Hai exactamente un cuarto de século que nos deixou don Ricardo. Así, dicindo tan só o nome co tratamento de cortesía, sabemos todos a quen nos referimos.
Porque a don Ricardo é moito o que se lle debe. E aproveito hoxe para volver dicir, con todas as letras, algo que teño comentado mil e unha veces: só polo seu labor como estudoso e historiador da nosa literatura merecería unha grande homenaxe nacional.
A súa Historia da literatura galega contemporánea (1963) foi un fito, senlleiro, no devir das nosas letras. Tras del foron moitos os que se aplicaron á análise diacrónica da escrita de aquí, pero fixérono con métodos e enfoques diferentes, sen dúbida ben celmosos para diversas cuestións, pero deficitarios nunha básica: a historiografía literaria dos nosos días ten de avanzar na interpretación intratextual e a iluminación contextual, xaora, pero séguenos faltando unha nova historia da literatura que, tentando incorporar eses valores, non renuncie á codificación positivista de todo o producido, sobre todo nas últimas décadas. Son consciente de que, así formulado, apunto a un proxecto case enciclopédico, pero aí está o reto.
Mais don Ricardo foi tamén narrador, poeta e dramaturgo, con fortuna desigual, seguramente, pero con idéntica paixón e dedicación á causa. Cómpre recoñecerllo.
A dedicatoria que reproduzo evidencia a súa capacidade para a detección dos novos talentos literarios ata o último alento. Tamén a amizade que o uniu a Claudio Rodríguez Fer, quen tanto se ten ocupado da súa obra, que chegou a editar.
Neste día no que o recordamos, sexa este pequeno lembradoiro unha homenaxe máis no mar delas que todos debemos promover.
Cuelga del centro del salón principal de la biblioteca Nicanor Parra en la Universidad Diego Portales un crucifijo gigante. Esto en una universidad abiertamente laica puede resultar un contrasentido hasta que se mira con más atención al centro de la cruz. Ahí se puede leer un cartel que reza en letra manuscrita: "Voy y vuelvo". Un mensaje intachable desde el punto de vista de la teología, aunque use para explicarla el típico cartel que los almaceneros cuelgan a las puertas de su negocio cuando se ausentan.
La cruz es también una declaración de principios para un poeta que cumple cien años en pleno uso de todas sus facultades, incluida la de molestar a cualquier poder establecido o por establecerse. Porque detrás de la cruz cuelgan de distintas sogas todos los presidentes de Chile. Esta obra, El pago de Chile, situada hoy en la universidad, le costó en su día el puesto a la encargada del Museo de la Moneda, donde se montó por primera vez a mediados de 2006.
'El pago de Chile', obra de Nicanor parra expuesta en la muestra de la Universidad Diego Portales.
Después de buscar en la matemática, la poesía, el humor y el tao te king alguna respuesta al problema de la muerte, Nicanor Parra (San Fabián de Alico, 1914) parece haber decidido a los 99 años que la muerte no existe. Es difícil no darle la razón, al ver colgando por la Alameda cuatro gigantescas fotos de su rostro en distintas etapas de su vida. Parra se ve más joven que hace sesenta años, cuando bajó los dioses de la poesía chilena del Olimpo, publicando Poemas y antipoemas.
Parra envejece al revés. Es quizás la razón por la que todos en estos días en Chile compiten por homenajearlo. Revistas, diarios, el Gobierno y el Centro Cultural Gabriela Mistral. También la ya mencionada Universidad Diego Portales, que además pública Temporal, un libro inédito que hasta el propio Parra había olvidado. Se trata de una crónica del desborde del río Mapocho en el invierno de 1987, y a la vez de una denuncia de la dictadura. Es ante todo un intento de volver a pensar la poesía política lejos de la propaganda o de la denuncia, logrando que en ella confluyan las voces de víctimas, transeúntes, periodistas, autoridades. Una compleja polifonía que el humor nos hace sentir como natural y simple, tan fluido y tan peligroso como el río que protagoniza el poema.
Se ve más joven que hace sesenta años, cuando bajó los dioses de la poesía chilena del Olimpo con 'Poemas y antipoemas'
A los 99, Nicanor Parra Sandoval maneja aún su propio Volkswagen escarabajo. Detesta como la más literal de las pestes la nostalgia o la melancolía. Pendiente del último chisme, invento, visitarlo es un ejercicio intelectual de alto riesgo que puede dejar agotado al más joven. Obsesionado por meses con las cuecas con piano, la columna de opinión como forma de poesía, o el lenguaje de los estacionadores de auto, el profesor de física Parra convierte a su interlocutor en otro experimento de ese laboratorio espartano en que convirtió su casa de Las Cruces, justo entre la tumba de Vicente Huidobro en Cartagena y la casa de Pablo Neruda en la Isla Negra.
