viernes, septiembre 30, 2016

Mañana en Cuba, de Ignacio Castro (en FronterD)

Mañana en Cuba | FronteraD







El hombre no está hecho para la derrota;
 un hombre puede ser destruido, pero no derrotado
 Ernest Hemingway


No es la decadencia lo que deja este poso agridulce de la vuelta. Ni tampoco los mil edificios destartalados de la otrora espléndida Habana, de la que se dice que tenía más cines que París. Es más bien una penuria infiltrada en los huesos de una población castigada por los poderes del mundo. Humanidad, por cierto, extrañamente feliz, aunque de un modo muy distinto al nuestro. Hasta los balones con los que juegan los chicos en las calles –el béisbol ha retrocedido ante el fútbol– están desvencijados y hechos jirones. Además de cierto agotamiento, arrastras una resaca melancólica al volver de Cuba porque es triste asomarse a un orden social del que apenas, por mucho que leamos e imaginemos, conoces las claves. Este archipiélago antillano, bañado por un sol cegador, permanece escondido para el visitante. Bajo las sonrisas y el encanto frecuente, laten ciudades y cuerpos sumergidos. Y este secreto es a la vuelta amargo porque habla español y platica a la puerta de casas iluminadas, sin la disculpa del hielo del Este o del alfabeto cirílico.


I

Como a España o a Francia, salvan a Cuba las grietas de lo político, lapsus de un universo visible que, incluso sin su reverso chillón en Miami, ya incluye el turismo masivo y la oferta agotadora de un capitalismo incipiente. Como en tantos viajes, estar lejos de la costumbre natal te permite epifanías inolvidables en patios con helechos, en rostros saturados al atardecer de los malecones, en buceos submarinos con gafas de sol y cantantes que hechizan calles enjalbegadas. El viaje a Cuba puede ser tansituacionista, entregado a una humanidad distinta, que brotan en sordina disonancias larvadas, vivencias que a veces no son fácilmente asimilables. Los viajes ponen a prueba amigos y relaciones, tensando incluso a uno mismo como pareja, pues entre “yo y mis circunstancias” aparecen virus. Y aquello fue todo un periplo, con dos personas permeables a casi cualquier contaminación, sin apenas protegerse en el racismo grupal que caracteriza al turismo guiado.

De ahí una perplejidad que todavía se prolonga. Y la inestable sensación en una pregunta existencial importante: si ellos viven, a pesar de estar castigados por medio mundo y carecer de mucho de lo que nosotros ansiamos, ¿qué tipo de bienestar ficticio gozamos nosotros? Saber relativamente poco de la historia de Cuba facilita además sentir y analizar en crudo, como si sobre esta mítica isla no se hubiesen vertido ríos de tinta. Al partir llevas de hecho más mitos en la cabeza que conceptos; y el mito no protege de lo real, más bien ahonda su compleja ambigüedad.

Cuba resucita también el relativismo cultural que distorsiona muchas nociones intocables de lo que llamamos, con cierto halo de neutralidad, economía. Esto aparte, allí la necesidad hace virtud y genera comunidad, volatilizando muchas de nuestras neurosis freudianas. Como en India o Ecuador, la población vive hasta cierto punto indiferente a la globalización. Un padre de familia, bajo un calor que para un europeo resulta asfixiante, puede circular tranquilamente en su bicicleta, con su mujer sentada detrás y la niña delante, los tres vestidos impecablemente y sin sudar camino de una fiesta. Los colores radiantes en antiguos autos americanos o rusos, a veces cuidados con un esmero que también adorna los cuerpos, indica que la dicha y la desdicha son como el agua, un fluido que siempre busca salida. Nuestras caseras en Cienfuegos, una de ellas del Partido Comunista, se adornan como si cada día fuera festivo. Tanto en Alemania como en Cuba es necesario amar esta humanidad no elegida, ni opulenta, para comprender cómo la gente soporta la infamia y la dificultad de estar en el mundo. Adorado hoy en la isla, el Papa Francisco ha aludido con frecuencia a esta misteriosa profundidad de los puentes que permiten vivir y cambiar las vidas.

Recordamos y releemos las cien vicisitudes de la historia pre y post revolucionaria, pero no las hemos vivido. Así que resulta un poco inescrutable la tranquila indiferencia de la población –en algún momento Fidel Castro alude a la serenidad popular, incluso en la crisis de los misiles–, la desenvoltura de una cotidianidad de cuyo origen sólo tienes noticias sueltas, sin haber vivido su nacimiento lento y cómo se entrelazan sus raíces climáticas con muy distintas etapas históricas. Como en tantos sitios, la historia y la información apenas explican el ritmo de otra sangre que corre en las venas.

Si impresiona la pobreza en Lawton, en tanta calle destartalada de La Habana Vieja, tampoco es de igual modo que en Marruecos, Venezuela o la vieja Galicia rural. En estos lugares te encuentras con una estrechez que habla tu idioma, aunque resulte difícil medirla con el inevitable daltonismo de una mirada foránea. El problema es que en Cuba, para la pobreza y la riqueza, para la alegría y la tristeza, en cierto modo nos falta la escala. Aunque allí nadie pasa hambre –el perfil frecuente es más bien orondo–, la escasez está entreverada de tal modo con una acostumbrada dignidad, con el ingenio y la soltura de un orden social mudo para el visitante, que te desenvuelves inevitablemente con una cierta torpeza. De ahí que, siendo procedentes de Occidente, uno de nuestros taxistas se asombre de nuestra relativa naturalidad.

Es posible que las explosiones a veces histriónicas de la población cubana, que oscila entre la timidez y el descaro, sea un modo de combatir esta angostura que no habla ningún idioma conocido. Por lo que sabemos, hasta los rusos quedaron bastante impresionados con esta mezcla de calor y organización, con la audaz resolución popular e internacionalista que nació de ella.


II

Diríamos que son vanas las prisas por visitar Cuba antes de que el experimento cultural, revolucionario y vital, se esfume en la mundialización consumista. Probablemente nunca veremos tal disolución. ¿Qué puede temer una revolución que ha podido con la oligarquía y las mafias del casino mundial que era la isla; con la toxicidad ideológica, mercantil y militar de Estados Unidos; con el analfabetismo y las plagas de la infancia; con los rusos, el extremismo de Miami y cierta indolencia de cuño antillano e hispano? Para bien o para mal, la singularidad cubana parece tener garantizada una escandalosa duración. No sólo la saturación débil del color cian aguamarina en un Caribe cuya transparencia ciega; no sólo esos cielos empedrados, las baldosas de filigrana española, los rostros y los cuerpos bruñidos: También es eterna, probablemente, la revolución de las conciencias que se puso en marcha hace sesenta años. Es fácil incluso que el peor de los capitalismos quiera conservar esa estética revolucionaria como una atracción turística central, incrustada en la población después de la lucha contra bandidos en las montañas y después también de que miles de estudiantes emprendieran en los años sesenta una tarea de alfabetización que alcanzó los más recónditos lugares del campo. Más tarde, el empuje revolucionario pudo mantener la extensión masiva de la enseñanza, uno de los sueños de Martí, a base de placas solares que alimentaban las escuelas más apartadas, cada una con su modesto televisor y su pequeño ordenador.

La bandera cubana omnipresente es una respuesta orgullosa –en cierto momento, a los rusos les pareció exagerada– frente al agresivo imperialismo estadounidense y al odio casi anticristiano, mimético de la peor extrema derecha WASP [Blanco anglosajón protestante, en sus siglas en inglés], que emana de Miami. Al cabo de los años sorprende, por lo que tiene único, que hasta cierto punto la pequeña isla parezca haberle ganado la partida al gigante del norte. Aunque la nueva apertura estadounidense, con cincuenta vuelos regulares a los diez aeropuertos de la isla, pretenda ser un regalo envenenado similar a los que se le hacían a Castro, tiene gracia imaginar la frustración puritana ante un virus revolucionario que, a las puertas mismas de Florida, se ha mostrado una y otra vez resistente al oropel hortera del norte.

La de Cuba es una disciplina mutante, como el virus de la gripe. La revolución hizo el milagro de casar el orgullo y la energía latinos con un orden ilustrado que ha calado en las venas de la población. Hasta en el libro de Ignacio Ramonet Cien horas con Fidel,que leemos por consejo de un radical alternativo de Santa Clara, Castro se muestra como un político con bastantes más ideas, y más cosmopolitas, que un Jrushchov o un Kennedy; por no hablar de otros ejemplares modestos del presente.

Es dudoso incluso que haya muchas similitudes con la revolución rusa. Ésta se mantuvo durante setenta años con grandes sacrificios entre la población y la sombra constante de las purgas, la guerra, el miedo y la represión. A cambio, la revolución cubana pronto se hizo molecular, tan profundamente discutida y consensuada que se infiltró en los entresijos de la vida popular. De ahí su eterno retorno actual, en medio incluso de la oferta turística. Pero porque fue verdaderamente genial y heroica, gracias a la infamia contra la que supo oponerse; porque mantiene la llama de los mitos éticos y estéticos de los sesenta, que siguen fascinando a medio mundo; porque Cuba no pudo respirar, sometida a un cerco brutal, sin una apelación constante al orgullo nacional de su resistencia.

De ahí que las mil imágenes de una posibilidad de revolución, en cualquier lado, sea –incluso para visitantes conservadores– parte de la oferta turística del presente. Las siluetas de Celia Sánchez y el Ché, de Camilo y Fidel conviven con naturalidad en cualquier escenario, sea una oficina estatal o un lujoso local de consumo. Se podría decir que la fotogenia del Ché –hasta su cadáver acribillado es bello– o de Camilo Cienfuegos casa muy bien con la estética de los enormes Pontiac coloreados de los años cincuenta y sesenta. El uniforme militar de los jóvenes que asaltaron Moncada sigue siendo elegante en campos de golf, de la mano de niñitas vestidas de blanco en domingo, en excursiones de pesca o reuniéndose con Sartre. Éste recuerda que el rostro de E. Guevara, después de una infinidad de reuniones diarias, era matinal todavía a medianoche.

Es cierto que Cuba parece detenida en el tiempo de aquellas décadas prodigiosas. Pero la detención temporal y el retorno de los sueños no cumplidos del pasado es –no solamente para Walter Benjamin– uno de los resortes de cualquier revolución. El futuro, se ha dicho, tiene un corazón muy antiguo. Está por ver si, ahora que se abre lentamente como una fruta, la isla no conseguirá imponer un retorno definitivo de la estética de los sesenta. A contrapelo de la mitología ilustrada, sea conservadora o revolucionaria, nadie ha demostrado que el tiempo haya de correr sólo en una dirección, hacia delante. Además, en términos absolutos, ¿dónde está delante? Dónde, si la pesadilla nos ha estado esperando delante y en todas partes.


