DÍGITOS & MASCOTAS
Números y animalitos, qué gran tema para una tesis doctoral si la
Universidad no estuviera tan ocupada. ¿Ocupada en qué?: tras mil miserias
burocráticas, ocupada en la ocupación, después volvemos sobre ello. Mientras
tanto, las cifras se ponen al servicio de lo doméstico, del útero
parroquial. Las mascotas encarnan el ideal que querríamos para los humanos:
pequeñas víctimas mudas que son protegidas, seres obedientes que tienen vida
propia y a la vez duplican nuestras manías. Y no lo olvidemos, para jóvenes
y mayores, se trata de juguetes de sangre caliente que hacen compañía. Las
mascotas llenan con un simulacro de vida la desolación en que ha quedado un
hogar vaciado por el cálculo, por la seguridad que la invasión de cifras
representa. Preferimos limpiar los excrementos de un perrito que
arriesgarnos a una relación humana que ponga en duda nuestra sacrosanta
estabilidad. Perros y gatos prolongan nuestro narcisismo en algo que es
nuestro, pero a la vez es una especie de otro que hace compañía y requiere
atenciones. Veterinario, alimentación, peluquería, parque: los animales
domésticos, es sabido, fomentan el consumo y la relación social casi tanto
como los niños. Pero ocurre que la mitad del prójimo, infancia incluida, ya
es sospechosa. De manera que la dulce mamá que adora a su perrito es capaz
de pasarse horas ante el televisor viendo cómo, a bajo coste, seres humanos
se despellejan en vivo. ¿Se exagera entonces cuando se dice que el culto a
los animales ha crecido en paralelo a la bestialización de los humanos? Una
animalización, por descontado, informatizada y perfectamente democrática.
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Somos, pues, las mascotas de la crisis como última forma mundial de
gobierno. Para confirmarlo está la conectividad total de la nanotecnología,
esas otras mascotas de sangre fría que nos prolongan y hacen confortable el
aislamiento. En ellas, con una fatalidad difícilmente evitable (el medio
infinito es el mensaje), el uso empuja al abuso. Es conocido el caso de
adolescentes que van al campo y al cabo de veinte minutos están conectados
con su BlackBerry o su iPhone con otros compañeros que también están en el
campo. La tarifa plana de What’s app dice algo de la nulidad de la
comunicación, esa planicie fluida de una cháchara que logra poblaciones
obedientes, desahogadas antes de pasar a ninguna acción. Además, igual que
el dinero llama al dinero, un chat lleva a otro. La comunicación siempre
está encendida, nunca “comunica”. Y como te pasas el día comunicando las
idioteces que antes se reservaban para la viveza de la conversación, cuando
al fin la joven se encuentra con otra no tiene literalmente nada que
decirle. Así que vuelve a conectarse con otros, ignorándose todos en la
misma mesa.
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Se consigue de este modo que el ser humano no esté literalmente en ningún
sitio, no se comprometa con ninguna situación, pues todas son infinitamente
moduladas, fragmentadas. De ahí la violencia de baja intensidad que se
respira en un aula media, pues todo el mundo está a su bola mientras el
profesor habla mirando al infinito. Seguridad low cost es lo que promete la
tecnología que por todas partes se nos sirve. En definitiva, una seguridad
envenenada, pues te preserva (como la industria de conservas) al precio de
aislarte. Quizás la máquina antigua no prometía ninguna salvación
espiritual. Los dispositivos animados con inteligencia artificial nos
tientan sin embargo con una delegación que afecta al alma misma. Lo grave no
es que los idiomas (también el inglés) se destrocen con una simplificación
donde la rapidez oculta la nadería, sino que se corroe el mismo pensamiento,
que sólo puede alimentarse del “estrés” del exterior, de una presencia real
que ahora se difumina en una atención flotante. El pensamiento y la memoria,
pues los chicos de 14 años no recuerdan su pregunta dos minutos después de
haber levantado la mano en un debate.
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¿La realidad virtual nos libra de la prisión que es para nosotros lo real?
Sí, pero también en esto, dentro y fuera de clase, hay clases: de ello se
encargan las marcas, de ropa y de móviles. Enseguida presiona la rivalidad,
el nuevo clasismo “cuerpo a cuerpo” que generan las tecnologías de moda y su
fama. Nadie puede quedarse atrás en esta carrera, tanto en la clase como en
la empresa, bajo el riesgo de no estar al día, de ser un rancio o quedarse
anticuado. No comunicar, no ligar, no ser popular es el precio del retraso.
La rapidez divertida de la comunicación, su fluidez transparente convierte
en inevitablemente aburrido y opaco al hombre de carne y hueso (no digamos
ya los textos clásicos). ¿Se ha inventado la tecnología para que podamos
despreciar correctamente al prójimo, para que nuestro racismo sea jovial?
También para incentivar el maltrato hacia lo lento, lo complejo, lo oscuro o
raro. Otro tema para una tesis doctoral: la relación entre las nuevas
tecnologías digitales y el maltrato in situ.
