La fábrica de hombres
A menudo me siento totalmente confundido. Los
hombres que me rodean palidecen hasta convertirse
en sombras, que como muñecas baratas se
tambalean de un lado para otro, y un nuevo género
humano de colores, convocado por mi imaginación,
asciende desde el suelo mirándome con ojos
aterrorizados.
TIECK
Quien ha viajado mucho a pie adquiere poco a poco tanta experiencia en apreciar el curso del sol, así como las distancias en el mapa, que sabe exactamente cuándo tiene que salir de un sitio para llegar a salvo, antes del anochecer, al pueblo o a la ciudad que ha escogido para pasar la noche. No le ocurrió así al autor de este relato unos años atrás, cuando hacía poco tiempo que había empuñado el bastón de caminante y una tarde se vio sorprendido por la caída de la noche, y, sin poder consultar un mapa o la brújula, llevaba dos horas andando mecánicamente por la carretera, desamparado, cansado, hambriento, solitario y sin rumbo. Estaba en la parte oriental de Alemania central y ya no sabía ciertamente en qué provincia, o cerca de qué gran ciudad me encontraba, lo cual no tiene la más mínima importancia para apreciar la siguiente comedia.
Después de haber llegado a la conclusión de que pararse no conducía a ninguna parte y de que la humedad del suelo impedía dormir al aire libre, decidí seguir caminando sin parar, aunque fuera toda la noche, conservando mis fuerzas en lo posible. Dada la densidad de población en Alemania, tenía que encontrarme tarde o temprano con algún lugar habitado. Mi perseverancia fue coronada por el éxito, es decir, encontré lo que buscaba: un sitio para dormir. Si semejante albergue podía llamarse un éxito, o si habría sido preferible que el autor pasara la noche en el charco más sucio de la carretera, que lo juzgue el amable lector al término de este relato, ya que sólo los acontecimientos fatales de esa única noche serán el objeto de las páginas siguientes.
Era más o menos un poco antes de las doce de la noche cuando, caminando con la cabeza inclinada hacia el suelo, de repente vi aparecer ante mí un enorme edificio negro, a pocos pasos de la carretera. Éste parecía, en la medida en que la oscuridad permitía observar, muy sólido y compuesto de inmensas piedras labradas, tenía varios pisos y disponía de diversas construcciones anejas, cobertizos para herramientas y material, salas con máquinas, chimeneas; total, una instalación evidentemente industrial, de grandes dimensiones. No vi ninguna luz; a pesar de ello, estaba firmemente decidido a anunciarme; un camino de gravilla fina conducía de la carretera a la entrada. Bellos jardines, a izquierda y derecha, revelaban cierta posición económica del dueño así como su sentido artístico y amor a la naturaleza. Llamé. Un sonido chirriante y agudo recorrió toda la casa, cuyos pasillos y corredores debían de ser enormes según se podía deducir por el eco. «¡Esto va a armar un buen alboroto!», pensé. Pero para mi gran sorpresa, enseguida oí unos pasos muy cerca de mí; se abrió una puerta, sonó un llavero, y un momento después se abrió el pesado portón de la entrada pintado de marrón y apareció ante mis ojos un hombrecito pequeño, oscuro, con cara amable y bien afeitada, y me preguntó con un gesto mudo qué deseaba.
—Perdone que le moleste tan tarde, a estas horas de la noche dije ¿pero qué clase de casa es ésta?
—Una fábrica de hombres.
Ahora pido al lector, antes de seguir adelante, que nada, ninguna pregunta, respuesta u observación, aunque fuera la más descabellada, le detenga en su lectura hasta el final de esta historia. Oímos, vemos o leemos a menudo en la vida muchas cosas extrañas, como parece dar a entender la respuesta de más arriba, sin salir por ello corriendo o cerrar el libro de un golpe. Lo más importante es no perder la cabeza, dejar reposar los hechos y luego intentar comprenderlos. Me gustaría observar respecto a esta cuestión que, cuando en un sustantivo compuesto una palabra sirve para determinar o explicar la otra, esta última funciona como un sujeto, mientras que la primera se expresa de la mejor manera por una oración relativa. Ya que no tenía motivos para suponer que en esta extraña casa reinasen reglas gramaticales distintas de las del resto de Alemania, entendí por «Fábrica de hombres» una fábrica en la que se fabrican hombres. Y esto era correcto. Y ahora no quiero seguir interrumpiendo el curso del relato. Me quedé sin habla y como fulminado ante el pequeño hombrecito, casi incapaz de concebir un pensamiento, y mucho menos de pronunciar unas palabras apropiadas, hasta que el amable viejo, que no estaba en absoluto furioso por mi vacilación, me invitó con un gesto de la mano a entrar. Entonces penetré en el pasillo. Reuniendo todas mis fuerzas, conseguí mirarle a los ojos y observar muy cortésmente:
—¿Habla usted metafóricamente? ¡Usted no quiere decir con ello que fabrica hombres!
—Sí, hacemos hombres.
—¿Usted fabrica hombres? ¿Qué significa esto? —exclamé entonces extremadamente excitado.