III

Somos lo que hacemos para cambiar lo que somos, dice en algún momento Eduardo Galeano. Una de las impertinencias de la Cuba que arranca en el Movimiento 26 de Julio es discutir el primado universal de lo económico en la vida del hombre. Cuando se dice todavía “anti-imperialista” debemos entender ante todo la voluntad firme de encontrar una senda comunitaria que se propone al mundo, una oferta libre del dictado del lucro y de la rabiosa competencia que guía al individualismo occidental. El colmo de las paradojas es que este “socialismo sostenible” (sic) se sostiene hoy por su espíritu, por una constelación de creencias populares, y no sólo por los logros materiales que en educación, alimento y medicina ha logrado la revolución. Esa materialidad está entretejida con una hermandad de creencias que asombra si uno viene del planeta europeo. Por contradictorio que resulte para la ideología oficial del “materialismo”, la diferencia cubana se sostiene todavía hoy por la resistencia ética de la dignidad, por una conciencia que no se limita a reflejar ningún contexto. De ahí quizás la relativa facilidad de este maridaje último, que promete una transición pacífica, entre revolución y religión social católica. Una espiritualidad política, basada en una cultura de los sentidos, resiste a la religión global del mercado: ¿es sobre todo este ethos comunitario lo que indigna al puritanismo capitalista, también al fundamentalismo democrático de cuño europeo y a los opositores que éste apoya?

Un sabio del pasado siglo insistía en que la religión al final siempre triunfa. Pero es posible, para un pueblo que ha sufrido un tormento elitista prolongado, que la libertad de prensa sea poca religión comparada con la conciencia de una dignidad común y la libertad de manutención, de medicina o de educación. Aún hace poco se recordaba la asombrosa agilidad del pueblo cubano para organizarse en común ante la llegada de uno de los ciclones que asolan las costas antillanas. Esto puede ser parte indisociable de una revolución que tal vez nunca ha estado lejos del cristianismo: lo común exige una hermandad de los cuerpos, una economía de las almas. Lo cual se puede observar también en la admirable organización, que otros llamarían totalitaria, de las comunidades indígenas mexicanas.

Al margen incluso de purgas y fusilamientos dudosos, sin duda esta revolución no se ha realizado sin dolor y trágicos errores. Flor, holandesa de origen, nos recuerda la vergüenza de ella y su marido cubano cuando él ni siquiera podía subirle las maletas al hotel. La pureza revolucionaria debía preservar a los cubanos de la contaminación capitalista. Esto ha cambiado, pero es posible que algo de tal proteccionismo subsista todavía en la existencia de dos monedas: un peso convertible para los extranjeros, prácticamente equiparable a una tasa revolucionaria al turismo, y un peso no convertible para la mayoría de cubanos, que disponen de otros precios y de una cartilla que permite el acceso a pequeñas raciones diarias de productos básicos como aceite y pan, leche en polvo, arroz y otros. Las dos monedas –tres, si contamos el dólar– podrían ser otro recurso genial para seguir protegiendo a la población de las distintas invasiones que amenazan con convertirlos otra vez en esclavos. Hoy pueden entrar en cualquier tienda, pero el poder adquisitivo de un cubano medio le hace prohibitivos los precios de nuestros productos. Ni siquiera es fácil tener cervezas en la nevera. Lo extraño es que se apañan y no parecen más infelices que nosotros, aunque sea difícil entender –suponiendo que nos convenga– cómo subsiste la gente.

¿Subsiste con una conciencia comunitaria que no ha roto los lazos que exige una vida mortal, sometida a un perpetuo peligro? Por si esto no fuera ontológicamente así, el bloqueo se ha empeñado en recordarlo políticamente a los cubanos. En las calles abigarradas de Cienfuegos, sofocadas por el calor, cada vendedor tiene su son. Toda la población cubana, para sobrevivir, intercambia incesantemente palabras, alimentos, bienes de consumo y subsistencia. Solamente este trueque nacional incesante, del cual brota también una legendaria potencia musical –tal vez sólo comparable a la de Brasil–, explica que se subsista con una economía que para nosotros estaría en bancarrota. No hay abundancia de nada, pero sí paciencia y confianza en la senda de una dignidad común. Naturalmente, vigilados y protegidos por la revolución –lo último que quiere el régimen es que a las Damas de Blanco les ocurra algo–, los opositores tienen razón en su denuncia de las coacciones del Estado a las libertades individuales. También en las críticas a un culto a la personalidad, a un Fidel presente hasta en reuniones de pedagogos y amas de casa. Pero a veces parece ignorarse la historia, como si los últimos sesenta años de una Cuba cercada fueran el producto de la batalla personal de Castro –según Yoani Sánchez– contra once administraciones estadounidenses que, en realidad, no les han dado tregua.


IV

La precaución con el agua, como en México o en Egipto, es imprescindible para que un europeo se deje contaminar por el resto: esos paisajes rurales al pasar, algunas caras indescriptibles y, sobre todo, los gestos silenciosos de una negritud esbelta. Niños jugando, arroz con frijoles, cangrejo enchilado. Rozar este pueblo misterioso y a veces muy elegante, volver cambiados por esta resistencia a la obscenidad de la mundialización, exige abandonar el conductismo masivo o elitista de la guía turística. En la escena más tópica, basta una broma para rehacer el hechizo de un país sin tiempo, indestructible en su pasión por vivir. Es la isla delicada que resuena en el Caimanera que desgrana el español titubeante de Robert Wyatt. ¿La inercia de la derecha o la izquierda establecidas, sabrá algún día algo de esa eterna ambivalencia impolítica, que restalla incluso en esas playas del este atestadas de gente y de basura? Es tal pueblo imperfecto el que salvará a Cuba del canibalismo de la homologación. Si es que alguna vez lo fue, no hay temor a que este paraíso desaparezca tragado por la niveladora del consumo. Cuando venga, éste seguirá siendo cubano. Aunque es cierto que, sobre todo después del establecimiento de vuelos regulares con Estados Unidos, el poder de los estereotipos consumistas será la principal amenaza para Cuba, y no los restos de un uniforme verde oliva que apenas se ve por las calles. El poder de los mercados no es menos monótono y nivelador que el de esa “camarilla comunista” que los exiliados de Miami odian. ¿Es consciente de este peligro consumista la actividad de la oposición democrática cubana?

La luz antillana de la orilla invita a bañarse, incluso a bucear, sin quitarse las gafas de sol. La frescura del daiquiri se mezcla con el verde-azul del caliente fondo arenoso. Después de un baño nocturno en aguas templadas, el frenesí sexual de algunas noches permite volver a encontrar una morada en cualquier lugar, a veces inicialmente incómoda. Parafraseando a un escritor del pasado siglo: la tierra vencida, los cuerpos vencidos nos entregan estrellas. En Varadero y en Oaxaca, la patria del hombre es el amor y el sueño. Vivimos de día como soñamos de noche, mientras una sola estrella rutila al oeste. Y al día siguiente vuelven –pero ningún turista mira hacia mar abierto– aquellos cielos deshaciéndose en complejidades de tormenta, antes de que el naciente se alumbre en nubes con perfil de hongo nuclear o mascota gigante. Mientras, la grácil silueta morena de la cantante del Club Náutico desmadeja la tarde sobre el crepúsculo. No dejes de cantar y moverte suavemente, musitas, como si no hubiera turistas.

Ya en el lejano 1961, el entonces celebrado Cabrera Infante polemiza de tal modo sobre la vitalidad de la noche bohemia de la capital, expuesta en el documental P. M.de su hermano Sabá, que a Cabrera le acaba costando caro. Pero porque entonces el poder cultural que ampara al periódico más prestigioso de Cuba, cuyo suplemento cultural dirige Infante, se cuestiona si descender a esas frivolidades es pertinente en pleno acoso exterior a la revolución.

Pero la fiebre popular continúa hoy, y no precisamente en los locales preparados para el turismo. Dios mío, qué malo es vivir enamorado de una mujer, susurra un joven obrero de Trinidad al paso de una preciosa chica local que sigue su marcha, sin siquiera mirarle. No sabemos si tanto como cantó Reynaldo Arenas, queriendo con ello injuriar a Castro, pero el erotismo –no una prostitución hoy poco visible– rezuma por todas partes. Para empezar, en el cariño de algunas mujeres mayores que te atienden. En los jóvenes sentados en el ocaso de los malecones, indiferentes a nada que no sean su charla, su música y sus caricias. También en aquella joven morena, gafas de sol recortadas en el crepúsculo, que bebe y bromea con sus compañeros de mesa. Es cierto que se siente un poco de pena ante la joven madre que aprovecha el aguacero en “la 23” para empaparse con el chorro de agua que cae de un edificio. Pero incluso esa escena tercermundista tiene su belleza, cierta ternura y erotismo. Éste palpita en todas partes menos en los escaparates donde se ofrece al por mayor. No desde luego en Tropicana, donde rubias extranjeras bailan con su musculosa pareja cubana y gozan de un simulacro del daiquiri que en su día saboreó Hemingway. El turismo incluye un postureo tedioso en todas partes, sea en Miramar, en Varadero, en el Hotel Nacional o ante las cien bandas de Trinidad. Solamente algunas escenas y lugares, algunos camareros, algunos momentos sonoros, con platos populares y combinados preparados con esmero, nos libran de este romanticismo calculado que es la vaselina –y el estado de excepción– de la esclavitud industrial.

Los milagros son escasos, también en San Petersburgo. Se producen en esa humanidad entrevista al pasar por carreteras en las que transita un ganado sin pastor. En aquel cuarteto de viejecitos en Trinidad, cantando una deliciosa versión de La rosa de orientede Gutiérrez. Sería impagable escuchar a Baudrillard en esta otra América, seleccionando algunas perlas entre tanto simulacro para extranjeros. Donde, por cierto, son escasas las langostas verdaderamente inolvidables. Igual que en Alemania, dicho sea de paso, la gente mayor es la que parece más libre de los tópicos de la época. Ya nos lo había advertido Frank, aquel dinámico empresario en una tarde de Cienfuegos: “Huyan de los jóvenes, acérquense a los mayores”.


V

Es preciso reconocer que, en medio de la escasez compartida, resulta muy contaminante el mejor de los turismos posibles. Vas con una buena intención a Cuba, comes en paladares que pueden ser caros incluso para un español e invitas a tus amigos cubanos, incluido un delicioso ron añejo de siete años. Y sin embargo, aunque seas extremadamente cuidadoso, no dejas de sentir un poco de vergüenza con el papel señalado y “protector” que ejerces. Y esto aunque sospeches que ellos tambiénactúan y te están dejando cumplir amablemente con tu presuntuosa escenificación. Como el rol del visitante les obliga a justificarse continuamente, y a quejarse de la escasez, esto redobla en los gestos nuestra generosidad de extranjeros acomodados. Este círculo vicioso teatral no es fácil de romper. Para más inri, el camarero que te sirve, el chico que arrastra su bicitaxi, el anfitrión que te explica detalles actuales e históricos, habla tu idioma y tiene un aspecto similar al tuyo. Así que el inextricable contraste entre ese mundo y el tuyo es doblemente sutil y más bien incómodo para ambas partes.

