso de Semana Santa una síntesis fúnebre y poderosa. El resto de su lista de devociones reunía pequeñas iglesias italianas y vestigios grecorromanos que parecían contener las huellas de un deseo de absoluto anidado en la emoción estética; pero, como en el caso vallisoletano, no dejaba de percibir la fuerza bruta de la realidad y permitía que emergiese. Ese choque y, también, el equilibrio entre lo circunstancial y lo absoluto, vendrían a resumirse en la última de la serie: “A esas dos salas cualesquiera, por el mantenimiento de los dioses entre nosotros”.
El texto “Devoción” procede de Rimbaud. En sus Iluminaciones hay una página del mismo título y estructura, donde caben lo sublime romántico –“su toca azul orientada al Mar del Norte”–, la estética de la fealdad –“la hierba del verano zumbona y pestilente”– y lo grotesco –“grasienta como el pescado y pintada como los diez meses de la noche roja”. Ahí estaba lo doble, los impulsos que tiraban de los ojos en sentidos opuestos. Pero en Bonnefoy las tensiones remiten a la voluntad de racionalizar una relación emotiva con la mirada, cuya energía viene a confundirse con un deseo de realidad. Y con un vínculo especial entre la obra de arte y el sitio donde se la encuentra, que nunca está ausente de sus ensayos tan personales sobre pintura. Esta constante de su enfoque cuaja en su concepto de lugar, decantado en La nube roja, otro de sus libros.
Para ello toma como modelo el lugar de nacimiento, o esos lugares que el recuerdo impone sin permitir cambio, o los de algunos sueños. No se trata solo de un “segmento del espacio” ni tampoco de “una simple representación del pensamiento”; el lugar es una “experiencia efectiva; en verdad, es la realidad misma, tal y como la sentimos en nuestra existencia”, “es el punto que convoca y retiene la impresión de realidad como el pararrayos convoca a la centella”.
Lugar de nacimiento, sí. Las frases de Bonnefoy no quedaron en mi memoria por la fuerza de la imagen, por el choque violento del rojo y el gris o el ladrillo y la piedra; se grabaron porque eran de la catedral de Valladolid. Su efecto es semejante al que siente quien recorre su tierra acompañando a alguien de fuera, y en la mirada del otro descubre de pronto lo propio. Aprender lo propio: esa propuesta de Hölderlin, de la que tanto han hablado los críticos; aprender lo propio gracias a la nitidez de la percepción ajena.
Pienso, por ejemplo, en el peso que tuvo la figura de Luis de León en las visitas que hacíamos, reiteradas muchas veces, a Madrigal de las Altas Torres. El viejo palacio real convertido en convento de clausura, uno de los edificios más misteriosos y conmovedores de Castilla, y enfrente, más allá de la muralla de ladrillo mudéjar, cruzando los campos cercanos, las ruinas del monasterio de San Agustín, donde murió el poeta buscando una calma nunca hallada. En mi experiencia del lugar, Madrigal nombra todas las tristezas y todas las ruinas de esa tierra, todo su poder latente, su emoción y su abandono, y sin esa presencia y compañía tal vez yo no lo habría sentido así.
Releo las cartas que fray Luis escribió desde la cárcel de la Inquisición, las pocas que se conservan o que le permitieron, sobre todo las que contienen listas de peticiones, de cosas que necesita que le busquen y le lleven a su celda. Pide ciertas prendas, pide libros –los que requiere para preparar su defensa, los que muestran su hilo de lecturas: Sófocles, Bembo, Píndaro. Lo que más llama la atención es cómo recuerda los detalles, por ejemplo en una carta de junio de 1575, cuando ya lleva preso tres largos años: “Una Biblia hebrea en un cuerpo: es de cuarto de pliego grande, encuadernada en cordobán negro y papelón. Un Sófocles en griego: es de cuarto de pliego grande en papelón y becerro negro”. Pero también dónde pueden encontrarse los libros en su celda del convento salmantino: “quedó en uno de los cajones de la mesa grande”, “está en los estantes que están a la mano izquierda como entramos por la celda”, “ha de estar sobre otros libros en los estantes que están al fin de la mesa grande”. Como si las cosas mismas, los materiales, el cuarto, hubieran quedado allá alojando una intimidad, una privacidad, que se trataba de eliminar.
Me doy cuenta de que el episodio carcelario de Luis de León me impresiona especialmente porque admiro el modo en que se cruzan en él la sabiduría y la escritura, porque creo entender cómo el lugar ameno parece siempre al alcance de su mano y nunca por ella asido; pero también, de nuevo, porque ocurrió en Valladolid. Y allí lo busco. Pese a la discusión interminable entre los historiadores sobre en qué edificio concreto estuvo recluido, tiendo a quedarme con uno de los que fueron en algún momento prisiones inquisitoriales: el antiguo palacio del obispo Alonso de Burgos (hijo y nieto de rabinos, según cuenta Jiménez Lozano y las fuentes más accesibles suelen callar), fundador del Colegio de San Gregorio y consejero de los Reyes Católicos. El palacio ya no está, pero la calle tomó el nombre de “Fray Luis de León”, y desde aquí, desde tan lejos, puedo recorrerla en sus accidentes, enumerar sus comercios, inquilinos y oficinas, habitarla con mis recuerdos. Quizá, gracias a él, sea otra forma de reflexionar sobre lo propio. Aunque el trato que recibió, junto a la muerte en la cárcel de dos de sus compañeros hebraístas, Alonso Gudiel y Gaspar de Grajal, y sus entierros a escondidas, clandestinos, hacen difícil identificar eso propio con la idea que se ha pretendido transmitir de tradición. Porque presos y carceleros no pueden reunirse bajo un solo rótulo. No hay una historia gloriosa que recuperar, sino una escindida, una tradición que son muchas, diversas y opuestas entre sí, de manera que nos vemos obligados a distinguir, a tomar partido, a optar por una de ellas. Y es entonces, asumida esta condición, cuando la experiencia del lugar –desde su carácter personal– aparece como una de las vías más abiertas para el aprendizaje de lo propio a través del tiempo. Un espacio de libertad y compañía, no de herencia.
Notas:
[1] En castellano en el original.
1 loimprobable1 rimbaud por bnfla nube roja
Lecturas.–
Yves Bonnefoy, Lo improbable. Traducción de Silvio Mattoni. Córdoba (Argentina), Alción, 1998.
––, La nube roja. Traducción de Javier del Prado y Patricia Martínez. Madrid, Síntesis, 2003.
Friedrich Hölderlin, “Carta a Böhlendorff, del 4 de diciembre de 1801”, en Cartas. Edición de José Luis Rodríguez García. Madrid, Tecnos, 1990.
Fray Luis de León, Obras castellanas completas, vol. I. Edición de Félix García. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1991 (5ª).
José Jiménez Lozano, Fray Luis de León. Barcelona, Omega, 2001.
Arthur Rimbaud, Iluminaciones, en Obra poética completa. Traducción de Miguel Casado. Barcelona, DVD, 2007.
Peter Szondi, Estudios sobre Hölderlin. Traducción de Juan Luis Vermal. Barcelona, Destino, 1992.
un proyecto donde lo efimero es el soporte sabiendo que la muerte odia la eternidad del instante.
lunes, marzo 16, 2020
viernes, marzo 13, 2020
Claudio Magris : “La única solución para Europa es un Estado fuerte, federal y respetado” – Revista Luzes
Claudio Magris : “La única solución para Europa es un Estado fuerte, federal y respetado” – Revista Luzes
Has hablado mucho de las utopías en tus libros, en novelas como A ciegas o en ensayos como Utopía y desencanto. Después del siglo de las utopías por excelencia, el siglo XX, de su desmoronamiento tras la caída de los regímenes totalitarios de un signo y de otro, ¿qué ha quedado? Parece que con ellas se fueron también un gran número de ideas sociales justas, legítimas, y comenzó poco a poco un declive de los partidos tradicionales de izquierda en Europa. Ahora, de norte a sur, de este a oeste, parece sólo reinar un gran cinismo, escudado en una dramática crisis, que no es sólo económica, sino también de las ideas, de los valores, de ilusiones que se asesinan antes incluso de tener la oportunidad de enunciarse. Además se aplica el término de "radical" enseguida a todo aquel que reclama simplemente cambios en este estado de cosas.
Uno de los escritores e intelectuales europeos más respetados y escuchados de nuestros días, Claudio Magris (Trieste, 1939), germanista de formación y autor de una variada obra que va desde el ensayo (Utopía y desencanto, La historia no ha terminado, Trieste, una identidad de frontera, El anillo de Clarisse, Itaca y más allá), la novela (Otro mar, A ciegas), el teatro (La exposición, Así que usted comprenderá) o libros fascinantes e inclasificables como El Danubio, que lo dio a conocer en todo el mundo, es asimismo, desde hace años, candidato permanente al Premio Nobel de Literatura.
Colaborador desde muy joven de la prensa italiana, y de otros muchos medios internacionales donde se recogen habitualmente sus lúcidos e incisivos artículos, sus contribuciones semanales en el Corriere della Sera suscitan siempre numerosos y apasionantes debates, como el que ha tenido lugar recientemente acerca de su inclusión, no solicitada, sin él saberlo, en la red social Facebook: "Reclamo mi derecho, defendido por la Constitución, de no formar parte de ninguna asociación; al mismo tiempo reivindico mi absoluto derecho a la incapacidad digital". Magris recordaría que a todos, hoy, se les exige leer los mismos libros, discutir acerca de los mismos problemas, participar en los mismos eventos: "El que no lo hace es clasificado inmediatamente de asocial y se le reconduce a la norma, aunque sea en contra de su voluntad, como un clochard al que se le obliga a ponerse un smoking".
En una ocasión, recuerdo que en un coloquio estuvimos comentando que Europa está de algún modo encuadrada entre dos Galicias: la Galicia del Finisterre europeo, al oeste, y en el lado oriental, la antigua Galitzia austrohúngara, patria de tantos escritores míticos, desde Joseph Roth a Bruno Schulz. Si nadie duda sobre las fronteras occidentales de Europa, la cuestión sobre dónde acaba, hacia el este, siempre ha estado en discusión. Ahora, curiosamente, este debate histórico que viene de lejos vuelve a estar sobre el tapete con el drama ucraniano. Un drama que no plantea si no una nueva paradoja: mientras en el oeste florecen los euroescépticos, los euronegacionistas, y algunos países y sobre todo grupos populistas quieren salir como sea de la Unión Europea, en el otro lado la gente soporta temperaturas de 20 grados bajo cero porque quieren entrar aunque les cueste la vida. Recientemente, el magnífico escritor Yuri Andrujovich, cabeza de serie absoluto de las últimas generaciones literarias ucranianas, ha lanzado una llamada desesperada a sus amigos y colegas del resto de Europa: "¡Piensen en nosotros! ¡Muestren su solidaridad!".
Es cierto que los confines de Europa, hacia el Este, serían efectivamente aquella Galitzia austrohúngara, tan rica en escritores. Y, más en concreto, yo diría que en relación a Ucrania, los verdaderos confines, la frontera simbólica, sería Rutenia. Ucrania y Rutenia quieren decir lo mismo. Sólo que los rutenos eran los ucranianos austrohúngaros. Los actuales ucranianos formarían parte de una Europa centro-oriental, pero Europa a fin de cuentas. Es decir, el espíritu, el trasfondo histórico del que vienen es particular: un tipo de cultura austrohúngara, una serie de tradiciones, de costumbres, también de desilusiones políticas, de servidumbres. Aunque, evidentemente, hay que tener cuidado con esto. Nada cierra nada. Además, literariamente hablando, tenemos casos como el de Turgueniev, un ruso, a la vez ferviente europeísta. Pero no se trata de hablar en términos estrictamente literarios.
"El mundo tiene que ser administrado y cambiado"
En lo que se refiere a una determinada civilización, al aspecto sociopolítico e institucional, a la relación entre el ciudadano y el estado, con todos los límites de las generalizaciones, se puede decir que sí, que aquella Galitzia significaba simbólicamente los confines de Europa. Desde luego en el caso de Galicia es mucho más fácil, porque a fin de cuentas la frontera es el mar. Pero aquello es mucho más ambiguo. "Leopoli, tomba di popoli" —es decir, Lvov, la antigua Lemberg alemana— cantaban cuando partían los soldados triestinos, enrolados por Austria, bajo cuyo dominio estaban, en la Primera Guerra Mundial. No me refiero a los voluntarios que se habían ido a combatir por Italia contra Austria, sino a los ciudadanos austriacos de entonces que eran enviados a Galitzia, a unas terribles y masacrantes batallas.
