miércoles, noviembre 28, 2012

Houellebecq, el negocio del Apocalipsis

10 Noviembre 2012

Houellebecq, el negocio del Apocalipsis

                                                               Ignacio Castro Rey
 Imagen de ignacio.castro


El mapa y el territorio es una novela hecha en el escaparate, a la vista del público, al igual que las meretrices de Ámsterdam empezaban ahí su oferta. Se puede decir que no parece haber nada que contar en ella, salvo lo que ya dice la información que prensa el mundo. Ahora bien, con la lógica de la ficción, todos los lugares comunes de nuestro mundo están ahora ampliados, multiplicados, pervertidos, convertidos en espectáculo estrellado. Para empezar, el espacio de la supuesta historia está tan ahíto de nombres famosos que difícilmente podría ocurrir nada, igual que en un vagón de metro en hora punta.

Con la disculpa de un cuadro hiperreal que pinta Jed, el protagonista de la novela, J. Koons y D. Hirst, dos nombres importantes en el desierto del arte contemporáneo, ocupan las primeras escenas. Y la novela entera sigue así, sin interrupción, llena de nombres estelares. Tal como empieza, acaba: todas las variaciones “existenciales” son un pequeño aderezo del escaparate mundial de la fama. Se pueden llegar a contar más de veinte nombres en una sola página –de N. Campbell a B. Gates, de Rolex a Beigbeder o Bono–, como si el libro entero estuviera construido con la lógica de la acumulación y fuera una larga serie de anuncios. Por cierto, la serie incluye varias novelas anteriores del autor.

Podría tratarse de breves intervalos publicitarios, pero no, toda la novela es así y la “historia” de verdad nunca llega. Sin necesidad de ejercer de psicoanalista, la proliferación nominal tiene un primer síntoma: el pánico al vacío, a esa incertidumbre real sin la cual no puede haber literatura. Houellebecq ejercita hasta el final una indisimulable fascinación por el marcado que ejerce el mercado, como si ya no hubiera vida fuera. Si esto se dijera sin más, vale, correspondería a la ortodoxia nihilista del capitalismo. Pero como se dice además para crear cultura, para vender una larga lista de marcas disfrazada de buena novela, la situación es otra.

Naturalmente Francia, que es una empresa inteligente, le ha dado el Premio Goncourt. Pero la novela de Houellebecq es el equivalente de una película televisiva de sábado y palomitas. Se trata de un visionado rápido sobre los tópicos informativos de nuestro mundo, una forma inteligente de mentir, de antemano exitosa. El autor de Ampliación delcampo de batalla –hace tiempo, en alguna costa española– ha sido antes dj, de ahí que se le den bien las mezclas, un “cortar y pegar” que realiza con soltura. No es extraño por eso en que la sección final de Agradecimientos vaya en lugar destacado Wikipedia, síntoma de este método de summa numérica y comercial.

Nacido en algún sitio alejado de la Metrópolis –¿isla de Reunión?– y desarraigado desde niño, Houellebecq parece definitivamente abducido por la bisutería del escenario global, como un pueblerino que acaba de llegar. Dios nos libre de insultar a los inmigrantes¿quién no lo es?, pero se da en este caso una ilusión por el oropel que es típica de los recién llegados del extrarradio, pero con complejo de culpa, se llamen Warhol o Boris Izaguirre.

Se podría también sospechar, en esta fascinación adolescente –un poco tardía– por el tamaño y la fama, un trauma irresuelto con la cualidad real. Aunque es casi preferible pasar de puntillas en este asunto, lo cierto es que esta novela es un gran espacio vacío y neutro que sólo se puede rellenar con miles de nombres. Y este es el problema, que la novela trasluce una enfermiza impotencia ante lo espectral y no cristalizado. Cuando sin eso, sin una fe en lo que para el periodismo es invisible, la literatura no existe.

Literalmente Houellebecq no tiene nada que contar, por eso se multiplica en giros, situaciones y personajes ¡están todos, hasta los nerds! que hacen de El mapa y elterritorio algo perfectamente compatible con un trayecto en metro. Ello se debe a que su autor tiene los dos pies en el escenario, en vez de conservar uno de ellos en el secreto de la violencia real, como algunos amigos aseguran que hacía en sus primeras novelas.