Pero en secreto me vino la idea de que había algo anormal en el hombre o en la casa. El viejo no parecía darse cuenta o fijarse en mi asombro, sino que dijo, señalando una puerta de cristal a donde habíamos llegado entretanto siguiendo nuestro camino:
—Por favor, ¿quiere entrar usted ahí?
—¡Hombres! —exclamé—. No se puede tomar al pie de la letra, es una metáfora, una figura retórica, es imposible que usted quiera hacer hombres como se hace pan.
—Efectivamente —exclamó el viejecito casi con alegría y sin la menor muestra de irritación, con un tono parecido al de un vigilante de "museo cuando dice: «Sí, el cuadro famoso por el que pregunta lo tenemos aquí»—; de hecho, acepto su comparación: hacemos hombres como se hace pan.
Habíamos llegado a un corredor con anchas baldosas; en los miradores que daban al patio, había dispuestas grandes escupideras de madera, llenas de serrín blando, como copos de nieve. Se podía deducir que de día pasaba mucha gente por aquí: en todo estaba impreso el carácter de la sabiduría y la explotación racional; las paredes estaban recién blanqueadas con una pintura sencilla, pero hecha con esmero.
Miré otra vez al hombre: parecía tan racional, diligente y benévolo; su edad y su mesura parecían excluir toda tendencia a lo fantástico o a las bromas estúpidas. Me rasqué la oreja para ver si había un filtro que deformase las palabras y su significado. «Hombres», me dije a mí mismo.
—¿Usted hace hombres? —dije luego en voz alta—; pero, ¿para qué? ¿Con qué fin? De acuerdo, usted los hace, pero ¿para qué hacer hombres si nacen diariamente cientos de hombres sin ningún coste? ¿De qué tipo son sus hombres? ¿Cómo ha llegado usted a una idea tan monstruosa? ¿Quién es usted? ¿Es usted hombre extravagante que se ha quedado en la Edad Media y cavila sobre los teoremas mágicos de un Doctor Fausto que la Edad Moderna ha olvidado hace tiempo? ¿Adónde he venido a parar? ¿He andado demasiado hacia el Este y he llegado a un laboratorio mágico oriental? ¿O estoy en un manicomio occidental? ¡Hable! ¡Repita su respuesta! ¿Qué clase de casa es ésta?
Mi acompañante no parecía desconcertado lo más mínimo por el aluvión de mis preguntas agitadas; miraba con tranquilidad hacia el suelo, como si inspeccionara la exactitud del trabajo del solador; una actitud indiferente que me ponía más nervioso y receloso. Luego me dijo con cierto comedimiento:
—Usted hace muchas preguntas seguidas. Voy a intentar responder a ellas empezando por la última, pero desde ahora le advierto que viendo y observando usted podrá durante la visita comprender y conocer mucho más de lo que yo pueda explicarle y usted preguntar. Le repito: ¡esta casa es una fábrica!
—¿Y usted fabrica...? —añadí casi jadeando.
—Hombres.
Hombres, hombres, dice el viejo con tranquilidad imperturbable. Me sumí en una profunda melancolía, y mi compañero era lo bastante complaciente como para no molestarme. Las miles de preguntas que encadena una expresión como «fábrica de hombres» cuando se le echa a uno encima en medio del camino, cruzaban atropelladamente por mi cabeza, porque la lengua no podía dominarlas con suficiente rapidez. Hombres, me decía a mí mismo, ¡vale! La idea no es mala, pero ¿para qué fabricarlos, y con qué medios? Mi acompañante me cogió suavemente por el brazo para entrar en la primera sala.
—Espere, otra pregunta —exclamé antes de seguir—, ¿piensan sus hombres?
—No —exclamó sin vacilar, con un tono de absoluta seguridad y no sin una expresión de agitado júbilo, como si hubiera esperado la pregunta o estuviera contento de responder negativamente—. ¡No! —exclamó—, afortunadamente eso lo hemos conseguido abolir.
—Con eso su innovación gana extraordinariamente en interés para mí —observé, y enseguida continué—: Conocía a un hombre que debía pensar, estaba obligado a pensar contre coeur, sin sentirse inclinado hacia ello, y ejercer una profesión que lo exigía, es decir, obligado a pensar cosas que no quería él sino su cabeza, o sea, no por necesidad externa sino por un impulso interior con el que tenía que identificarse igual que con sus pensamientos; debía aceptar sus pensamientos contre coeur, le aseguro: una complicación...
—Ya sé —interrumpió el hombrecito que se había animado de repente—, ya sé, lo conozco, estamos completamente orientados en torno a las exigencias del siglo, sabemos de lo que carece nuestra raza, tenemos lo último...
Este último giro de comerciante me devolvió a la sensatez, me puso de mal humor y me produjo desconfianza. Entramos en una de las grandes salas de la planta baja, de donde emanaban vapores calientes. Todo estaba bien iluminado. En los rincones había varios hornos de forma capsular con ventanillas, manchados de barro. Antes de que hubiéramos llegado al centro de la sala, salió de la habitación de al lado un obrero con un traje polvoriento y una linterna en la mano, y sin asombrarse lo más mínimo por mi presencia, dijo:
—Señor director, acabamos de sacar el chino.
—¡Ah! —respondió mi acompañante con ternura casi paternal—. ¿Han salido bien los ojos achinados?