Este año, con enormes fastos y homenajes a caídos de todos los bandos, con publicaciones y revisiones históricas múltiples, se conmemora el inicio de esta Primera Guerra Mundial de la que hablas. ¿Cuáles son los fantasmas y retos aún pendientes, las posibles lecciones a las que se enfrenta la Europa actual desde aquella devastadora tragedia, de proporciones apocalípticas, con la que en realidad dio comienzo el siglo XX?
En mi caso particular estoy implicado precisamente en un proyecto alrededor de esta conmemoración. Voy a hacer para la televisión italiana una serie con cuatro capítulos. En cada una de las partes estará presente un diálogo con un personaje determinado. La primera parte, la principal, la llamo El sueño de Adán. Y empiezo con Adam Wandruszka, un gran historiador austríaco, nacido a finales del 14. En una ocasión vino a Trieste a buscar en el cementerio austríaco la tumba de su padre, que había caído como oficial en los montes del Carso, junto a Trieste, combatiendo contra los italianos. Adam me dijo que se llamaba así porque cuando su padre se fue a la guerra su madre estaba embarazada, y su padre decidió que si era niño se tenía que llamar, sin lugar a dudas, Adam. Por una simple razón: porque esta sería la última guerra de la historia y luego se nacería a un mundo de paz, a un "nuevo Adán". Este sueño increíble recorría en aquel entonces todo y a todos sin excepción. Sucedía, por ejemplo, con la poesía rusa que soñaba con el hombre nuevo, y en tantos otros casos. Todos creen que surgirá algo nuevo y diferente. Pero al final resultó que la guerra no sólo dejó tras de sí una masacre espantosa, sino que, muy al contrario, nada quedó solucionado: el problema de las fronteras quedó aún más abierto, el problema de las nacionalidades se incrementó…
¿Cómo vivieron la cruda realidad de la guerra todos aquellos jóvenes que iban directamente al matadero, de forma alegre en ocasiones, sin ser conscientes?
Hay una frase del Papa Benedicto XV, el único que en aquellos días, junto a algunos socialistas, realmente llegó a comprender y ver claro lo que estaba sucediendo, que dice así: "Inútiles masacres y suicidio de Europa". Porque con aquella guerra, Europa, que durante 2.000 años había sido el centro del mundo, se hundiría en lo peor. Esto es interesantísimo cuando lo vemos desde nuestra perspectiva actual: cómo se es incapaz de imaginar lo que vendrá más tarde. Cuando se produce el atentado de Sarajevo, es decir, el comienzo de la guerra en sí, ninguna potencia entonces creía que se llegaría a ella. Piensan: les daremos alguna que otra bofetada como mucho, durará cuatro días… Y de repente estalla esto monstruoso que para los militares sería incluso peor que la Segunda Guerra Mundial. Entendámonos: la Segunda es horrible para los civiles, además está la atrocidad de la Shoah, pero para los militares aquello sería algo apocalíptico, nunca visto. Muchas posturas de aquellos días son realmente llamativas, y no sólo en lo que se refiere a los ultranacionalistas belicosos, sino también en lo que se refiere al campo de los demócratas de aquellos momentos, por así llamarlos. Ellos también compartían esta fe absoluta en ese mundo nuevo del que hablábamos.
"La caída de la utopía totalizante es una liberación"
Nos han llegado testimonios impresionantes, por ejemplo, a través de aquella joven y brillantísima generación perdida triestina, en ocasiones muertos prematuramente, como Scipio Slataper y Carlo Stuparich, caídos en el frente durante la Guerra del 14. Elody Oblath, una de las amigas de Slataper, el mítico autor de Mi Carso —que escribiría con tan sólo 24 años—, quien más tarde se casaría con el Stuparich sobreviviente, con Giani, dijo sobre aquellos días del inicio de la guerra: "Estábamos dispuestos a morir y en el fondo —y esto lo dice con un profundo sentido de culpa— estábamos igualmente dispuestos a pedir la muerte de millones de hombres". Es decir, encuentras a muchos que se van a la guerra con un sentido de la aventura, de las experiencias emocionantes, y luego, inmediatamente, llegan Verdún, Galitzia, el Carso, lugares en los que, para ganar un espacio que sería como ir desde aquí hasta el fondo de aquella escalera, tienen que caer doscientos hombres, y al día siguiente otros doscientos. Son necesarias todas aquellas terribles matanzas para que por fin se lleven las manos a la cabeza horrorizados. Es realmente sorprendente. Porque yo, que he tenido la suerte de no haber estado en ninguna guerra, no tengo necesidad de que nadie me meta una bayoneta en la barriga para imaginar que es algo espantoso. Es algo extraordinario esta imprevisión, este pillar por sorpresa. Luego está otro fenómeno de enorme importancia que aparece con esta Primera Guerra, que es la aparición de las masas en toda Europa, con lo que el mundo cambió radicalmente.
Se cancela en cierto modo aquel "mundo de ayer", de seguridad, con sus pautas, sus problemas enquistados, pero también sus rutinas, del que hablaba Zweig.
Cambian muchas cosas, en efecto. En la posguerra del 14, todas las fuerzas políticas que antes habían dominado los países —los liberales, los republicanos, etc.— se quedaron totalmente fuera de juego porque no entendían a las masas. El fascismo y el comunismo las entienden perfectamente. Yo diría que el fascismo, al menos en un primer momento, las entiende incluso más. Además, no olvidemos que países como Italia no deseaban la guerra, el Parlamento no la quería, fue la plaza —la calle, por así llamarla— la que la impuso. Con lo cual se produce un fenómeno extremadamente peligroso. En ese sentido es una época que hace acabar efectivamente ese "mundo de ayer" y abre paso a la Segunda Guerra Mundial que, con todos sus espantos específicos, sus horrores, en el fondo no es más que una continuación. Pero lo que hace bascular todo, el verdadero big bang del nuevo mundo, incluyendo en esto tanto lo bello como lo nefasto, es la primera. Sin la Primera Guerra Mundial, sin el suicidio de Europa, probablemente los pueblos coloniales, por ejemplo, no hubieran podido más tarde emanciparse. Aquel de entonces es un proceso que, a mi entender, aún no ha terminado. Lo que una vez fue un orden, con tantos aspectos discutibles, algunos incluso tremendos, estalló de repente.
Llama la atención la tremenda inocencia con la que algunos se enfrentaron a este auténtico fin del mundo antes nunca conocido, como decías.
Hay casos realmente llamativos, conmovedores. En la tercera parte que he escrito para esta serie de televisión hablo sobre la literatura y la guerra mundial. Por un lado, está la literatura de exaltación, de género nacionalista, y por otro la demócrata. Están los que la denuncian, los que la aceptan —como sería el caso de Stuparich, de Carlos Emilio Gadda— y también, claro, los pacifistas. Luego están los que, como Jünger, continúan creyendo que la guerra es "una gran escuela". Yo, naturalmente, estoy en contra de Jünger, pero tengo que decir que entiendo mejor a alguien como él, que desde el principio sabe lo que es la guerra y por tanto no se sorprende, que a aquellos que van a la guerra como a una aventura y luego dicen "¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?". Hay una maravillosa historia judía que me contó en una ocasión el escritor triestino Giorgio Voghera, que es la historia de un judío austríaco que es llamado a filas. Él está en contra de la guerra pero va. Le fastidia, pero hace los ejercicios reglamentarios, las maniobras, aprende a disparar. Por fin lo mandan al frente y él va obedientemente. Una noche, dan la orden de salir de las trincheras y atacar las posiciones rusas. Él va de mala gana, pero se arrastra por tierra para ir avanzando y, en un momento dado, los rusos lanzan unas bengalas que iluminan la llanura y comienzan a disparar. Y él de repente se pone a gritarles: "¡Pero qué hacéis! ¿Estáis locos o qué? ¡Aquí hay gente!". Y en ese momento cae fulminado por una bala.
Has hablado mucho de las utopías en tus libros, en novelas como A ciegas o en ensayos como Utopía y desencanto. Después del siglo de las utopías por excelencia, el siglo XX, de su desmoronamiento tras la caída de los regímenes totalitarios de un signo y de otro, ¿qué ha quedado? Parece que con ellas se fueron también un gran número de ideas sociales justas, legítimas, y comenzó poco a poco un declive de los partidos tradicionales de izquierda en Europa. Ahora, de norte a sur, de este a oeste, parece sólo reinar un gran cinismo, escudado en una dramática crisis, que no es sólo económica, sino también de las ideas, de los valores, de ilusiones que se asesinan antes incluso de tener la oportunidad de enunciarse. Además se aplica el término de "radical" enseguida a todo aquel que reclama simplemente cambios en este estado de cosas.
Yo creo que la caída de las utopías, ya no digo totalitarias, sino totalizantes, aquellas que tenían la idea de construir un futuro perfecto, de tener la receta para construirlo, el hecho de que estas utopías cayeran, no tiene por qué significar en modo alguno una desilusión, sino que tiene que ser vivido como una liberación. Lo trágico es que en vez de sentirse libres de soluciones equivocadas y autoritarias, y por tanto libres para seguir intentando mejorar el mundo, es decir, haciendo intentos una y otra vez, siempre de manera imperfecta, democrática, conciliadora, de repente esta caída parece que hubiese llevado a la gente a no creer en ninguna solución.
"La unanimidad no es democracia"
Hay una frase de aquel cabaretista genial del que Brecht aprendió mucho, Karl Valentin, que dice: "Hubo una vez en que el futuro fue mejor". No el presente, porque se trataba de un presente horrendo. Es decir, hasta un cierto momento de la historia bastante reciente, había existido la idea de construir un futuro mejor, un proyecto para un futuro. Yo, por ejemplo, que nunca compartí la utopía comunista, sigo creyendo que este cinismo actual es un error. Lo que sucede es que la humanidad, en estos momentos, se muestra verdaderamente inmadura, en el sentido de que o bien quiere tener las revelaciones como en el Sinaí, con unas tablas de la ley dadas por Dios a través de las cuales se sabe todo inmediatamente, o bien, en lugar de esto, en el otro lado, no existe nada en absoluto. Todo se tiene que construir trabajosamente, con una mezcla de pasión, pero también de cierto escepticismo, con vistas a un mundo no perfecto sino simplemente mejor. Creo que es importante que sigamos creyendo que el mundo no sólo tiene que ser administrado, sino también cambiado.
Los populismos y grupos xenófobos han crecido de forma espectacular en estos últimos años en muchos países europeos, desde Francia y Holanda, hasta Grecia, Hungría o Noruega. ¿Lo ves de una manera preocupante?
Sí, claro que es preocupante. Yo, hace algún tiempo, inventé una palabra: lumpemburguesía. Marx hablaba de un lumpemproletariado, es decir, de un proletariado perdulario, marginal, en el sentido de tan explotado y tan cautivo que no tenía conciencia alguna de sí mismo, ninguna característica especial, y por tanto estaba listo para ser utilizado por los populismos más reaccionarios. Lo que ha sucedido en estos veinte años últimos, grosso modo, es la formación de una lumpemburguesía, una burguesía de clase media, que moralmente, culturalmente, está brutalizada. Que ha perdido cualquier principio de dignidad, de decoro, incluso de hipocresía, que era uno de los valores que la sustentaban, algo que significaba un freno de algún modo. Es decir, si yo soy un antisemita pero estoy callado por miedo a que la sociedad en torno a mí me mire con reproche, sería una pésima señal para mí, pero una buena señal para la sociedad. Si, por el contrario, soy antisemita, y mando —como recientemente ha sucedido, en el día de la conmemoración del Holocausto— un montón de cabezas de cerdo a la Sinagoga de Roma, sin que ello comporte ningún tipo de censura, sería una pésima señal no sólo para mí sino para el mundo en el que vivo.
¿Qué tipo de solución ves a todo esto, a esta desmoralización creciente de una buena parte de la sociedad europea?