A mitad de camino, disentimos de algún obispo español. No vimos un miedo generalizado a hablar, no más que la eventual desconfianza de cualquier otro sitio. Aunque fuera cierto que pululan informantes por todas partes, cualquier pregunta en buen tono puede generar, a imitación de ese Fidel que hablaba cinco horas sin papeles, una respuesta interminable. Tal vez porque la mayoría de la población, como ha reconocido indirectamente el propio Obama, ha hecho suya la revolución y no vive enfrentada a la autoridad de los militares ni a un ejército popular que, hoy por hoy, es muy improbable que dispare contra la gente. La prueba de que el miedo no paraliza es que hoy cualquiera se suelta a hablar, casi a la manera argentina, con un discurso que cada uno tiene muy elaborado. Parece que ciertamente la educación ha reforzado una clásica ilustración muy propia de lo que era la joya de la corona española. ¿De ahí que un intelectual llamado Ernesto Guevara llegase a sentirse tan cómodo en la isla?

Si hay una extendida vigilancia policial, tal como sostienen algunos, con la idea de un soplón disfrazado en cada barrio, es una vigilancia genial, pues resulta aproximadamente indemostrable. ¿No es posible incluso que tal vigilancia sea un mito popular, o del propio régimen, para justificar así una prudencia ciudadana que hará los cambios muy lentos? Como dijo Fidel: Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada.

El sincretismo no es sólo religioso, con la santería y esas prácticas antillanas de la cultura yoruba que lleva a algunas mujeres a vestir de blanco un año entero antes de ser ordenadas. El sincretismo alcanza también a la belleza criolla de los rostros, a la integración de revolución y tradición, a las ciudades híbridas, a las culturas, los sones y los cuerpos entremezclados. Pocas veces, dicho sea de paso, se pueden observar una mezcla interracial como la cubana. Y esto no solamente en circuitos alternativos, a la manera de Madrid o Berlín, sino en todos los planos de la vida social. A diferencia de lo que ocurre Nueva York, donde hasta ayer la población afroamericana ocupaba solamente puestos vicarios, ¿es esta ausencia de racismo uno de los logros del sistema y una expresión de su triunfo popular? Tal vez significa hasta qué punto la revolución, tome ahora el rumbo ideológico que sea, está fundida con la piel de las costumbres. Como si la fusión política de revolución y nacionalidad, de orden socialista y estilo popular, fuera anterior a los logros de la fusión musical que la isla vende a medio mundo. En este punto Cuba, empeñada en algún momento en tender puentes entre Mao y Jrushchov, habría estado más cerca de la síntesis cultural china que de la rigidez soviética.


VI

¡Estamos en Cuba!, puede decir con sorna un camarero para justificar cualquier desastre en los servicios. La sangría económica –y la seguridad estatal– que representan tantos funcionarios, a veces bastante malhumorados, no tiene con frecuencia ninguna función: no hay habitaciones que alquilar, carros que rentar, trenes o autobuses suficientes. Si los hubiera, como esos funcionarios cobran lo mismo –muy poco–, tampoco los servirían. Es posible que el concubinato con la Unión Soviética haya jugado malas pasadas a la economía. Sin atrevernos a repetir la cifra diaria de gasto ruso que oímos en la isla, parece que creó más de dos décadas prodigiosas de riqueza artificial que sin duda relajaron la inteligencia económica. A pesar de algunos formidables logros ecológicos, la agricultura y la pesca parecen seriamente descuidadas. Lo cual explica, sobre el muro del bloqueo, la escasez de productos básicos en cualquier esquina. Un ciudadano cualquiera comenta: “Me gustaría saber qué argumentarán, para justificar la escasez, cuando acabe el bloqueo”. Aparte de las remesas de los emigrantes y del potencial económico de Miami, que de algún modo complejo es parte de la isla, la principal fuente de ingresos en Cuba no es el turismo; ni la caña de azúcar, el tabaco o el café. Lo son unos servicios médicos en el exterior, y una investigación bioquímica libre de la rapiña de las multinacionales farmacéuticas, que aportan fuertes divisas al estado.

Como peaje internacional a su insolente revolución, los cubanos han pasado por todas las humillaciones concebibles. En el Periodo Especial de los años noventa se deja de tomar carne –el propio Fidel defiende en público lo saludable de un cambio de régimen– y se reparten bicicletas a la población. Pero Cuba también pasó ese periodo y hoy entra en otro estadio muy distinto. “Este es mi país: no quiero irme. Que se vayan ellos”, nos espeta a bocajarro un taxista que ha conocido la prisión por comprar combustible en el mercado negro. Ciertamente, no parece que hoy el periódico Granma, ni siquiera en su versión en inglés, genere lo que se dice devoción popular. “Nadie se cree las mentiras del Partido” –insiste el taxista anterior–, que ha caído en picado en sus afiliados. Pero casi todo el mundo convive con la retórica oficial, o sencillamente la ignora, con una mezcla de inteligencia y nacionalismo todavía estimulada por la desconfianza hacia las críticas externas. Aparte de esta unión popular ante la agresividad democrática externa, algo –con perdón– deben haber hecho bien Fidel, Camilo, Vilma, Raúl y Ernesto Guevara para dejar este resto popular de confianza estatal, con una paciente prudencia que dura hasta el año de gracia de 2016.

Pero “No hay sol sin mancha”, repite un joven cubano, dulcemente crítico con la revolución, en una tarde de mojito y terrazas. ¿Es esta especie de democracia popular sin partidos una forma sui generis de dictadura, como dicen muchos exiliados de Miami? ¿Puede haber una dictadura sin la presencia masiva de soldados en las calles? No existe lo que llamamos libertad de prensa, es cierto, ni una pluralidad libre de distintos partidos, cosas desde luego difíciles en un ambiente de extrema hostilidad externa. Es cierto además, como ha reconocido el propio Castro, que la revolución ha cometido serios errores. Entre otros, una lenificación forzada por la guerra fría y la agresividad estadounidense que no estaba en el programa inicial –el Partido Comunista se funda en el tardío 1965–, orillando a José Martí en aras de un marxismo bastante esquemático.

Preguntémonos qué significa que, lejos de París y Chicago, una humanidad exterior asocie lo que nosotros llamamos Democracia con bombardeos masivos, no siempre precisos. También la democracia dentro de Estados Unidos, en el corazón de Reino Unido, Italia, Israel o Francia, ha cometidos errores, incluso crímenes terribles. Todos los creyentes del sustantivo Democracia olvidan que se trata de un adjetivo que sólo admite una problemática y variopinta aplicación real. Por lo pronto, después de décadas de miseria masiva, nadie pasa hambre en Cuba, ni hay niños abandonados buscando basura en la calle, ni la escandalosa desigualdad de otros países. Al margen de los sustantivos, Cuba tiene poco que ver con el régimen de Franco, con el de Corea del Norte o con el sectarismo superestructural de un Maduro en Venezuela. Juraríamos incluso que los jóvenes revolucionarios del Granma consiguieron una hermandad nacional que tampoco lograron los Kirchner en Argentina. Lo absoluto no es la democracia, ni ningún otro régimen político. Lo absoluto es la existencia, cómo vive la gente, ese laberinto de singularidades que siempre tiene que encontrar un modo de sobrevivir a la pesadilla que es la historia. Es en este plano de inmanencia popular donde el hombre barbudo que se duerme agotado bajo unas cañas, poniéndose el fusil en la garganta para que no le capturen vivo después del fracaso momentáneo delGranma, ha logrado una revolución popular con pocos precedentes.


VII

Fijémonos en esa celebrada seguridad, para algunos dudosa. Todavía hoy, una mujer sola puede hacer lo que nosotros llamábamos autostop en cualquier carretera secundaria. “Nunca ocurre nada”, dice un corpulento taxista. “Y si ocurre –insiste– es porque ella quiere y lo que ella quiere”. La tranquilidad pasmosa en la isla no tiene sólo que ver con el temor a la policía o con una cierta pureza revolucionaria. Algo de esto no deja de ser así: asqueados por los abusos de la soldadesca de Batista, Castro llegó a enjuiciar y fusilar en Sierra Maestra a unos pocos guerrilleros que se atrevieron a engañar a los campesinos. Pero la seguridad, que permite a un turista pasear de noche por cualquier calle cubana mal iluminada, brota también de un patriotismo que a veces parece la réplica –aunque invertida– de la que practica el poderoso vecino del norte. Es casi tan omnipresente la bandera cubana en La Habana, Varadero y Trinidad como el paño de barras y estrellas en Boston o Los Ángeles. Y este resistente orgullo nacional, libre de un complejo de culpa muy presente en el universo hispano, viene de lejos, ya desde una Cuba que era la pieza mimada de la corona española. Se dice que la oligarquía cubana del XIX, a la vez que miraba con ilusión a los estados esclavistas del sur estadounidense, pesaba tanto en Madrid que no necesitaba la independencia.

Más que ningún otro factor, es tal vez este nacionalismo, que la revolución refuerza, el que explica el respeto masivo por el estado y el orden social que éste ha instaurado. Parece que la vocación mundial de la isla es la que le ahorra ese auto-odio que en México o en España toma muchas formas, también en la proliferación monstruosa del nepotismo interno. Hoy por hoy, es inimaginable un policía o un soldado cubano realizando una extorsión a un extranjero o a un compatriota. El repetidoantiimperialismo también significa que Cuba no puede reproducir hacia dentro lo que combate por fuera. De ahí las críticas constantes al centralismo.