—Un poco vidriosos —opinó el obrero.
—¿Vidriosos? —respondió el viejecito sorprendido, pero sin aspereza—. Lo siento. De momento deje que se recupere, luego veremos lo que se puede hacer con los ojos.
El obrero se alejó moviendo afirmativamente la cabeza.
—Parece que usted trabaja toda la noche —dije con un tono de horror por lo que acababa de oír.
—¡El procedimiento no permite interrupciones! —replicó el hombrecito.
—Y parece que usted no se conforma con imitar a la gente de su propia nación o de los pueblos occidentales. ¡Usted pone la mano hasta en Oriente!
—Últimamente tienen mucho éxito.
—Éxito, dice usted, ¿qué insinúa? ¡Éxito! No querrá decir con ello que su infame producto es bien aceptado entre los hombres antiguos.
Y después de una pausa, interrumpí con renovada vehemencia:
—¡Por el amor de Dios! Dígame qué quiere decir todo esto. ¿No teme usted al omnipotente creador del universo? ¿Quiere hacer la competencia a Dios? ¿No se presentará este producto insolente como una parodia? ¿Con qué caras deben encontrarse en la calle los descendientes de dos razas de índole tan diferente? ¿No debe ser el contraste más grande y, sobre todo, más horroroso que entre un blanco y un polinesio, ambos criaturas de Dios? ¡Con qué desconfianza debe acercarse un hombre de la vieja tierra a semejante ser nuevo y creado artificialmente, olerle y palparle para descubrir sus fuerzas secretas! Y si la nueva raza está hecha según un plan determinado y concienzudamente pensado, tal vez posea mayores capacidades que nosotros y se revele superior a los viejos habitantes de la tierra en la lucha por la vida. ¡Tiene que producirse un horrible enfrentamiento! Si la nueva raza no piensa, como usted mencionó antes, si sólo actúa según su constitución específica que le ha sido inculcada como a una máquina, ¡cómo se le puede responsabilizar de sus errores! Deja de existir la moral como fundamento de nuestros pensamientos y acciones. ¡Deben promulgarse nuevas leyes! ¡Será inevitable el exterminio mutuo de ambas clases! ¿Qué ha hecho usted? ¿Qué ha emprendido usted? ¿Cuál es su fin? ¡La subversión del actual orden social!
Después de esta nueva avalancha de preguntas me miró con ternura, tranquilizándome, y observó al cabo de un rato:
—La nueva raza, puede estar seguro de ello, no se expandirá por el mundo y no competirá con sus hermanos y hermanas de ascendencia más noble. Se quedará sentada en los salones de ustedes, con modestia y sin exigencias. Y ustedes, los viejos hombres, al mirar divertidos a estos seres brillantes recién hechos, se sentirán entusiasmados y elevados. Por eso, lo único que le puedo aconsejar es que adquiera un número no pequeño de estas criaturas tan delicadas.
—¡Adquirir! —repliqué—. ¿Cómo se puede hacer eso?
—Los vendemos. ¿Para qué serviría la fábrica si no? ¿Cómo se mantendría en pie, puesto que la raza que fabricamos no trabaja, no gana nada, y su producción sale sin embargo relativamente cara?
Me tranquilicé bastante con esta explicación, y casi me avergoncé por las preguntas explosivas que acababa de hacer. Nos dirigimos hacia uno de los hornos más grandes del rincón.
—¡Naturalmente —dijo mi acompañante—, el proceso es un secreto! Cogemos barro, como el creador de la primera pareja humana en el paraíso, lo mezclamos, lo manipulamos, lo exponemos a distintas temperaturas... todo esto se lo puedo mostrar, pero el verdadero punto crucial, la vivicación y especialmente el despertar de nuestros hombres es un secreto de la fábrica.
—No quiero conocer su técnica infernal —repliqué—, y me gustaría que usted tampoco la conociera —añadí—. Dar luz cada año a miles de criaturas que no son nada más que vagos...
—Por favor, fíjese en estas formas —me interrumpió el pequeño director, sin considerar mi última observación.
Miré a través de la ventanilla. En un cuarto de baño que, al parecer, estaba caliente, húmedo y herméticamente cerrado yacía una chica maravillosa que parecía dormir, medio vestida y apoyada sobre un césped artificial, pero completamente blanco, como si estuviera recién hecho de barro húmedo y, por lo visto, inacabado; formas, postura, telas, piececitos, zapatos, medias y volante de encaje, todo encantadoramente armónico y de una perfección artística.
—Si tiene algo más que criticar —dijo el director desde otra ventanilla delante de la cual se había colocado—, aún está a tiempo. Todo está blando y se puede modelar todavía; una vez terminados los ojos, aparece en sus mejillas el rubor, que proviene del latido del corazón; cuando se despierta es demasiado tarde. Entonces llegará a ser lo que es: una chica alegre, caprichosa, coqueta, cabezona, gorda, delgada, negra, morena, con todos los defectos de fabricación.
Me llamó la atención que sus vestidos estuvieran firmemente unidos al cuerpo.
Comuniqué mi objeción al director, observándole que sería difícil para la pobre niña encontrar vestidos apropiados, a causa de la rigidez de sus formas.
—No hacen falta vestidos —respondió.