Yo diría que lo que no se consigue ver por ningún lado hoy día son las fuerzas políticas que puedan llevar a cabo las reformas necesarias. Creo verdaderamente que la única solución es un Estado europeo fuerte, federal, respetado, en el que estén integrados los estados individuales de ahora, incluyendo en esto las regiones, las provincias, con sus diferencias y sus características propias, pero sin negar la pertenencia a este Estado fuerte europeo, con unas leyes compartidas por todos. La emigración, por ejemplo, es un problema europeo, es ridículo tener leyes diferentes en Italia, en Francia o en Holanda. Sería como tener leyes distintas en Florencia o Bolonia. Esto es muy difícil, por supuesto, y más que nada en estos momentos, obviamente, en que la crisis económica ha traído consigo numerosos pasos atrás. Y hay que recordar también que es muy complicado construir una casa común entre muchos. Si bien he escrito mucho sobre la necesidad de integrar a todos por igual, tanto los que vienen del este —considerados muchas veces de segunda categoría— como los que ya están en el oeste, es necesario, antes de incluir a demasiados países, que el proyecto originario se consolide de un modo sumamente sólido y a él luego se unan todos lo que deban unirse. Y cuando digo demasiados no quiero que se me entienda mal. Por supuesto no quiero decir que Rumanía tenga menos valor que España. Pero hay que consolidarlo antes de forma conveniente, en ocasiones reformando lo ya existente. Es decir, probablemente habría que abolir, en cada uno de los campos, el principio de unanimidad. Porque la unanimidad no es democracia, sólo los regímenes autoritarios fingen tener esa falsa unanimidad. Es imposible funcionar veto tras veto.
"La lumpemburguesía se ha brutalizado"
Debido al peso tremendo de esa elefantiasis burocrática, está sucediendo en Europa lo que sucede en mi universidad, en la que sólo se convocan reuniones para discutir lo que se tiene que hacer. Aún así hay que recordar que en la construcción de Europa, por primera vez en la historia del mundo, se intenta construir un complejo entramado que desemboque en un estado pluriestatal no con la guerra sino a través del acuerdo. Hasta ahora todas las grandes operaciones en Europa se hacían a través de las guerras. Los romanos no les pidieron permiso a los galos para invadirlos, tampoco el Imperio austrohúngaro pedía permiso para tomar el Banato.
El Danubio, el libro con el que se te conoció en muchos países, apareció en 1986. En cierto modo, ha contribuido enormemente a esta difícil construcción europea de la que hablabas, a sentir más cercanos, a normalizarlos, a un gran número de países que antes eran mirados como extranjeros. Desde la perspectiva actual, ¿cuál dirías que fue la espoleta de salida para aquella obra tan particular, que conectó con tantos lectores, y que fundó casi un género, se podría decir, mitad reportaje, mitad relato histórico en torno a la civilización danubiana, mitad novela con personajes y relato autobiográfico encubierto?
Naturalmente, sin todos los años previos, en los que había estudiado una parte al menos de la civilización danubiana, no hubiera podido escribir el libro, es evidente. Porque, lo mismo que si me hubiera puesto a escribir sobre el Mississippi o el Volga, me habría faltado familiaridad. Este viaje del conocimiento al no conocimiento —porque finalmente uno acaba también por no entender nada—, el haber escogido el Danubio, partía de esa premisa. Luego estaba, por supuesto, el hecho de que el Danubio es un río que no se identifica sólo con un país, como sucede con el Volga. Es decir, atravesando pueblos, culturas, sistemas políticos, lenguas, enseguida se convertía en un símbolo de la Babel del mundo, de la necesidad y de la dificultad también de atravesar fronteras. Y, por supuesto, cuando digo fronteras no me refiero sólo a las nacionales, sino a las culturales, a las religiosas, a las que llevamos dentro de nosotros, etc. Un mundo en el que, conforme avanzaba, más familiaridad perdía.
Aunque luego tuvo lugar un momento especial, como siempre sucede con mis libros, aparte del tema de fondo que puedan tener, en que se produjo un suceso, un clic que lo desencadenó. "Una causa próxima", como decía Aristóteles. El Danubio nace, por así decirlo, un día de septiembre de 1982, en que con Marisa Madieri, mi mujer, y con algunos amigos, habíamos planeado ir a Eslovaquia, que entonces aún seguía siendo Checoslovaquia. Estábamos aún en la frontera de Austria y era un día bellísimo, esplendoroso, en el que compartíamos realmente esa sensación de abandono, de amistad, de estar en armonía con el fluir de la vida. En aquel momento, señalado con una flecha, vimos: Museo del Danubio. Era algo extrañísimo. Era como si los enamorados en los bancos de los parques descubrieran de repente formar parte de una exposición sobre el amor en los bancos públicos, como la canción de Brassens Les amoureux des bancs publics, sin ellos saberlo. Pues entonces nos sucedió lo mismo, el Danubio apareció con una flecha que señalaba "Danubio". En ese momento Marisa, mi mujer, dijo: "¿Y si continuásemos hasta llegar al Mar Negro?". Justo entonces tuve la idea de escribir el libro. De todos modos, hasta que no tuve un tercio acabado no sabía de qué tipo sería: si sólo reportajes, si sería yo el personaje, con mi propio nombre, como cuando firmo mis artículos del Corriere della Sera, o si se convertiría en un personaje total o parcialmente inventado.
Esta entrevista se publicó en el nº 4 de la revista Luzes. Suscríbete.
Giorgio Agamben / Contagio
Giorgio Agamben / Contagio | Artillería Inmanente
GIORGIO AGAMBEN / CONTAGIO
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El aislamiento gubernamental en Italia continúa y Giorgio Agamben vuelve a publicar en su columna Una voce (11 de marzo de 2020) un artículo sobre una vieja figura de la historia de Occidente y la generalización de un modelo de relaciones humanas basadas en la separación.
¡Al untador! ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahí, al untador!
Alessandro Manzoni, Los novios
Una de las consecuencias más deshumanas del pánico que se busca por todos los medios propagar en Italia durante la llamada epidemia del corona virus es la idea misma del contagio, que está a la base de las medidas excepcionales de emergencia adoptadas por el gobierno. La idea, que era ajena a la medicina hipocrática, tuvo su primer precursor inconsciente durante las plagas que asolaron algunas ciudades italianas entre 1500 y 1600. Se trata de la figura del untore, el untador, inmortalizada por Manzoni tanto en su novela como en el ensayo sobre la Historia de la columna infame. Una «grida» milanesa para la peste de 1576 los describe así, invitando a los ciudadanos a denunciarlos:
Habiendo llegado a la noticia del gobernador que algunas personas con débil celo de caridad y para sembrar el terror y el espanto en el pueblo y los habitantes de esta ciudad de Milán, y para excitarlos a algún tumulto, van ungiendo con untos, que dicen pestíferos y contagiosos, las puertas y las cerraduras de las casas y los cantones de los distritos de dicha ciudad y otros lugares del Estado, con el pretexto de llevar la peste a lo privado y a lo público, de lo que resultan muchos inconvenientes, y no poca alteración entre la gente, más aún para aquellos que fácilmente se persuaden a creer tales cosas, se entiende por su parte a cada persona de cualquier calidad, estado, grado y condición, que en el plazo de cuarenta días dejará claro a la persona o personas que han favorecido, ayudado o sabido de tal insolencia, si le darán quinientos escudos…
Dadas las debidas diferencias, las recientes disposiciones (adoptadas por el gobierno con decretos que quisiéramos esperar —pero es una ilusión— que no fueron ratificados por el parlamento en leyes en los términos previstos) transforman de hecho a cada individuo en un potencial untador, de la misma manera que las que se ocupan del terrorismo consideran de hecho y de derecho a cada ciudadano como un terrorista en potencia. La analogía es tan clara que el untador potencial que no se atiene a las prescripciones es castigado con la cárcel. Particularmente invisible es la figura del portador sano o precoz, que contagia a una multiplicidad de individuos sin que uno se pueda defender de él, como uno se podía defender del untador.
Aún más tristes que las limitaciones de las libertades implícitas en las disposiciones es, en mi opinión, la degeneración de las relaciones entre los hombres que ellas pueden producir. El otro hombre, quienquiera que sea, incluso un ser querido, no debe acercarse o tocarse y debemos poner entre nosotros y él una distancia que según algunos es de un metro, pero según las últimas sugerencias de los llamados expertos debería ser de 4.5 metros (¡esos cincuenta centímetros son interesantes!). Nuestro prójimo ha sido abolido. Es posible, dada la inconsistencia ética de nuestros gobernantes, que estas disposiciones se dicten en quienes las han tomado por el mismo temor que pretenden provocar, pero es difícil no pensar que la situación que crean es exactamente la que los que nos gobiernan han tratado de realizar repetidamente: que las universidades y las escuelas se cierren de una vez por todas y que las lecciones sólo se den en línea, que dejemos de reunirnos y hablar por razones políticas o culturales y sólo intercambiemos mensajes digitales, que en la medida de lo posible las máquinas sustituyan todo contacto —todo contagio— entre los seres humanos.
Fragmento de "La peste"- Albert Camus
Fragmento de "La peste"- Albert Camus | El Buen Librero
La peste (fragmento)
Por:
Albert Camus
A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y, sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que había que arreglárselas. Así fue que, por ejemplo, un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio.
Una de las consecuencias más notables de la clausura de las puertas fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello. Madres e hijos, esposos, amantes que habían creído aceptar días antes una separación temporal, que se habían abrazado en la estación sin más que dos o tres recomendaciones, seguros de volverse a ver pocos días o pocas semanas más tarde, sumidos en la estúpida confianza humana, apenas distraídos por la partida de sus preocupaciones habituales, se vieron de pronto separados, sin recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la clausura se había efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura y, naturalmente, era imposible tomar en consideración los casos particulares. Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales. Desde las primeras horas del día en que la orden entró en vigor, la prefectura fue asaltada por una multitud de demandantes que por teléfono o ante los funcionarios exponían situaciones, todas igualmente interesantes y, al mismo tiempo, igualmente imposibles de examinar. En realidad, fueron necesarios muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una situación sin compromisos posibles y que las palabras “transigir”, “favor”, “excepción” ya no tenían sentido.
Hasta la pequeña satisfacción de escribir nos fue negada. Por una parte, la ciudad no estaba ligada al resto del país por los medios de comunicación habituales, y por otra, una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas pudieran ser vehículo de infección. Al principio, hubo privilegiados que pudieron entenderse en las puertas de la ciudad con algunos centinelas de los puestos de guardia, quienes consintieron en hacer pasar mensajes al exterior. Esto era todavía en los primeros días de la epidemia y los guardias encontraban natural ceder a los movimientos de compasión. Pero al poco tiempo, cuando los mismos guardias estuvieron bien persuadidos de la gravedad de la situación, se negaron a cargar con responsabilidades cuyo alcance no podían prever. Las comunicaciones telefónicas interurbanas, autorizadas al principio, ocasionaron tales trastornos en las cabinas públicas y en las líneas, que fueron totalmente suspendidas durante unos días y, después, severamente limitadas a lo que se llamaba casos de urgencia, tales como una muerte, un nacimiento o un matrimonio. Los telegramas llegaron a ser nuestro único recurso. Seres ligados por la inteligencia, por el corazón o por la carne fueron reducidos a buscar los signos de esta antigua comunión en las mayúsculas de un despacho de diez palabras. Y como las fórmulas que se pueden emplear en un telegrama se agotan pronto, largas vidas en común o dolorosas pasiones se resumieron rápidamente en un intercambio periódico de fórmulas establecidas tales como: “Sigo bien. Cuídate. Cariños.”
Algunos se obstinaban en escribir e imaginaban sin cesar combinaciones para comunicarse con el exterior, que siempre terminaban por resultar ilusorias. Sin embargo, aunque algunos de los medios que habíamos ideado diesen resultado, nunca supimos nada porque no recibimos respuesta. Durante semanas estuvimos reducidos a recomenzar la misma carta, a copiar los mismos informes y las mismas llamadas, hasta que al fin las palabras que habían salido sangrantes de nuestro corazón quedaban vacías de sentido. Entonces, escribíamos maquinalmente haciendo por dar, mediante frases muertas, signos de nuestra difícil vida. Y para terminar, a este monólogo estéril y obstinado, a esta conversación árida con un muro, nos parecía preferible la llamada convencional del telégrafo.
Al cabo de unos cuantos días, cuando llegó a ser evidente que no conseguiría nadie salir de la ciudad, tuvimos la idea de preguntar si la vuelta de los que estaban fuera sería autorizada. Después de unos días de reflexión la prefectura respondió afirmativamente. Pero señaló muy bien que los repatriados no podrían en ningún caso volver a irse, y que si eran libres de entrar no lo serían de salir.
