PALABRAS DE AMATEUR
Estas páginas son la traducción del texto leído en francés en la Universidad de París 8, Vincennes-Saint-Denis, el 15 de marzo de 2011, al recibir el doctorado honoris causa. El original francés puede leerse en http://www.box.net/shared/fd63s51uoo
Ser objeto de un honor como el que este acto consagra es cosa que conlleva el peligro de perder un poco el sentido crítico. Salta a los ojos de cualquiera que se trata de un gran honor, pero desde mi muy personal punto de vista, no llego a convencerme de que sea merecido. Lo que podría llamarse, sin insistir demasiado en el término, mi obra, nunca he pensado que sea una profesión. He tenido en el transcurso de mi vida actividades que pueden considerarse profesionales: como enseñante, como traductor, etc. No creo que esas actividades hayan podido señalarme para alguna distinción. Hay quizá cierto profesionalismo en la escritura. Puedo imaginar a tal o cual novelista preparándose arduamente para producir su novela, investigando, informándose, trazando planes y haciendo ensayos; en una palabra, haciendo un verdadero trabajo. En cuanto a mí, nunca he sentido que trabajaba cuando escribía. Hay, por supuesto, un esfuerzo, pero también lo hay cuando se hace el amor, y no por eso puedo representarme el sexo como un trabajo. Que, entre otras cosas, daría derecho a una remuneración. Ya adivinan ustedes en qué me hace pensar eso.
Esa idea posible de una literatura, la pongo en práctica incluso en la realidad más material, y es así como he atacado a menudo, contra la opinión de la mayoría de mis colegas, las doctrinas dominantes sobre lo que llaman, equivocadamente según yo, la propiedad intelectual. Confieso que esta actitud es más fácil de adoptar cuando escribe uno sobre todo poesía, pero en mi caso particular, no he sido mucho más profesional cuando escribía prosa. Mis propios ensayos suponen muy poco trabajo académico: mi meta era cada vez hacer un verdadero ensayo en el pleno sentido del término, todo lo contrario de un tratado o de un estudio. Escribir es para mí un acto que se parece más a un gesto de amor que a un trabajo, aunque no sea exactamente ni lo uno ni lo otro. Esa manera de zanjar me parece además la premisa para no transigir, en cambio, en cuanto al verdadero trabajo. Pues ahí, creo firmemente que es imperativo reivindicar sin descanso los derechos de los trabajadores.
De hecho, podría pensarse que es justamente en la poesía donde me comporto como un profesional, puesto que es allí donde practico ciertas maneras de hacer que no son de uso común. Yo replicaría que eso no remite a una idea de profesión, sino de oficio. El oficio es justamente lo que la poesía profesional, desde hace más de un siglo, desde el advenimiento del “verso libre” y del lenguaje ininterpretable, evita con horror. En el transcurso de la historia, en un mundo donde la tecnología lo ha invadido poco a poco casi todo, las profesiones han desplazado cada vez más a los oficios. Están además más cerca de las instituciones. Es cierto que hay también, aunque más modestamente, cierto compromiso de la instituciones con los oficios, pero las instituciones, evidentemente, son mucho más profesionales que artesanales. Todo eso puede ayudar a entender que alguien tan poco profesional como yo se pregunte si merece de veras una distinción.
Pero debería tal vez matizar y decir que se pregunta más bien qué clase de mérito puede tener. Pues quisiera dejar claro que estas dudas no son un gesto más o menos retórico de modestia, puesto que la modestia es inevitablemente más o menos retórica, sino una auténtica necesidad de comprender. Podría uno sentirse tentado por ejemplo a pensar que se trata en realidad de una recompensa por algunos servicios prestados. Es cierto que ciertas herramientas, que a su vez deben más a los azares de la historia que a logros personales, me han colocado a veces en el papel de intermediario entre la cultura francesa y la cultura de lengua española. Mi infancia de exiliado de la guerra de España hizo que parte de mi primera educación fuese francesa. He sido pues, no sólo un traductor bastante copioso de textos franceses, sino también, por lo menos durante gran parte de mi vida, difusor de las ideas, de las obras e incluso de la lengua francesas.
