lunes, febrero 05, 2018

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Tarzan, Truffaut, Tsypkin
Tarzán.- El personaje de Edgar Rice Burroughs, que encarnó y encarna aún el mito de la aventura salvaje por excelencia, supone la madurez de otro mito similar, el de Mowgli, de Rudyard Kipling. Ambos son niños criados por animales selváticos, pero, así como Mowgli se suma pronto a los humanos, Tarzán se mantiene apartado, hecho un adulto irreductible y salvajemente puro. Tarzán da la espalda a la civilización y simboliza una vuelta al punto de partida donde la vida se bifurcó: demuestra que se puede vivir en una naturaleza sin cultura. Mowgli, en cambio, eligió la cultura como desarrollo. Tarzán optó por los monos (el origen) y habita en una quimera paradisíaca, pero termina significando la involución causada por la ignorancia. Desde esta óptica, tal vez haya demasiados Tarzanes por el mundo.
Terror.- Sobre lo terrorífico, escribe H. P. Lovecraft, en su breve y fundamental ensayo Supernatural Horror in Literature, que “la emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”. Receta para pasar miedo: leer las obras de Lovecraft, obviamente. Pero también los cuentos de Arthur Machen, un autor cuyas historias daban pavor al mismísimo Lovecraft, el maestro del pavor. Como se lo daban las de Guy de Maupassant (“El Horla” sobre todo). De haber vivido, es morboso pensar que habría temblado con las terroríficas novelas cortas de Stephen King. En algún momento dado, al leer a cualquiera de ellos, uno siente de pronto un escalofrío sin saber por qué. O quizá sea –y eso es lo terrible– sabiendo exactamente por qué. Amamos el terror como el hombre primitivo amaba el rayo que le quitaba el sueño.
Tiempo.- Hay un momento en toda vida en que el tiempo está explicado en esta frase de Montesquieu: “Por desgracia, es bastante corto el intervalo entre el tiempo en que somos demasiado jóvenes y el tiempo en que somos demasiado viejos”.
Tijera.- El alemán Ernst Jünger hace una aguda observación sobre la tijera cuando dice que es un objeto que está casi siempre en reposo, latente, “como un objeto que estuviera soñando”. Y yo me pregunto: ¿soñando qué? ¿Divisiones salomónicas, cortes transversales, cortes erróneos, cortes oportunos, cortes salvadores de vidas, fatídicos cortes asesinos, delicados cortes por la línea de puntos, cortes furiosos, cortes destructivos, cortes circulares, de cintas protocolarias, de telas, de pelo, de poda, de censura, de tallos, de uñas, recortes de prensa, de fotos? Es obvio que, con todo lo que su filo puede hacer, no habría objeto más inútil que una tijera roma. Sería el triunfo (absurdo) de la impotencia.
Trabajo.- En sus manuscritos de juventud sobre economía y filosofía, textos ya muy originales e impresionantes, Karl Marx habla con lucidez del trabajo. Expone la reveladora visión de la sociedad moderna en la que “el capital es trabajo acumulado”. Define, además, el “trabajo como simple mercancía” que “produce también al obrero como mercancía misma”. Y añade que el objeto del trabajo se convierte en ‘algo extraño’ al productor, en otra cosa “con poder independiente”. Sostiene que “el trabajo no pertenece al ser del trabajador; en él, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual. El trabajo es una enajenación respecto de sí mismo”. Creo que Marx debe volver a ser leído, pero sobre todo, por favor, entendido.
Tres Tristes Tigres.- Esta novela de Guillermo Cabrera Infante solo se puede definir como gozosa y rebosante de historias, juegos, riesgos narrativos, verbosidad y humor. Una de las obras maestras latinoamericanas del siglo XX (es de 1964) que nunca ha perdido esplendor ni vigencia. Se continúa en la otra obra maestra de su autor: La Habana para un infante difunto (1979), de la que podría decirse exactamente lo mismo que de la anterior. Ambientadas las dos en La Habana de los años 50, bien podrían definirse, según el humorístico Guillermo, como “una bípeda pareja bivalva maestra”.
Truffaut (François).- De este cineasta francés (1932-1984) se publicó hace unos años un soberbio y poco valorado volumen con toda su Correspondencia. Data de 1988, por tanto es póstumo, y en él, su editor, Gilles Jacob, reunió solo las cartas escritas por el director. Lo asombroso es que se trata de una correspondencia que, leída de seguido, se transforma en una ágil y amena autobiografía, a la vez que un ensayo exhaustivo y vivaz sobre el cine de su tiempo y el suyo propio, con comentarios sobre actores, productores, cineastas y cientos de película. Malgré lui, a lo largo de su vida Truffaut fue dejando en el género epistolar una obra literaria de escritor instintivo.
Tsypkin (Leonid).- Natural de Minsk, Tsypkin (1926-1961) era médico, cirujano concretamente. Padeció el Gran Terror estalinista, al que sobrevivió, pese a tener un intento de suicidio. También fue escritor secreto. Y como tal, escribió un libro liberador y grandioso, Verano en Baden-Baden. La novela mantiene una narración doble: las penalidades de Dostoievski y su esposa Ana Grigorievna, intercaladas, en un relato intenso y agitado, con las del propio Tsypkin en el Leningrado soviético. Fue un libro que se publicó en 1982, después de muerto Tsypkin y de modo casi clandestino, dada su fuerza demoledora contra la dictadura comunista. Según Susan Sontag, que lo compara con el estilo de un Thomas Bernhard, es uno de esos libros-gesta que emocionan tanto por lo que cuentan como por lo que transcienden. No es posible sustraerse a la imagen de su autor uniendo palabra tras palabra con la conciencia de estar fijando para la Historia el sufrimiento de miles, de millones de compatriotas, masacrados en la Unión Soviética.

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