—¡Cómo! Usted debería permitir que se cambie de ropa interior.
—Producimos la ropa interior y los vestidos en el mismo acto creador de una vez y para siempre.
—¡Es la cosa más descabellada que he oído en mi vida! ¿Entonces crea usted hombres vestidos?
—Exacto.
—¿Y los hombres creados de este modo se quedan vestidos para toda la vida?
—¡Naturalmente! ¡Así es más fácil! ¡Los vestidos forman parte de la constitución general!
—Piense usted en la transpiración, por no referirnos a las demás cuestiones.
—La hemos reducido a un mínimo. Por lo demás, no puedo dar más detalles sobre este punto, ya que toca el aspecto central, por decirlo de alguna manera, el principio vital de nuestros hombres.
Nos alejamos con pasos lentos del horno; yo pensativo y casi perturbado, como siempre.
—Pensándolo bien —observé finalmente—, los principios de su producción de hombres no son malos del todo. Usted confiere a cada uno de sus hombres en el acto creador un determinado número de cualidades corporales y mentales, y se los deja inmutables.
—¡Naturalmente! —me interrumpió el viejecito casi apasionadamente y como satisfecho de que yo hubiera comprendido por fin su idea central—. ¡Naturalmente! Teniendo en cuenta la situación de inseguridad de nuestra época, la informalidad de la mayoría de los hombres, la manía de dudar, la dificultad de la elección de la profesión, la indecisión y vacilación en todos los campos, tuvo que hacerse sentir finalmente la necesidad de tener hombres de quienes se sabe lo que son, qué constitución poseen, hacia qué temperamento se inclinan, y ambos, constitución y temperamento, permanecen invariables. Conferimos a nuestros hombres, en el nacimiento, una serie de cualidades mentales y físicas, concebidas de acuerdo a los mejores modelos, y esta serie perdura bajo toda circunstancia. Le aseguro, aquí entre nosotros, que me gustan más nuestros hombres producidos artificialmente que la vieja y archiconocida raza humana.
—Pero el libre albedrío... —repliqué.
—Mi raza tampoco siente esa pérdida.
—Los filósofos, los filósofos... —observé desaprobando con la cabeza—; si usted abole el pensamiento, los filósofos no podrán ser partidarios del trabajo de su fábrica.
—¿No ha dicho usted mismo, distinguido amigo, hace un cuarto de hora, que el pensamiento es una de las operaciones más pesadas de la vieja raza?
—¡Sí, sí, a menudo es amargo, pero, a pesar de todo, bello!
—Usted es un soñador, un idealista sin sólidos principios comerciales —observó el viejo secamente, y avanzó unos pasos por delante de mí, insinuándome con ello que deseaba dejar el tema.
Atravesamos algunas salas, que olían mucho a alcanfor, a hierbas y esencias, y donde algunos instrumentos esparcidos, de aspecto muy extraño, indicaban que aquí se trabajaba continua y diligentemente. Me sorprendió particularmente una caja de cristal cuidadosamente cerrada, en la que se podían ver miembros y órganos prefabricados: corazones, orejas, dedos, como formados de la sustancia elemental, semejante a la argamasa. Pero, junto a ellos, se encontraban, curiosamente, atributos, símbolos, como flechas, coronas, armas, rayos y cosas por el estilo.
Pero entonces surgió un cuadro totalmente diferente: en el quinto o sexto departamento, pasada la sala de los hornos, nos saludó un grupo de niños preciosos y alegres. Serían ocho o diez, todos con ojos radiantes de alegría desbordante y frescas mejillas rojas. Estuve a punto de pensar que eran los hijos del director, pero reparé en que sus caras eran algo rígidas; también me llamó la atención que algunos se mantuvieran en pie por sí mismos o estuvieran sentados en pequeñas sillas finas, mientras que otros reposaban sobre un pedestal y se podían ver salpicaduras de argamasa alrededor.
—Le presento ahora a mis niños —se dirigió a mi acompañante.
—¿Qué? —exclamé horrorizado— ¿Es que son sus propios hijos?
—Pues sí —respondió, con cierta sequedad.
—Sus propios hijos... quiero decir que usted mismo los ha engendrado —añadí vivamente.
—No según el viejo método; es mi producto; pero eso da lo mismo. ¡Éstos son incluso más hermosos!
—Por el amor de Dios —repliqué—. ¿Cómo se le ha ocurrido hacer también niños artificiales?
—La gran miseria de nuestros matrimonios actuales me dio la idea.
—¡Qué! ¿No querrá poner en tela de juicio nuestro actual género humano y su modo de reproducción?
—Sólo queríamos introducir algunas mejoras.
—¡Introducir algunas mejoras en el género humano! ¿Entonces no siente usted el horror y la monstruosidad de la frase que pronuncia sin pestañear?
(El otro se encoge de hombros.)
—¿Se encoge usted de hombros? ¿Acaso quiere romper el vínculo entre padres e hijos?
—¡Estos se venden muy bien! —respondió el viejo, imperturbable, señalando hacia su producto.