La prueba tal vez más concluyente de esa ausencia de secreto está en el mismo título y en las explicaciones posteriores. Por ejemplo, cuando se deja caer (p. 72) que “el mapa es más interesante que el territorio”. Houellebecq parece no recordar aquel cuento de Borges en el que el mapa soñado para copiar el mundo era al final tan minucioso que acababa reproduciendo el laberinto territorial del que el hombre quería defenderse. Piense lo que piense la persona –¿existe Houellebecq, como alguien distinto al personaje famoso?– esa idea de un mapa total es tristemente coherente con el conjunto de la trama, donde el misterio del territorio humano brilla casi totalmente por su ausencia. Sólo queda la “intriga” de la ficción y pequeños destellos agónicos de existencia en la lasitud de Jed, que ni siquiera es triste; en la relación tímida con su padre; en el recuerdo cálido de Geneviève; en el fin anodino de su relación con Olga, quien apenas es entrevista en su encanto y su posible humanidad “rusa”.

Lo grave es que toda la novela, y este es el mensaje estético y ético más perverso, entona un canto inacabable a la virtud de los mapas, es decir, al imperial metalenguaje que pretende clonar el mundo. El mensaje verdaderamente edificante y moralista -¿alguna vez Houellebecq fue distinto?- es actualmente éste. Como hemos llegado a una civilización que absorbe la tierra, por fin el afuera ha pasado adentro. Así pues, sólo nos queda jugar con los restos, recrearnos en los dramas domésticos del supermercado global de los nombres. Si ya hemos llegado –diría Steiner–, ¿qué queda entonces?: archivar, eso es todo.

Pues bien, no es suficiente para el aprobado. El talón de Aquiles de este Houellebecq es que su novela aburre. ¿Puede pasar algo peor en el espectáculo? Poco importa que le den el premio Goncourt, esta obra pronto será ceniza. El autor cuenta con un público cautivo, prisionero de nuestros infinitos interiores. Y cumple bien con la tarea elitista y policial de cultivarlo. Pero incluso sus devotos tendrán cualquier día un bendito sobresalto que les arrancará de la siesta. Lo gracioso del asunto es que esto es justamente lo que se busca: el reemplazo permanente, que por ningún lado haya gravedad, un punto fijo que sirva de referencia. Hasta la propia estrella Houellebecq debe morir para que el cielo estelar siga.

La antítesis de El mapa y el territorio sería en Europa la excelente literatura, mejor que ésta, que Tiqqun ha realizado en torno a la figura del Bloom. Lo gracioso es que probablemente Houellebecq, un hombre que está muy al día –no tiene otro capital, ninguna zona sin focos en la que respirar–, posiblemente conoce esas reflexiones sobre labloomitud, ese estado larvario que tiene varios precedentes. Entre otros, el Bartleby de Melville y su “preferiría no hacerlo”.

Ahora bien, Jed, que se hace querer en su impotencia perpleja, no deja de ser un triste remedo de esta palidez –con frecuencia bronceada– que recorre Europa. Él personifica una neutralización confortada, que apenas sabe llorar. Así pues, como protagonista, su parálisis promete la eternidad de lo que no siente ni padece. En contra de lo que dice él mismo (p. 94), Jed no es un artista sometido a sus intuiciones. Por el contrario, como un actor cautivo y cautivador, obedece sólo al contexto, igual que todo el material humano de esta novela. Fijémonos en que este hombre, en un “impulso fusional” que sorprende a su novia Olga, se define ingenuamente como telespectador (p. 76). Cierto, vive en el conductismo de masas. Por eso su trabajo artístico consiste en la fotografía milimétrica de mapas y herramientas, o en la pintura figurativa de personajes conocidos.

Céline, Pound, Neruda: ¿el mundo sería el mismo sin ellos? Bergamín, Nicolás Gómez Dávila y tantos otros nos recuerdan que el problema de la literatura no está en lo político, en las adscripciones ideológicas de un autor. Alguien volcado en la creación –Heidegger– cometerá a la fuerza “errores” extraños en sus elecciones mundanas. ¿Qué nos importan, si deja una obra común y perdurable? Como tampoco es preocupante que una novela sea en principio inmoral. Al contrario, diríamos que es incluso un buen síntoma. Como dirían Pascal y Badiou, la auténtica moral –¿no es el caso de Handke?– ha de empezar por incomodar.

