Manifiesto
Santificamos a Dios, hicimos de Él un Santo; caminábamos campos en pos del cielo, cerrábamos campos con Iglesias. Luego, misteriosamente, bajó la cotización de las acciones de Dios en la Bolsa inmaterial de las almas: adiós a la religión de Dios, un adiós dubitativo porque el pañuelo aún se agita. Desnudos buscábamos cobijo para ocultar lo que veíamos, no éramos capaces de regalar nuestras llagas a la muerte, llagas envueltas en papel de renuncia altiva. El boxeador se desangraba, y nos resistíamos a arrojar la toalla. El árbitro del combate, el eterno hombre que pastorea, nos miraba, y su retina nos cubría con reproches que herían. Inventamos entonces la religión del Hombre, bautizamos con cultura nuestra sagrada ignorancia, ignorancia sabia, la única herencia de Dios. ¡No sabíamos que sólo nuestra ignorancia, la brutalidad celeste, nos hacía semejantes a Él! ¡Sólo alejándonos de las falsedades eruditas podríamos enfrentarnos a Él con una espada limpia!
Desolada quedó la piedra de las iglesias, y los hombres, que seguían sin ser hombres, trasladaron a los museos lo más vacío del espíritu de Dios. ¡Lentamente los artistas, la cojera de los corazones, ascendieron a los altares empujados por un aliento de sensibilidad vacía! ¡Desconocíamos tantas verdades! Los impíos artistas exteriores tomaron el relevo y la antorcha, cargando así aún más nuestras resignadas espaldas, y sus esclavos, los esclavos de los artistas exteriores, hablaron de sus amos con sucias bocas de miel, ayudaron a la propagación de la enfermedad de la cultura visible, construyeron museos para albergar monstruos que sustituyeran con ventaja a los decrépitos dragones, dictaron conferencias para menopáusicos y menopáusicas, encendieron eléctricas luces para alumbrar fósiles miserias, cometieron el grandísimo pecado de teorizar teorías: quemaron la huida de las almas rebeldes.
Estúpidamente negábamos, ciegos negábamos lo evidente: sólo existe el artista interior, sólo se puede ser artista secreto, la comunión todo lo mancha. ¡Estábamos canonizando a los más débiles, nombrábamos doctores a los incapaces...!
¡El artista debe crear dentro de sí mismo!
Si un Médico tomara la temperatura a los que creen ser hombres, diría que todos ellos albergan vana y terrible fiebre de homenajes y adulaciones.
Inventemos un termómetro de audacia; convirtámonos en hombres, aunque sea para desaparecer: os propongo entonar conmigo, sin mí y en silencio, el primer y último canto, el canto de la digna y mortal soberbia.