martes, septiembre 08, 2015

El fulgor de las palabras, por JOSÉ-CARLOS MAINER

El fulgor de las palabras | Cultura | EL PAÍS

El fulgor de las palabras

El poeta Carlos Sahagún deja una obra poética escrita en carne viva





El poeta Carlos Sahagún.
Lo escribió al frente de su último y ya lejano libro de poemas (Primer y último oficio, 1979): “Y todo gira perezosamente, / todo es ceniza derramada a ciegas / alrededor del sueño. / Porque tu mundo es este: / por él avanzas como quien sostiene, / a vida o muerte, un cuerpo sobre el agua”. Veinte años antes, al final de “Cita en el mar” (Como si hubiera muerto un niño, 1960), hallamos el primer atisbo de esa imagen: “Te llevé con dulzura entre mis brazos. Hijo / mío. Salvajemente nos esperaba el mar”. Quien lea estos versos de Carlos Sahagún (Onil, Alicante, 1938-Madrid, 2015) puede tener la tentación de pensar en el hombre huraño, pesimista aunque lúcido, que dejó de escribir por falta de estímulos para hacerlo y porque estaba enfadado con casi todo. Pero el Sahagún verdadero era otro, no dejando de ser nunca aquel existente desazonado: era aquel conmovido y tenaz cirineo que “sostiene, a vida o muerte, un cuerpo sobre el agua” o que lleva hacia el mar de una vida incierta su propia infancia en brazos. Aquel cuerpo vencido o este niño significaban la inocencia y la felicidad, que había que poner a salvo. No sólo las suyas sino las de todos… Por ello Sahagún declaró su hostilidad intransigente a la guerra civil perdida, al silencio cómplice, a la injusticia consentida, a la prepotencia dulcificada por el compadreo.
Pero antes fue el poeta de la esperanza. Ganó el Premio Adonais de 1957 con un libro que escribió a los diecinueve años y que, no por casualidad, habló de las profecías del agua. En forma de manantial, de río, de nube, de lluvia en la noche, del mar al que se llega, del experimento vivido en el aula escolar de química, el agua es símbolo de lo mejor del ser humano. Se trata de un libro que habitan insolentemente niños pero también el hombre maduro que ha sido “familiar de los muertos más caídos, / espectador heroico de las cenizas”, y las muchedumbres que se reconocen “todos juntos / viendo crecer el trigo y caer la lluvia” y aquellas que “le llamaron posguerra a este trozo de río, / a este bancal de muertos”. A despecho de los tributos dulzones a la poética de una época, Profecías del agua es un libro que habla de una guerra perdida y que impone su sencillez vehemente y la asombrosa riqueza de sus imágenes, como sólo lo hizo entonces otro poeta veinteañero, Claudio Rodríguez. Poco después, Como si hubiera muerto un niño, el poemario que ganó el premio Juan Boscán en 1960, fue un paso más hacia su madurez: el niño gozoso pasa a ser ahora el que se ha perdido y “si no encuentra / el hilo del amor, dale la mano”. Y es también el retrato de un niño que nos reprocha en silencio porque “la vida es como un río grande. No debimos crecer”. Escrito dilatadamente entre 1961 y 1972, y publicado en 1973, Estar contigo fue un libro de amor que recapitulaba la incipiente madurez y el paso del tiempo, que es conocimiento, para llegar al tiempo de la historia: la miseria entrevista encuentra su nombre (“Visión de Almería”); la posguerra se muda en desesperanza cuando no hay “nada en el horizonte de color Normandía” (“Desembarco”), y el amor de adultos es ya cuestión de “nuestros cuerpos solidarios”.
Primer y último oficio (1979) fue un título veraz y premonitorio, aunque nadie pudo pensar que sería el postrero. Todas sus imágenes son poderosas; los versos, más cincelados y sonoros que nunca, pero la realidad es sombría: se habla de “la innoble luz de la memoria” y si “arde la memoria”, es para recordarnos que “lentamente / renace para lastimarnos / la adolescencia irreparable”. Todo se convierte en destierro y derrota, en noche insomne y arenas desoladas, que impregnan incluso los hermosos “Lugares” que describe la IV parte del libro. La tercera sección, “País natal”, incluye los más duros y sobrecogedores poemas que se han escrito sobre las condenas a muerte de “Septiembre 1975” y sobre la muerte de Franco (“su descenso al infierno, un largo epílogo / de ávidos bisturís y transfusiones. / Más no bajan con él los días aciagos…”).
Ojalá que, entre los primeros avisos de otro otoño (no menos lleno de signos de vergüenza), Carlos Sahagún, poeta, catedrático de literatura, ciudadano y rebelde, haya encontrado la paz que se negó a sí mismo y halle los lectores que nunca buscó para sus versos en carne viva.

José Carlos Mainer es catedrátrico emérito de Literatura española en la Universidad de Zaragoza.

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