Nicanor Parra se niega a ser lo que fatalmente es también: una institución. La historia de Chile, la que nos gustaría poder contarnos a nosotros mismos: el hermano mayor que obligó a Violeta Parra, su hermana, a cargar una grabadora gigante para recopilar las canciones del campo. El profesor que recortó diarios para exponerlos en la calle junto con Alejandro Jodorowsky y Enrique Lihn. El antipoeta que protagonizó su propia guerra fría, o su propia paz armada, con Pablo Neruda. El ciudadano que pasó por Cuba y Rusia presintiendo el derrumbe del socialismo real, tomó té con la esposa de Nixon, tuvo sus dudas para la Unidad Popular, arrancó de la policía política de la dictadura que quemó la carpa donde leían sus poemas en el maletero de un auto. El profeta que resucitó al Cristo de Elqui para decirle a la dictadura lo que pocos se atrevían a susurrar, tradujo al chileno de a pie El rey Lear, de Shakespeare, mientras su hermano Roberto renovaba el teatro chileno con sus décimas de la Negra Ester.
No es un azar que al volver a Chile otro Roberto, Roberto Bolaño, haya buscado a Nicanor Parra, como si ese nombre fuese sinónimo de Chile. Una versión de Chile a la que podía pertenecer. Un país que ha empezado, después de todas las revoluciones y contrarrevoluciones que sufrió, a convertirse en un lugar que podemos encontrarnos en la contradicción que Parra lleva años intentando no resolver sino aceptar.
Parra, que detesta las conclusiones, se adhiere quizás sólo a esta, que la contradicción no es una debilidad sino una fuerza. Los escolares que miran la cruz gigante con el "voy y vuelvo" al centro, o los presidentes colgados de sus sogas, o el insecto de Edison (una ampolla sin su cubierta de vidrio), o la propia voz de Parra recitando La mujer imaginaria, aprenden que ser excéntrico cuando se nace lejos de cualquier centro es una forma de realismo, o que la verdadera seriedad es cómica, o que la derecha y la izquierda unidas jamás serán vencidas, o que la poesía está en cualquier parte menos en los versos de los poetas.
Jubilado de todas las universidades donde dio clases alguna vez, el profesor Parra sigue enseñando a través de su negativa a tomar la muerte en serio, que no hay mejor método para ser inmortal que evitar cualquier cosa que huele a inmortalidad.
Manuel Arroyo, fundador de la editorial Turner y autor de 'Pisando ceniza',
a principios de marzo de 2015, en Madrid. /CARLOS ROSILLO
Al teléfono recuerda el primer artículo que le dedicaron: fue una "pseudo entrevista" con motivo de suLibelo contra los franceses, publicado como anónimo en los años setenta. Entonces se trataba de demostrar que el autor no era francés, y en la foto que acompañó el texto de Carmen Rico Godoy, el rostro de Manolo Arroyo aparecía cubierto con un antifaz.
Pregunta. ¿Cómo empezó este libro?Mantener un cierto misterio y citar de lejos, son dos cosas que gustan particularmente al autor de Pisando ceniza (Turner, 2015). También el sentido del humor que en su libro define como "una mezcla de sabiduría y carácter, de entender y vivir la vida con resignación y entereza, de no tomarse en serio a sí mismo, ni mucho menos a los demás". Así que encaja perfectamente dentro su particular estilo que el librero y fundador de la editorial Turner esta vez marque como premisa innegociable, no exenta de coquetería, que la nueva entrevista no debe tratar nada personal. Señala como alternativa hablar sobre sus sugerencias "para mejorar la marca España" (que el expresidente Aznar reciba el título de Marqués de Peregil, que Ronaldo juegue en tanga en el Bernabéu o que el zoológico madrileño sea donado al monarca que abdicó hace menos de un año, para evitar futuras cacerías en África). Finalmente en el cara a cara, Arroyo accede a que le tomen un retrato, previo paso por la peluquería, para recortar su mata de pelo blanco, por la que su buen amigo, el editor y también escritor José Bergamín le apodaba Ludovico, por Beethoven.
Respuesta. En agosto de 1984, encerrado en Madrid , un verano. He pasado 30 años escribiendo. Nunca he tomado notas ni he hecho "investigación", he hecho de todos menos eso. 'Región luciente' es el primero de estos textos que escribí. Carmen Martín Gaite lo leyó, hizo observaciones muy inteligentes y me animó a seguir.