Al cabo de unos cuantos días, cuando llegó a ser evidente que no conseguiría nadie salir de la ciudad, tuvimos la idea de preguntar si la vuelta de los que estaban fuera sería autorizada. Después de unos días de reflexión la prefectura respondió afirmativamente. Pero señaló muy bien que los repatriados no podrían en ningún caso volver a irse, y que si eran libres de entrar no lo serían de salir.
Entonces algunas familias, por lo demás escasas, tomaron la situación a la ligera y poniendo por encima de toda prudencia el deseo de volver a ver a sus parientes invitaron a éstos a aprovechar la ocasión. Pero pronto los que eran prisioneros de la peste comprendieron el peligro en que ponían a los suyos y se resignaron a sufrir la separación. En el momento más grave de la epidemia no se vio más que un caso en que los sentimientos humanos fueron más fuertes que el miedo a la muerte entre torturas. Y no fue, como se podría esperar, dos amantes que la pasión arrojase uno hacia el otro por encima del sufrimiento. Se trataba del viejo Castel y de su mujer, casados hacía muchos años. La señora Castel, unos días antes de la epidemia, había ido a una ciudad próxima. No eran una de esas parejas que ofrecen al mundo la imagen de una felicidad ejemplar, y el narrador está a punto de decir que lo más probable era que esos esposos, hasta aquel momento, no tuvieran una gran seguridad de estar satisfechos de su unión. Pero esta separación brutal y prolongada los había llevado a comprender que no podían vivir alejados el uno del otro y, una vez que esta verdad era sacada a la luz, la peste les resultaba poca cosa.
Esta fue una excepción. En la mayoría de los casos, la separación, era evidente, no debía terminar más que con la epidemia. Y para todos nosotros, el sentimiento que llenaba nuestra vida y que tan bien creíamos conocer (los oraneses, ya lo hemos dicho, tienen pasiones muy simples) iba tomando una fisonomía nueva. Maridos y amantes que tenían una confianza plena en sus compañeros se encontraban celosos. Hombres que se creían frívolos en amor, se volvían constantes. Hijos que habían vivido junto a su madre sin mirarla apenas, ponían toda su inquietud y su nostalgia en algún trazo de su rostro que avivaba su recuerdo. Esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados, incapaces de reaccionar contra el recuerdo de esta presencia todavía tan próxima y ya tan lejana que ocupaba ahora nuestros días. De hecho sufríamos doblemente, primero por nuestro sufrimiento y además por el que imaginábamos en los ausentes, hijo, esposa o amante.
En otras circunstancias, por lo demás, nuestros conciudadanos siempre habrían encontrado una solución en una vida más exterior y más activa. Pero la peste los dejaba, al mismo tiempo, ociosos, reducidos a dar vueltas a la ciudad mortecina y entregados un día tras otro a los juegos decepcionantes del recuerdo, puesto que en sus paseos sin meta se veían obligados a hacer todos los días el mismo camino, que, en una ciudad tan pequeña, casi siempre era aquel que en otra época habían recorrido con el ausente.
Así, pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio. Y el cronista está persuadido de que puede escribir aquí en nombre de todo lo que él mismo experimentó entonces, puesto que lo experimentó al mismo tiempo que otros muchos de nuestros conciudadanos. Pues era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria. Algunas veces nos abandonábamos a la imaginación y nos poníamos a esperar que sonara el timbre o que se oyera un paso familiar en la escalera y si en esos momentos llegábamos a olvidar que los trenes estaban inmovilizados, si nos arreglábamos para quedarnos en casa a la hora en que normalmente un viajero que viniera en el expreso de la tarde pudiera llegar a nuestro barrio, ciertamente este juego no podía durar. Al fin había siempre un momento en que nos dábamos cuenta de que los trenes no llegaban. Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que durar y que no nos quedaba más remedio que reconciliarnos con el tiempo. Entonces aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si algunos tenían la tentación de vivir en el futuro, tenían que renunciar muy pronto, al menos, en la medida de lo posible, sufriendo finalmente las heridas que la imaginación inflige a los que se confían a ella.
En especial, todos nuestros conciudadanos se privaron pronto, incluso en público, de la costumbre que habían adquirido de hacer suposiciones sobre la duración de su aislamiento. ¿Por qué? Porque cuando los más pesimistas le habían asignado, por ejemplo unos seis meses, y cuando habían conseguido agotar de antemano toda la amargura de aquellos seis meses por venir, cuando habían elevado con gran esfuerzo su valor hasta el nivel de esta prueba; puesto en tensión sus últimas fuerzas para no desfallecer en este sufrimiento a través de una larga serie de días, entonces, a lo mejor, un amigo que se encontraba, una noticia dada por un periódico, una sospecha fugitiva o una brusca clarividencia les daba la idea de que, después de todo, no había ninguna razón para que la enfermedad no durase más de seis meses o acaso un año o más todavía.
En ese momento el derrumbamiento de su valor y de su voluntad era tan brusco que llegaba a parecerles que ya no podrían nunca salir de ese abismo. En consecuencia, se atuvieron a no pensar jamás en el término de su esclavitud, a no vivir vueltos hacia el porvenir, a conservar siempre, por decirlo así, los ojos bajos. Naturalmente, esta prudencia, esta astucia con el dolor, que consistía en cerrar la guardia para rehuir el combate, era mal recompensada. Evitaban sin duda ese derrumbamiento tan temido, pero se privaban de olvidar algunos momentos la peste con las imágenes de un venidero encuentro. Y así, encallados a mitad de camino entre esos abismos y esas costumbres, fluctuaban, más bien que vivían, abandonados a recuerdos estériles, durante días sin norte, sombras errantes que sólo hubieran podido tomar fuerzas decidiéndose a arraigar en la tierra su dolor.
El sufrimiento profundo que experimentaban era el de todos los prisioneros y el de todos los exiliados, el sufrimiento de vivir con un recuerdo inútil. Ese pasado mismo en el que pensaban continuamente sólo tenía el sabor de la nostalgia. Hubieran querido poder añadirle todo lo que sentían no haber hecho cuando podían hacerlo, con aquel o aquellas que esperaban, e igualmente mezclaban a todas las circunstancias relativamente dichosas de sus vidas de prisioneros la imagen del ausente, no pudiendo satisfacerse con lo que en la realidad vivían. Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir, éramos semejantes a aquellos que la justicia o el odio de los hombres tienen entre rejas. Al fin, el único medio de escapar a este insoportable vagar, era hacer marchar los trenes con la imaginación y llenar las horas con las vibraciones de un timbre que, sin embargo, permanecía obstinadamente silencioso.
Pero si esto era el exilio, para la mayoría era el exilio en su casa. Y aunque el cronista no haya conocido el exilio más que como todo el mundo, no debe olvidar a aquellos, como el periodista Rambert y otros, para los cuales las penas de la separación se agrandaban por el hecho de que habiendo sido sorprendidos por la peste en medio de su viaje, se encontraban alejados del ser que querían y de su país.
En medio del exilio general, estos eran lo más exiliados, pues si el tiempo suscitaba en ellos, como en todos los demás, la angustia que es la propia, sufrían también la presión del espacio y se estrellaban continuamente contra las paredes que aislaban aquel refugio apestado de su patria perdida. A cualquier hora del día se los podía ver errando por la ciudad polvorienta, evocando en silencio las noches que sólo ellos conocían y las mañanas de su país. Alimentaban entonces su mal con signos imponderables, con mensajes desconcertantes: un vuelo de golondrinas, el rosa del atardecer, o esos rayos caprichosos que el sol abandona a veces en las calles desiertas. El mundo exterior que siempre puede salvarnos de todo, no querían verlo, cerraban los ojos sobre él obcecados en acariciar sus quimeras y en perseguir con todas sus fuerzas las imágenes de una tierra donde una luz determinada, dos o tres colinas, el árbol favorito y el rostro de algunas mujeres componían un clima para ellos irreemplazable.
Por ocuparnos, en fin, de los amantes, que son los que más interesan y ante los que el cronista está mejor situado para hablar, los amantes se atormentaban todavía con otras angustias entre las cuales hay que señalar el remordimiento. Esta situación les permitía considerar sus sentimientos con una especie de febril objetividad, y en esas ocasiones casi siempre veían claramente sus propias fallas. El primer motivo era la dificultad que encontraban para recordar los rasgos y gestos del ausente. Lamentaban entonces la ignorancia en que estaban de su modo de emplear el tiempo; se acusaban de la frivolidad con que habían descuidado el informarse de ello y no haber comprendido que para el que ama, el modo de emplear el tiempo del amado es manantial de todas sus alegrías. Desde ese momento empezaban a remontar la corriente de su amor, examinando sus imperfecciones. En tiempos normales todos sabemos, conscientemente o no, que no hay amor que no pueda ser superado, y por lo tanto, aceptamos con más o menos tranquilidad que el nuestro sea mediocre. Pero el recuerdo es más exigente. Y así, consecuentemente, esta desdicha que alcanzaba a toda una ciudad no sólo nos traía un sufrimiento injusto, del que podíamos indignarnos: nos llevaba también a sufrir por nosotros mismos y nos hacía ceder al dolor. Esta era una de las maneras que tenía la enfermedad de atraer la tentación y de barajar las cartas.
Cada uno tuvo que aceptar el vivir al día, solo bajo el cielo. Este abandono general que podía a la larga templar los caracteres, empezó, sin embargo, por volverlos fútiles. Algunos, por ejemplo, se sentían sometidos a una nueva esclavitud que les sujetaba a las veleidades del sol y de la lluvia; se hubiera dicho, al verles, que recibían por primera vez la impresión del tiempo que hacía. Tenían aspecto alegre a la simple vista de una luz dorada, mientras que los días de lluvia extendían un velo espeso sobre sus rostros y sus pensamientos. A veces, escapaban durante cierto tiempo a esta debilidad y a esta esclavitud irrazonada porque no estaban solos frente al mundo y, en cierta medida, el ser que vivía con ellos se anteponía al universo. Pero llegó un momento en que quedaron entregados a los caprichos del cielo, es decir, que sufrían y esperaban sin razón.
En tales momentos de soledad, nadie podía esperar la ayuda de su vecino; cada uno seguía solo con su preocupación. Si alguien por casualidad intentaba hacer confidencias o decir algo de sus sufrimientos, la respuesta que recibía le hería casi siempre. Entonces se daba cuenta de que él y su interlocutor hablaban cada uno cosas distintas. Uno en efecto hablaba desde el fondo de largas horas pasadas rumiando el sufrimiento, y la imagen que quería comunicar estaba cocida al fuego lento de la espera y de la pasión. El otro, por el contrario, imaginaba una emoción convencional, uno de esos dolores baratos, una de esas melancolías de serie. Benévola u hostil, la respuesta resultaba siempre desafinada: había que renunciar. O al menos, aquellos para quienes el silencio resultaba insoportable, en vista de que los otros no comprendían el verdadero lenguaje del corazón, se decidían a emplear también la lengua que estaba en boga y a hablar ellos también al modo convencional de la simple relación, de los hechos diversos, de la crónica cotidiana, en cierto modo. En ese molde, los dolores más verdaderos tomaban la costumbre de traducirse en las fórmulas triviales de la conversación. Sólo a este precio los prisioneros de la peste podían obtener la compasión de su portero o el interés de sus interlocutores.
Sin embargo, y esto es lo más importante, por dolorosas que fuesen estas angustias, por duro que fuese llevar ese vacío en el corazón, se puede afirmar que los exiliados de ese primer período de la peste fueron seres privilegiados. En el momento mismo en que todo el mundo comenzaba a aterrorizarse, su pensamiento estaba enteramente dirigido hacia el ser que esperaban. En la desgracia general, el egoísmo del amor les preservaba, y si pensaban en la peste era solamente en la medida en que podía poner a su separación en el peligro de ser eterna. Llevaba, así, al corazón mismo de la epidemia una distracción saludable que se podía tomar por sangre fría. Su desesperación les salvaba del pánico, su desdicha tenía algo bueno. Por ejemplo, si alguno de ellos era arrebatado por la enfermedad, lo era sin tener tiempo de poner atención en ello. Sacado de esta larga conversación interior que sostenía con una sombra, era arrojado sin transición al más espeso silencio de la tierra. No había tenido tiempo de nada.