Mucho antes de los discursos de Fidel en la ONU, de la escena del Ché dialogando con Sartre y Simone de Beauvoir, los guerrilleros de Sierra Maestra suscitan la atención mundial. Y saben que hoy en día, aunque a veces sea para mal, sigue quedando algo de esto. Sin ir más lejos, es evidente que el Vaticano no se ha tomado tantas molestias con cualquier otro estado. Pero la censura de medio mundo es actualmente la tónica. El mismo día que se rechaza a Rajoy en nombre de la democracia, se pronuncia en nuestro congreso el nombre de La Habana como si fuera solamente un exótico lugar y la paz de Colombia hubiera llegado a través de la Academia Sueca. Ignoramos una y otra vez la potencia política de la isla, que sigue y va a seguir por mucho tiempo. ¿Dejaremos otra vez los españoles –excepto Meliá, Iberia y alguna otra empresa– que todo el mundo nos tome la delantera a la hora de ocupar un lugar en esta época de transición, con todo lo que nosotros sabemos de cambios graduales? Somos capaces. A diferencia de Cuba, la marca España no se atreve a una independencia política, y esa falta de audacia externa es lo que presiona para desgarrarnos por dentro. El patriotismo español será un poco vacío, retórico y rancio, mientras no nos recuperemos de una timidez exterior que tiene en casi el entero universo suramericano una expresión preocupante. Se trataría de contribuir, como hace con prudencia el Vaticano –y esto no gusta a todos los opositores–, en la transición a un tipo de democracia social que no tiene por qué parecerse, ni de lejos, a la de los brutales vecinos que viven –armados hasta los dientes– entre Florida y Canadá.

En Cuba subsiste un viejo coraje que hoy apenas tiene representación en esta terciaria nación española que se ha disuelto en Europa. Viejos valores hispanos, incluida la hibridación barroca y la audacia internacional, se conservan más en esta isla antillana que entre nosotros. Por todas partes, en El Vedado, en Trinidad o Cienfuegos, preciosas baldosas castellanas o andaluzas permiten descansar a animales indolentes. Vemos fortalezas ciclópeas, moles de piedra por todas partes para defender la perla del Caribe. Con todos sus crímenes, lo que hizo España, lo que sudó y los hombres que perdió en aventuras incalculables, evoca una voluntad terrenal que todavía se observa en Cuba. Es como si los cubanos representasen, hoy un poco solos y al modo “marxista”, el empuje y la ambición universal que un día tuvo la madre patria al modo “cristiano”. Muy lejos de aquel 98 tan duro para España y para Cuba –que pasó de un amo a otro, no menos cruel–, tendríamos que restablecer puentes de confianza con nuestros hermanos antillanos.

Cuba tiene que encontrar su propio camino para un socialismo de mercado, para un capitalismo de estado, como aquí o allá intentó la socialdemocracia americana y europea en condiciones muy distintas. Y los cubanos, tampoco en esta ocasión, encontrarán en Estados Unidos demasiadas caricias para recorrer esa senda. Tiendan puentes, insiste sin embargo –hablando para la juventud cristiana de la isla– el cuidadoso mensaje del Papa Francisco. Sin duda, puentes en el laberinto de múltiples obstáculos, pues el presente cubano, heredero de una proliferación barroca de cruces, es intrincado. Ellos sabrán salir de este reto actual, como antes han salido de desfiladeros peores. A algunos nos gustaría que no lo hicieran completamente solos.




Ignacio Castro Rey es doctor en filosofía y reside en Madrid, donde ejerce de ensayista, crítico y profesor. Entre sus libros últimos cabe destacar Votos de riqueza (Madrid, 2007), Roxe de Sebes (Los libros de fronterad, 2016) y La depresión informativa del sujeto (Buenos Aires, 2011). Sobre el freno al pensamiento en Occidente y otras cuestiones afines, el autor ya ha dicho casi todo lo que tenía que decir en su último libro Sociedad y barbarie (Melusina, 2012). En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, De Oaxaca a DF. Impresiones de un pasajero inmóvilMarx en red. (El origen de la religión verdadera)Cuarteto neoyorquino y El cuerpo de la desintegración, y mantiene el blog Crítica y barbarie.




Artículos relacionados:

Cuba + U.R.S.S. = Soy Cuba, por Julio José de Faba
Ventanas cubanas, por Elena Parreño
Los tres exilios de Ciro Bustos, por Lino González Veiguela
Más allá de Miradas, de Humberto Mayol
Silvio en el Carnegie Hall, por Gonzalo Sánchez-Terán

sábado, septiembre 24, 2016

¿Y SI DEJÁRAMOS DE SER CIUDADANOS? Santiago López PetitUtopie

Utopie - Magazin für Sinn und Verstand







manifiesto por la desocupación del orden
¿Y SI DEJÁRAMOS DE SER CIUDADANOS?
Butterfly2
Nos interpelan como ciudadanos

Hoy el ciudadano ya no es un hombre libre. El ciudadano ha dejado de ser el hombre libre que quiere vivir en una comunidad libre. La conciencia política que no se enseña sino que se conquista, ha desaparecido paulatinamente. No podía ser de otra manera. El espacio público se ha convertido en una calle llena de tiendas abiertas a todas horas, en un programa de televisión en el que un imbécil nos cuenta detalladamente por qué se separó de su mujer. La escuela, por su parte, no tiene que promover conciencia crítica alguna sino el mero aprendizaje de conductas ciudadanas “correctas”, junto con una colección de procedimientos y de competencias. Y, sin embargo, cuando los políticos se dirigen a nosotros, cuando se llenan la boca con sus llamadas a la participación, siguen llamándonos ciudadanos. ¿Por qué? ¿Por qué se mantiene una palabra que, poco a poco, se ha vaciado de toda fuerza política?
Antes que nada porque la identidad “ciudadano” nos clava en lo que somos. Nos hace prisioneros de nosotros mismos. Somos ciudadanos cada vez que nos comportamos como tales, es decir, cada vez que hacemos lo que nos corresponde y se espera de nosotros: trabajar, consumir, divertirnos… Votar cada cuatro años, en verdad, no es tan importante. Es mediante nuestro comportamiento, y en el día a día, como realmente insuflamos vida a la figura moribunda del ciudadano. Entonces se nos concede una vida. El ciudadano es aquel que tiene su vida en propiedad, más exactamente, aquel que sabe gestionar su vida y hacerla rentable. En última instancia, un fracasado social no es un auténtico ciudadano, se trata de un ciudadano de segunda clase. Ya no digamos un inmigrante sin papeles que sólo puede ser una sombra estigmatizada a nuestro servicio. Decir ciudadano significa decir creer. El ciudadano no es el que piensa, es el que cree. Cree lo que el poder le dice. Por ejemplo, que el terrorismo es nuestro principal enemigo. O que la vida está hecha para trabajar. En definitiva, es el que cree que “la realidad es la realidad“, y que a ella hay que adaptarse. Pero es complicado creer en una realidad que se disuelve por momentos: tenemos que ser trabajadores y no hay puestos de trabajo; tenemos que ser consumidores y las mercancías son gadgets vacíos; tenemos que ser ciudadanos y no hay espacio público. Porque el ciudadano, en definitiva, es la pieza fundamental de “lo democrático”, y “lo democrático” es, en la actualidad, la forma de control y de dominio más importante.

De la democracia a “lo democrático”

Para entender el papel central que juega la figura del ciudadano ya no podemos quedarnos simplemente en el marco de lo que siempre se ha denominado democracia. La democracia, en la medida que se hacía forma Estado y dejaba de ser “la menos mala de las formas de gobierno” como tantas veces se nos decía, experimenta necesariamente una transformación total. Para dar cuenta de esta mutación proponemos el desplazamiento desde “la democracia” a “lo democrático”. “Lo democrático“ sería el formalismo que posibilita la movilización global. La movilización global constituye, por su parte, el proyecto inscrito en la globalización neoliberal, y como tal consiste en la movilización de nuestras vidas para (re)producir – simplemente viviendo – esta realidad plenamente capitalista que se nos impone como plural y única, como abierta y cerrada y, sobre todo, con la fuerza irrefutable de la obviedad. Una realidad que nos aplasta porque en ella se realiza, (casi) en todo lugar y (casi) en todo momento, un mismo acontecimiento: el desbocamiento del capital. Pues bien, la función de “lo democrático” es permitir que esta movilización global que se confunde con nuestro propio vivir, se despliegue con éxito. Con éxito significa que gracias a “lo democrático” se pueden efectivamente gestionar los conflictos que el desbocamiento del capital genera, encauzar las expresiones de malestar social, y todo ello, porque “lo democrático” permite arrancar la dimensión política de la propia realidad y neutralizar así cualquier intento de transformación social.
De aquí que no sea fácil definir qué es “lo democrático”. El núcleo central del formalismo está constituido por la articulación entre Estado-guerra yfascismo postmoderno: entre heteronomía y autonomía, entre control y autocontrol. Veámoslo más de cerca. “Lo democrático” se construye sobre una doble premisa: 1) El diálogo y la tolerancia que remiten a una pretendida horizontalidad, ya que reconducen toda diferencia a una cuestión de mera opinión personal, de opción cultural. 2) La política entendida como guerra lo que supone declarar un enemigo interior/exterior y que remite a una dimensión vertical. “Lo democrático” realizaría el milagro – aparente, se entiende – de conjuntar en un continuum lo que normalmente se presenta como opuesto: paz y guerra, pluralismo y represión, libertad y cárcel. En este sentido “lo democrático” va más allá de esa articulación y se dispersa constituyendo un auténtico formalismo de sujeción y de abandono. Pero “lo democrático”, en tanto que formalismo posibilitador de la movilización global, no se deja organizar en torno a la dualidad represión/no represión que siempre es un modelo demasiado simple. “Lo democrático” es un cajón de sastre en el que caben desde las normativas cívicas promulgadas en tantas ciudades a las leyes de extranjería, pasando por la policía de cercanía que invita a delatar. O la cárcel. “Lo democrático” define directamente el marco de lo que se puede pensar, de lo que se puede hacer, y de lo que se puede vivir… Más exactamente: de lo que se debe pensar, hacer y vivir en tanto que hombres y mujeres que se dicen libres a sí mismos.

La crisis ha venido…

Esta rejilla de conceptos, valores y objetivos, que como ciudadanos hacemos nuestra, ser ciudadanos es pensar y actuar mediante estas pautas de pacto con la realidad, es la que aplicamos a la crisis. La crisis que se inicia simbólicamente el 23 de octubre del 2008 con la caída del banco Lehman Brothers se presenta como la segunda Gran Crisis, como una especie de prueba apocalíptica que, o bien conseguimos superar, o bien nos hunde colectivamente en la miseria. Pero lo curioso del asunto de la crisis es la simplicidad analítica cuando se deja a un lado el lenguaje técnico. La crisis hace de la realidad una especie de videojuego en el que todos estaríamos participando. Que se hable de economía casino no es casualidad. En el videojuego hay un guión con sus buenos, sus malos… y sabemos que, finalmente, habrá vencedores y perdedores. Cuando la canciller alemana Merkel, por ejemplo, nos asegura que existe “una batalla de los políticos contra los mercados” dirigida a restablecer la primacía de la político sobre la economía, está dibujando claramente algunos de los personajes principales: políticos y Estado (los buenos) son obligados por los mercados y los especuladores (los malos) a introducir reformas imprescindibles en el juego. De fondo existiría, y es un argumento esencial del guión, una especie de culpabilidad generalizada: “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Ante el desbocamiento del capital, ante su fuga hacia adelante hecha posible porque entre poder y capital existe un mutuo empujarse más allá de sí, una auténtica copertenencia (Zusamengehörigkeit), esta explicación resulta totalmente ridícula. La especulación es consubstancial al capitalismo aunque ahora mediante la finanza se haya extendido a toda la sociedad. El capital es “más“ capital y “más que“ capital, es decir, poder.