En este aspecto, hasta el cuidado aire “canalla” de Houellebecq –esa pinta de vampiro anoréxico– nos caería simpático. El problema está en el diseño del éxito a todo precio. Y además, sin dejar ningún campo sin explotar: ensayista, poeta, novelista, figura cultural. Por lo que sabemos, su libro de discusiones con el insoportable Bernard-Henri Lévy refuerza la idea de que lo que importa en cierta clase de autores es el aislamiento estelar: esto es, el culto a una personalidad imperial que es necesaria para forzar la despersonalización que exige la servidumbre económica.

El capitalismo cultural consiste en esta inseparación que impone el único poder real, efectivo. Es lamentable poder asegurar que la novela de Houellebecq se inscribe de lleno en este dispositivo, tal perverso como polimorfo.

Desde el punto de vista meramente estético el balance es abominable, pues está ausente laausencia, cualquier pacto con el diablo del afuera. Por eso las casi cuatrocientas páginas se llenan de efectos especiales. Falta absolutamente esa única idea o vivencia, ese instanteexpandido que hace de un trabajo laborioso una buena novela. Dos ejemplos finales de esta impotencia prepotente. En contra de una mítica página del libro de ensayos El mundocomo supermercado –un buen analista no garantiza a un buen narrador–, ahora no existe nada parecido al reposo, al misterio. Es así que la inmovilidad, posar (p. 135), se le vuelve imposible al Houellebecq que, de hecho, ejerce de auténtico protagonista en su propia novela. Por lo mismo, “la existencia propia, la individualidad es apenas una ficción breve dentro de una especie social” (p. 111). En efecto, estamos en el universo del mero reflejo.

Otro síntoma de obediencia ética y estética, de ausencia de distancia ontológica entre la trama de esta novela y la actualidad, consiste en la fidelidad de El mapa y el territorio a la dialéctica entre el tedio y el espectáculo, la apatía y lo escabroso. Recordemos la muerte a plazos de Jed y la muerte carnicera del auténtico protagonista, Houellebecq. Él mismo ha comentado en cierto lugar, confirmando este conductismo bipolar, que un creador debe inspirar compasión o desprecio. Es casi emocionante no compartir ninguna de esas dos supuestas intensidades.
http://www.fronterad.com/?q=houellebecq-negocio-del-apocalipsis 