Mientras nuestros conciudadanos se adaptaban a este inopinado exilio, la peste ponía guardias a las puertas de la ciudad y hacía cambiar de ruta a los barcos que venían hacia Oran. Desde la clausura ni un solo vehículo había entrado. A partir de ese día se tenía la impresión de que los automóviles se hubieran puesto a dar vueltas en redondo. El puerto presentaba también un aspecto singular para los que miraban desde lo alto de los bulevares. La animación habitual que hacía de él uno de los primeros puertos de la costa se había apagado bruscamente. Todavía se podían ver algunos navíos que hacían cuarentena. Pero en los muelles, las grandes grúas desarmadas, las vagonetas volcadas de costado, las grandes filas de toneles o de fardos testimoniaban que el comercio también había muerto de la peste.
A pesar de estos espectáculos desacostumbrados, a nuestros conciudadanos les costaba trabajo comprender lo que les pasaba. Había sentimientos generales como la separación o el miedo, pero se seguía también poniendo en primer lugar las preocupaciones personales. Nadie había aceptado todavía la enfermedad. En su mayor parte eran sensibles sobre todo a lo que trastornaba sus costumbres o dañaba sus intereses. Estaban malhumorados o irritados y estos no son sentimientos que puedan oponerse a la peste. La primera reacción fue, por ejemplo, criticar la organización. La respuesta del prefecto ante las críticas, de las que la prensa se hacía eco (“¿No se podría tender a un atenuamiento de las medidas adoptadas?”), fue sumamente imprevista. Hasta aquí, ni los periódicos ni la agencia Ransdoc había recibido comunicación oficial de las estadísticas de la enfermedad. El prefecto se las comunicó a la agencia día por día, rogándole que las anunciase semanalmente.
Ni en eso siquiera la reacción del público fue inmediata. El anuncio de que durante la tercera semana la peste había hecho trescientos dos muertos no llegaba a hablar a la imaginación. Por una parte, todos, acaso, no habían muerto de la peste, y por otra, nadie sabía en la ciudad cuánta era la gente que moría por semana. La ciudad tenía doscientos mil habitantes y se ignoraba si esta proporción de defunciones era normal. Es frecuente descuidar la precisión en las informaciones a pesar del interés evidente que tienen. Al público le faltaba un punto de comparación. Sólo a la larga, comprobando el aumento de defunciones, la opinión tuvo conciencia de la verdad. La quinta semana dio trescientos veintiún muertos y la sexta trescientos cuarenta y cinco. El aumento era elocuente. Pero no lo bastante para que nuestros conciudadanos dejasen de guardar, en medio de su inquietud, la impresión de que se trataba de un accidente, sin duda enojoso, pero después de todo temporal. Así, pues, continuaron circulando por las calles y sentándose en las terrazas de los cafés. En conjunto no eran cobardes, abundaban más las bromas que las lamentaciones y ponían cara de aceptar con buen humor los inconvenientes, evidentemente pasajeros. Las apariencias estaban salvadas. Hacia fines de mes, sin embargo, y poco más o menos durante la semana de rogativas de la que se tratará más tarde, hubo transformaciones graves que modificaron el aspecto de la ciudad. Primeramente, el prefecto tomó medidas concernientes a la circulación de los vehículos y al aprovisionamiento. El aprovisionamiento fue limitado y la nafta racionada. Se prescribieron incluso economías de electricidad. Sólo los productos indispensables llegaban por carretera o por aire a Oran. Así que se vio disminuir la circulación progresivamente hasta llegar a ser poco más o menos nula. Las tiendas de lujo cerraron de un día para otro, o bien algunas de ellas llenaron los escaparates de letreros negativos mientras las filas de compradores se estacionaban en sus puertas.
A pesar de estos espectáculos desacostumbrados, a nuestros conciudadanos les costaba trabajo comprender lo que les pasaba. Había sentimientos generales como la separación o el miedo, pero se seguía también poniendo en primer lugar las preocupaciones personales. Nadie había aceptado todavía la enfermedad. En su mayor parte eran sensibles sobre todo a lo que trastornaba sus costumbres o dañaba sus intereses. Estaban malhumorados o irritados y estos no son sentimientos que puedan oponerse a la peste. La primera reacción fue, por ejemplo, criticar la organización. La respuesta del prefecto ante las críticas, de las que la prensa se hacía eco (“¿No se podría tender a un atenuamiento de las medidas adoptadas?”), fue sumamente imprevista. Hasta aquí, ni los periódicos ni la agencia Ransdoc había recibido comunicación oficial de las estadísticas de la enfermedad. El prefecto se las comunicó a la agencia día por día, rogándole que las anunciase semanalmente.
Ni en eso siquiera la reacción del público fue inmediata. El anuncio de que durante la tercera semana la peste había hecho trescientos dos muertos no llegaba a hablar a la imaginación. Por una parte, todos, acaso, no habían muerto de la peste, y por otra, nadie sabía en la ciudad cuánta era la gente que moría por semana. La ciudad tenía doscientos mil habitantes y se ignoraba si esta proporción de defunciones era normal. Es frecuente descuidar la precisión en las informaciones a pesar del interés evidente que tienen. Al público le faltaba un punto de comparación. Sólo a la larga, comprobando el aumento de defunciones, la opinión tuvo conciencia de la verdad. La quinta semana dio trescientos veintiún muertos y la sexta trescientos cuarenta y cinco. El aumento era elocuente. Pero no lo bastante para que nuestros conciudadanos dejasen de guardar, en medio de su inquietud, la impresión de que se trataba de un accidente, sin duda enojoso, pero después de todo temporal. Así, pues, continuaron circulando por las calles y sentándose en las terrazas de los cafés. En conjunto no eran cobardes, abundaban más las bromas que las lamentaciones y ponían cara de aceptar con buen humor los inconvenientes, evidentemente pasajeros. Las apariencias estaban salvadas. Hacia fines de mes, sin embargo, y poco más o menos durante la semana de rogativas de la que se tratará más tarde, hubo transformaciones graves que modificaron el aspecto de la ciudad. Primeramente, el prefecto tomó medidas concernientes a la circulación de los vehículos y al aprovisionamiento. El aprovisionamiento fue limitado y la nafta racionada. Se prescribieron incluso economías de electricidad. Sólo los productos indispensables llegaban por carretera o por aire a Oran. Así que se vio disminuir la circulación progresivamente hasta llegar a ser poco más o menos nula. Las tiendas de lujo cerraron de un día para otro, o bien algunas de ellas llenaron los escaparates de letreros negativos mientras las filas de compradores se estacionaban en sus puertas.
Oran tomó un aspecto singular. El número de peatones se hizo más considerable e incluso, a las horas desocupadas, mucha gente reducida a la inacción por el cierre de los comercios y de ciertos despachos, llenaba las calles y los cafés. Por el momento, nadie se sentía cesante, sino de vacaciones. Oran daba entonces, a eso de las tres de la tarde, por ejemplo, y bajo un cielo hermoso, la impresión engañadora de una ciudad de fiesta donde hubiesen detenido la circulación y cerrado los comercios para permitir el desenvolvimiento de una manifestación pública y cuyos habitantes hubieran invadido las calles participando de los festejos.
Naturalmente, los cines se aprovecharon de esta ociosidad general e hicieron gran negocio. Pero los circuitos que las películas realizaban en el departamento eran interrumpidos. Al cabo de dos semanas los empresarios se vieron obligados a intercambiar los programas y después de cierto tiempo los cines terminaron por proyectar siempre el mismo film. Sin embargo, las entradas no disminuyeron.
Naturalmente, los cines se aprovecharon de esta ociosidad general e hicieron gran negocio. Pero los circuitos que las películas realizaban en el departamento eran interrumpidos. Al cabo de dos semanas los empresarios se vieron obligados a intercambiar los programas y después de cierto tiempo los cines terminaron por proyectar siempre el mismo film. Sin embargo, las entradas no disminuyeron.
Los cafés, en fin, gracias a las reservas considerables acumuladas en una ciudad donde el comercio de vinos y alcoholes ocupa el primer lugar, pudieron igualmente alimentar a sus clientes. A decir verdad, se bebía mucho. Por haber anunciado un café que “el vino puro mata al microbio”, la idea ya natural en el público de que el alcohol preserva de las enfermedades infecciosas se afirmó en la opinión de todos. Por las noches, a eso de las dos, un número considerable de borrachos, expulsados de los cafés, llenaba las calles expansionándose con ocurrencias optimistas.
Pero todos estos cambios eran, en un sentido, tan extraordinarios y se habían ejecutado tan rápidamente que no era fácil considerarlos normales ni duraderos. El resultado fue que seguíamos poniendo en primer término nuestros sentimientos personales.
Al salir del hospital, dos días después que habían sido cerradas las puertas, el doctor Rieux se encontró con Cottard que levantó hacia él el rostro mismo de la satisfacción. Rieux lo felicitó por su aspecto.
—Sí, todo va bien —dijo el hombrecillo—. Dígame, doctor, esta bendita peste, ¡eh!, parece que empieza a ponerse seria.
El doctor lo admitió. Y el otro corroboró con una especie de jovialidad:
—No hay ninguna razón para que se detenga. Por ahora toda va estar patas arriba.
Anduvieron un rato juntos. Cottard le contó que un comerciante de productos alimenticios de su barrio había acaparado grandes cantidades, para venderlos luego a precios más altos, y que habían descubierto latas de conservas debajo de la cama cuando habían venido a buscarle para llevarle al hospital. “Se murió y la peste no le pagó nada.” Cottard estaba lleno de estas historias falsas o verdaderas sobre la epidemia. Se decía, por ejemplo, que en el centro, una mañana, un hombre que empezaba a presentar los síntomas de la peste, en el delirio de la enfermedad se había echado a la calle, se había precipitado sobre la primera mujer que pasaba y la había abrazado gritando que tenía la peste.
—Bueno —añadía Cottard con un tono suave que no armonizaba con su afirmación—, nos vamos a volver locos todos: es seguro.
También, por la tarde de ese mismo día, Joseph Grand había terminado por hacer confidencias personales al doctor Rieux. Había visto sobre la mesa del doctor una fotografía de la señora Rieux y se había quedado mirándola. Rieux había respondido que su mujer estaba curándose fuera de la ciudad. “En cierto sentido —había dicho Grand—, es una suerte.” El doctor respondió que era una suerte sin duda y que únicamente había que esperar que su mujer se curase.
—¡Ah! —dijo Grand—, comprendo.
—Sí, todo va bien —dijo el hombrecillo—. Dígame, doctor, esta bendita peste, ¡eh!, parece que empieza a ponerse seria.
El doctor lo admitió. Y el otro corroboró con una especie de jovialidad:
—No hay ninguna razón para que se detenga. Por ahora toda va estar patas arriba.
Anduvieron un rato juntos. Cottard le contó que un comerciante de productos alimenticios de su barrio había acaparado grandes cantidades, para venderlos luego a precios más altos, y que habían descubierto latas de conservas debajo de la cama cuando habían venido a buscarle para llevarle al hospital. “Se murió y la peste no le pagó nada.” Cottard estaba lleno de estas historias falsas o verdaderas sobre la epidemia. Se decía, por ejemplo, que en el centro, una mañana, un hombre que empezaba a presentar los síntomas de la peste, en el delirio de la enfermedad se había echado a la calle, se había precipitado sobre la primera mujer que pasaba y la había abrazado gritando que tenía la peste.
—Bueno —añadía Cottard con un tono suave que no armonizaba con su afirmación—, nos vamos a volver locos todos: es seguro.
También, por la tarde de ese mismo día, Joseph Grand había terminado por hacer confidencias personales al doctor Rieux. Había visto sobre la mesa del doctor una fotografía de la señora Rieux y se había quedado mirándola. Rieux había respondido que su mujer estaba curándose fuera de la ciudad. “En cierto sentido —había dicho Grand—, es una suerte.” El doctor respondió que era una suerte sin duda y que únicamente había que esperar que su mujer se curase.
—¡Ah! —dijo Grand—, comprendo.
Y por primera vez desde que Rieux le conocía, se puso a hablar largamente. Aunque seguía buscando las palabras, las encontraba casi siempre como si hubiera pensado mucho tiempo lo que estaba diciendo.