El nuevo contrato personal y la guerra

La crisis consiste, pues, en una situación desfavorable para la mayoría que ha sido políticamente construida, y que, sin embargo, se autopresenta como naturalizada. Describirla como una forma de acumulación primitiva de capital es en gran parte verdad si bien insuficiente. Si la crisis, o mejor dicho, esta crisis global tiene importancia es porque en ella, y gracias a ella, se pone además en marcha un nuevo contrato social. Este nuevo contrato social es el que da derecho a participar en la movilización global que produce el mundo, más precisamente, esta realidad plenamente capitalista y sin afuera que es nuestro mundo. El contrato social que el movimiento obrero oficial aceptó y que estuvo en funcionamiento hasta finales de los setenta era muy claro: “paz social a cambio de dinero”. Después de la derrota obrera a finales de los setenta, el nuevo contrato social se individualiza completamente puesto que ahora se dirige a cada uno de nosotros. El contrato social se convierte en un contrato personal. Su formulación es también muy clara: “la vida a cambio de la empleabilidad absoluta”. En la época global sólo se puede vivir, y vivir estener una vida, si esa vida que se tiene es el soporte de un nuevo modo de ser: la empleabilidad más absoluta. La precariedad se hace existencial. En última instancia, el nuevo contrato personal te reconoce en lo que eres y sólo puedes ser: (un) capital humano. Realidad y capitalismo se acercan como nunca lo habían hecho, y la vida constituye el lugar de su entera fusión. ¡Cuán parcial y tranquilizador es seguir hablando únicamente de mercantilización o de privatización ante un fenómeno que cambia tanto la subjetividad como la misma realidad!
La empleabilidad absoluta como modo de ser, la vida entendida como maximización de su rentabilidad, el yo concebido como un Yo marca, implica una humillación permanente detrás de la cual sólo puede haber la pura arbitrariedad de la violencia. El nuevo contrato personal es la consagración de la arbitrariedad en su sentido más pleno. Con lo que se muestra que la arbitrariedad ejercida bajo la forma de violencia (monetaria, militar…), es decir, el poder en su pura arbitrariedad, sigue teniendo paradójicamente un fundamento perfectamente definido. El fundamento o principio del orden (global) es la guerra. La movilización global es la guerra contra nosotros y esa guerra organiza el mundo. Se puede decir que si la lucha de clases, el antagonismo obrero gestionado por los sindicatos de clase constituía el motor y, a la vez, el elemento cohesionador de la sociedad industrial, ahora es la guerra gestionada desde “lo democrático” la que realiza las mismas funciones. El ciudadano ha sido redimensionado como la pieza esencial de la movilización global. Nos interpelan como ciudadanos cuando en verdad, nos quieren verdaderas unidades movilizadas. Ya es hora de desocupar esa cáscara vacía, esa figura retórica por cuya boca sólo puede hablar la voz del poder. Como ciudadanos, actuando en tanto que ciudadanos, ya hemos perdido de antemano la guerra ¿Y si dejáramos, entonces, de ser ciudadanos?

La inutilidad de argumentar
Llegados a este punto el abismo se abre bajo nuestros pies, y un demonio nos susurra en el oído “¿Te atreverías a abandonar tu propia cárcel?”. Pretender dejar de ser ciudadanos es una locura, es un absurdo. Incluso es reaccionario. Podríamos oponer muchos argumentos. En verdad, todas las argumentaciones que pudiéramos argüir servirían de muy poco. Porque ¿cómo rebatir una posición que está dentro de los límites de lo que se puede/debe pensar? Hay únicamente una vía: salir. Salir de todo. Salir de las seguridades mediocres que nos atenazan, de las verdades simples, de las dudas. Salir del autoengaño y de la propagación del engaño. Salir de ese mundo. Yo no sé si podré salir.
Pero sé quien sale. Sé que hay gente que sale. “No tenemos nada que perder, ¿qué importa lo que queramos?“ es lo que le contestó un manifestante griego que acababa de tirar una piedra a la policía al periodista que le interrogaba. La respuesta recuerda la conocida frase delManifiesto Comunista de Marx “los proletarios no tienen nada que perder como no sea sus cadenas”. El cambio es, sin embargo, esencial. Ahora no hay ningún horizonte emancipador, sólo la voluntad de hundir esta realidad que se ha hecho una con el capitalismo. La lucha es ya directamente liberación. Sale también de esta realidad quien, al querer hacer de su querer vivir un desafío, rompe su vida y ve como el insomnio se apodera de él. Salen de esta realidad los compañeros que viven con lo justo para poder sostener una editorial que es un puñal clavado en el corazón de esta realidad estúpida. Como salen asimismo los que intentan consumir menos colectivamente. O aquellos que se encuentran para ponerse, un día tras otro, frente al abismo del no saber. Salen los que no quieren engañarse y la verdad quema poco a poco.
Luchar es inventar salidas concretas y, a poder ser, de modo colectivo. Salen, pues, aquellos que desocupan la figura del ciudadano, y eso puede hacerse de dos maneras distintas. La primera consiste en construir otro mundo que se oponga a este mundo: nuestra editorial, nuestra cooperativa de softwart libre, mi enfermedad… contra ese mundo. En la oposición entre mundos, ya no cuenta en absoluto la correlación de fuerzas, sino la potencia del desafío. Un desafío que puede pasar extrañamente por oponer el mercado al propio mercado o la enfermedad a la salud. La segunda manera implica la destrucción. Dejar de ser ciudadano es, entonces, socavar los límites impuestos por una responsabilidad impuesta. “La economía está en crisis: ¡que reviente!”. Pedir e imponer derechos imposibles. La irresponsabilidad entendida como el modo de desembarazarse del miedo que se nos quiere interiorizar. La irresponsabilidad que siempre hay en todo gesto radical cuando interrumpe la movilización global, y abre un espacio del anonimato. Los espacios del anonimato no se organizan en torno a los pronombres (yo, tú, él…), por eso cortan cualquier vía política dirigida hacia un contrato social. Los espacios del anonimato son aquellos espacios en los que la gente toma la palabra y pierde el miedo. Tenemos que desocupar la figura del ciudadano para que pueda emerger la fuerza del anonimato que vive en cada uno de nosotros.

domingo, septiembre 04, 2016

Libération de Asli Erdogan,

La policía de Turquía ha detenido a la escritora turca Asli Erdogan, por su posición crítica contra el gobierno turco y su apoyo a las reivindicaciones del pueblo turco. Esta detención forma parte de la craza de brujas desatada en Turquía con la excusa del fallido golpe de Estado. Es un atentado directo a la libertad de expresión y la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET) de Saint-Nazaire, a la que Asli está estrechamente unida, ha puesto en marcha a través de su director, el novelista Patrick Deville, una petición al gobierno turco para que libere a Asli Erdogan. Yo la he firmado ya y os animo a hacer lo mismo.

Para ello hay que mandar un mensaje a Elisabeth Biscay, de la MEET, que diga: Je signe la pétition pour la Libération de Asli Erdogan, firmado con vuestro nombre y señalando entre paréntesis si se es escritor o traductor (o ambas cosas).

El mail de Elisabeth BISCAY:  meetingsaintnazaire@gmail.com

Al final de este mensaje tenéis el texto de la petición, en francés y en español
.​




Pétition :
Nous attendons du gouvernement turc qu'il libère la romancière Asli Erdogan

Asli a été arrêtée par la police turque le 16 août dernier. Elle est incarcérée depuis samedi à la prison Barkirköy d’Istanbul aux motifs de « propagande pour une organisation terroriste », « appartenance à une organisation terroriste » et « incitation au désordre ». Journaliste à Ozgun Gundem qui vient d’être interdit, féministe, scientifique, romancière, femme de liberté, elle ne cesse de promouvoir dans ses écrits la liberté et la démocratie. Après des études de physique et de génie informatique, Asli avait travaillé au Centre de Recherches Nucléaires (CERN, Genève), est devenue romancière au Brésil, ses livres ont été publiés en traduction chez Actes-Sud et en éditions bilingues à la Maison des écrivains étrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire (Meet) où, depuis 2004, elle vient régulièrement travailler et participer à des rencontres d’écrivains et de traducteurs.
Des écrivains, journalistes et militants des droits entament un sit-in devant la prison. Nous, écrivains, traducteurs, éditeurs, attachés à la totale liberté d’expression des écrivains partout dans le monde, les soutenons et nous attendons du gouvernement turc qu'il libère Asli Erdogan.

Patrick Deville, directeur littéraire de la Meet.

Petición

Esperamos del gobierno turco que libere a la novelista Asli Erdogan

Asli ha sido detenida por la policía turca el pasado 16 de agosto. Está encarcelada desde el sábado en la prisión Barkirköy, en Estambul, acusada de “propaganda en favor de una organización terrorista”, “pertenencia a una organización terrorista” e “incitación al desorden”. Periodista de la publicación Ozgun Gundem, que acaba de ser prohibida, feminista, científica, novelista, mujer libre, no ha cesado de promover con sus escritos la libertad y la democracia. Al término de sus estudios en física e ingeniería  informática, Asli trabajó en el Centro de Investigaciones Nucleares (CERN), de Ginebra, se hizo novelista en Brasil, sus libros ha sido traducidos en Francia por Acte Sud y editados en edición bilingüe por la Maison des écrivains étrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire (Meet), con la cual ella ha trabajado regularmente, a partir de 2004, habiendo participado en sus encuentros de traductores y escritores. Escritores, periodistas y militantes de los derechos humanos protagonizan una sentada delante de la prisión. Nosotros, escritores, traductores y editores, defensores de la total libertad de expresión de los escritores en todo el mundo, los apoyamos y esperamos del gobierno turco que libere a Asli Erdogan.

Patrick Deville, director literario de Meet.