lunes, noviembre 26, 2012

'Suave patria' de GUSTAVO MARTIN GARZO

'Suave patria' | Opinión | EL PAÍS

La ciudad de Jerez está situada en el Estado mexicano de Zacatecas. Es una ciudad colonial fundada en el siglo XVI. Tiene varios templos y un teatro delicado y bonito como el costurero de una damita de otros tiempos. Su plaza central es un silencioso jardín por el que corren niños y aves. Hay un templete donde se reúnen los lugareños a jugar al dominó, bajo la sombra de árboles de copas densas y plumosas que recuerdan nuestros sauces. Es una de esas ciudades que invitan a pasear por sus calles y plazas dejando pasar el tiempo sin prisas. Ramón López Velarde nació aquí en 1888. Su casa museo está amueblada con los muebles y enseres de entonces. En su patio central hay una pajarera, pues era costumbre de los jerezanos alegrar sus patios con los cantos y el plumaje de sus pájaros.
La casa museo recuerda una pequeña escuela y así, mientras se pasea por el comedor, el despacho, la cocina y los dormitorios, se escuchan los versos del poeta, como si se fuera allí a aprender. Es una casa que habla, una casa que recita poemas a sus visitantes a través de una red de pequeños altavoces que cuelgan del techo y que se activan cuando alguien se acerca. El poeta murió con apenas 30 años, cuando solo había publicado dos libros. Es, sin embargo, uno de los escritores más cautivadores de nuestra lengua. Vida cotidiana y poesía se confunden en su obra. “Solo una cosa sabemos, escribió, el mundo es mágico”. El mundo es mágico ya que está animado por el deseo. El valor de las cosas es su vivacidad. En su casa museo se escuchan poemas dedicados a sus primas, a una niña con la que jugaba y que pasaría a ser su amada perdida, a la máquina de coser de su madre, que descansa sobre la mesa como un caballito con la cabeza de plata. Y se escucha, sobre todo, el más conocido de sus poemas, el que dedicó a su patria natal. Se titula Suave patria y es un poema que todos los niños mexicanos conocen y recitan en la escuela. La patria de López Velarde, escribe Octavio Paz, no es una realidad histórica o política, sino de la intimidad.
Europa se ha transformado en un casino donde solo el dios del dinero impone su ley
Tal vez por eso en los versos de este hermoso poema no hay proclamas ni invocaciones a la raza o los héroes. No se habla en él, como suele suceder en estos poemas patrióticos, de un pueblo elegido ni de su destino sagrado en la tierra. Ramón López Velarde se limita a evocar el México en que le tocó vivir. Habla de un paraíso de compotas, del relámpago verde de los loros, de la honda música de la selva y del santo olor de las panaderías. No hay en su poema alusiones a héroes, batallas, himnos o banderas y cuando, en su parte central, se refiere a Cuauhtémoc no es para recordarnos sus hazañas ni sus creencias, sino su sufrimiento cuando los españoles le hacen prisionero y le separan de los suyos. Y así nos habla del “azoro de sus crías”, del “sollozar de sus mitologías” y, por encima de todo, de su dolor al verse desatado “del pecho curvo de la emperatriz, / como del pecho de una codorniz”.
La única patria decente, dice Fernando Savater, es la infancia. Todos tenemos una patria así. En ella están los lugares en los que vivimos, la lengua con que aprendimos a nombrar el mundo y a disipar el miedo a la ausencia de los seres amados. Están los juegos misteriosos, las olorosas fiestas en la cocina, las historias que escuchamos de los labios de los adultos, las primeras lecturas, las canciones que acompañaron nuestro despertar a la vida, los cines y las películas amadas. Y esa patria oculta, secreta, nada tiene que ver con las banderas, los himnos, las fingidas lecciones de la historia, los tertulianos y los equipos de fútbol que pueblan esos parques temáticos de la identidad a que tan proclives son todos los patriotismos. Tiene que ver con aquello de lo que no somos dueños, representa lo más íntimo y escondido de cada uno, pero es también la puerta por la que entra en nosotros el mundo con toda su diversidad.