—¡A dónde quiere llevar al género humano! —continué con pasión—. ¿Qué diría Hegel al respecto? ¿No sabe usted que Hegel ha concebido toda la humanidad, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, como la expresión sucesiva de la «Idea Absoluta» y, con sabia precisión, continuó sus cálculos hasta finales del diecinueve, prescribiendo así a los hombres un camino seguro de perfección moral y espiritual? ¿Qué diría de su criminal intento de suplantar al género humano por otro artificial, privado del libre albedrío?
—En ningún caso podemos tener en cuenta a nuestros .competidores.
¡Hegel no era de la competencia! ¡No era ningún fabricante! Se conformaba con describir el mundo, la naturaleza y los hombres en sus manifestaciones más significativas, y exponerlo en un sistema ideado, en el cual todo parece haberse formado de una manera necesaria.
Continué hablando durante mucho tiempo en este estilo pomposo, pero enseguida noté que mi acompañante hurgaba, totalmente indiferente a mi exposición, en el delantal de un niño que había salido un poco descolorido.
—Usted ve aquí, mi distinguido amigo —empezó después de algún tiempo, como si lo anterior no hubiera sido dicho—, otro proceso de fabricación de nuestros productos. Aunque, evidentemente, todavía no se puede hablar de una vida, ya aparece todo sin embargo más vivo, más radiante, casi palpitante. En cuanto a la forma, aquí todo es ya perfecto y definitivo. Las cualidades que estas preciosas criaturitas llevan consigo no pueden ser añadidas en el caso de que el jefe del taller se hubiera olvidado de algo; pero las que están permanecen invariables, se quedan también en ese estadio; esta encantadora manera de ser de los niños se les queda toda la vida. He aprendido bastantes cosas de Fröbel en este campo. Fíjese en esta pupila azul. Nuestros ojos de niño tienen mucho prestigio.
Me callé ante estas explicaciones blasfemas y abandonamos la sala, que ya no daba a más habitaciones en esa dirección. Siguiendo el corredor, llegamos primero a varias salas subterráneas con puertas dobles de hierro, muy bien cerradas, de donde subía un tremendo bramido y una especie de burbujeo. A menudo se cruzaban obreros en nuestro camino, que marchaban de dos en dos, muy deprisa, con la frente enrojecida, y una carga bastante pesada en una sábana plegada de la que salían lloriqueos.
—Aquí le ruego —observó el viejo, mirándome de hito en hito— que no se demore y no vuelva la vista atrás. Ésta es la parte de la fábrica donde se trabaja sin interrupción, y donde una puerta, dejada abierta por imprudencia, podría hacerle perder la razón fácilmente. ¡Prefiero que echemos una mirada al almacén de mis hombres acabados!
Durante un largo rato caminamos juntos en silencio. El almacén se encontraba en uno de los edificios anejos de la parte posterior. Todos los departamentos de la fábrica estaban comunicados entre sí por pasillos cubiertos, evidentemente para ponerlos a salvo, en la medida de lo posible, de influencias atmosféricas. En todas partes se respiraba un aire vegetal caliente saturado de humedad.
No conseguía quitarme a los niños de la cabeza. En fin, uno podría resignarse a que siempre fueran niños. Era una idea descabellada de este mejorador de hombres: igual que dar aguardiente a los perritos y a los jokeys para que se queden pequeños. Pero la falta de cualquier disposición moral, su risa y gracia infantil mecánicas, la carencia de cualquier tendencia educable, en una palabra, la no existencia de un fundamento moral que les permita preguntar «¿por qué?, ¿por qué razón?», y distinguir el mal y el bien era para mí, un protestante, algo insoportable. Pensando que no era posible ofender el alma mezquina del director, le solté sin rodeos:
—¿Entonces puede usted, señor director —comencé—, permitir de buena fe que estos niños, que vimos en la última sala, se degeneren totalmente?
—¡Ellos no degeneran —dijo muy tranquilo— mientras no caigan en las manos de una torpe criada!
—No me refería a esto —repliqué irritado—, quiero decir, si no se le ha ocurrido introducir una pizca de moral en los corazones de estas pobres criaturitas. Y ya que usted construye todo rígida y mecánicamente: ¿dónde les ha colocado el fundamento moral a los pequeños? ¿En la cabeza? ¿En el pecho?
—¡Ay, distinguido señor, esto es difícil; ese fundamento no se notaría! Aparte de que nos conformamos con lograr la fabricación de una raza cuyo aspecto exterior aparente hombres agradables 3 nobles.
—¡Hombres agradables y nobles! —repetí— ¡Como si esta fuera la meta que nos hemos propuesto! Hombres honrados y sinceros, ¿no sería esto mucho mejor? Pues mire usted, señor director, si hubiera actuado en esta dirección —hablaba muy agitado y gesticulaba continuamente con la mano derecha—, si hubiera creado hombres con impulsos más bien morales; una... ¿cómo expresarlo?, raza moral, que en base a un instinto implantado, artificial pero con solidado con los años, sólo supiera actuar moral mente; sí, en ese caso le respetaría; una raza que su pieza exhibir su pureza y su moral en todas partes cuyos hermanos y hermanas de carne débil los tu vieran siempre como ejemplo luminoso ante sus: ojos...
—¡Eso no se vendería lo más mínimo!