Se había casado muy joven con una muchacha pobre de su vecindad. Para poder casarse había interrumpido sus estudios y había aceptado un empleo. Ni Jeanne ni él salían nunca de su barrio. Él iba a verla a su casa y los padres de Jeanne se reían un poco de aquel pretendiente silencioso y torpe. El padre era empleado del tren. Cuando estaba de descanso se le veía siempre sentado en un rincón junto a la ventana, pensativo, mirando el movimiento de la calle, con las manos enormes descansando sobre los muslos. La madre estaba siempre en sus ocupaciones caseras. Jeanne le ayudaba. Era tan menudita que Grand no podía verla atravesar una calle sin angustiarse. Los vehículos le parecían junto a ella desmesurados. Un día, ante una tienda de Navidad, Jeanne, que miraba el escaparate maravillada, se había vuelto hacia él diciendo: “¡Qué bonito!” Él le había apretado la mano y fue entonces cuando decidieron casarse.
El resto de la historia, según Grand, era muy simple. Es lo mismo para todos: la gente se casa, se quiere todavía un poco de tiempo, trabaja. Trabaja tanto que se olvida de quererse. Jeanne también trabajaba, porque las promesas del jefe no se habían cumplido. Y aquí hacía falta un poco de imaginación para comprender lo que Grand quería decir. El cansancio era la causa, él se había abandonado, se había callado cada día más y no había mantenido en su mujer, tan joven, la idea de que era amada. Un hombre que trabaja, la pobreza, el porvenir cerrándose lentamente, el silencio por las noches en la mesa, no hay lugar para la pasión en semejante universo. Probablemente, Jeanne había sufrido. Y sin embargo había continuado: sucede a veces que se sufre durante mucho tiempo sin saberlo. Los años habían pasado. Después, un día se había ido. Claro está que no se había ido sola. “Te he querido mucho pero ya estoy cansada… Me siento feliz de marcharme, pero no hace falta ser feliz para recomenzar.” Esto era más o menos lo que le había dejado escrito.
Joseph Grand también había sufrido. Él también hubiera podido recomenzar, como le decía Rieux. Pero, en suma, no había tenido fe.
Además, la verdad, siempre estaba pensando en ella. Lo que él hubiera querido era escribirle una carta para justificarse. “Pero es difícil —decía—. Hace mucho tiempo que pienso en ello. Cuando nos queríamos nos comprendíamos sin palabras. Pero no siempre se quiere uno. En un momento dado yo hubiera debido encontrar las palabras que la hubieran hecho detenerse, pero no pude.” Grand se sonaba en una especie de servilleta a cuadros. Después se limpiaba los bigotes. Rieux lo miraba.
—Perdóneme, doctor —dijo el viejo—, pero ¿cómo le diré?, tengo confianza en usted. Con usted puedo hablar. Y esto me emociona.
Grand estaba visiblemente a cien leguas de la peste.
Por la noche, Rieux telegrafió a su mujer diciéndole que la ciudad estaba cerrada, que él se encontraba bien, que ella debía seguir cuidándose y que él pensaba en ella.
Tres semanas después de la clausura, Rieux encontró a la salida del hospital a un joven que le esperaba.
—Supongo —le dijo éste— que me reconoce usted.
Rieux creía conocerle pero dudaba.
—Yo vine antes de estos acontecimientos —le dijo él—, a pedirle unas informaciones sobre las condiciones de vida de los árabes. Me llamo Raymond Rambert.
—¡Ah!, sí —dijo Rieux—. Bueno, pues, ahora ya tiene usted un buen tema de reportaje.
El joven parecía nervioso. Dijo que no era eso lo que le interesaba y que venía a pedirle su ayuda.
Grand estaba visiblemente a cien leguas de la peste.
Por la noche, Rieux telegrafió a su mujer diciéndole que la ciudad estaba cerrada, que él se encontraba bien, que ella debía seguir cuidándose y que él pensaba en ella.
Tres semanas después de la clausura, Rieux encontró a la salida del hospital a un joven que le esperaba.
—Supongo —le dijo éste— que me reconoce usted.
Rieux creía conocerle pero dudaba.
—Yo vine antes de estos acontecimientos —le dijo él—, a pedirle unas informaciones sobre las condiciones de vida de los árabes. Me llamo Raymond Rambert.
—¡Ah!, sí —dijo Rieux—. Bueno, pues, ahora ya tiene usted un buen tema de reportaje.
El joven parecía nervioso. Dijo que no era eso lo que le interesaba y que venía a pedirle su ayuda.
—Tiene usted que excusarme —añadió—, pero no conozco a nadie en la ciudad y el corresponsal de mi periódico tiene la desgracia de ser imbécil.
Rieux le propuso que lo acompañase hasta un dispensario donde tenían ciertas órdenes. Descendieron por las callejuelas del barrio negro. La noche se acercaba, pero la ciudad, tan ruidosa otras veces a esta hora, parecía extrañamente solitaria. Algunos toques de trompeta en el espacio todavía dorado atestiguaban que los militares se daban aires de hacer su oficio. Durante todo el tiempo, a lo largo de las calles escarpadas, entre los muros azules, ocre y violeta de las casas moras, Rambert fue hablando muy agitado. Había dejado a su mujer en París. A decir verdad, no era su mujer, pero como si lo fuese. Le había telegrafiado cuando la clausura de la ciudad. Primero, había pensado que se trataría de un hecho provisional y había procurado solamente estar en correspondencia con ella. Sus colegas de Oran le habían dicho que no podían hacer nada, el correo le había rechazado, un secretario de la prefectura se le había reído en las narices. Había terminado después de una espera de dos horas haciendo cola para poder poner un telegrama que decía: “Todo va bien. Hasta pronto.”
Pero por la mañana, al levantarse, le había venido la idea bruscamente de que, después de todo, no se sabía cuánto tiempo podía durar aquello. Había decidido marcharse. Como tenía recomendaciones (en su oficio siempre hay facilidades), había podido acercarse al director de la oficina en la prefectura y le había dicho que él no tenía por qué quedarse, que se encontraba allí por accidente y que era justo que le permitieran marcharse, incluso si una vez fuera le hacían sufrir una cuarentena. El director le había respondido que lo comprendía muy bien, pero que no podía hacer excepciones, que vería, pero que, en suma, la situación era grave y que no se podía decidir nada.
—Pero, en fin —respondió Rambert—, yo soy extraño a esta ciudad.
—Sin duda, pero, después de todo, tenemos la esperanza de que la epidemia no dure mucho.
Para terminar, el director había intentado consolar a Rambert haciéndole observar que podía encontrar en Oran materiales para un reportaje interesante, y que, bien considerado, no había acontecimiento que no tuviese su lado bueno. Rambert alzaba los hombros. Llegaron al centro de la ciudad.
—Esto es estúpido, doctor, comprenda usted. Yo no he venido al mundo para hacer reportajes. A lo mejor he venido sólo para vivir con una mujer. ¿Es que no está permitido?
Rieux dijo que, en todo caso, eso parecía razonable.
Por los bulevares del centro no había la multitud acostumbrada. Unos cuantos pasajeros se apresuraban hacia sus domicilios lejanos. Ninguno sonreía. Rieux pensaba que era el resultado del anuncio de Ransdoc que había salido aquel día. Veinticuatro horas después nuestros conciudadanos volverían a tener esperanzas, pero en el mismo día las cifras estaban aún demasiado frescas en la memoria.
—Es que —dijo Rambert, inopinadamente— ella y yo nos hemos conocido hace poco y nos entendemos muy bien.
Rieux no dijo nada.
—Lo estoy aburriendo a usted —dijo Rambert—, quería preguntarle únicamente si podría hacerme usted un certificado donde se asegurase que no tengo esa maldita enfermedad. Yo creo que eso podría servirme.
Rieux asintió con la cabeza y se agachó a levantar a un niño que había tropezado con sus piernas. Siguieron y llegaron a la plaza de armas. Las ramas de los ficus y palmeras colgaban inmóviles, grises de polvo, alrededor de una estatua de la República polvorienta y sucia. Rieux pegó en el suelo con un pie primero y luego con otro para despedir la capa blanquecina que los cubría. Miraba a Rambert. El sombrero un poco echado hacia atrás, el cuello de la camisa desabrochado bajo la corbata, mal afeitado, el periodista tenía un aire obstinado y mohíno.
—Esté usted seguro de que le comprendo —dijo al fin Rieux—, pero sus razonamientos no sirven. Yo no puedo hacerle ese certificado porque, de hecho, ignoro si tiene o no la enfermedad y porque hasta en el caso de saberlo, yo no puedo certificar que entre el minuto en que usted sale de mi despacho y el minuto en que entra usted en la prefectura no esté ya infectado. Y además…
—¿Además? —dijo Rambert.
—Incluso si le diese ese certificado no le serviría de nada.
—¿Por qué?
—Porque hay en esta ciudad miles de hombres que están en ese caso y que sin embargo no se les puede dejar salir.
—Pero ¿si ellos no tienen la peste?
—No es una razón suficiente. Esta historia es estúpida, ya lo sé, pero nos concierne a todos. Hay que tomarla tal cual es.
—¡Pero yo no soy de aquí!
—A partir de ahora, por desgracia, será usted de aquí como todo el mundo.
Rambert se enardecía.
—Es una cuestión de humanidad, se lo juro. Es posible que no se dé cuenta de lo que significa una separación como esta para dos personas que se entienden.
Rieux no respondió nada durante un rato. Después dijo que creía darse muy bien cuenta. Deseaba con todas sus fuerzas que Rambert se reuniese con su mujer y que todos los que se querían pudieran estar juntos, pero había leyes, había órdenes y había peste. Su misión personal era hacer lo que fuese necesario.
—No —dijo Rambert con amargura—, usted no puede comprender. Habla usted en el lenguaje de la razón, usted vive en la abstracción.
El doctor levantó los ojos hacia la República y dijo que él no sabía si estaba hablando el lenguaje de la razón, pero que lo que hablaba era el lenguaje de la evidencia y que no era forzosamente lo mismo.
El periodista se ajustó la corbata.
—Entonces ¿esto significa que hace falta que yo me las arregle? Pues bueno —añadió con acento de desafío—, dejaré esta ciudad.
El doctor dijo que eso también lo comprendía pero que no era asunto suyo.
—Sí lo es —dijo Rambert, con una explosión súbita—. He venido a verle porque me habían dicho que usted había intervenido mucho en las decisiones que se habían tomado, y entonces pensé que por un caso al menos podría usted deshacer algo de lo que ha contribuido a que se haga. Pero esto no le interesa. Usted no ha pensado en nadie. Usted no ha tenido en cuenta a los que están separados.
Rieux reconoció que en cierto sentido era verdad: no había querido tenerlo en cuenta.
—¡Ah!, ya sé —dijo Rambert—, va usted a hablarme del servicio público. Pero el bienestar público se hace con la felicidad de cada uno.
—Bueno —dijo el doctor, que parecía salir de una distracción—, es eso y es otra cosa. No hay que juzgar. Pero usted hace mal en enfadarse. Si logra usted resolver este asunto yo me alegraré mucho. Pero, simplemente, hay cosas que mi profesión me prohíbe.
—Sí, hago mal en enfadarme. Y le he hecho a usted perder demasiado tiempo con todo esto.
Rieux le rogó que le tuviera al corriente de sus gestiones y que no le guardase rencor. Había seguramente un plano en el que podían coincidir. Rambert pareció de pronto perplejo.
—Lo creo —dijo después de un silencio—, lo creo a pesar mío y a pesar de todo lo que acaba usted de decirme.
Titubeó:
—Pero no puedo aprobarle.
Se echó el sombrero a la cara y partió con paso rápido. Rieux lo vio entrar en el hotel donde habitaba Jean Tarrou.
Después de un rato el doctor movió la cabeza, Rambert tenía razón en su impaciencia por la felicidad, pero ¿tenía razón en acusarle? “Usted vive en la abstracción.” ¿Eran realmente la abstracción aquellos días pasados en el hospital donde la peste comía a dos carrillos llegando a quinientos el número medio de muertos por semana? Sí, en la desgracia había una parte de abstracción y de irrealidad. Pero cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe de la abstracción. Rieux sabía únicamente que esto no era lo más fácil. No era lo más fácil, por ejemplo, dirigir ese hospital auxiliar (había ya tres) que tenía a su cargo. Había hecho preparar, al lado de la sala de consultas, una habitación para recibir a los enfermos. El sucio hundido formaba un lago de agua crestada, en el centro del cual había un islote de ladrillos. El enfermo era transportado a la isla, se le desnudaba rápidamente y sus ropas caían al agua. Lavado, seco, cubierto con la camisa rugosa del hospital, pasaba a manos de Rieux: después lo transportaban a una de las salas. Había habido que utilizar los salones de recreo de una escuela que contenía actualmente quinientas camas que casi en su totalidad estaban ocupadas. Después del ingreso de la mañana, que dirigía él mismo; después de estar vacunados los enfermos y sacados los bubones, Rieux comprobaba de nuevo las estadísticas y volvía a su consulta de la tarde. A última hora hacía sus visitas y volvía ya de noche. La noche anterior, la madre del doctor había observado que le temblaban las manos mientras leía un telegrama de su mujer.