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En jóvenes y mayores, se trata de librarnos del silencio, de no mantener
ninguna relación con la vida por debajo de la circulación social y su canon
informativo. ¿No es extraño, en medio de esta voracidad depredadora de los
mercados, que un servicio sea gratis? ¿Por qué un monopolio iba a amarnos?
Tarifa plana, pantallas planas, luces que parpadean entre humanos
inescrutables. No es sólo que la publicidad se cuele en el medio, sino que
resulta políticamente crucial que la gente, sobre todo la juventud, esté
enredada y sedada con la “libertad de expresión”. Cuanto más libre la
expresión, más vacío el pensamiento, que siempre se ha alimentado de las
resistencias externas. Cuanto más aberrante sea la expresión, más tardará en
aparecer la acción. De hecho, en Facebook le llamamos “actividades” a un
simple narrar tu pasividad, tu interpasiva dependencia del medio.
Prostitución de baja densidad.
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Otra cosa más, no menos divertida. La tecnología se ha convertido en parte
del culto a las reglas, a la normativa. Será posible la piratería, pero
antes tienes que aprender a manejar un programa, echar horas, tener
paciencia para manejarte en la maraña de contraseñas, hacking y nuevas
aplicaciones. ¿El saber no ocupa lugar, un saber no desaloja a otro?
Entonces, ¿por qué los jóvenes enganchados a las redes tienen ese aire
ausente en la cercanía? (¿Si el saber no ocupa lugar por qué Bolonia barema
las horas de trabajo doméstico?). Tienes que avanzar a través de claves,
pestañas, opciones, portales, sitios, carpetas, ventanas: curiosamente,
todos ellos nombres venerables. No hace falta ser muy mal pensado para
suponer que la informática está endeudada a una libertad combinatoria,
entendida como una elección condicionada a un panel de opciones que se nos
sirve. De ser así, la informática no facilita el ejercicio de una libertad
que consista en crear una posibilidad no existente, ni que resulte de una
mera mezcla de lo anterior. De hecho, por estar vinculada a la idolatría de
lo social y normativo, con la tecnología (igual que con la norma) siempre
nos sentimos en falta, por detrás de su última renovación.
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Al mismo tiempo, hay que decirlo, comparada con la memoria, con la
imaginación o el pensamiento, la tecnología es siempre engorrosamente lenta,
confusa, equívoca, precaria. Cambia óntico por optico, Benjamin por
Benjamín, Lutero por Lucero, Snyder por Zinder. Ya lo decía Kasparov: la
máquina es idiota, está llena de silicio, circuitos y multinúcleos.
Parodiando a Apollinaire se podía decir: ¡Tan lenta la tecnología, tan
violento el deseo! Sólo nos queda el sentido del humor, también analógico,
para que esa diferencia no nos amargue, no nos convierta en fanáticos.
Entonces, ¿se podría decir que la “rapidez” de la tecnología está ahí para
habituarnos a la fatalidad de lo complejo, a la lentitud en lo real? Sí, la
rapidez de las conexiones es la cara externa de la inmovilidad de las vidas.
No olvidemos además que la informática, como oferta de consumo, nació para
reintegrar la dispersión urbana posterior a los años sesenta. Conectar la
dispersión analógica, una soltería masiva. Los tiempos actuales no vienen
del bíblico “Dispersaos y poblad la tierra”, sino del laico y puritano:
Dispersaos, abandonad el prójimo y la tierra.
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De cualquier modo, delegar en la lejanía es delegar en el poder esotérico
que la gobierna. Todo lo que sea hoy apostar anímicamente por lo virtual
significa mañana ceder a la balcanización real del mundo. Aislamiento y
conexión: éste es el mandato. Ya Heidegger comentaba que si el emblema
“América” triunfa es porque captura lo europeo por dentro, en esta
dialéctica de muda separación existencial y espectáculo social externo.
Estamos pues en el reino de la represión multicolor, detenidos por una
multiplicidad a la carta. Somos tan libres que no podemos elegir nada ni
comprometernos con nadie. Es la ventaja política de la tabla de surf frente
a los antiguos, aburridos y paternales muros. De paso que cabalgas tu ola
alimentas la espuma que nos mantiene a flote, pegados unos contra otros para
que a nadie le toque el frío. Como dicen unos pensadores del país vecino,
esta sociedad está cohesionada por una miríada de átomos que huyen de su
soledad existencial. Personalización de masa. Es como una gigantesca central
térmica alimentada por un mar de lágrimas siempre a punto de desbordarse.