—No importa; el gobierno debería comprarlos cargo del Estado, como se compran y se exponen públicamente cuadros excelentes para que sean imita dos. ¡Imagínese usted qué progreso para la formación ética de nuestro género humano, cuya mora actualmente ya deja de desear!
—¡Es usted un idealista! —observó el viejo secamente—. No consigo seguir su razonamiento. Veo el mundo tal como es; nos hemos conformado con imitar a los hombres tal como andan por el mundo actual. Le puedo asegurar que la tarea no ha sido fácil, nos hemos esmerado mucho y hemos invertido mucho dinero.
Este enfoque mercantil me hizo callar de nuevo. Me di cuenta del enorme abismo que nos separaba. Lo que quería este especulador con sus hombres era sobre todo sacar dinero. Todo lo demás era secundario. Y de nuevo caminamos en silencio durante un rato.
—Sólo hay una cosa que no entiendo —volví a tomar la palabra al cabo de un tiempo—; si quiere hacer hombres, debe tener conocimientos muy exactos de anatomía y psicología. Prometeo hizo hombres a partir de una especie de lodo elemental, pero fue Palas Atenea quien les insufló después el aliento vital. ¿Qué puede hacerle prescindir de la ayuda divina?
—Gracias a la química y a la física podemos pasar hoy en día de muchas cosas.
—De acuerdo, hemos llegado a un nivel sorprendente en el conocimiento de las leyes de la naturaleza, pero ¿cómo aplicarlas al cuerpo humano, regido por leyes muy distintas de las de la naturaleza caótica? Considere, por ejemplo, la profusión de sentimientos complicados que se agitan en un pecho humano, ¿cómo...?
—¡Los imitamos todos! —interrumpió rápidamente el hombrecito, que se había animado de nuevo.
—Pero ¿cómo? —repliqué—. ¿Cómo consigue usted por ejemplo las sensaciones estéticas, según las describen Herbart o Lotze?
—¿Son hamburgueses? ¿O una empresa berlinesa?
—Ni son hamburgueses ni berlineses —dije furioso—: son filósofos alemanes, que han constatado para siempre las leyes fundamentales de la psicología, ¡fuera de las cuales cualquier sentimiento humano es inconcebible!
—Distinguido amigo, usted imagina la fabricación de hombres como algo demasiado difícil —respondió el viejo un poco avergonzado. .
—¡Demasiado difícil! —exclamé fuera de quicio por estas palabras triviales, y me detuve en medio del pasillo para obligar de este modo a mi acompañante a enfrentarse conmigo—.
¡Claro...! ¡Si usted quita al hombre sus bienes más preciosos: el pensamiento y las sensaciones!
—¿Acaso llevaban cabezas de yeso los niños que ha visto? —preguntó el viejo en un tono igualmente irritado.
—No, debo reconocer que me quedé impresionado por su autenticidad y vitalidad, pero...
—¿Cómo que «pero»? ¡No debe olvidar que una producción innovadora exige también la transformación de las condiciones de producción! Lo que sus señores Lebert y Kotze, o como se llamen, que tomaba al principio por una empresa de la competencia, han escrito en sus libros es posible que valga para el viejo género humano, ¡pero no para la raza de mi fábrica!
Esta objeción era, exceptuando la difamación de mis filósofos preferidos, aceptable. Me puse a reflexionar. Continuamos nuestro camino despacio y pensativos. A nuestra derecha rugían y ronroneaban todo tipo de máquinas y fuelles.
—Pero —comencé a hablar poco después—, y no es mi intención penetrar en el secreto de su fábrica, usted debe tener un determinado método, para que sus hombres puedan expresar los movimientos del alma.
—Los fijamos.
—¿Fija?
—Sí, fijar.
—¿Qué quiere decir con fijar?
—Nos hemos esmerado para que una determinada sensación, dominante en mi hombre, se manifieste siempre en la misma dirección, tonalidad y matiz, para evitar la incómoda vacilación, la oscilación de deseos y aspiraciones, la indecisión...
—Pero usted, extraño fabricante... en eso reside el encanto de la vida humana, en que el impulso de nuestra voluntad sea el resultado de los más diversos motivos e inclinaciones; hoy así, mañana de la otra forma, y la observación del yo en esta lucha es justo lo que llamamos la vida.
—¡Pero eso causa cantidad de contrariedades! A la disminución de entusiasmo sigue el asco, al cese de placer la indiferencia, luego el asco...
—Bien, pero justo este cambio...
—Este cambio es la causa de nuestro actual desamparo; debemos llegar a la estabilidad.
—¡Pero así engendra usted una estirpe esclavizada, indigna de llamarse humana!
—¡Pero tiene mucho éxito! —dijo el viejo con sequedad, y se metió una toma de rape.
—¿Éxito? ¿Con quién?
—¡Con nuestros clientes!
¿Pero tiene usted compradores oficiales para su engendro?
—¿«Engendro»? ¡Señor, le ruego un poco de formalidad!
—Bueno, entonces para su especie.
—Exacto, si no ¿quién financiaría los costes de fabricación? Recientemente hemos enviado a la condesa Tschitschikoff una caja con...
—¿Caja? ¿Es que usted empaqueta a sus hombres como mercancías?