Pero esta explicación bastante desprovista de brillo tampoco satisface sin embargo mi necesidad de comprender. Pues me parece ver mayor riqueza de sentido en el hecho de que la universidad responda a algo cuyo mérito no es o es apenas profesional. Si la obra de alguien que vive su escritura como una no-profesión tiene sin embargo un sentido para una mirada universitaria, eso me parece mucho más sugestivo que si esa clase de actividad no tuviera interés para esa mirada. El peligro de las instituciones ha sido siempre el de cerrarse sobre sí mismas. Pero es sin duda para la universidad para quien la resistencia a esa peligro es más claramente una vocación esencial. Eso resulta particularmente claro en el terreno de lo que se llama tradicionalmente las humanidades. La universidad ha acogido siempre el pensamiento de pensadores no consagrados, de escritores no académicos, de poetas subversivos. En ese sentido, debería servir de ejemplo a todas las instituciones.
Pero si la universidad puede ser un ejemplo para la sociedad, también es una de sus manifestaciones. Pienso que en nuestros días esa manifestación es problemática. El lugar de la universidad en el tipo de sociedad que nos propone la ideología por ahora dominante está lejos de resultar claro. Esta cuestión, en sí bien circunscrita, de un interés de la universidad en una literatura tan poco institucional como es posible, abre el camino a una reflexión sobre las maneras en que ciertos dilemas del mundo actual se reflejan en la universidad. Hay por ejemplo a este respecto una oscura paradoja que señalaré por medio de un ejemplo personal y más bien anecdótico. Sin más título oficial que un bachillerato mexicano y un certificado de aptitud a la enseñanza de la lengua francesa, he podido, lo mismo en México que en Estados Unidos, ocupar puestos de catedrático o su equivalente. Pero esto no es de ningún modo una excepción. Mi amigo y guía en más de un sentido Antonio Alatorre, uno de los más grandes filólogos en español de estos tiempos, que fue director y profesor emérito de la institución de estudios lingüísticos y literarios más prestigiosa de México, y profesor universitario asiduo en Estados Unidos, no poseía ni siquiera el certificado de bachiller. Encontramos aquí una concepción de la institución que no se atiene mecánicamente a la letra, sino que tiene en cuenta el sentido que la letra pretende encarnar. Es una idea semejante de la relación entre el sentido y la regla la que se encuentra en el hecho de que la universidad acoja honoríficamente ciertos logros enteramente realizados fuera de la institución. Y sin embargo, esa flexibilidad encontrada en México o en Estados Unidos es inimaginable en Europa, donde, a falta de la estricta sanción reglamentaria, sólo de manera honorífica puede una persona pertenecer a la institución.
Ahora: esa rigidez se relaciona con una idea de la universidad que puede juzgarse como más solidaria y responsable que la que reina generalmente en Estados Unidos. Es porque la universidad europea fue concebida como una servicio público y una responsabilidad social, y no como una empresa sometida en principio a las leyes de la oferta y la demanda, corregidas en sus efectos por la intervención de una financiación privada más o menos caritativa y netamente voluntarista; es por eso por lo que en Europa el Estado se cree obligado a controlar su funcionamiento, por supuesto de manera burocrática, puesto que ese es para el Estado el único medio. Pero esa concepción, sin duda esencial para el espíritu republicano nacido de la Revolución Francesa e instaurado por el orden napoleónico, se encuentra en nuestros días cada vez más burlada. Cuando los historiadores del porvenir traten de caracterizar nuestra época, no creo que repitan el término “postmoderno”, un término vacío que quiere decir cualquier cosa; no me extrañaría que hablen más bien de algo así como una desocialización de la sociedad. En este contexto, es claro que la ideología que prevalece todavía hoy en Europa trata incesantemente de desocializar la universidad.
El pequeño ejemplo inofensivo que acabo de dar nos va a permitir hurgar un poco en este contexto. Pues sin duda se puede reivindicar la flexibilidad que permite a una universidad norteamericana o mexicana contratar a un profesor en consideración de sus logros y no sólo de su estatuto institucional. Sería fácil inscribir esa flexibilidad en la oleada de las desreglamentaciones generalizadas reivindicadas por el neoliberalismo. Es en efecto una regla menos, o una regla más laxa, la que había permitido a una universidad norteamericana incluirme en lo que ella llamaría su faculty, mientras que ninguna universidad francesa o española hubieran podido hacer eso. Es desdichado en efecto que la necesidad de regular para impedir que la igualdad de derechos sea quebrantada por la arbitrariedad de los privilegios o de la fuerza, acarree a menudo el precio de otra arbitrariedad: la imposibilidad de reconocer el sentido cuando no se inscribe en las reglas.