Recuerda a la balsa en que Huck y su amigo Jim huyen por el río Misisipi en la novela de Mark Twain. Era un tiempo en que un negro y un blanco pertenecían a mundos irreconciliables. Lionel Trilling dice que el niño y el esclavo negro forman una familia, una comunidad de santos porque de ellos “está ausente el orgullo”. Esa balsa no está alejada de la política. No hay nadie más responsable que Huck. Su simpatía ante todos los seres humanos es inmediata. Se conmueve en el circo ante un hombre que se cae del caballo y su alto sentido de la libertad le hace lamentar que lleven a la cárcel a una pandilla de maleantes, al pensar que él mismo, con un poco de mala suerte, podría haber formado parte de ella. Pero enseguida admite que de haber sido así habría tenido que pagar por ello y aprender a soportarlo. La política tiene por fin la organización de la sociedad. Es una tarea complicada y necesaria que persigue el bien común, la libertad y la igualdad de todos lo seres humanos. Ramón López Velarde y Mark Twain nos animan a no dejar fuera de ella la poesía, que es la actividad humana que tiene una conciencia más precisa e intensa de la variedad, la posibilidad, la complejidad y la dificultad de esa vida en común. No deberíamos olvidar esto en unos tiempos en que Europa se ha transformado poco más que en un casino donde solo el dios vulgar del dinero impone su ley. La Europa de la especulación, de las oscuras finanzas, de los paraísos fiscales, de los barrios financieros, de los políticos indiferentes al sufrimiento de los que representan, del recelo frente a los emigrantes y del desprecio a lo público, nada tienen que ver con aquella Europa de la solidaridad y la cultura con la que soñábamos. Era la vieja idea de “cultura” como paideia propugnada por la tradición platónica. La cultura como medio para proporcionar a la vida social los objetos correctos, justos y bellos; pero también como ejercicio crítico, como búsqueda de la justicia. Esa relación entre sueño y razón, entre utopía e ironía es la que reina en la balsa de Huck.
¿Hay un sentimiento más absurdo que el orgullo cuando se va en una balsa sin rumbo?
En Zacatecas, muy cerca de Jerez, está el museo de máscaras de Rafael Coronel, un pintor que entregó parte de su vida a formar una de las más bellas colecciones de máscaras que existe en el mundo. El museo está en un monasterio del que solo se ha rehabilitado una parte. Sorprende adentrarse entre las ruinas hasta llegar a las salas donde nos esperan las máscaras. No están ordenados con criterios antropológicos, ni de época, sino con caprichoso amor, como corresponde a una colección personal. Son inquietantes y tiernas a la vez. Hablan de un mundo perdido y en ellas todo se mezcla: muertos y vivos, indios y colonos, animales y hombres, moros y cristianos, niños y viejos, demonios y ángeles. “Lo bello”, escribió Antonio Porchia, “se halla removiendo escombros”. Tal es la belleza que hay en ese lugar, la belleza de la vida que alienta en las ruinas. No es posible contemplar estas máscaras sin sentirse conmovido por su belleza. Representan todo lo que de incumplido hay en nuestro corazón, todo lo que hemos perdido y pide regresar a nosotros. Su reino es el de esa suave patria cantada por López Velarde en que “las cantadoras de las ferias” y “los bailadores de jarabes” acuden en nuestra ayuda para “agudizar nuestro ingenio, ahondar nuestra percepción e iluminar nuestra capacidad de razonar”.
Me pregunto si entre nosotros aún es posible un lugar así. Esa sería nuestra verdadera patria, la única que merecería la pena salvar. Un lugar complejo, amigable y lírico, al que raras veces las ideas y las tareas cotidianas de la política actual hacen justicia. Un lugar modulado en nuestros sueños “al golpe cadencioso de las hachas / entre risas y gritos de muchachas / y pájaros de oficio carpintero”. Un lugar como la balsa de Huck y Jim, tan ajeno a los delirios de la identidad como a la arrogancia de tantos viajeros. Porque ¿acaso hay un sentimiento más absurdo que el orgullo cuando se va en una balsa que nadie sabe adónde se dirige?
Gustavo Martín Garzo es escritor. Su último libro publicado es Y que se duerma el mar (Lumen).