—Sí —decía él—, pero con perseverancia lograré estar menos nervioso.
Era fuerte y resistente y, en realidad, todavía no estaba cansado. Pero las visitas, por ejemplo, se le iban haciendo insoportables. Diagnosticar la fiebre epidémica significaba hacer aislar rápidamente al enfermo. Entonces empezaba la abstracción y la dificultad, pues la familia del enfermo sabía que no volvería a verle más que curado o muerto. “¡Piedad, doctor!”, decía la madre de una camarera que trabajaba en el hotel de Tarrou. ¿Qué significa esta palabra? Evidentemente, él tenía piedad pero con esto nadie ganaba nada. Había que telefonear. Al poco tiempo el timbre de la ambulancia sonaba en la calle. Al principio, los vecinos abrían las ventanas y miraban. Después, la cerraban con precipitación. Entonces empezaban las luchas, las lágrimas; la persuasión; la abstracción, en suma. En esos departamentos caldeados por la fiebre y la angustia se desarrollaban escenas de locura. Pero se llevaban al enfermo. Rieux podía irse.
Las primeras veces se había limitado a telefonear, y había corrido a ver a otros enfermos sin esperar a la ambulancia. Pero los familiares habían cerrado la puerta prefiriendo quedarse cara a cara con la peste a una separación de la que no conocían el final. Gritos, órdenes, intervenciones de la policía y hasta de la fuerza armada. El enfermo era tomado por asalto. Durante las primeras semanas, Rieux se había visto obligado a esperar la llegada de la ambulancia. Después, cuando cada enfermo fue acompañado en sus visitas por un inspector voluntario, Rieux pudo correr de un enfermo a otro. Pero al principio todas las tardes habían sido como aquella en que al entrar en casa de la señora Loret, un pequeño cuartito decorado con abanicos y flores artificiales, había sido recibido por la madre que le había dicho con una sonrisa desdibujada:
—Espero que no sea la fiebre de que habla todo el mundo.
Y él, levantando las sábanas y la camisa, había contemplado las manchas rojas en el vientre y los muslos, la hinchazón de los ganglios. La madre miró por entre las piernas de su hija y dio un grito sin poderse contener. Todas las tardes había madres que gritaban así, con un aire enajenado, ante los vientres que se mostraban con todos los signos mortales, todas las tardes había brazos que se agarraban a los de Rieux, palabras inútiles, promesas, llantos, todas las tardes los timbres de la ambulancia desataban gritos tan vanos como todo dolor. Y al final de esta larga serie de tardes, todas semejantes, Rieux no podía esperar más que otra larga serie de escenas iguales, indefinidamente renovadas. Sí, la peste, como la abstracción, era monótona. Acaso una sola cosa cambiaba: el mismo Rieux. Lo sentía aquella tarde, al pie del monumento de la República consciente sólo de la difícil indiferencia que empezaba a invadirle y seguía mirando la puerta del hotel por donde Rambert desapareciera.
Al cabo de esas semanas agotadoras, después de todos esos crepúsculos en que la ciudad se volcaba en las calles para dar vueltas a la redonda, Rieux comprendía que ya no tenía que defenderse de la piedad. Uno se cansa de la piedad cuando la piedad es inútil. Y en este ver cómo su corazón se cerraba sobre sí mismo, el doctor encontraba el único alivio de aquellos días abrumadores. Sabía que así su misión sería más fácil, por esto se alegraba. Cuando su madre, al verlo llegar a las dos de la madrugada, se lamentaba de la mirada ausente que posaba sobre ella, deploraba precisamente la única cosa que para Rieux era algo atenuante. Para luchar contra la abstracción es preciso parecérsele un poco. Pero ¿cómo podría comprender esto Rambert? La abstracción era para Rambert todo lo que se oponía a su felicidad, y a decir verdad Rieux sabía que el periodista tenía razón, en cierto sentido. Pero sabía también que llega a suceder que la abstracción resulta a veces más fuerte que la felicidad y que entonces, y solamente entonces, es cuando hay que tenerla en cuenta. Esto era lo que tenía que sucederle a Rambert y el doctor pudo llegar a saberlo por las confidencias que Rambert le hizo ulteriormente. Pudo también seguir, ya sobre un nuevo plano, la lucha sorda entre la felicidad de cada hombre y la abstracción de la peste, que constituyó la vida de nuestra ciudad durante este largo período.
Pero allí donde unos veían la abstracción, otros veían la realidad. El final del primer mes de peste fue ensombrecido por un recrudecimiento marcado de la epidemia y por un sermón vehemente del padre Paneloux, el jesuita que había asistido al viejo Michel al principio de su enfermedad. El padre Paneloux se había distinguido por sus colaboraciones frecuentes en el Boletín de la Sociedad Geográfica de Oran, donde sus reconstrucciones epigráficas eran de autoridad. Pero había ganado un crédito más extenso que cualquier especialista pronunciando una serie de conferencias sobre el individualismo moderno. Se había constituido en defensor caluroso de un cristianismo exigente, tan alejado del libertinaje del día como del oscurantismo de los siglos pasados. En esta ocasión no había regateado las verdades más duras a su auditorio. De aquí su reputación.
Así pues, a fines del mes, las autoridades eclesiásticas de nuestra ciudad decidieron luchar contra la peste por sus propios medios, organizando una semana de plegarias colectivas. Estas manifestaciones de piedad pública debían terminar el domingo con una misa solemne bajo la advocación de San Roque, el santo pestífero. Pidieron al Padre Paneloux que tomara la palabra en esta ocasión. Durante quince días se arrancó a sus trabajos sobre San Agustín y la Iglesia africana que le había conquistado un lugar aparte en su orden. De naturaleza fogosa y apasionada había aceptado con resolución la misión que le encomendaban. Mucho antes del sermón, se hablaba ya de él en la ciudad y, en cierto modo, marcó una fecha importante en la historia de ese período.
La semana fue seguida por un público numeroso. Esto no quiere decir que en tiempos normales los habitantes de Oran fuesen particularmente piadosos. El domingo, por ejemplo, los baños de mar hacían una seria competencia a la misa. No era tampoco que una súbita conversión les hubiera iluminado. Pero, por una parte, estando la ciudad cerrada y el puerto prohibido, los baños no eran posibles, y por otra, nuestros conciudadanos se encontraban en un estado de ánimo tan particular que, sin admitir en su fondo los acontecimientos sorprendentes que les herían, sentían con toda evidencia que algo había cambiado. Muchos esperaban, además, que la epidemia fuera a detenerse y que quedasen ellos a salvo con toda su familia. En consecuencia, todavía no se sentían obligados a nada. La peste no era para ellos más que una visitante desagradable, que tenía que irse algún día puesto que un día había llegado. Asustados, pero no desesperados, todavía no había llegado el momento en que la peste se les apareciese como la forma misma de su vida y en que olvidasen la existencia que hasta su llegada habían llevado. En suma, estaban a la espera. Respecto a la religión, como respecto a otros problemas, la peste había dado una posición de ánimo singular tan lejos de la indiferencia como la pasión y que se podía definir muy bien con la palabra “objetividad”. La mayor parte de los que siguieron la semana de rogativas se mantenían en la posición que uno de los fieles había expresado delante del doctor Rieux. “De todos modos eso no puede hacer daño.” Tarrou mismo, después de haber anotado en su cuaderno que los chinos en un caso así iban a tocar el tambor ante el genio de la peste, hacía notar que era imposible saber si en realidad el tambor resultaba más eficaz que las medidas profilácticas. Añadía, además, que para saldar la cuestión hubiera sido preciso estar informado sobre la existencia de un genio de la peste y que nuestra ignorancia en este punto hacía estériles todas las opiniones que se pudieran tener.
En todo caso, la catedral de nuestra ciudad estuvo más o menos llena de fieles durante toda la semana. Los primeros días mucha gente se quedaba en los jardines de palmeras y granados que se extendían delante del pórtico para oír la marea de invocaciones y de plegarias que refluía hasta la calle. Poco a poco, por la fuerza del ejemplo, esas mismas gentes se decidieron a entrar y mezclar su voz tímida a los responsos de los otros. El domingo, una multitud considerable invadía la nave y desbordaba hasta los últimos peldaños de las escaleras. Desde la víspera el cielo estaba ensombrecido y la lluvia caía a torrentes. Los que estaban fuera habían abierto los paraguas. Un olor a incienso y a telas mojadas flotaba en la catedral cuando el Padre Paneloux subió al púlpito (…)
Pero por la mañana, al levantarse, le había venido la idea bruscamente de que, después de todo, no se sabía cuánto tiempo podía durar aquello. Había decidido marcharse. Como tenía recomendaciones (en su oficio siempre hay facilidades), había podido acercarse al director de la oficina en la prefectura y le había dicho que él no tenía por qué quedarse, que se encontraba allí por accidente y que era justo que le permitieran marcharse, incluso si una vez fuera le hacían sufrir una cuarentena. El director le había respondido que lo comprendía muy bien, pero que no podía hacer excepciones, que vería, pero que, en suma, la situación era grave y que no se podía decidir nada.
—Pero, en fin —respondió Rambert—, yo soy extraño a esta ciudad.
—Sin duda, pero, después de todo, tenemos la esperanza de que la epidemia no dure mucho.
Para terminar, el director había intentado consolar a Rambert haciéndole observar que podía encontrar en Oran materiales para un reportaje interesante, y que, bien considerado, no había acontecimiento que no tuviese su lado bueno. Rambert alzaba los hombros. Llegaron al centro de la ciudad.
—Esto es estúpido, doctor, comprenda usted. Yo no he venido al mundo para hacer reportajes. A lo mejor he venido sólo para vivir con una mujer. ¿Es que no está permitido?
Rieux dijo que, en todo caso, eso parecía razonable.
Por los bulevares del centro no había la multitud acostumbrada. Unos cuantos pasajeros se apresuraban hacia sus domicilios lejanos. Ninguno sonreía. Rieux pensaba que era el resultado del anuncio de Ransdoc que había salido aquel día. Veinticuatro horas después nuestros conciudadanos volverían a tener esperanzas, pero en el mismo día las cifras estaban aún demasiado frescas en la memoria.
—Es que —dijo Rambert, inopinadamente— ella y yo nos hemos conocido hace poco y nos entendemos muy bien.
Rieux no dijo nada.
—Lo estoy aburriendo a usted —dijo Rambert—, quería preguntarle únicamente si podría hacerme usted un certificado donde se asegurase que no tengo esa maldita enfermedad. Yo creo que eso podría servirme.
Rieux asintió con la cabeza y se agachó a levantar a un niño que había tropezado con sus piernas. Siguieron y llegaron a la plaza de armas. Las ramas de los ficus y palmeras colgaban inmóviles, grises de polvo, alrededor de una estatua de la República polvorienta y sucia. Rieux pegó en el suelo con un pie primero y luego con otro para despedir la capa blanquecina que los cubría. Miraba a Rambert. El sombrero un poco echado hacia atrás, el cuello de la camisa desabrochado bajo la corbata, mal afeitado, el periodista tenía un aire obstinado y mohíno.
—Esté usted seguro de que le comprendo —dijo al fin Rieux—, pero sus razonamientos no sirven. Yo no puedo hacerle ese certificado porque, de hecho, ignoro si tiene o no la enfermedad y porque hasta en el caso de saberlo, yo no puedo certificar que entre el minuto en que usted sale de mi despacho y el minuto en que entra usted en la prefectura no esté ya infectado. Y además…
—¿Además? —dijo Rambert.
—Incluso si le diese ese certificado no le serviría de nada.
—¿Por qué?
—Porque hay en esta ciudad miles de hombres que están en ese caso y que sin embargo no se les puede dejar salir.
—Pero ¿si ellos no tienen la peste?
—No es una razón suficiente. Esta historia es estúpida, ya lo sé, pero nos concierne a todos. Hay que tomarla tal cual es.
—¡Pero yo no soy de aquí!
—A partir de ahora, por desgracia, será usted de aquí como todo el mundo.
Rambert se enardecía.
