“No necesitamos a Marx para pensar este mundo”
Ignacio El filósofo Ignacio Castro indaga en su nueva obra sobre un “comunismo posible”
Óscar Iglesias Santiago de Compostela 21 MAY 2012 - 18:57 CET8
Comunismo es predisposición a lo común, antes que nada, y un comunismo basal en el que nos movemos podría ser “esta empanada mental compartida ante lo que está pasando”. La desmitificación es de Javier Turnes, organizador de los Encontros de Filosofía da Costa da Morte. Él y la poeta Branca Novo presentaron en Santiago, la semana pasada, Sociedad y barbarie (Melusina), el nuevo libro —el undécimo en solitario— del filófoso santiagués Ignacio Castro. Si en el prólogo de la obra el profesor catalán Miguel Morey cita a Michel Foucault —para refutar la idea atribuida a Marx de que “la existencia concreta del hombre es el trabajo”— Castro invoca al mismo filósofo francés para defender la necesidad de una “espiritualidad política”.
“Sociedad y barbarie fustiga la reducción de la libertad individual en las democracias occidentales en nombre de una economía que conserva el prestigio de lo neutral porque gobierna nuestra neutralización, una silenciosa expropiación de la épica de vivir”, resume. Pero, por paradójico que pueda resultar en apariencia, ese cuestionamiento se asienta en una refutación de Marx, de las sombras mecanicistas que puntean su pensamiento. “La crítica radical de la economía que hace Marx sigue teniendo la forma de la economía política, con lo que una nueva cadena de fetichismos se consagra hasta el fin de la historia”, afirma el filósofo gallego, cuya obra se distingue por un ataque sin contemplaciones a la contemporaneidad occidental.
Castro niega que la suya sea otra crítica elitista más a la sacralización de la Historia o la proletarización del espíritu en la obra marxiana, en la que el ensayista y crítico de arte advierte “el colmo del materialismo”: “Esta aversión profunda y poco violenta, en apariencia, al fondo abstracto o espiritual de cada ser humano, y a la que Marx dio una vuelta de tuerca: lo singular”. Castro escribe contra el fetichismo de la mercancía “llamada Sociedad”, que conecta y fragmenta a los individuos aislándolos de su propia existencia, con el pensador alemán como “garante de fondo en la cobertura cultural del pragmatismo económico”. Contra “la religión histórica del progreso que Marx ha contribuido a consagrar, que explica muchas barbaridades del presente al ser asumida por el capitalismo”. Y contra el individualismo burgués a secas, según tuvo que precisar el autor en el turno de preguntas durante la presentación del libro en Santiago. “¿Qué nos quedaría sin Marx para el cabreo colectivo?”, le inquirieron. Un periodista llegó a trazar una analogía entre el texto de Castro y la célebre sentencia neocon de Margaret Thatcher: “La sociedad no existe, solo existen los individuos”. Pero Castro negó su adhesión a un individualismo adánico o posliberal: “Yo hablo de un comunismo posible”.
Un comunismo abigarrado y en constante mutación. Que se puede alimentar de la singularidad y la diferencia sin colocar la plusvalía económica sobre el resto de plusvalías de la existencia, cuyo fondo atrasado sigue siendo la muerte. En la línea de sutura sobre la que trabaja el autor, desde una “esquina de la Ilustración”, se puede citar a Max Stirner —sustrato de Nietzsche y uno de los protagonistas omitidos por Marx en La ideología alemana, por consejo de Engels— y a pensadores más actuales como Gilles Deleuze, Giorgio Agamben —que también analizó la economía como teología— o los filósofos del colectivo francés Tiqqun y su “insurrección que viene”.
El autor de Votos de riqueza defiende la antropología de Kant, el filósofo que normalizó la autonomía moral del ser humano (y la de la belleza). Más optimista y “más comunista”, dice, que la de Marx: “La concepción que Marx tiene del hombre, extirpado de todo lo que no sean reflejos económicos y contextuales, cristalizó el prejuicio burgués y ayudó a darle cultura y espíritu al capitalismo, poniendo en pie una antropología bárbara”. Ese triunfo de Marx en el Este y en el Oeste, afirma, podría servir para explicar la “derrota de la izquierda marxista, en buena medida por integración cultural”.
El filósofo santiagués escribe sobre el “cierto malestar” que podría inducir el abandono por su parte de algunos marcadores filosóficos habituales en las últimas décadas: “En un tiempo me pude definir como marxista posnietzscheano, ahora pienso que Marx ni siquiera cabe en el vientre de Nietzsche”. “Ningún pensador gozó como Marx de un cheque en blanco como el que él ha tenido… No lo necesitamos, ni para las luchas en curso ni para pensar este mundo”.
En el epílogo de Sociedad y barbarie se sintetiza el problema central en la obra de Castro: el de la confrontación de cada uno con lo que él denomina el tercer mundo de su existencia. “El odio a ese tercer mundo interior al hombre, ese fondo de alma que no se puede desarrollar, explica el racismo indisimulable que mantenemos contra las otras culturas, sistemáticamente injuriadas como atrasadas o tiránicas”. Y también, dice, “el oscurantismo del presente, esta movilización total por miedo a parar”. Castro asume que uno de los signos de esta época es la velocidad sin objetivo, una aceleración incesante que sepulta la vida. Y también en ese aspecto atribuye culpas al autor de El capital. “Tiene que ver con ese hombre apuntalado por Marx: sin suelo interno en el que pararse, ningún espacio de contemplación, degradado sistemáticamente como burgués”.