—¡Ah! Nuestra raza es inofensiva y acomodaticia. Sólo exigen cierto espacio. Este tiene que ser del mismo tamaño siempre para que puedan ejecutar su determinado gesto respectivo; todo lo demás les resulta indiferente. Claro, debe ponerse «frágil» en el tren; también hacemos los envíos sólo «bajo previo pago y a riesgo» del cliente.
—¡Oh! —respondí indignado—. ¿Por qué no deja libres a las criaturas de Dios?
—Por favor, señor mío —me interrumpió mi acompañante algo desdeñoso—, ¡son mis criaturas!
Empecé a marearme. Este contraste entre dos razas humanas, este proceder diabólico y egoísta de un especulador taimado: la lucha previsible cuando suelte a sus hombres-máquinas como perros contra el viejo y noble género hecho a la imagen de Dios —pero tal vez no tan hábil—; y este hombre, que asistía a todo esto tomando rape. Esta constelación que esbozaba interiormente me hacía perder la razón; me oprimí la frente con las manos y empecé a tambalearme.
—¿Adónde he venido a parar? —exclamé en un acceso casi de desesperación—. ¡Lejos de esta horrible casa, de este antro de asesinos, de esta aniquilación de todo lo bello y noble!
—Y eché a correr a ciegas sin saber hacia dónde.
—¡Alto, querido amigo! —gritó el pequeño director, jadeando detrás de mí—. ¡Tenga cuidado! ¡Ahí está mi chino!
—Me volví. En la pared se encontraba una criatura temblorosa y brillante, vestida de una forma exageradamente pomposa, con ojitos achinados que hacían guiños, y no dejaba de sacar y meter la lengua roja y puntiaguda.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? pregunté, algo más repuesto.
—Acaba de salir.
—¿De China?
—¡Del horno!
—¿No es auténtico?
—Sí, cómo no; es decir, es mi producto. Nos ha salido precioso.
Me había tranquilizado un poco. Se me había pasado ya el acceso, pero decidí no dejarme enredar en más discusiones.
—Nos encontramos en la entrada de la exposición de nuestros hombres terminados —dijo el viejecito, y abrió la puerta con batientes que daba a una gran sala. Entramos. Aquí había reunida una espléndida compañía. Caballeros y damas procedentes de todos los estamentos y capas sociales. Algunos sentados, otros en pie o descansando en cojines confortables; las caras un poco esmaltadas. Algunos levantaban la mirada somnolientos; todos estaban encerrados en enormes cajas de cristal; muchos estaban sentados y parecían conversar, otros se reían, algunos bromeaban y saltaban; pero el gesto parecía como paralizado en un determinado momento, y el movimiento como congelado; una tristeza, una indecible tristeza se leía en todas las caras, a pesar de la vívida mímica; una estirpe cansada de vivir, que no tenía derecho a moverse como quería, sino a esperar la llave que le pusiera en marcha. Todos los movimientos, la cortesía, emociones, constelaciones espontáneas en los encuentros, posiciones, etc., habían sido imitados a la perfección. Estaban representados todos los trajes, todas las modas, todo tipo de adornos, todos los símbolos.
—La mayoría de ellos está en un estado próximo al sueño —observó mi guía—. Cuando recibimos un encargo, damos antes los últimos retoques y realizamos un control de calidad.
No respondí, decidido a no dejarme enredar más. En silencio, pasé a través de estas filas frías y paralizadas. Incluso yo estaba casi entristecido por la existencia melancólica que llevaba un género humano forzado a vivir una vida aparente, hasta que me detuve en el fondo de una sala ante una hermosa joven. Al principio la tomé por una criada que quitaba el polvo en esta sala reluciente. En la mano llevaba una pequeña cesta con un pañuelo azul, un llavero, labores de ganchillo, que sobresalían en su interior. Su comportamiento, su forma de vestir, revelaban decencia y delicadeza; un traje corto estampado con flores y un pliegue ligeramente desprendido, como por casualidad, que dejaba ver el borde blanco de la combinación; medias de un blanco deslumbrante y negros zapatos de hebillas; un pequeño delantal de encaje, una pequeña cofia con cintas rosas. Dos espléndidos ojos azules, que hasta entonces habían mirado a lo lejos, se clavaron súbitamente en mí, cuando me detuve ante ella.
—A ti, maravillosa niña —susurré para mí en voz baja—, podría amarte; por ti sacrificaría todo. Junto a ti podría olvidar la conducta del auténtico género humano y de su imitación, que me son igualmente odiosos. Y tú. —continué—, ¿serías capaz de responder a mi amor...?
En ese momento bajó los párpados de grandes pestañas y ambas mejillas se enrojecieron visible y ardientemente. Me asusté y retrocedí; detrás de mí estaba el director, que se había acercado sigilosamente con cara burlona.
—¡Usted, repugnante fabricante! —grité—. ¡Ha robado hasta el rubor, la más delicada y pura de las sensaciones humanas para parodiar la raza humana de Dios!
Y eché a correr lleno de asco. Sentí que mi acceso de antes iba a repetirse.
—¡Es sólo cochinilla! —exclamó el frío hombrecito, jadeando detrás de mí. ¡Es sólo cochinilla!