Y vuelvo a encontrar aquí la brecha evocada más arriba entre profesión y oficio. Una vez más, tengo de eso una experiencia personal. La actividad de traductor que he ejercido toda mi vida, durante mucho tiempo nadie dudaba de que fuese un oficio. Nadie pedía a un traductor un diploma u otra acreditación institucional. La gente se atenía a la experiencia y al prestigio espontáneo. Pero en cierto momento me enfrenté a una presión creciente que pedía la profesionalización de ese oficio. Eran los traductores mismos los que pedían a menudo ese giro, descontentos de un estatuto artesanal que permite numerosas arbitrariedades, agravia a menudo la dignidad de su trabajo y los abandona más o menos inermes a los intereses de los editores. Así pues, participé en ciertos esfuerzos en favor de una mayor institucionalización de la traducción. A mis ojos, en México y en España, el primer efecto fue, aquí y allá, un bajada de la calidad de la traducción. Se trata evidentemente de una apreciación enteramente personal, pero, dado que nadie sabía bien cuáles son las cualidades de un traductor que hay que controlar o cómo calificarlas según coordenadas precisas, los empleadores de traductores que siguieron la corriente (en todo caso no mayoritarios) tuvieron que rechazar a muchos de ellos que dominaban el oficio, artesanalmente podríamos decir, pero no se habían sometido a un programa reconocido, mientras que los nuevos diplomados habían consagrado a menudo demasiado tiempo a unos estudios académicos para haberse avezado lo suficiente en la práctica del oficio. Por supuesto, no sacaré de esta vaga experiencia personal ninguna conclusión general. Para mí, el acto de traducir es en efecto un oficio mucho más que una profesión, pero el estatuto del traductor es si duda un estatuto profesional. Pues me parece que se puede traducir por el gusto o para el enriquecimiento personal, como se puede pescar por el gusto o para la propia cocina, pero la traducción, como la pesca, es en principio un verdadero trabajo. A diferencia de lo que he llamado cierta literatura, que no es, según yo, un verdadero trabajo. ¿Es esto como decir que el escritor de este tipo es un amateur? Volveremos sobre ello.
La referencia al profesor no diplomado o al traductor artesanal me ha servido para señalar cómo el rigor de la regla puede a veces ahogar una flexibilidad que hubiera sido enriquecedora. Sin embargo, hay que tener cuidado de no saltar a conclusiones perentorias. Muchas actitudes proclamadas en nuestro mundo hacen como si suprimir una regla fuera siempre ganar una libertad. Lo que se sobreentiende en esta actitud es que toda regla borra una libertad. Pero ese sobreentendido nadie podría proclamarlo abiertamente, pues nadie en efecto podría proponer el advenimiento de la libertad completa por la supresión completa de las reglas. Lo que esa actitud oculta en realidad es la astucia del que se rebela contra toda regla que limitaría sus oportunidades de dominio, pero se cuida mucho de tocar aquellas que le aseguran ese dominio. En el nivel de la historia política no puede uno equivocarse sobre lo que está en juego actualmente: se trata de un lado de desocializar al mismo tiempo al Estado y a la sociedad misma para permitir que se despliegue la “verdadera” naturaleza humana, que no es sino competencia que asegura la sobrevivencia o el ascendiente de los mejor adaptados a expensas de la sumisión de los menos adaptados; y del otro lado de resistir, precariamente según toda evidencia, para salvar algo de la idea original de democracia como ese régimen donde el Estado es ante todo solidario con la sociedad, encargado de proteger y desarrollar sus aspectos más desvalidos y de limitar las desigualdades. En mi opinión, las razones de una y otra de estas posiciones no son simétricas. El alegato en favor de la sociedad competitiva arguye que es el deseo de provecho personal el que anima todo cambio y todo progreso, pero por supuesto quien afirma eso no se pregunta si ese cambio es necesariamente benéfico y si cualquier progreso vale cualquier precio. En cambio, un Estado con vocación social no podría ignorar, aunque quisiera, las cuestiones relativas al progreso, ni tampoco, salvo en las dictaduras (que están lejos de ser exclusivas de la izquierda), la cuestión de las libertades individuales. En todo caso, en cuanto al progreso material, bien hemos visto que no resultaba trabado en regímenes totalitarios como la URSS o la Alemania nazi. No es pues para alentar ese progreso para lo que habría que favorecer la desigualdad en nombre de la libertad. La búsqueda del progreso se encuentra en todas partes, mientras que la búsqueda de la justicia social no se encuentra en todas partes.