—Es una cuestión de humanidad, se lo juro. Es posible que no se dé cuenta de lo que significa una separación como esta para dos personas que se entienden.
Rieux no respondió nada durante un rato. Después dijo que creía darse muy bien cuenta. Deseaba con todas sus fuerzas que Rambert se reuniese con su mujer y que todos los que se querían pudieran estar juntos, pero había leyes, había órdenes y había peste. Su misión personal era hacer lo que fuese necesario.
—No —dijo Rambert con amargura—, usted no puede comprender. Habla usted en el lenguaje de la razón, usted vive en la abstracción.
El doctor levantó los ojos hacia la República y dijo que él no sabía si estaba hablando el lenguaje de la razón, pero que lo que hablaba era el lenguaje de la evidencia y que no era forzosamente lo mismo.
El periodista se ajustó la corbata.
—Entonces ¿esto significa que hace falta que yo me las arregle? Pues bueno —añadió con acento de desafío—, dejaré esta ciudad.
El doctor dijo que eso también lo comprendía pero que no era asunto suyo.
—Sí lo es —dijo Rambert, con una explosión súbita—. He venido a verle porque me habían dicho que usted había intervenido mucho en las decisiones que se habían tomado, y entonces pensé que por un caso al menos podría usted deshacer algo de lo que ha contribuido a que se haga. Pero esto no le interesa. Usted no ha pensado en nadie. Usted no ha tenido en cuenta a los que están separados.
Rieux reconoció que en cierto sentido era verdad: no había querido tenerlo en cuenta.
—¡Ah!, ya sé —dijo Rambert—, va usted a hablarme del servicio público. Pero el bienestar público se hace con la felicidad de cada uno.
—Bueno —dijo el doctor, que parecía salir de una distracción—, es eso y es otra cosa. No hay que juzgar. Pero usted hace mal en enfadarse. Si logra usted resolver este asunto yo me alegraré mucho. Pero, simplemente, hay cosas que mi profesión me prohíbe.
—Sí, hago mal en enfadarme. Y le he hecho a usted perder demasiado tiempo con todo esto.
Rieux le rogó que le tuviera al corriente de sus gestiones y que no le guardase rencor. Había seguramente un plano en el que podían coincidir. Rambert pareció de pronto perplejo.
—Lo creo —dijo después de un silencio—, lo creo a pesar mío y a pesar de todo lo que acaba usted de decirme.
Titubeó:
—Pero no puedo aprobarle.
Se echó el sombrero a la cara y partió con paso rápido. Rieux lo vio entrar en el hotel donde habitaba Jean Tarrou.
Después de un rato el doctor movió la cabeza, Rambert tenía razón en su impaciencia por la felicidad, pero ¿tenía razón en acusarle? “Usted vive en la abstracción.” ¿Eran realmente la abstracción aquellos días pasados en el hospital donde la peste comía a dos carrillos llegando a quinientos el número medio de muertos por semana? Sí, en la desgracia había una parte de abstracción y de irrealidad. Pero cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe de la abstracción. Rieux sabía únicamente que esto no era lo más fácil. No era lo más fácil, por ejemplo, dirigir ese hospital auxiliar (había ya tres) que tenía a su cargo. Había hecho preparar, al lado de la sala de consultas, una habitación para recibir a los enfermos. El sucio hundido formaba un lago de agua crestada, en el centro del cual había un islote de ladrillos. El enfermo era transportado a la isla, se le desnudaba rápidamente y sus ropas caían al agua. Lavado, seco, cubierto con la camisa rugosa del hospital, pasaba a manos de Rieux: después lo transportaban a una de las salas. Había habido que utilizar los salones de recreo de una escuela que contenía actualmente quinientas camas que casi en su totalidad estaban ocupadas. Después del ingreso de la mañana, que dirigía él mismo; después de estar vacunados los enfermos y sacados los bubones, Rieux comprobaba de nuevo las estadísticas y volvía a su consulta de la tarde. A última hora hacía sus visitas y volvía ya de noche. La noche anterior, la madre del doctor había observado que le temblaban las manos mientras leía un telegrama de su mujer.
—Sí —decía él—, pero con perseverancia lograré estar menos nervioso.
Era fuerte y resistente y, en realidad, todavía no estaba cansado. Pero las visitas, por ejemplo, se le iban haciendo insoportables. Diagnosticar la fiebre epidémica significaba hacer aislar rápidamente al enfermo. Entonces empezaba la abstracción y la dificultad, pues la familia del enfermo sabía que no volvería a verle más que curado o muerto. “¡Piedad, doctor!”, decía la madre de una camarera que trabajaba en el hotel de Tarrou. ¿Qué significa esta palabra? Evidentemente, él tenía piedad pero con esto nadie ganaba nada. Había que telefonear. Al poco tiempo el timbre de la ambulancia sonaba en la calle. Al principio, los vecinos abrían las ventanas y miraban. Después, la cerraban con precipitación. Entonces empezaban las luchas, las lágrimas; la persuasión; la abstracción, en suma. En esos departamentos caldeados por la fiebre y la angustia se desarrollaban escenas de locura. Pero se llevaban al enfermo. Rieux podía irse.
Las primeras veces se había limitado a telefonear, y había corrido a ver a otros enfermos sin esperar a la ambulancia. Pero los familiares habían cerrado la puerta prefiriendo quedarse cara a cara con la peste a una separación de la que no conocían el final. Gritos, órdenes, intervenciones de la policía y hasta de la fuerza armada. El enfermo era tomado por asalto. Durante las primeras semanas, Rieux se había visto obligado a esperar la llegada de la ambulancia. Después, cuando cada enfermo fue acompañado en sus visitas por un inspector voluntario, Rieux pudo correr de un enfermo a otro. Pero al principio todas las tardes habían sido como aquella en que al entrar en casa de la señora Loret, un pequeño cuartito decorado con abanicos y flores artificiales, había sido recibido por la madre que le había dicho con una sonrisa desdibujada:
—Espero que no sea la fiebre de que habla todo el mundo.
Y él, levantando las sábanas y la camisa, había contemplado las manchas rojas en el vientre y los muslos, la hinchazón de los ganglios. La madre miró por entre las piernas de su hija y dio un grito sin poderse contener. Todas las tardes había madres que gritaban así, con un aire enajenado, ante los vientres que se mostraban con todos los signos mortales, todas las tardes había brazos que se agarraban a los de Rieux, palabras inútiles, promesas, llantos, todas las tardes los timbres de la ambulancia desataban gritos tan vanos como todo dolor. Y al final de esta larga serie de tardes, todas semejantes, Rieux no podía esperar más que otra larga serie de escenas iguales, indefinidamente renovadas. Sí, la peste, como la abstracción, era monótona. Acaso una sola cosa cambiaba: el mismo Rieux. Lo sentía aquella tarde, al pie del monumento de la República consciente sólo de la difícil indiferencia que empezaba a invadirle y seguía mirando la puerta del hotel por donde Rambert desapareciera.
Al cabo de esas semanas agotadoras, después de todos esos crepúsculos en que la ciudad se volcaba en las calles para dar vueltas a la redonda, Rieux comprendía que ya no tenía que defenderse de la piedad. Uno se cansa de la piedad cuando la piedad es inútil. Y en este ver cómo su corazón se cerraba sobre sí mismo, el doctor encontraba el único alivio de aquellos días abrumadores. Sabía que así su misión sería más fácil, por esto se alegraba. Cuando su madre, al verlo llegar a las dos de la madrugada, se lamentaba de la mirada ausente que posaba sobre ella, deploraba precisamente la única cosa que para Rieux era algo atenuante. Para luchar contra la abstracción es preciso parecérsele un poco. Pero ¿cómo podría comprender esto Rambert? La abstracción era para Rambert todo lo que se oponía a su felicidad, y a decir verdad Rieux sabía que el periodista tenía razón, en cierto sentido. Pero sabía también que llega a suceder que la abstracción resulta a veces más fuerte que la felicidad y que entonces, y solamente entonces, es cuando hay que tenerla en cuenta. Esto era lo que tenía que sucederle a Rambert y el doctor pudo llegar a saberlo por las confidencias que Rambert le hizo ulteriormente. Pudo también seguir, ya sobre un nuevo plano, la lucha sorda entre la felicidad de cada hombre y la abstracción de la peste, que constituyó la vida de nuestra ciudad durante este largo período.
Pero allí donde unos veían la abstracción, otros veían la realidad. El final del primer mes de peste fue ensombrecido por un recrudecimiento marcado de la epidemia y por un sermón vehemente del padre Paneloux, el jesuita que había asistido al viejo Michel al principio de su enfermedad. El padre Paneloux se había distinguido por sus colaboraciones frecuentes en el Boletín de la Sociedad Geográfica de Oran, donde sus reconstrucciones epigráficas eran de autoridad. Pero había ganado un crédito más extenso que cualquier especialista pronunciando una serie de conferencias sobre el individualismo moderno. Se había constituido en defensor caluroso de un cristianismo exigente, tan alejado del libertinaje del día como del oscurantismo de los siglos pasados. En esta ocasión no había regateado las verdades más duras a su auditorio. De aquí su reputación.
Así pues, a fines del mes, las autoridades eclesiásticas de nuestra ciudad decidieron luchar contra la peste por sus propios medios, organizando una semana de plegarias colectivas. Estas manifestaciones de piedad pública debían terminar el domingo con una misa solemne bajo la advocación de San Roque, el santo pestífero. Pidieron al Padre Paneloux que tomara la palabra en esta ocasión. Durante quince días se arrancó a sus trabajos sobre San Agustín y la Iglesia africana que le había conquistado un lugar aparte en su orden. De naturaleza fogosa y apasionada había aceptado con resolución la misión que le encomendaban. Mucho antes del sermón, se hablaba ya de él en la ciudad y, en cierto modo, marcó una fecha importante en la historia de ese período.
La semana fue seguida por un público numeroso. Esto no quiere decir que en tiempos normales los habitantes de Oran fuesen particularmente piadosos. El domingo, por ejemplo, los baños de mar hacían una seria competencia a la misa. No era tampoco que una súbita conversión les hubiera iluminado. Pero, por una parte, estando la ciudad cerrada y el puerto prohibido, los baños no eran posibles, y por otra, nuestros conciudadanos se encontraban en un estado de ánimo tan particular que, sin admitir en su fondo los acontecimientos sorprendentes que les herían, sentían con toda evidencia que algo había cambiado. Muchos esperaban, además, que la epidemia fuera a detenerse y que quedasen ellos a salvo con toda su familia. En consecuencia, todavía no se sentían obligados a nada. La peste no era para ellos más que una visitante desagradable, que tenía que irse algún día puesto que un día había llegado. Asustados, pero no desesperados, todavía no había llegado el momento en que la peste se les apareciese como la forma misma de su vida y en que olvidasen la existencia que hasta su llegada habían llevado. En suma, estaban a la espera. Respecto a la religión, como respecto a otros problemas, la peste había dado una posición de ánimo singular tan lejos de la indiferencia como la pasión y que se podía definir muy bien con la palabra “objetividad”. La mayor parte de los que siguieron la semana de rogativas se mantenían en la posición que uno de los fieles había expresado delante del doctor Rieux. “De todos modos eso no puede hacer daño.” Tarrou mismo, después de haber anotado en su cuaderno que los chinos en un caso así iban a tocar el tambor ante el genio de la peste, hacía notar que era imposible saber si en realidad el tambor resultaba más eficaz que las medidas profilácticas. Añadía, además, que para saldar la cuestión hubiera sido preciso estar informado sobre la existencia de un genio de la peste y que nuestra ignorancia en este punto hacía estériles todas las opiniones que se pudieran tener.
En todo caso, la catedral de nuestra ciudad estuvo más o menos llena de fieles durante toda la semana. Los primeros días mucha gente se quedaba en los jardines de palmeras y granados que se extendían delante del pórtico para oír la marea de invocaciones y de plegarias que refluía hasta la calle. Poco a poco, por la fuerza del ejemplo, esas mismas gentes se decidieron a entrar y mezclar su voz tímida a los responsos de los otros. El domingo, una multitud considerable invadía la nave y desbordaba hasta los últimos peldaños de las escaleras. Desde la víspera el cielo estaba ensombrecido y la lluvia caía a torrentes. Los que estaban fuera habían abierto los paraguas. Un olor a incienso y a telas mojadas flotaba en la catedral cuando el Padre Paneloux subió al púlpito (…)
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