En la salida estuve a punto de tirar a un segundo chino, semejante al que estaba en la entrada. Recorrí a toda prisa los corredores sin detenerme, pasando junto a todas las salas rugientes y humeantes. El director me seguía con mucha dificultad; todo permanecía iluminado, pero se veía que empezaba a romper el día. Enseguida me vi obligado a ir más despacio.
Entonces, ¿no quiere comprar nada? —oí a lo lejos la voz del viejo—. ¿No se quiere llevar algunos de mis hombres?
—¡No! —respondí furioso—. ¡Quiero salir de esta casa! ¡No quiero tener nada que ver con su criminal producto!
Nos encontramos en la salida de la casa, bajo el gran arco del portón.
—Un marco —cotorreaba para sí el pequeño directorzuelo, como un autómata en marcha
—. Un marco, un marco cuesta la visita a la fábrica. Saqué el monedero y pagué.
—Otra pregunta antes de separarnos —dije—: ¿pertenece usted, señor director, al género humano engendrado de forma natural o a esa raza artificial, blanca como la tiza, rígida y pintada?
—Es cierto —empezó a decir, y parecía prepararse para un largo excurso—; me he sentido bastante identificado con la raza de mi fábrica; sin embargo, a su pregunta...
—¡No! —grité—. ¡No quiero oír nada más! —Y me precipité a través del portón.
Un viento matinal, frío y cortante, me golpeó la cara. Estaba agotado por haber pasado la noche en vela, y mucho más por lo que había vivido. El sol no había salido todavía, pero parecía que iba a ser un magnífico día. Me apresuré a alejarme de este lúgubre paraje. Además estaba hambriento. No tenía ni idea de a qué distancia se encontraba el pueblo más cercano. Después de dejar el camino de gravilla y llegar de nuevo a la carretera, volví una vez más la vista atrás para contemplar la extraña casa. Casi me caí de espaldas del susto: en las ventanas de la parte baja y de todo el primer piso estaban asomados, apretujándose, cientos de aquellos hombres blancos y preciosos, con sus ojos vidriosos y extáticos, que me miraban y parecían burlarse de mí. Volví la vista y me alejé corriendo de esa maldita casa.
Pero, como suele ocurrir, las impresiones vivas y aterradoras se condensan en nosotros hasta cobrar vida, convirtiéndose en palabras, acciones y sonidos. Y así tuve la impresión de oír, como si me persiguiera, mientras seguía caminando a buena marcha, la siguiente conversación de la compañía vidriosa del primer piso:
—Mirad, ahí va. Mirad, es uno de esa extraña raza que tiene sangre en el cuerpo y piensa. Mirad cómo anda, cómo se mueve, cómo puede adoptar diversas posturas. Mirad cómo se transforma su cara. Ahora ríe, ahora se vuelve a poner serio. Estas extrañas criaturas son como de goma, pueden ponerse en cualquier posición y sentir también cada sentimiento en su corazón; luego su cara se transforma, se estremece y chasca la lengua, enrojece como la púrpura y palidece como la cal. Mirad cómo anda; los tubos —piernas de lana—, que sólo son envolturas para ocultar los fatales movimientos, se bambolean de un lado para otro. ¡Una raza magnífica! Hay que ver cómo a menudo van caminando por la calle, guiñan el ojo y luego se paran de repente y miran a través de una gran luna transparente y leen títulos de libros; cómo más tarde se quedan rígidos de pronto, se les salen los ojos de las órbitas y todo su exterior traiciona que un horrible cambio se está produciendo en su interior; entonces tienen que pensar lo que su cabeza ordena y sentir lo que prescribe una roja bola de goma, situada en el pecho, y se mueven al arbitrio de ambos. Hay que ver cómo saltan, chascan la lengua y retuercen el cuello; se tiran a un lado y a otro, sacan el pecho, jadean y vuelven a hacer una reverencia... ¡es demasiado grotesco!
Corrí todo lo rápido que pude; me resultaba inquietante. A pesar del frío viento matinal, me caían gotas de sudor, como perlas, de la frente. El sol debía haber salido ya. A lo lejos apareció un castillo reluciente, bañado por los rayos del sol, y enseguida, en una curva del camino, vi ante mí una pequeña ciudad hospitalaria, con iglesias y jardines. Tenía la impresión de volver de una excursión horrorosa por el reino de las sombras al mundo, que habría abrazado con entusiasmo a pesar de todas sus miserias. Apenas había avanzado cien pasos, cuando vi a un campesino atareado con un rastrillo a la espalda, que venía a mi encuentro. Enseguida me di cuenta de que se trataba de un hombre como yo, creado por fecundación natural. No pertenecía a ninguna raza artificial, ya que cogía de vez en cuando la pipa que llevaba en la boca, se ajustaba el sombrero, miraba hacia el cielo, y comprobaba de dónde soplaba el viento; en resumen, realizaba movimientos naturales.
—Querido amigo —dije cuando estuvimos cerca—, ¿puede decirme qué clase de casa es esa de ahí detrás, a apenas cien pasos de la carretera?
—¡Ay, señor! —exclamó el hombre, en quien reconocí enseguida a un representante de la tribu más amable de Alemania, a un sajón—. Querido señor mío, eso se lo puedo decir muy bien, es la célebre real fábrica sajona de porcelana de Meissen.