P. Ese texto, 'Región luciente', trata sobre Bergamín pero omite su nombre.
R. No lo pongo porque no es él, hay cosas que hizo y que no hizo. La memoria es una continua invención, reinventas cuando recuerdas. La escritura tiene ciertas normas que te llevan por sus caminos, frasecita a frasecita. Es la escritura la que manda. Así que es lo mismo, solo que no es lo mismo. Ojalá fuera yo una persona sencilla como las demás.
P. ¿Ni realidad, ni ficción?
R. Cada uno se inventa a partir de ciertas cosas, si no eres un fabulista como Borges, que también era poeta y a mí personalmente me gusta más en esta faceta. Pisando ceniza es un homenaje a unos cuantos amigos que he querido. He tratado de celebrar a gente que me parecía admirable, y les he usado para contar una historia. También quería expresar el asco que me da España, la rabia y la tristeza que me produce desde que nací. Soy más español que la tortilla de patatas, también medio inglés, y con eso me sobra. Cuando me han llamado anglófilo, siempre he respondido ¡anglófilo lo será tu madre!
José Bergamín, a la izquierda, junto a Manuel Arroyo tras un burladero en Ronda. / RAFAEL ATIENZA
P. También tiene sangre irlandesa.
R. Si un cuarto, pero lo noto muchísimo. En Dublín me encuentro con primos en todas las esquinas.
P. ¿Hasta qué punto complica la escritura el ser editor?
R. La hace imposible casi. Me he pasado la vida leyendo, editando, vendiendo, hasta comiendo sopas de letras. Compré mi primer libro a los nueve años en la calle Río Rosas. Y para ser buen lector es malo ser buen editor, porque esto implica un tipo de lectura profesional y perversa. Ser editor impide ser escritor por el mismo motivo pero en mayor medida. Siempre he pensado que lo mejor de ser editor era no conocer al autor.
P. La muerte es el hilo de los seis relatos reunidos.
R. Solo escribo de la muerte, es lo único que me importa. Muchos años después de escribir la frase pisando ceniza, comprendí que ese debía ser el título, es lo que da unidad y coherencia.
El verano pasado Arroyo pensó que había perdido sus textos debido a un problema informático. Aquello le impulsó a publicar, y encontró en la editora Pilar Álvarez, la lectora que buscaba. El autor se revuelve contra la etiqueta de libro de memorias, algo que le resulta ajeno: "Todo lo que he vivido es una ficción. ¿Qué es uno sino memoria?" Sobre su tapiz de recuerdos decidió escribir, creó personajes inventados y alteró las historias.
En sus muchas vidas -apasionado bibliófilo, editor de 1500 títulos ("mil propios y 500 por cuenta ajena"), y apoderado del matadorRafael de Paula, entre otras muchas ocupaciones, tiene material más que de sobra para armar ficciones. "Wittgenstein decía que la tarea del filósofo es juntar recuerdos con un fin determinado, y eso que él se creía poeta", matiza con media sonrisa. "La del escritor sería recopilar, mezclar, hay docenas de verbos". ¿Con qué fin determinado escribe él? "Hacer llorar a quien lo lea".Los seis textos reunidos transcurren en la semiclandestina trastienda de un librero de viejo, en una oscura taberna, en el cementerio de un pueblo burgalés, en el San Sebastián lluvioso de los ochenta. Arroyo abre el foco para retratar un paisaje de España: "Hacía casi un año que Carrero Blanco había volado por los aires en una calle del centro de Madrid, pocos meses después habían ejecutado a Puig Antich con garrote vil en la cárcel modelo de Barcelona (…) En aquellos tiempos sombríos de pronto un hombre solo frente a un toro había provocado una borrachera de alegría en ocho o diez mil espectadores en una pequeña plaza de toros a las afueras de Madrid", escribe en 'Melancolía de un torero', la historia detrás del libro La música callada del toreo de Bergamín, que Arroyo editó.
Al filósofo alemán Arroyo le dedicó 'Una tauromaquia a lo Wittgenstein' un texto que compiló en Imagen de la muerte y otros textos, libro que él mismo encuadernó a mano. Acostumbraba a usar el papel sobrante de las guardas de sus libros para publicar sus propias historias y fragmentos, en tiradas cortas de apenas 15 o 20 ejemplares y como anónimos. Al fin y al cabo, pasó muchos años buscando y reeditando tesoros bibliográficos olvidados y perdidos, y en ese rastro de guardas sobrantes parece que continuó, a su manera, la tradición. "Odio que nadie dé nada por supuesto o espere nada de mí".