Des écrivains, journalistes et militants des droits entament un sit-in devant la prison. Nous, écrivains, traducteurs, éditeurs, attachés à la totale liberté d’expression des écrivains partout dans le monde, les soutenons et nous attendons du gouvernement turc qu'il libère Asli Erdogan.
Patrick Deville (France), Jean Rolin (France), Timour Muhidine (France), José Manuel Fajardo (Espagne), Charif Majdalani (Liban), Philippe Ollé-Laprune (Mexique), Boualem Sansal (Algérie), Ersi Sotiropoulos (Grèce), Rosa Beltran (Mexique), Alberto Barrera (Venezuela), Carmen Boullosa (Mexique), Juan Villoro (Mexique), Mahmoud Tawfik (Egypte), Fabienne Bradu (Mexique), Alberto Ruy Sanchez (Mexique), Alberto Manguel (Argentine), Chantal Chen-Andro (France), Yahia Belaskri (Algérie), Julietta Garcia (Colombie),  Francisco Torres Oliver  (Espagne), Bernardo Carvalho (Brésil), Daniel Saldaña (Mexique), Jose Maria Espinasa (Mexique), Arno Bertina (France), Israel Centeno (Venezuela), Lídia Jorge (Portugal), José Ovejero (Espagne), Pedro Vieira (Portugal), Lina Meruane (Chili), Jorge Volpi (Mexique), Joäo Paulo Cuenca (Brésil), Dan Lungu (Roumanie), Daniel Maximin (France), Daniel Goldin (Etats-Unis), Mario Bellatin (Mexique), Roberto Ferrucci (Italie), Federico Andahazi (Argentine), Jacques Aubergy (France), Santiago Roncagliolo (Pérou), Louis-Philippe Dalembert (Haïti), Francisco Font Acevedo (Porto-Rico), Luiz Ruffato (Brésil), Margo Glantz (Mexique), Eloy Urroz (Mexique), Gonzalo Celorio (Mexique), David Miklos (Mexique), Magali García-Ramis (Porto-Rico), Leonardo Gala (Cuba), Jean Meyer (Mexique), Sophie Kepes (France), Jaime Moreno Villarreal (Mexique), John Lantigua (Etats-Unis), Elvira Lindo (Espagne), Carlos Wynter (Panama), Fernando Iwasaki (Pérou), Almeida Faria (Portugal), Javier Chiabrando (Argentine), José Ángel Mañas (Espagne), Joel Franz Rosell (Cuba), Jorge F. Hernandez (Mexique), Aurora Arias (République Dominicaine), Sandra Santana (Porto-Rico), Adolfo Garcia Ortega (Espagne), Caroline Lamarche (Belgique), Guadalupe Nettel (Mexique), Anne-Marie Carlier (France), Martin Solares (Mexique), Mario Mendoza (Colombie), Jaime Priede de la Huerta (Espagne), Miguel de Castro Henriques (Argentine), Raquel Otheguy Rivón (Porto-Rico), Elsa Osorio (Argentine), Claude Chambard (France), Ivonne Goderich (Porto-Rico), Jean-Marie Saint-Lu (France), Luis Felipe Fabre (Mexique), José Enrique Colón Santana (Porto-Rico), Peter Landelius (Suède), Ernesto Pérez Zúñiga (Espagne), Carmen Rita Centeno (Porto-Rico), Mercedes Roffé (Argentine), Rosa Montero (Espagne), Inaki Ezkerra (Espagne), Angeles Caso (Espagne), Luis Felipe Fabre (Mexique),  Enrique Serna (Mexique), Wenceslao Serra Deliz (Porto-Rico), Anne Casterman (Belgique), Alvaro Enrigue (Mexique), Ángel M. Encarnación Rivera (Porto-Rico), Lola Beccaria (Espagne), Manuel Martinez Maldonado (Porto-Rico), Albert Bensoussan (France), Inés Garland (Argentine), Jose Maria Merino (Espagne), Benoît Peeters (France), Maite Pagazaurtundúa Ruiz (Espagne), Makenzy Orcel (Haiti), Marcos Giralt Torrente (Espagne), Etnairis Ribera (Porto-Rico), Tom Lanoye (Belgique), Stefan Hertmans (Belgique), Cristina Peri Rossi (Uruguay), José María Pérez Zúñiga (Espagne), Bruno Vieira Amaral (Portugal), Juan Carlos Chirinos (Venezuela), Miguel Bonnefoy (France), Mauro Covacich (Italie), Giovanni Montanaro (Italie), Emmanuel Ruben (France), Claudette Krynk (France), Jean Guiloineau (France), Gianfranco Bettin (Italie), Marielle Leroy (France), Jean-Paul Manganaro (France), Benoît Verhille (France), Elena Blanco (Espagne), Anne-Hélène Suárez (Espagne), Javier Moro (Espagne), Graciela Perosio (Argentine), Rogelio Lugo (Espagne), Antonio Álvarez Gil (Cuba), Claudia Pineiro (Argentine), Jörn Cambreleng (France), Luigi Brioschi (Italie), Kirmen Uribe (Espagne), Wojciech Nowicki (Pologne), Bernard Comment (France), Marie Darrieusecq (France), Olga Tokarczuk (Pologne), José Feliciano (Porto-Rico), Gonzalo Suárez (Espagne), Luisa Valenzuela (Argentine), Rosa Margarita Hernandez (Porto-Rico), Juan Carlos Méndez Guédez (Venezuela), Marlyn Cruz-Centeno (Porto-Rico), Thierry Clermont (France), Carlos Franz (Chili), Carla Guelfenbin (Chili), Anne-Marie Métailié (France), Jean-Luc Bertini (France), Juan Gabriel Vásquez (Colombie), Tiziano Scarpa (Italie), Mayra Santos-Febres (Porto-Rico), Benito Massó (Porto Rico), Jean-Paul Hirsch (France), André Velter (France), Alice Déon (France), Carmen Yáñez (Chili), Felipe Tupper (Chili), Vera Michalski (Suisse), Judith Roze (France), Luigi Amara (Mexique), Audomaro Hidalgo (Mexique), Pablo De Santis (Argentine), Valeria Castelló-Joubert (Argentine), Frédéric Martin (France), Bernard Magnier (France), Gérard Meudal (France), Anne-Marie Garat (France), Marianne Alphant (France), Laura Alcoba (France), Inès Fernandez Moreno (Argentine), Olivier Rolin (France), Edwin Madrid (Equateur), Juan Miguel Aguilera (Espagne), Emmelene Landon (Australie), Paul Otchakovsky-Laurens (France), Jean-Baptiste Para (France), JJ. Armas Marcelo (Espagne), Antoine Volodine (France), José Acosta (République dominicaine), Carlos Reyes (Chili), Ecequiel Leder Kremer (Argentine), Ariel Santiago Bermudez (Porto-Rico), Gael Solano (Espagne), Patrice Franceschi (France), Eduardo Milan (Uruguay), Vivian Abenshushan (Mexique), Ana Duran (Equateur), Lido Iacomini (Argentine), Jaime Sorin (Argentine), Agnieszka Zuk (France), J. A. Gonzalez Sainz (Espagne), Françoise Garnier (France), Véronique Yersin (France), Rainer Michael Mason (Suisse), Jean-Christophe Bailly (France), Antonio Jiménez Barca (Espagne), Leonardo Padura (Cuba), Laure Limongi (France), Patrick Bonnet (France), Francisco Segovia (Mexique), Sarah Chiche (France), Georges Didi Huberman (France), Xavier Barral (France), Claudia Salazar (Pérou), Jean-Marie Laclavetine (France), Christian Joschke (France) Hervé Joubert-Laurencin (France), Arthur Dreyfus (France), Marie NDiaye (France), Akira Mizubayashi (Japon), Muriel Barbery (France), Jonathan Littell (France), Michel Embareck (France), Gilles Leroy (France), Didier Daeninckx (France), Jean-Baptiste Del Amo (France), Ananda Devi (Ile Maurice), François Salvaing (France), Annie Ernaux (France), Marie Nimier (France), Pierre Péju (France), Jérôme Ferrari (France), Jean-Baptiste Harang (France), Alain Nicolas (France), Bernard Pivot (France), Colette Fellous (France), Martine Le Coz (France), Cloé Korman (France), Michaël Ferrier (France), Jean-Claude Lebensztejn (France), Hanns Zischler (Allemagne), Pierre Bergounioux (France), Celine Curiol (France), Camille Laurens (France), Hubert Haddad (France), Javier Cercas (Espagne), Mahmoud Hussein (France), Ronaldo Menéndez (Cuba), Pierre Ducrozet (France), Olivier Brunhes (France), Diego Trelles Paz (Pérou), Olivier Bétourné (France), Hans Christoph Buch (Allemagne), Peter Schneider (Allemagne), Marko Martin (Allemagne)

sábado, septiembre 03, 2016

El artículo de las luciérnagas

2014-2015: El artículo de las luciérnagas: Pier Paolo Pasolini El artículo de las luciérnagas   Corriere della será, 1 de febrero de 1975 “La distin...





Pier Paolo Pasolini
El artículo de las luciérnagas


 










Corriere della será, 1 de febrero de 1975

“La distinción entre fascismo adjetivo y fascismo sustantivo se remonta nada menos que al diario Il Politecnico, es decir, a la inmediata posguerra...” Así empieza un escrito de Franco Fortini sobre el fascismo (L’Europeo, 26-12-1974), escrito que, como se suele decir, yo suscribo totalmente, plenamente. Pero no puedo suscribir su tendencioso exordio. En efecto, la distinción entre “fascismos” hecha por Il Politecnico no es ni pertinente ni actual. Esta podía valer todavía hasta hace cerca de una decena de años, cuando el régimen democristiano era todavía la simple y pura continuación del régimen fascista.
Pero hace una decena de años, sucedió “algo”. “Algo”que no existía y que no era previsible no sólo en la época de Il Politecnico, sino ni siquiera un año antes de que sucediera (o aún más, mientras sucedía, como veremos).
Por lo tanto, la comparación real entre “fascismos” no puede ser hecha, “cronológicamente”, entre el fascismo fascista y el fascismo democristiano, sino entre el fascismo fascista y el radicalmente, totalmente, imprevisiblemente nuevo que ha nacido de aquel “algo” que ha sucedido hace una década.
Porque soy un escritor, y escribo polémicamente, o al menos discuto, con otros escritores, déjeseme dar una definición de carácter poético-literario de aquel fenómeno que ha ocurrido en Italia hace una decena de años. Esto servirá para simplificar y para abreviar nuestro discurso (y probablemente para entenderlo mejor).
A inicios de los años sesenta, a causa de la contaminación del aire, y, sobre todo, en el campo, a causa de la contaminación del agua (los ríos azules y los arroyos transparentes) han empezado a desaparecer las luciérnagas. El fenómeno ha sido rápido y fulminante. Después de unos pocos años las luciérnagas ya no estaban más. (Son ahora un recuerdo, bastante desgarrador, del pasado: y un hombre mayor que tenga ese recuerdo, no puede reconocer en los nuevos jóvenes a sí mismo joven, y por lo tanto, no puede proferir aquellas lindas quejas de añoranza de otros tiempos).
A ese “algo” que ha sucedido hace una decena de años lo llamaré entonces “la desaparición de las luciérnagas”.
El régimen democristiano ha tenido dos fases absolutamente distintas, que no sólo no se pueden confrontar, implicando esto una cierta continuidad, sino que se han convertido incluso en históricamente inconmensurables.
La primera fase de ese régimen (como con razón han insistido en llamarlo los radicales) es la que va desde el fin de la guerra a la desaparición de las luciérnagas, la segunda fase es aquella que va desde la desaparición de las luciérnagas hasta hoy. Analicémoslas de a una por vez.