Hay también una crisis de la idea de universidad, que interesa al lugar de la universidad en la sociedad y a la idea de la sociedad misma. Se trata de decidir de qué sociedad es un aspecto la universidad y qué función debe llenar en esa sociedad. Lo que es bastante nuevo es la idea de que la universidad es una entidad competitiva a imagen de la sociedad a la que pertenece, y que su función es contribuir a la consolidación de esa forma de sociedad. Esa imagen va netamente en contra de la concepción original de la universidad en las democracias. Esa concepción, para empezar, es muy esencialmente la de un servicio público. Lo que es yo, no paro de asombrarme de que pueda discutirse sobre estos asuntos sin partir de la evidencia de que la noción de rentabilidad está absolutamente fuera de la cuestión en relación con la universidad, como por ejemplo en relación con la salud pública. Es como si se pretendiera que la justicia debe tratar de financiarse como pueda, poniendo sin duda un precio a sus servicios y orientando sus resultados según las leyes de la oferta y la demanda. Hay una manera aparentemente razonable de matizar esa idea, homologando la rentabilidad de la universidad con cierta utilidad social. Es también sin duda alguna lo que supone la concepción de la universidad como un servicio público, pero la diferencia de los puntos de partida acarrea modelos bastante diferentes de esa utilidad. Ver en la universidad el proveedor de personal calificado para las necesidades de la sociedad competitiva, y por lo tanto para las instancia donde se da esa competencia, es muy otra cosa que ver en ella el semillero de los actores del servicio social o del desarrollo de la sociedad en general.
Pero esto nos lleva a otra circunstancia que tiene que ver no sólo con la enseñanza superior sino con la enseñanza en general. Si nos referimos a los orígenes en la Revolución Francesa y sus antecedentes en la Ilustración, la democracia concibió la enseñanza como netamente emparentada con cierto humanismo. Lo llamo así porque sé bien que el concepto de humanismo es en nuestros días particularmente borroso. Hablo simplemente de esa actitud que ve en el hombre, en su puro ser social e histórico, el punto de referencia común y el mediador de todas sus facetas parciales y de todas sus actividades separadas. Es decir que en el modelo republicano y democrático de la enseñanza, ningún conocimiento particular, ninguna técnica o ninguna tecnología debe replegarse sobre sí olvidando la referencia a la realidad social e histórica, incluso antropológica del hombre. Y ya estamos cerca de nuevo de los primeros pasos de esta reflexión. La oscura paradoja de la que hablé antes se muestra en el hecho de que es justamente esta idea de la enseñanza, cuya flexibilidad es evidente puesto que plantea que el sentido de la institución está en otra parte, en la realidad antropológica e histórica, la que pone en tela de juicio una crítica que le reprocha una falta de flexibilidad impuesta por la referencia a lo social, en detrimento de la libre competencia individual, impracticable sin dar vía libre a la desigualdad.
En los hechos, por supuesto, las cosas no son tan nítidas, pues las oposiciones se hacen siempre en un sentido y en un contexto. La oposición de la regla y la libertad sólo tiene sentido fuera del contexto de la responsabilidad. Implica la imposibilidad de una instancia ante la cual el acto libre tendría que rendir cuentas. El fundamento de tal instancia no es fácil de establecer y parece siempre fácil de refutar. Pero si aceptamos que el acto libre es el acto del que alguien es responsable, entonces lo contrario de la libertad no es la regla, sino la arbitrariedad y el sinsentido.
Pues estamos aquí evidentemente de plano en el terreno del sentido y el sinsentido. El sentido, como lo dice su nombre mismo, metáfora espacial, es una cuestión de orientación. Los mismos hechos pueden ser interpretados de manera bien diferente según que se los oriente en un sentido o en otro. Pero esa orientación es también una toma de posición, a la vez porque la realidad se orienta según el lugar desde donde la observamos y porque ese lugar depende a su vez del sentido que el mundo tenga para nosotros. No hay interpretación verdaderamente inocente; esa inocencia implicaría que no había nada que interpretar. La historia, no hace falta decirlo, no tiene un sentido preestablecido que pudiéramos esperar encontrar un día innegablemente. En la búsqueda del sentido en la historia hay por lo menos dos enfoques implícitos que orientan las interpretaciones de maneras bien diferentes. Se puede ver en la historia ante todo la conquista del mundo por el hombre, las etapas de la domesticación de la naturaleza, más tarde del cosmos, y, en su caso, del hombre por sí mismo. O bien se puede ver en ella ante todo la construcción del sentido, a la vez como develamiento de ese sentido y como ordenamiento del mundo, lo cual constituye al mismo tiempo la realización del hombre como proyecto.