En The wire, la excelente serie David Simon y Ed Burns, un ex convicto que había trabajado como matón de una poderosa banda de traficantes de drogas, decide cambiar de vida al salir de la cárcel. Interpretado por Chad L. Coleman, Dennis “Cutty” Wise abre un modesto gimnasio de boxeo para atraer a los jóvenes que bordean la delincuencia y experimentan la tentación de integrarse en una banda para ganar dinero rápido y fácil. Al principio, los chavales no le toman en serio y creen que subir a un ring consiste en atizar hostias hasta machacar al adversario. Pronto descubren que el boxeo exige técnica, disciplina, autocontrol, coraje, resistencia y respeto hacia el contrincante. Los chicos incapaces de asimilar esa lección vuelven a las calles, a veces convirtiéndose en yonquis o en soldados de los narcotraficantes. Los que se quedan, mejoran su autoestima y se mantienen dentro de la ley, incorporando a sus vidas la lección básica del boxeo: no hay que odiar al rival y la victoria es tan importante como saber encajar los golpes. El pintor Eduardo Arroyo afirma que “el boxeador acepta el castigo, sabe cómo hacerlo. Y nadie acepta un castigo desde que dejamos la infancia. El boxeador que pierde, abraza al rival. Nunca he visto un mundo tan desprovisto de violencia como el boxeo”. Para Eduardo Arroyo el boxeo es “épica, poesía”, un “deporte antiguo”, “un cuadro iluminado donde ocurre todo”.
Julio Cortázar, apasionado del boxeo desde su juventud, acudía al Luna Park, el famoso estadio cubierto de Buenos Aires, con un libro bajo el brazo, pues entendía que la pelea entre los púgiles era “un fenómeno estético”. Nunca advirtió crueldad y violencia, sino “honestidad y nobleza”. “Son dos destinos que juegan el uno contra el otro”. Arroyo y Cortázar coinciden en su admiración por Sugar Ray Robinson: elegante, ágil, rápido, versátil, hábil con las dos manos y capaz de propinar cualquier clase de golpe con una técnica impecable. Muhammad Ali, que se autodenominaba “The Greatest” (El más grande), afirmaba que Robinson era el mejor boxeador de todos los tiempos y reconocía que sus combates le habían enseñado a moverse en el ring. Ali trascendió el mundo del boxeo. Al margen de su brillante carrera deportiva, su negativa a luchar en la guerra de Vietnam (“ningún Viet Cong me ha llamado nigger”) y su reivindicación del orgullo afroamericano le transformaron en un símbolo de la lucha contra la segregación racial. Al convertirse al Islam y adentrarse en el sufismo, cambió de nombre y declaró: “Ya no soy más Cassius Clay, aquel negro de Kentucky. Pertenezco al mundo, al mundo de la raza negra. Siempre tendré un hogar en Pakistán, Argelia o Etiopía. Eso tiene más valor que el dinero”.
Teófilo Stevenson
El boxeador cubano Teófilo Stevenson, triple campeón olímpico, despierta las mismas simpatías que Ali. De hecho, su parecido físico es asombroso. Ambos eran altos, bailaban sobre la lona y poseían una pegada demoledora. Los dos eran carismáticos y no tenían miedo a manifestar sus ideas. Por diferentes motivos, nunca llegaron a combatir. La Revolución cubana no prohibió el boxeo, pero sí la profesionalización de los deportes, lo cual mantuvo a Stevenson en la condición de amateur. Aunque le ofrecieron grandes cantidades de dinero para abandonar la isla y convertirse en profesional, Stevenson rehusó: “Prefiero el cariño de ocho millones de cubanos. Y no cambiaría mi pedazo de Cuba por todo el dinero que me puedan ofrecer”. El compromiso de Teófilo Stevenson con la Revolución cubana suscitó que la revista norteamericana Sports Illustrated le dedicará su portada y escogiera como título: “Antes Rojo Que Rico”, pronosticando que más tarde o más temprano abandonaría la isla. Sin embargo, no lo hizo, tal vez porque la ética del boxeo le enseñó a no tirar la toalla y a luchar hasta el final. “En realidad yo nunca perdí –afirmó Teófilo, comentando los combates que se resolvieron a favor de su contrincante-, porque de las derrotas se sacan experiencias, y cuando se sacan experiencias, se gana”.
Ali tampoco se rindió cuando el Parkinson comenzó a ensañarse con él: “Lo importante de mi vida es lograr la paz. Dios me dio esta enfermedad para demostrarme que soy un hombre frágil como cualquiera”. Roberto Bolaño escribió: “Hay momentos para recitar poesías y momentos para boxear”. Los que se han subido a un cuadrilátero y han bailado entre sus dieciséis cuerdas, saben que el boxeo está a medio camino entre lo lírico y lo épico. Es un deporte maldito, que discurre por los márgenes de la sociedad, pero algunos aún apreciamos en él esa voluntad de grandeza y superación que inspiró a los héroes clásicos, acostumbrados a medirse con el dolor, el miedo y la fatalidad.