Antes de la desaparición de las luciérnagas. La continuidad entre fascismo fascista y fascismo democristiano es total y absoluta. No hablaré sobre aquello, que sobre este punto, se decía también entonces, justamente en Il Politecnico con respecto a: la falta de una depuración, la continuidad de los códigos, la violencia policial, el desprecio por la Constitución. Me detengo en lo que después ha contado para una conciencia histórica retrospectiva. La democracia que los antifascistas democristianos oponían a la dictadura fascista era descaradamente formal. Se fundaba en una mayoría absoluta obtenida por medio de votos de grandes estratos de la clase media y de enormes masas campesinas manejadas por el Vaticano. Tal gestión del Vaticano era posible sólo si se fundaba en un régimen totalmente represivo. En ese mundo los “valores” que contaban eran los mismos que para el fascismo: la Iglesia, la patria, la familia, la obediencia, la disciplina, el orden, el ahorro, la moralidad. Tales “valores” (como también durante el fascismo) eran “también reales”, pertenecían a las culturas particulares y concretas que constituían la Italia arcaicamente agrícola y paleoindustrial. Pero en el momento en que eran elevados a “valores” nacionales no podían sino perder toda realidad, y convertirse en atroz, estúpido, represivo conformismo de Estado: el conformismo del poder fascista y democristiano. Provincialismo, grosería e ignorancia, tanto de las élites, a distinto nivel, como de las masas eran iguales, tanto durante el fascismo como durante el primera fase del régimen democristiano. Paradigmas de esta ignorancia eran el pragmatismo y el formalismo del Vaticano. Hoy todo esto resulta claro e indudable, porque entonces se nutrían, por parte de los intelectuales y de los opositores, vanas esperanzas. Se esperaba que todo eso no fuera totalmente verdadero, y que la democracia formal contara de algún modo.
Ahora, antes de pasar a la segunda fase, debo dedicar algunas líneas al momento de la transición.

Durante la desaparición de las luciérnagas. En este período la distinción entre los distintos fascismos realizada en Il Politecnico podía todavía funcionar. En efecto, tanto el gran país que se estaba formando dentro del país –es decir la masa obrera y campesina organizada por el PCI– cuanto los intelectuales más avanzados y críticos, no se habían dado cuenta que “las luciérnagas estaban desapareciendo”. Estos estaban bastante bien informados por la sociología (que en aquellos años había puesto en crisis el método de análisis marxista), pero eran informaciones todavía no vividas, experimentadas, en sustancia sólo formales. Ninguno podía sospechar la realidad histórica que sería el inmediato futuro, ni identificar lo que entonces se llamaba “bienestar” con el “desarrollo”que iba a realizar plenamente por primera vez en Italia, el “genocidio” del que hablaba Marx en el Manifiesto.

Después de la desaparición. Los “valores”, nacionalizados y, por lo tanto, falsificados, del viejo mundo agrícola y paleocapitalista, de repente no cuentan más. Iglesia, patria, familia, obediencia, orden, ahorro, moralidad, ya no valen. Y ya no sirven ni siquiera como falsos. Estos “valores” sobreviven en el clérigo-fascismo marginado (también el MSI en sustancia los repudia). Los sustituyen los “valores” de un nuevo tipo de civilización, totalmente “otra” con respecto a la civilización campesina y paleo-industrial. Esta experiencia ha sido hecha con anterioridad por otros Estados, pero en Italia se da de un modo totalmente particular, porque se trata de la primera “unificación” real sufrida por nuestro país, mientras que en los otros países ésta se superpone, con una cierta lógica, a la unificación monárquica y a la ulterior unificación de la revolución burguesa e industrial. El trauma italiano del contacto entre el “arcaísmo” pluralista y la nivelación industrial tiene quizás sólo un único precedente: la Alemania anterior a Hitler. También allí los valores de las diversas culturas particularistas han sido destruidos por la violenta homologación de la industrialización, con la consiguiente formación de aquellas enormes masas, ya no más antiguas (campesinas, artesanas) y aún no modernas (burguesas), que han constituido el salvaje, aberrante, imprevisible cuerpo de las tropas nazis.
En Italia está ocurriendo algo similar, e incluso con mayor violencia, porque la industrialización de los años setenta constituye una “mutación” decisiva incluso con respecto a la alemana de hace cincuenta años. Ya no estamos más frente, como todos ya saben, a “tiempos nuevos”, sino a una nueva época de la historia humana: de esas épocas de la historia humana cuyos límites abarcan milenios. Era imposible que los italianos reaccionaran peor de como lo han hecho ante tal trauma histórico. Ellos se han convertido en pocos años (en especial en el centro-sur) en un pueblo degenerado, ridículo, monstruoso, criminal. Sólo basta salir a la calle para advertirlo. Pero, naturalmente, para comprender los cambios en la gente, es necesario amarla. Yo, lamentablemente, a esta gente italiana la había amado: tanto fuera de los esquemas del poder (más aún, en oposición desesperada a ellos), como fuera de los esquemas populistas y humanitarios. Se trataba de un amor real, radicado en mi modo de ser. He visto, por lo tanto, “con mis sentidos”, la acción coercitiva del poder del consumo transformar y deformar la conciencia del pueblo italiano, hasta una degradación irreversible. Esto no había ocurrido durante el fascismo fascista, período en el cual el comportamiento estaba totalmente disociado de la conciencia. En vano el poder “totalitario” iteraba y reiteraba sus imposiciones de comportamiento: a la conciencia no se la podía implicar. Los “modelos” fascistas no eran más que máscaras, que se podían poner y sacar. Cuando el fascismo fascista cayó, todo volvió a ser como antes. Lo mismo sucedió en Portugal: después de cuarenta años de fascismo, el pueblo portugués ha celebrado el primero de mayo como si al último lo hubiese celebrado el año anterior.
Es ridículo, entonces, que Fortini retrotraiga la distinción entre un fascismo y el otro a principios de la posguerra. La distinción entre el fascismo fascista y el fascismo de esta segunda fase del poder democristiano no sólo no tiene punto de comparación en nuestra historia, sino probablemente en toda la historia.
Sin embargo, yo no escribo este artículo sólo para polemizar sobre este punto, si bien me hubiera gustado. Escribo el presente artículo en realidad por una razón muy diversa, y es la que explicaré a continuación.
Todos mis lectores se habrán dado cuenta, sin duda, de un cambio en los jefes democristianos: en pocos meses ellos se han convertido en máscaras fúnebres. Es verdad, ellos continúan manifestando radiosas sonrisas, de una sinceridad increíble. En sus pupilas se condensa una verdadera, beata luz de buen humor, cuando no se trata de la cómplice luz de la ingeniosidad y la picardía; cosa que a los electores les gusta, pareciera, tanto como la plena felicidad. Por otra parte, nuestros jefes continúan impertérritos sus discursos incomprensibles, en los que flotan los flatus vocis de las acostumbradas promesas estereotipadas.
En realidad ellos son, en verdad, máscaras. Estoy seguro que, si se levantaran esas máscaras, no se encontraría ni siquiera un montoncito de huesos o de cenizas, allí estaría la nada, el vacío.

La respuesta es simple: hoy en Italia, en realidad, hay un dramático vacío de poder. Pero éste es el punto: no un vacío de poder legislativo o ejecutivo, ni un vacío de poder dirigente, ni, finalmente, un vacío de poder político en cualquier sentido tradicional, sino un vacío de poder en sí mismo.
¿Cómo hemos llegado a este vacío? O mejor, “¿cómo han llegado allí los hombres de poder?”.
La respuesta, una vez más, es simple: los hombres de poder democristianos han pasado de la “fase de las luciérnagas” a la “fase de la desaparición de las luciérnagas” sin darse cuenta. Por más que esto pueda parecer próximo a la criminalidad, su inconsciencia en este punto ha sido absoluta: no han sospechado mínimamente que el poder, que ellos detentaban y administraban, no sólo estaba sufriendo una evolución “normal”, sino que estaba cambiando radicalmente de naturaleza.
Ellos se habían ilusionado de que en su régimen todo sería sustancialmente igual: que, por ejemplo, iban a contar eternamente con el Vaticano, sin darse cuenta de que el poder, que ellos mismos continuaban a detentar y administrar, ya no sabía qué hacer con el Vaticano, como centro de vida campesina, retrógrada, pobre. Ellos se habían ilusionado de poder contar para siempre con un ejército nacionalista (como sus predecesores fascistas), y no veían que el poder, que ellos mismos continuaban detentando y administrando, ya maniobraba para establecer la base de ejércitos nuevos, en cuanto transnacionales, casi policías tecnocráticos. Y los mismo debemos decir con respecto a la familia, constreñida, sin solución de continuidad desde los tiempos del fascismo, al ahorro, a la moralidad, ahora el poder del consumo imponía a ella cambios radicales, hasta hacerle aceptar el divorcio, y por lo tanto, potencialmente, todo el resto, sin límites (o, al menos, hasta los límites consentidos por la permisividad del nuevo poder, peor que totalitario en cuanto violentamente totalizador). 
Los hombres del poder democristiano han padecido todo este poder, creyendo que lo administraban. No se han dado cuenta que éste era “otra cosa”: inconmensurable, no sólo para ellos, sino para toda una forma de civilización. Como siempre (cfr. Gramsci) sólo en la lengua se han producido síntomas. En la fase de transición –o sea “durante la desaparición de las luciérnagas”– los hombres de poder democristianos han cambiado casi bruscamente el modo de expresarse, adoptando un lenguaje completamente nuevo (por otra parte incomprensible como el latín): especialmente Aldo Moro, es decir (por una enigmática correlación), aquel que aparece como el menos implicado de todos en las cosas horribles que se han organizado desde 1969 hasta hoy, con la intención, por ahora lograda formalmente, de conservar como sea el poder.
Digo formalmente porque, repito, en la realidad los poderosos democristianos cubren, con sus maniobras de autómatas y sus sonrisas, el vacío. El poder real procede sin ellos, y ellos no tienen en las manos nada más que aquellos inútiles instrumentos que, de los mismos, vuelven reales sólo sus lúgubres chaquetas cruzadas.