No insistiré en estas generalizaciones. Quisiera descender algunos escalones hacia lo concreto, esperando únicamente que no se olviden estas consideraciones como referencias lejanas en el horizonte. Si vuelvo entonces a mi descripción de una enseñanza que apunta a un humanismo y no relega nunca la educación en beneficio de la formación, pienso ciertamente que la concepción de la historia que evoca este enfoque es la de la búsqueda del sentido. Se ve dibujarse aquí una actitud general, una tonalidad o un estilo de reflexionar en que el humanismo, la vida social, la justicia, la responsabilidad ocupan un lugar central y son solidarios entre sí y con la visión de la historia como despliegue del hombre mismo más que de su domesticación del mundo. Es evidentemente con ese espíritu como escojo interpretar algo tan particular como las relaciones de un no-profesional con la universidad. Ya ven ustedes que no se trataba, como ya dije, de modestia, falsa o auténtica. Desde mi punto de vista atravesamos una crisis profunda, y en tiempos semejantes es imposible no interrogarse sobre el menor detalle que pudiera relacionarse con esa crisis. Se trata de buscar una coherencia, de interpretar sin método previo y por supuesto en la ambigüedad de toda historia social. Si acerco, por ejemplo, la figura del no profesional a la del amateur, es por supuesto porque ese acercamiento me parece aclarar algo. Porque se es amateur tanto cuando se ama un arte como cuando se lo practica sin una calificación oficial. Si aplico a esto una metáfora económica, por supuesto con reticencia como conviene aplicar toda metáfora, vería aquí abolida la oposición del productor y del consumidor. Si se puede producir como aficionado, no profesionalmente, también se puede consumir como aficionado.
Pero a partir de aquí más vale abandonar la metáfora. Porque un amateur de lo que llaman generalmente obras del espíritu, ¿es de veras un consumidor en el sentido económico que nuestra metáfora evocaba? Consumir implica destruir lo que se consume o cuando menos sustraerlo al consumo del prójimo; y en el sentido económico, además, pagar lo que se consume. Ahora bien, se puede perfectamente gozar de una obra del espíritu sin pagar, como bien saben esos guardianes de la sociedad de consumo demoledores de la pretendida piratería; y ese goce además no destruye esa obra ni la sustrae al goce del prójimo, más bien lo contrario. Hay también una literatura que tal vez puede uno comprar pero que no está hecha para la venta, y que no tiene horror de ser leída gratuitamente. Si esta práctica existe, hay que concluir que es una vocación. Una vocación no puede ligarse con ningún proyecto de producción para el consumo; el único contrato al que semejante escritor podría someterse sería, para decirlo en lenguaje romántico, con la sociedad misma, con la historia misma, con el hombre mismo.
Por mi parte, simplifico apenas si digo que en un sentido he sido siempre un amateur. Si he podido enseñar en el nivel universitario sin la calificación normal, ¿no puede decirse que he sido un profesor universitario amateur? Por otra parte, la traducción ha sido siempre para mí un oficio mucho más que una profesión, y aquí tenemos que detenernos un momento sobre estos dos términos. Un oficio va ligado a menudo con una vocación, pero no se confunde del todo con ella. Mi oficio de poeta, que yo me tomo en serio, no es el mismo que mi oficio de traductor. He traducido a menudo por gusto o para aprender, pero mucho más a menudo por una retribución –salvo que no era nunca incondicionalmente. Si hablo de oficio aquí, es porque la traducción del tipo que he practicado yo no está autorizada por una institución, sino por la experiencia reconocida y el prestigio puramente social. Eso no es exactamente un trabajo de amateur, pero no está muy alejado. Está también mi modesta contribución como acarreador, por decirlo así, de la cultura francesa a los países de lengua española. Nadie me ha contratado nunca, ni por supuesto pagado, para hacer eso. Siempre lo hice por amor al arte, como un perfecto aficionado. Si pasamos ahora a la literatura, inútil insistir. La posibilidad de escribir cualquier cosa bajo contrato es para mí absolutamente inimaginable. No pretendo que todo el mundo tenga que pensar igual, pero yo personalmente jamás he imaginado ganarme la vida con la escritura.
Podría terminar entonces diciendo, un poco retóricamente: Gracias, señoras y señores doctores y doctoras, por haber borrado un poco la oposición, la enemistad podríamos decir, del productor y del consumidor, del que da y del que recibe, del que habla y del que escucha, de la vocación y de la consagración; gracias por haber coronado el amateurismo al admitir entre ustedes a un notorio amateur.
TOMÁS SEGOVIA