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Después de la división del trabajo, la división del ocio. Lo grave no es que
la profesión, el estudio, el lenguaje o la decisión resulten seriamente
dañados por esta nueva secta masiva. Por el contrario, la primera víctima es
el “tiempo libre”, el ocio que es la madre de todos los “vicios”; sobre
todo, del vicio de vivir. Es el propio “tiempo muerto” que está en el centro
de la vida, el que permite una distancia con el mandato social de
actualidad, el que resulta violado si uno se hace tecno-dependiente. Entre
ocupación y ocupación el tiempo también debe estar ocupado. Esta es la gran
oferta del entretenimiento, que no haya silencio: no vayamos a escuchar
voces. En suma, de la experiencia intransferible de los límites no debe
brotar ninguna decisión que pueda subvertirnos. Por eso todos los símbolos
de la parada, del amor a la mirada, están bajo sospecha y los ciudadanos
deben parecer tener una vida tan fluida como la comunicación. Mañana,
además, pueden ser famosos. La fama, la popularidad es el modo ideal de
aislamiento. Moverse, emitir, conectar, interactuar todo el día es la gran
solución para no recibir nada, para que nada entre en nosotros. La
interactividad es la mejor protección. Nos libra de sufrir nuestra patética
pasividad, de las preguntas que brotarían de nuestras zonas de sombra. Es
una oferta endiablada, pues sin sombra el individuo no es nada. Sin un
diálogo con su miedo el hombre no es nada, un esclavo rendido, apenas una
cifra entre cifras.
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De ahí que la expansión inteligente de las pantallas vaya emparejada con un
misterioso enmudecimiento del prójimo. Pantallas táctiles para humanos
toscamente analógicos. ¿Analógicos de qué, si cualquier escena primitiva se
ha hecho borrosa y es difícilmente recuperable? Analógicos de su identidad
reconocible. La manida “infantilización” de la sociedad es un truco genial
de los adultos. Peor aún, de la senilidad estructural que nos rodea, ya que
con tal infantilización la sociedad consigue una huida generalizada del
principio de realidad. La malla tecnológica, sobre todo, consigue entretener
indefinidamente a los más jóvenes, de donde podía venir un cambio. Al
individuo, joven o no, se le regala una infinita libertad de expresión para
que se agote con bobadas y, llegado el caso, acepte sin más el “trágala”
existencial, laboral y vital que le espera. Es una forma masiva de crear
mascotas del sistema. Las múltiples redes representan una especie de
onanismo obligatorio, una descarga instantánea de presión que nos permite
ser buenos empleados del dios de la época, la sociedad. Ni siquiera
trabajamos para la Reina de Inglaterra o Mr. Zuckerberg, que ya sería algo,
sino para el cuerpo acéfalo de la sociedad que promete clonarnos. De paso
que compartimos toda clase de procacidades, y una crisis espectacular,
alimentamos la máquina que nos mantiene artificialmente con vida. Nuestra
histeria antivitalista toma entonces este aspecto überfashion, muscular,
radiante.
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Es una mentira política, que algunos activistas se han tragado, decir que
fenómenos como el 15M ha surgido gracias a las redes. Han surgido gracias a
la tecnología punta de la decisión, la que brota de una situación, a veces
rayana en lo intolerable. Sin lo intolerable-real, la condición mortal, no
somos nada. Gracias a que algunos, desafiando la burbuja digital que nos
enreda, se atrevieron a volver a la ley de la gravedad, a tomar la decisión
(infinitamente sofisticada) de ser fieles a la presencia real y capturar una
sola idea en su engañosa complejidad, es posible que de vez en cuando ocurra
algo. En una relación analógica con el deseo real estriba la violencia de
todo lo que consigue romper el cerco de la publicidad, sea una escritora o
un movimiento político. Es necesario usar siempre los instrumentos
disponibles, una tecnología punta que cada época sirve al hombre. Pero los
medios tecnológicos, tanto en Unamuno como en Malcolm X, tanto en Moore como
en Teresa de Calcuta, representan sólo el conjunto de condiciones limitantes
que hay que asaltar y atravesar para crear algo nuevo. Algo que es real
porque aparece por fuera, afuera de los confortables interiores que nos
fabricamos. La “aldea global” es más aldea que otra cosa. La globalidad es
el nombre que hoy le damos al retiro, a un enclaustramiento doméstico que
siempre ha sido inducido por el poder reinante. A su manera, ya lo decía
Franco: “Hagan como yo, no se metan en política”.
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¿Es necesario volver a la clandestinidad? Sí, aceptar lo espectral como
nuestro fondo analógico. Pero no necesariamente al modo clásico, que nos
permite ser localizados fácilmente como nostálgicos o reactivos.
Necesitamos, creo, una clandestinidad integrada en este imperativo de
transparencia que nos rodea. Desde ese agujero negro, necesitamos simular la
simulación. Ésta es una primera tarea existencial y política. Como comentaba
un autor tristemente célebre, nunca ha sido más fácil liberarse, escapar de
esta prisión de paredes traslúcidas. Basta con dejar de comunicar,
interrumpir todos los canales de comunicación y escuchar el rumor de lo que
late en medio, en el aura de la cercanía. Esto es compatible, o casi, con
parecer “normales”. Tenemos dos manos, dos hemisferios cerebrales: ¿por qué
no usarlos? Ni siquiera es necesario que uno sepa exactamente qué esta
haciendo el otro. La mano que mece la tecnología social está garantizada. Lo
que a veces parece en vías de extinción es lo otro, una buena relación con
el diablo de lo que la opinión pública llama atraso.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 25 de febrero de 2012
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