Sin embargo en la historia el “vacío” no puede subsistir, puede ser sólo predicado en abstracto y por absurdo. Es probable que, en efecto, el “vacío” del que hablo se esté ya llenando, por medio de una crisis y un reajuste que no puede dejar de implicar a toda la nación. Es un signo de esto, por ejemplo, la espera “morbosa” del golpe de Estado. Casi como si se tratase sólo de “sustituir” el grupo de hombres que nos han gobernado tan espantosamente por treinta años, llevando a Italia al desastre económico, ecológico, urbanista, antropológico. En realidad, la falsa sustitución de estas “cabezas de trapo” por otras “cabezas de trapo” (no menos, al contrario, más funéreamente carnavalescas), realizada por medio del reforzamiento artificial de los viejos aparatos de poder fascista, no serviría para nada (y, esté claro que, en ese caso, la “tropa” ya sería, por su constitución, nazi). El poder real al que desde una decena de años las “cabezas de trapo” han servido sin darse cuenta de su realidad: es esto este algo que ya puede haber llenado el “vacío” (haciendo vana también la posible participación en el gobierno del gran país comunista que ha nacido de las ruinas de Italia, porque no se trata de “gobernar”). De ese “poder real” nosotros tenemos imágenes abstractas y en el fondo apocalípticas. No sabemos representarnos qué “formas” asumiría éste sustituyéndose directamente a los siervos que lo han tomado por una simple “modernización” de técnicas. De todos modos, con respecto a mí (si esto tiene algún interés para el lector) que quede claro: yo, por más multinacional que sea, daría toda la Montedison por una luciérnaga.

domingo, junio 26, 2016

fluidez armada – Ignacio Castro Rey

fluidez armada – Ignacio Castro Rey



¿En qué lengua habla el poder de la liquidación global?
Supongamos el eco de una estupenda mesa entre amigos, el vino, una conversación y sus barrios conceptuales. Curiosamente, tintinea después un signo minúsculo, Byung-Chul Han. Este pensador tiene muchos defectos: se repite con frecuencia, simplifica a veces, no siempre cita las fuentes de las que bebe, parece empeñado en tomar distancias con los nombres propios -Deleuze, Foucault, Agamben- que a la vez vampiriza. Sin embargo, algún defecto que se le suele achacar -sólo hacer crítica y “no dar alternativas”- no lo puede tener.
Difícilmente se puede acusar a Han de no proponer soluciones cuando precisamente sus libros están recorridos por una alerta filosófica ante la proliferación actual de alternativas, esta rotación continua de las propuestas, las respuestas y las mil soluciones diarias. Y esto sin que, a veces, ni siquiera haya un problema real o una pregunta previos. Podríamos incluso pensar que emitimos constantemente alternativas para no tocar ninguna infraestructura real y que no haya preguntas incómodas. La crítica de Han a la inflación de positividad va por ahí, igual que la crítica al capitalismo como cultura: se trata, para él, de una circulación incesante de emblemas que nos impide el trauma de la gravedad y, por lo mismo, el erotismo de vivir. En varios sentidos, de lo médico a lo anímico, todos los libros del pensador coreano insisten en que estamos enfermos, ante todo, de una metástasis de positividad. Estamos endeudados a una multiplicación interminable de alternativas que nos protegen de existir. Pluralismo virtual que impide primeramente que el problema de cómo vivir se asiente y adquiera su verdadero poso.
Metá-stasis significa “más allá del reposo”. Y esto, no el simple cambio de velocidad, sino la demora en lo que merece atención -porque es difícil o irremediable-, es una de las propuestas de Han, que él hereda de pensadores anteriores. A su manera menor, comparada con sus maestros Heidegger o Hegel, si Han es un filósofo radical es porque apuesta todavía por curarnos entrando en lo que no tiene alternativa posible, en aquello cuya cura (Sorge) estriba en asumir una originaria negatividad. Aceptemos primero el drama de vivir -parece decir el pensador- para que la neurosis y el estrés diario se enmarquen, pues es posible que muchas de estas angustias inducidas no sean nuestras ni reales. La opción de Han significa tomar algo de la virtud dionisíaca: curarnos con lo ahistórico, con una sombra que no admite más solución que entrar en ella para despertar con una fortaleza que, finalmente, sólo puede venir de una reversión de lo trágico. Es posible que la figura del niño, más que el leónque tanto gustaba a los nazis, dé cuenta de esta redención interna del mal de vivir en una jovialidad que nos ahorre la costumbre de ser esclavos.
Esta es una línea alternativa de muy distintos pensadores del pasado siglo: proponer que en la existencia, bajo un pragmatismo sectorial -económico, laboral, profesional- donde siempre hay soluciones, aceptemos de una vez la fuerza renovadora de lo trágico. Lo contrario, delegar en lo existencial, sería multiplicar el mal, engrosando la proliferación de remedios que constituye la velocidad de escape que nos enferma y nos convierte en inválidos equipados. El recorrido médico por los síntomas de esta huida, desde la fatiga crónica al cáncer, de la depresión a la caída en picado del erotismo, fue muy sugestivo en los inicios de Han. Otra cosa es que después se repita.
Si él es un pensador, aun con su relativa estatura, es por su coraje de arraigar la fuerza del pensamiento, con todo lo que tenga de ontológico, en un peligro mórbido que proviene de la sobredimensión de lo social y “óntico”. No es extraño que en un famoso artículo de hace dos años el pensador afirme que cualquier revolución, en medio de este panorama de complot “democrático” contra lo real, le parezca una mascarada. No parece tampoco casual que este profesor alemán proceda de Corea, una cultura cuyo trasfondo budista -o confuciano- está alejado de la rigidez antropomórfica de nuestros dioses, se llamen Historia, Sociedad o Tecnología.
Pero todo esto, nunca mejor dicho, suena “a chino” en medio de la euforia Wasp que nos envuelve como un líquido amniótico. No es raro que a Han, no digamos a otros pensadores más difíciles, cueste entenderlo en la órbita cultural angloamericana. Incluso en su tono menor, este pensador casa mal con la energía histórica -a veces, también histérica- del planeta americano, un optimismo socio-técnico que es la cara externa de un profundo pesimismo existencial, como ya en su momento intentó mostrar Weber. A su manera discreta, Han es un escéptico en lo histórico-social, a la vez que mantiene cierta dureza optimista en cuanto a nuestro espectro real, un fondo sombrío de vivencias que no cambia fácilmente tras la costra de las épocas.
Algún día habremos de extendernos sobre lo que podríamos llamar, con todo el cariño del mundo, el dogma anglo. Un subproducto militar-industrial bastante ajeno, por cierto, a la potencia clásica de la lengua inglesa, tanto en lo literario como en lo conceptual. Es cierto que desde lejos copiamos fácilmente el cliché, el esquema más o menos publicitario de UK o USA. Pero también es cierto que en ese poder actual el esquema espectacular es clave, pues mantiene oculta una dureza brutal en la relación empírica con la realidad –insularizada en lo que Steiner llama “doctrina de la separación”-, tras el infantilismo expresivo y su pasión romántica por la escena. No es extraño que el planeta angloamericano dé lugar a un teatro y un cine sólidos, pues se pasa el día actuando: con un pie en la sórdida competencia darwinista y otro en el romanticismo musical que se publicita para el tiempo libre. En el esquema senso-motor norteamericano, un héroe solitario cambia el desierto en que hemos convertido la tierra -libre de indios- en efectos especiales para el gran público.
Es pueril, pero precisamente por eso funciona. España, y las naciones  que han surgido de su pasado histórico, están encantadas con la cultura anglosajona y el bilingüismo. Sin embargo, recordemos primero que esta fascinación provinciana por la lengua del espectáculo global -hasta nuestra representante en Eurovisión canta en inglés- no se explica sin cierto arrepentimiento, una especie de vergüenza de ser hispanos que ninguna nación de primera o segunda fila padece. No sabemos si Portugal. Desde luego no está arrepentida de ser nación Italia. Tampoco lo están Holanda, Francia o Alemania, que además hablan un inglés mejor que el nuestro.
Segundo, ¿qué es en realidad el bilingüismo? Desde el español, una lengua natal que hablan cerca de quinientos millones de personas, es desde donde podemos inventar ciencia, industria, filosofía y otra tecnología. El problema, en España, Colombia o México, no es que se hable mal inglés, que es cierto, sino que se habla mal español. No cuidamos la cultura hispana porque no tenemos el valor político de convertirla en una potencia mundial. Y no se trata de una cuestión de tamaño o de economía, sino de valor político. Como es muy cómodo actuar de extras en el guión mundial que escriben los rubios del norte, nos hemos refugiado en un papel secundario y tímido. La conversión de España en un país turístico, al precio de desmantelar nuestra infraestructura agraria, cultural e industrial, es solamente un síntoma externo de esto. Como también lo es el eufemismo de la “cohesión territorial” española, o las dificultades en la fortaleza estatal que atraviesan -con alguna excepción- las naciones latinoamericanas.
Por otra parte, ¿cuándo ellos han sido bilingües? Ellos, que pueden pasarse treinta años en Marbella sin saber decir ni “buenas noches”. Alemania no es bilingüe: habla alemán, vive en alemán y desde ahí se extiende hacia afuera. Y porque cuida lo alemán mucho mejor que nosotros lo español, habla mejor inglés. Y el mismo en el caso de Italia o, salvando las distancias, de Rusia. La comunicación global no es en estas naciones la coartada para la deconstrucción estatal, una dimisión política hispana que carece de precedentes.
La fluidez angloamericana presenta una oferta muy sencilla que explica su éxito en los territorios que invade, tanto si antes los ha destruido militarmente como si no lo ha hecho: complicación espectacular de las escenas y simplificación idiota de los contenidos. En otras palabras: aislamiento privado y federación pública; desarraigo de cualquier zona terrenal de sombra y comunicación social. La fuerza cultural de las identidades minoritarias proviene en el mundo anglo de la aversión mayoritaria a la existencia, con la consiguiente destrucción de cualquier forma primaria de comunidad. De tal puritanismo aislativo brotan dos fenómenos actuales de la cultura media en inglés: la obsesión invidualista por el cuerpo, ámbito inviolable de la primera empresa privada, y la pasión conectiva por el lenguaje políticamente correcto. En esta dialécticabilingüe se basa la liquidez nihilista que invade el globo: sólo hay cuerpos y lenguaje; en suma, atomismo real y fluidez virtual. Si la libertad de expresión es coreada como el gran emblema del Oeste es porque en nosotros cualquier forma de acción está numéricamente laminada por la economía. Aislamiento económico masivo y derechos humanos para las minorías: el recorte mundial de las vidas es compensado con el espectáculo informativo y las campañas personalizadas de solidaridad.
continua aquí:
el link:


agonia de Eros de Byung Chul Han, PDF para descargar

LinkWithin

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...