Conocí a José Luis Sampedro en 1987 por uno de esos regalos maravillosos que te hace renovar tu amor por está profesión de periodista tan ingrata a veces. Yo era jefe de Actualidad de la recién nacida revistaPanorama del grupo ZETA. El director, Román Orozco, me comunicó que entre mis nutridas atribuciones se contaba una que me quitó el aliento: Tenía que “controlar” entre otros columnistas a José Luis Sampedro.
“¿Sampedro, Sampedro?”
“Sí, si”
“¿El escritor, el economista, el pensador, el…?”
“¡Que sí!”
Sampedro apareció una mañana en la redacción preguntando por mí. Venía con su artículo recién preparado. “Aquí lo tienes, lo corriges como te parezca”. No, no, no. No podía ser. Se lo expliqué: No me parecía bien que funcionáramos de ese modo. Él, con toda sencillez, lo consideraba apropiado. Establecimos un sistema propio: cada semana que debía entregar su artículo ubicado en una página titulada genéricamente Cuando la tierra gira, vendría a buscarme a primera hora a la revista. Bajaríamos entonces a desayunar a una cafetería próxima, frente al parque de El Retiro. “Vale –especificó ante mi negativa a tocar ni una sola letra- , ahí comentaremos los dos el escrito en cuestión”.
Reinventar la democraciaFueron unos desayunos muy divertidos. Discutíamos de todo, temas humanos y divinos, económicos y cotidianos. Pero siempre con un profundo fondo social: cito unas líneas de su artículoLa reinvención de la democracia. “Ciertamente urge poner al día la democracia moderna. Sus creadores concibieron hace dos siglos un Estado que realizara las menos funciones posibles y se concentrara en proteger la libertad para la vida cotidiana. Ahora resulta –en gran parte a causa de la aceleración y diversificación tecnológica- que el Estado ha multiplicado sus ojos y sus tentáculos hasta casi ahogarnos en la maraña de sus intromisiones. Se ha desequilibrado bárbaramente el doble fin de la democracia que es conciliar la libertad –necesidad vital del hombre- con la organización –exigida por la eficacia productiva- La burocracia asfixia hoy a la libertad y por eso la reinvención de la sociedad empieza por ir socavando el anónimo y ciego poder de los despachos y las ventanillas”. Corría julio de 1987.
“¿Senador real? Majestad, yo soy republicano”Ese mismo verano, en el transcurso de una comida, nos contó al excelente periodista catalán Carlos Carbonell y a mí, como en 1977 había recibido una llamada de la Casa Real, pero pensó que era una broma y colgó el teléfono. Vuelta a llamar y en esta ocasión ya era el Rey en persona. Sampedro explicaba con mucho gracejo la conversación: “Oye, que te quiero nombrar senador” –me dijo- “Y yo le contesté: Bueno Majestad, pero tiene que saber que yo soy republicano. Don Juan Carlos me pidió que me lo pensara y añadió que volvería a telefonear quince minutos más tarde. Yo llamé a mi casa para ver qué me decían, pero no dejaban de comunicar, no tuve manera de pedir opinión… ¡Menudo cuarto de hora!” Al final, José Luis Sampedro fue nombrado senador por designación real.
Joven entusiasta y solidarioPor supuesto, corregir, no corregimos nada de aquellos estupendos textos que inventaba de forma puntual y con un ingenio excepcional mi colaborador favorito. Sí que tuve el raro privilegio de que conversáramos mucho. Y de leer en primicia aquellas reflexiones escritas al hilo de la actualidad pero absolutamente vigentes ahora mismo. Hoy que golpea la noticia de su muerte, reproduzco aquí un párrafo de su artículo El escriba sentado publicado en el primer número de Panorama, el 1 de junio de 1987, cuando tuve el honor de estrenarme como “jefa” de José Luis Sampedro, muchos años antes del 15-M, del Indignaos y de tantos otros sucedidos recientes a los que él se sumó con mirada crítica y constructiva y su entusiasmo de joven solidario y convencido de que es preciso aportar el propio esfuerzo para cambiar las cosas.
El escriba sentado“…Los humildes, los excluidos de las fotos, los desheredados de la fortuna, los olvidados de la Providencia. Alguien ha de ser su cronista, si queremos completar el panorama. Alguien igualmente humilde, como este firmante escritor callejero, cuyo modelo ideal es el escriba sentado del museo del Louvre. Ser capaz como él de registrar impasible el torbellino palaciego, sin desdén hacia el faraón o los notables, pero sensible a la lágrima del bufón o al encanto adolescente de la camarerita. Contemplar con serena pasión el gran teatro del sol a treinta kilómetros por segundo, y el campo gravitatorio y el magnético me zarandean, y me acribillan los rayos cósmicos y ondas por mí desconocidas, quien sabe si las auroras boreales… Mientras en mi interior decaen y se reponen –cada vez menos- células y tejidos; mientras creo vivir reposadamente cuando en realidad estoy muriendo y el tiempo se me lleva más de prisa que la Tierra. Mientras soy, al menos en eso, tan hormiga como el Faraón en su trono”.
Aurora Moya es periodista
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