jueves, noviembre 15, 2012

LOS RELATOS SON EL HUMUS DEL QUE NOS ALIMENTAMOS

El novelista Gustavo Martín Garzo.

«Somos seres humanos en la medida en que vivimos en el lenguaje»

Gustavo Martín Garzo hace doblete en León. Por la mañana participa en un acto con los estudiantes en el que les hablará acerca del poder de las palabras para reencontrarse con su vida, una vida que, de lo contrario, «les sería desconocida», dice. Él hace magia con el lenguaje, recreando historias eternas, como la de María, y revelando el arcano de nuestro inconsciente.

cristina fanjul | león 15/11/2012
—Entre ‘El lenguaje de las fuentes’ y ‘Y que se duerma el mar’ han pasado veinte años. El primero era la recapitulación de José y en el segundo aborda la infancia de María. ¿Ha cerrado un círculo?
Y que se duerma el mar es un libro menos sombrío, menos pesimista. Es lógico, ya que María, su protagonista, es una niña. Y donde hay un niño hay siempre confianza, deseo, anhelo de felicidad. María, en mi novela, busca esa felicidad sin descanso. Pero no creo que se haya producido ningún cambio en mi visión del mundo y de la literatura. La literatura nos ayuda a permanecer atentos a lo esencial. Miles de niños nacen en el mundo cada día, y miles de mujeres se enfrentan a esas experiencia única que es tener un hijo, y sin embargo apenas las prestamos atención. Una historia como la de María nos permite interrogar ese instante, preguntarnos qué sucede de verdad en él. En cierta forma, cualquier mujer al tener el niño que desea, vuelve a contar en el mundo la historia de María y su hijo y es lo que hace eterna esta historia . En su silencio, por ejemplo, cuando le contempla dormido está su gozo por el milagro de su nacimiento, pero también el temor por lo que le pueda suceder.
—Ha hablado en varias ocasiones acerca del poder de las historias eternas para explicar el mundo. ¿Cuál podría utilizarse como imagen de este cambio brutal de ciclo?
—Creo que esas historias eternas de las que habla son más necesarias que ahora. John Keats decía que el poeta debía estar con los pies en el jardín y con los dedos tocando el cielo. Los antiguos relatos cumplían esa función, eran un puente entre lo divino y lo humano, entre el mundo del sueño y el mundo real. No podemos vivir sin relatos, aunque los hayamos olvidado. Viven a través de nosotros, son el humus del que nos alimentarnos, la savia que protege nuestros pensamientos.
—¿Por qué María? Lo digo porque es un personaje central en la cultura occidental del que, sin embargo, apenas sabemos nada.
—María pertenece a mi infancia, su historia forma parte de mi vida, pues era mi madre, sobre todo, quien me la contaba.. Y que se duerma el mar es un proyecto que me ha acompañado muchos años. No concibo la literatura sin riesgo, sin locura, y esta novela es un proyecto lleno de locura. Mi novela habla del sufrimiento, de las injusticias del mundo, del dolor de los inocentes. Habla de los niños y de los animales, de la soledad y la incertidumbre. Habla de la muerte de los seres queridos, y habla del misterio del mundo y de la intuición del amor. Es una novela triste, pero que celebra la belleza de las cosas. María abandona en ella el mundo de los dogmas para habitar el tiempo del relato, que es el tiempo de la libertad.
—En la novela retrata una María tullida. ¿Por qué decidió usar esta imagen?
—Mi novela en cierta forma es un homenaje a los viejos belenes. En ellos el nacimiento de ese niño sagrado no servía para negar el mundo, sino para prestarle atención. Por eso en los belenes, al lado del portal, estaba en un plano de igualdad aquel mundo de pastores, lavanderas y leñadores. Un mundo lleno de patos, ovejas, cerdos, caballos, burros y camellos, que pastaban junto a los ríos y las montañas cubiertas de musgo y de aquella harina que simulaba la nieve. Aquel nacimiento nos devolvía al mundo, y nos hacia ver todo lo que de admirable hay en él. El Belén era una presentación del mundo, de su realidad, de sus afanes cotidianos. Era ver el mundo como misterio. Es lo que hacían los grandes pintores del Renacimiento. Lo que hicieron, por ejemplo, el Giotto y fray Angélico. Su pintura se inspira en el mundo, y celebra su belleza. Eugenio D’Ors sitúa a estos pintores en la familia de Homero, de los genios claros, de los dichosos que van sin esfuerzo de la sombra a la luz, de los que tienen el don de la luz. Estos pintores hablan de la vida real, pero también de lo que trasciende esa vida, de lo oculto, nos ofrecen en su cuadros maravillosos una visión desconocida del mundo. Yo me inspirado mucho en estos cuadros al escribir este libro, y me gustaría que se pareciera un poco a ellos
—¿Cree que en los momentos de crisis regresamos a los grandes textos para explicar el mundo? Estoy pensando, por ejemplo, en ‘Las uvas de la ira’.
—Yo creo que en esencia seguimos sintiendo lo mismo. Por eso nos siguen emocionando esas viejas historias. Hablan de lo que de eterno hay en nuestro corazón.
—¿Somos dueños de nuestro destino? ¿Aceptarlo es también una forma de ejercer nuestra libertad?
—No somos dueños de nuestro destino, no somos dueños de nuestros deseos. Aceptar esto sí me parece una forma de aceptarnos tal como somos, y de reivindicar la verdadera libertad.
—¿Hasta qué punto las palabras siguen teniendo la capacidad de sanar, de curar?
—La relación entre la palabra y la curación es antigua. Los brujos, no sólo daban brebajes y aplicaban remedios, sino que pronunciaban palabras mágicas, que operaban sobre la enfermedad. Los creyentes rezan para sanar, y ciertamente esas oraciones les alivian, les ofrecen consuelo. Cuando alguien va a un psiquiatra o a un psicólogo  quiere que le escuchen y le hablen, porque el acto de hablar y escuchar es curativo en sí mismo. Hablar nos ayuda a entender, limita la angustia, crea una relación de confianza. Hay pues una vieja relación entre la palabra, el consuelo y la salud.
—¿Cree que hay libros tóxicos, libros que acaban con la conciencia crítica del lector?
—Sí, el mundo está lleno de productos tóxicos que nos envenenan, que no nos dejan pensar. La literatura tienen que ver con la crítica, con el deseo de conocimiento. Es hacer vivir las preguntas. Los niños viven en la literarura porque no dejan de preguntar. Queremos vivir, pero sobre todo que nuestra vida merezca la pena, se pueda transformar en una aventura llena de belleza. Sólo a través de las palabras podemos conseguir algo así.  
—¿Ese será el tema de su encuentro con los alumnos del instituto?
—A los alumnos les voy a hablar de lo importantes que son las palabras. Somos seres humanos en la medida en que vivimos en el lenguaje, en que nos alimentamos de palabras. El alma son las palabras. Querer tener un alma no es distinto a querer hablar. Necesitamos palabras para enfrentarnos a la angustia, para crecer y entender el mundo que nos rodea, pero sobre todo para vivir nuestra propia verdad. Marcel Proust lo dijo con palabras más precisas que las mías: «Sin la literatura, nuestra propia vida nos sería desconocida».
Ies Eras de Renueva: 1030 horas.
Librería Casla: Calle Velázquez, 19. A las 18.00 horas.

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