Las formas de socialización ajenas a la barbarie, en cualquier caso, ya están aquí. “¿No es hora de pasar a otra cosa, a un modo de espiritualidad compatible con esa pasión por la superficie propia de estos tiempos?”.
“Sociedad y barbarie fustiga la reducción de la libertad individual en las democracias occidentales en nombre de una economía que conserva el prestigio de lo neutral porque gobierna nuestra neutralización, una silenciosa expropiación de la épica de vivir”, resume. Pero, por paradójico que pueda resultar en apariencia, ese cuestionamiento se asienta en una refutación de Marx, de las sombras mecanicistas que puntean su pensamiento. “La crítica radical de la economía que hace Marx sigue teniendo la forma de la economía política, con lo que una nueva cadena de fetichismos se consagra hasta el fin de la historia”, afirma el filósofo gallego, cuya obra se distingue por un ataque sin contemplaciones a la contemporaneidad occidental.
Castro niega que la suya sea otra crítica elitista más a la sacralización de la Historia o la proletarización del espíritu en la obra marxiana, en la que el ensayista y crítico de arte advierte “el colmo del materialismo”: “Esta aversión profunda y poco violenta, en apariencia, al fondo abstracto o espiritual de cada ser humano, y a la que Marx dio una vuelta de tuerca: lo singular”. Castro escribe contra el fetichismo de la mercancía “llamada Sociedad”, que conecta y fragmenta a los individuos aislándolos de su propia existencia, con el pensador alemán como “garante de fondo en la cobertura cultural del pragmatismo económico”. Contra “la religión histórica del progreso que Marx ha contribuido a consagrar, que explica muchas barbaridades del presente al ser asumida por el capitalismo”. Y contra el individualismo burgués a secas, según tuvo que precisar el autor en el turno de preguntas durante la presentación del libro en Santiago. “¿Qué nos quedaría sin Marx para el cabreo colectivo?”, le inquirieron. Un periodista llegó a trazar una analogía entre el texto de Castro y la célebre sentencia neocon de Margaret Thatcher: “La sociedad no existe, solo existen los individuos”. Pero Castro negó su adhesión a un individualismo adánico o posliberal: “Yo hablo de un comunismo posible”.
Un comunismo abigarrado y en constante mutación. Que se puede alimentar de la singularidad y la diferencia sin colocar la plusvalía económica sobre el resto de plusvalías de la existencia, cuyo fondo atrasado sigue siendo la muerte. En la línea de sutura sobre la que trabaja el autor, desde una “esquina de la Ilustración”, se puede citar a Max Stirner —sustrato de Nietzsche y uno de los protagonistas omitidos por Marx en La ideología alemana, por consejo de Engels— y a pensadores más actuales como Gilles Deleuze, Giorgio Agamben —que también analizó la economía como teología— o los filósofos del colectivo francés Tiqqun y su “insurrección que viene”.
El autor de Votos de riqueza defiende la antropología de Kant, el filósofo que normalizó la autonomía moral del ser humano (y la de la belleza). Más optimista y “más comunista”, dice, que la de Marx: “La concepción que Marx tiene del hombre, extirpado de todo lo que no sean reflejos económicos y contextuales, cristalizó el prejuicio burgués y ayudó a darle cultura y espíritu al capitalismo, poniendo en pie una antropología bárbara”. Ese triunfo de Marx en el Este y en el Oeste, afirma, podría servir para explicar la “derrota de la izquierda marxista, en buena medida por integración cultural”.
El filósofo santiagués escribe sobre el “cierto malestar” que podría inducir el abandono por su parte de algunos marcadores filosóficos habituales en las últimas décadas: “En un tiempo me pude definir como marxista posnietzscheano, ahora pienso que Marx ni siquiera cabe en el vientre de Nietzsche”. “Ningún pensador gozó como Marx de un cheque en blanco como el que él ha tenido… No lo necesitamos, ni para las luchas en curso ni para pensar este mundo”.
En el epílogo de Sociedad y barbarie se sintetiza el problema central en la obra de Castro: el de la confrontación de cada uno con lo que él denomina el tercer mundo de su existencia. “El odio a ese tercer mundo interior al hombre, ese fondo de alma que no se puede desarrollar, explica el racismo indisimulable que mantenemos contra las otras culturas, sistemáticamente injuriadas como atrasadas o tiránicas”. Y también, dice, “el oscurantismo del presente, esta movilización total por miedo a parar”. Castro asume que uno de los signos de esta época es la velocidad sin objetivo, una aceleración incesante que sepulta la vida. Y también en ese aspecto atribuye culpas al autor de El capital. “Tiene que ver con ese hombre apuntalado por Marx: sin suelo interno en el que pararse, ningún espacio de contemplación, degradado sistemáticamente como burgués”.
Las formas de socialización ajenas a la barbarie, en cualquier caso, ya están aquí. “¿No es hora de pasar a otra cosa, a un modo de espiritualidad compatible con esa pasión por la superficie propia de estos tiempos?”.
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