Versión traducida de http://www.davidfosterwallace.com/
sacado de EL MUNDO
David Foster Wallace
Por Jordi Costa
Dos magistrales obras del escritor norteamericano destacan en esta temporada editorial, marcada por las más radicales páginas de culto. Pulverizando dogmas y aunando pericia técnica con audacia conceptual, llega una tormenta de talentos dispuesta a arrasar.
Luce un lamentable aspecto de estrella del AOR, pero es el mejor escritor norteamericano de su generación. Y lo sabe. Por eso, a cada libro que escribe se pone más chulopiscinas y elabora más piruetas en el aire antes de caer de pie y levitar unos instantes sobre el agua ante la mirada sobrecogida de sus lectores. Es David Foster Wallace, de quien acaban de publicarse en nuestro país su más reciente libro de relatos (Entrevistas breves con hombres repulsivos) y su ya clásico libro de «ensayos y opiniones» (Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer). Su soberbia antología de relatos La niña del pelo raro le dio a conocer entre nosotros la pasada temporada. Ahora se anuncia para 2002 la traducción de la monumental Infinite Jest, una novela de más de mil páginas ambientada en un futuro cercano donde las grandes corporaciones esponsorizan y dan nombre a los años.
Después de los novelistas fashion de los 80 —grupo que tuvo en Jay McInerney a su patán y en Bret Easton Ellis a su única voz perdurable— y de los orfebres minimalistas del realismo sucio, Foster Wallace encabeza una polimórfica camada literaria caracterizada por haber sabido recoger la herencia de los experimentalistas del postmodernismo (Thomas Pynchon, John Barth, Robert Coover, Kurt Vonnegut, William Gaddis, etcétera...) sin renunciar a una clara voluntad de comunicación con el lector. Una generación capaz de alternar lo más elevado con las ocasionales zambullidas en las fosas abisales de la cultura popular. Su escritura, que en ocasiones tiene la textura de un meteorito llegado del espacio exterior, es un instrumento diabólicamente diseñado para verle los huesos (podridos) a una cultura americana sobresaturada de fatuo hedonismo: «Tenemos 500 canales de televisión. Los americanos disfrutamos de un nivel de vida con un grado de exceso sin precedentes en la historia. No es raro que una generación como la nuestra se muestre infeliz, impotente y ansiosa», afimaba el autor en las páginas del periódico The Oregon Voice.
Foster Wallace puede hacer un implacable y feroz diagnóstico de la soledad y el espejismo de las relaciones humanas en la era posindustrial en dos escuetos párrafos, para, acto seguido, comenzar algún cuento con una meándrica frase sostenida durante tres páginas o abrir interminables notas al pie que pasan a convertirse en un universo paralelo (o un laberinto subterráneo) en el bajovientre de la acción principal. Tipos tan detestables como los que pueblan las películas de Neil LaBute (pero a los que logramos verles el alma fracturada), personas deprimidas cuyo victimismo invade como un cáncer las vidas ajenas o una colección de individuos secretamente atormentados por el rencor que sienten hacia un familiar agonizante son parte del material humano que le acredita como el perfecto diseccionador de la vida preservativa y aséptica del fin de milenio, una época donde las apariencias anodinas esconden volcanes morales a punto de entrar en erupción y donde los escritores inteligentes saben que hay que pedir disculpas al lector cada vez que utilizan la palabra sentimiento.
«El exceso de sudor parece un don ambiguo y no hacía exactamente maravillas por mi vida social en el instituto», afirma Foster Wallace en Deporte derivado en el corredor de los tornados, texto autobiográfico incluido en Algo supuestamente divertido... Allí, se autorretrata como un freak con la adolescencia marcada por el sueño imposible de convertirse en tenista profesional, en el seno de un entorno rural azotado por los tornados. El escritor recuerda, entre otras cosas, cómo fue propulsado por un feroz twister que lo acabó estampando contra una verja. Quizá el golpe transformó al tenista fracasado en el huracán literario que hoy conocemos.
El autor de Infinite Jest es un imitador de voces que, a veces, peca de arrogante y artificioso, un maestro de la abstracción cargada de verdad, un atleta biónico de la literatura dispuesto a batir cualquier marca y a combatir a los mass media con el único explosivo eficaz: el gran espectáculo. Ya sea transformando su experiencia de un crucero por el Caribe en una obra maestra del humor hiperrealista, deconstruyendo a David Lynch o indagando en la tensa espera de una invitada del late show de David Letterman para crear un relato perfecto, Foster Wallace demuestra que, si hablamos de literatura de última generación, él es el puto amo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario