“Poesía y revolución”. Qué difícil. La idea de revolución parece irrenunciable, para eso que llamaríamos dignidad de los seres humanos, hombres y mujeres. Se trata del momento en que las gentes arrojadas a la exclusión y a la precariedad dicen: “así no podemos vivir, así no queremos vivir, basta ya”. La esperanza de que algo radical pudiera cambiar, que la vida de gran parte de la población no tuviera que avergonzarnos por desenvolverse en unas condiciones a menudo inhumanas, mientras los muy pocos acumulan riqueza. La idea de revolución es irrenunciable, pero a la vez es siempre en presente –y ese es el problema–, antes de que ese novum histórico se deslice hacia lo totalitario, hacia lo aterrador. Las revoluciones fracasan, se dice. Sí, como fracasa, y de qué modo, lo que conocemos como sistema democrático del neoliberalismo capitalista, que va produciendo tantos muertos y tanta miseria en el conjunto del mundo como producen las revoluciones.
En este sentido, quienes tenemos edad suficiente para pensar que la mayor parte de nuestra vida, cuando acabe, habrá transcurrido en el siglo XX, podemos mirar atrás, para bien y para mal, con la implicación de quien lo ha vivido. Un siglo de intensidad extraordinaria. De logros maravillosos (en poesía, en arte, en filosofía, en medicina), de avances importantes aunque lentos para la vida y la historia de las mujeres, por ejemplo, y de verdaderos agujeros negros, de terribles fracasos para las esperanzas que impulsaron algunos de sus grandes objetivos.
No solo el horror de la Alemania nazi, sino el fracaso de aquel movimiento liberador, que fue al comienzo la Revolución rusa, en la tragedia de la larga dictadura estalinista, y el fracaso, tenebroso, en el que estamos inmersos, de la apuesta que en contrapartida eligió el mundo occidental. Esta, al parecer imparable, carrera del neoliberalismo capitalista que vivimos acabando la segunda década del siglo XXI, proyecta sobre la vida de mucha gente una tonalidad que a veces me parece tan sombría como la que debía percibirse en la Rusia de hace cien años. Anna Ajmátova vivió la mayor parte de su tiempo en aquella oscuridad y, casi se diría que es con aquel frío, con aquel vivir sombrío y hambriento con lo que trabajan sus poemas mayores, transmutándolo sin embargo en algo que se parece a la piedad.
En 1941, al comenzar el sitio de Leningrado y los bombardeos alemanes, Ajmátova fue a refugiarse en casa de un amigo, el teórico del formalismo Boris Tomachevski y su familia; de camino se anunció un nuevo bombardeo y tuvieron que bajarse del tranvía y cobijarse en un portal y luego en el sótano de esa casa. Pasado el momento de peligro, a la escasa luz de una vela que alguien tenía, Ajmátova se da cuenta de que están en El Perro Errante, el viejo café-cabaret decorado por Olga Sudeikina, en el que se reunía la bohemia literaria y artística de los años diez, cuando la ciudad se llamaba todavía San Petersburgo. Evoca la escena muchos años después ante su amiga Lidia Choukóvskaia (que nos ha dejado un tesoro al anotar sus conversaciones) como ejemplo de esos hechos puramente azarosos que se nos aparecen dotados de un extraño sentido. No es exacto, pero yo siempre pienso en ese momento dramático y en la aparición fantasmal del pasado intenso y festivo de su juventud, como origen de la que sería la última gran obra de Ajmátova, Poema sin héroe. Sobre ello volveremos.
Anna Andreievna Gorenko, su verdadero nombre, había nacido el 23 de junio de 1889, en Bolshói Fontan, cerca de Odessa, a orillas del Mar Negro. Su padre era ingeniero naval y pronto se trasladan a Tsárskoie Seló, pequeña ciudad próxima a San Petersburgo donde veraneaban los zares. “Mis primeros recuerdos” –escribirá ella en un tardío texto autobiográfico– “son de este lugar: el verde y húmedo esplendor de los jardines, la tierra común adonde mi niñera me llevaba, el hipódromo, donde pequeños caballos trotaban en círculo”. Allí vivirá hasta los dieciséis años. Dice que aquella es la casa que mejor recuerda de su vida: “había sido algo parecido a una posada, o bien una casa de postas en el camino hacia la ciudad. Arranqué el papel pintado en mi habitación amarilla (una capa tras otra), y la última de todas me pareció increíble –de un violento rojo. Este era el papel que se encontraba en la posada hace cien años, pensé. En el sótano vivía el zapatero B. Nevolin –hoy en día sería un fotograma de una película antigua”.
En 1905 se separan sus padres y la vida cambia. Se separan sus padres o, más bien, el padre abandona a su mujer con los hijos por otra mujer más joven. El abandono, que es afectivo, es también económico, material, y se traduce en pobreza y precariedad. Ese modelo de conducta paterna, muy arraigado socialmente, se repetirá con frecuencia en la vida de Ajmátova, constituyendo quizá el factor más constante en sus sucesivas relaciones amorosas.
Soledad radical, vulnerabilidad, dependencia y, a la vez, inteligencia, rara belleza, cualidad seductora, conocimiento y saber. Anna Ajmátova, una aleación de elementos contradictorios, que le producirán profundo sufrimiento y que la harán también encarnar uno de los grandes mitos de la poesía del siglo XX. Hasta hace dos semanas he estado inmersa, a la vez que en Ajmátova, en los libros de un poeta cubano, que adoro, Lorenzo García Vega, que murió en 2012. Había sido el componente más joven de la revista Orígenes, que dirigía Lezama Lima, y se pasó gran parte de su vida escribiendo textos maravillosos e inclasificables y trabajando a tiempo parcial de bag boy en un supermercado de Playa Albina, que era como él llamaba a Miami. Sus escritos crecerán hasta el mito, estoy convencida, desde su condición de escritor no-escritor –que era como él se sentía y se describe en El oficio de perder–, desde su figura silenciada no solo por la Cuba castrista sino por la sociedad literaria bien pensante y por el exilio. No podría haber dos escritores más distintos, pensaba yo al leerlos, también en el desarrollo y recepción de sus obras, y, no obstante, algo de la precariedad e indefensión, de la pasión por la escritura como único amparo o salvación personal, les une; los dos, pensaba, tocados como pocos por la vida desnuda. Desde ahí, desde la herida de esa vida desnuda nos hablan sus textos, tan diferentes, tan contrarios incluso.
La figura de un gran poeta, de una gran poeta plantea sobre todo preguntas. Ajmátova, Mandelstam, Tsvetáieva, Pasternak –como Malévich, El Lissitzky o Goncharova– nos ofrecen sus preguntas. Apuntan siempre a la desdicha y a cómo vivir. La desdicha de cada uno, de cada una, y qué hacer –con todo su eco colectivo y político–, es decir, cómo vivir juntos, cómo vivir mejor. “Huele la miel salvaje a libertad, / el polvo huele a rayos de sol, / a violetas, la boca de una muchacha, / y el oro, a nada. // Huele la reseda como el agua, / y a manzanas, el amor. / Pero nosotros aprendimos para siempre / que solo huele a sangre la sangre”, dice un poema de Ajmátova escrito en 1933. Concreta en su delicadeza sensorial, precisa, lúcida e implacable, así es su poesía. Había comenzado a escribir siendo niña, sin contar con la simpatía de su padre para esta actividad –“poeta decadente”, dice ella que la llamaba, antes de serlo–. Por eso cuando comienza a publicar elige como apellido Ajmátova, el de una princesa tártara de la estirpe de su abuela materna.
Publica su primer libro –La tarde– en 1912, a los 23 años. Su madre, al separarse, se había trasladado al Sur y Anna había acabado el instituto en Kiev, donde también había estudiado Derecho. Más adelante, viviendo de nuevo en San Petersburgo, estudiará Historia y Literatura. En 1910, a los 21 años, había decidido sorprendentemente casarse con Nikolái Gumiliov, un joven poeta que llevaba años enamorado de ella y al que había rechazado en distintas ocasiones. Anna no estaba muy segura de estar enamorada de él, y aunque el matrimonio no duró mucho, la suya fue una relación importante para ambos y de ella nació en octubre de 1912, Lev Gumiliov, el único hijo de Ajmátova. 1910 y 1911 son años de viajes y de intensa vida literaria y bohemia; juntos van a París, Nikolái solo a África, a Abisinia, donde se quedará seis meses, Ajmátova sola de nuevo a París –y es en esta segunda estancia cuando intima con Modigliani, un joven entonces desconocido, que la pintará y dibujará repetidamente–, luego, de nuevo con Nikolái a Italia… Es en este momento, en 1911, cuando Gumiliov, junto a Ajmátova, Mandelstam y otros, impulsa lo que llamarán acmeísmo, un movimiento poético con el que tratan de tomar distancia del simbolismo predominante y que sentían agotado. Aunque no sirvan de elemento comparativo porque cada uno de ellos tiene su propia trayectoria y muy distinta significación respecto a su lengua, Anna Ajmátova es ocho años más joven que Juan Ramón Jiménez, que había nacido en 1881, o tres mayor que César Vallejo, nacido en 1892, o dos mayor que Pedro Salinas, que había nacido en 1891.
En el ambiente literario ruso fue reconocida desde el principio como una poeta importante y sus primeros libros fueron muy leídos. Después de La tarde, publica Cuentas o El rosario –según las traducciones– en 1914, y Bandada blanca, ya en septiembre de 1917, con el país en plena revolución. Durante un breve tiempo, después de la Revolución de Octubre trabaja en la Biblioteca del Instituto de Agricultura, y luego en una editorial. Todavía en 1921 aparecerá una antología de sus poemas, Llantén, y, en 1922, el que será su último libro de esta época, Anno Domini MCMXXI. Desde esa fecha hasta 1935, en que empieza a escribir Réquiem, Ajmátova vive un tiempo de inactividad creativa en la que confluyen tanto razones de índole estética –reiteración y progresivo agotamiento del mundo de su poesía juvenil–, como de orden político por la creciente represión que sufre el país. Ajmátova dedicará esos años a investigar y escribir sobre la vida y obra de Pushkin, el gran clásico, por el que sentía verdadera devoción.
Entre tanto, Gumiliov y ella se habían distanciado muy pronto, cada uno sumido en sus propias historias sentimentales, y Lev, su hijo, vivía con la madre de Gumiliov en el campo, en Slepniovo. Las costumbres de los escritores y artistas de esas primeras décadas del siglo XX son considerablemente libres, y la vida amorosa de Ajmátova es densa y extensa, y, vista en conjunto, se diría que desgraciada. Algunas de esas relaciones dejaron en ella huella especial; así, Boris Anrep, el pintor, que pronto se exilia en Inglaterra, el asiriólogo Vladímir Shileiko –con quien se casa en 1918, después de divorciarse de Gumiliov, y del que se separa en 1921–, el crítico de arte e historiador Nikolái Punin, o el encuentro, fugaz pero decisivo, con el ensayista Isaiah Berlin a finales de 1945. Todas estas experiencias produjeron poemas, muchos de ellos memorables, pero desde el punto de vista de la figura de Ajmátova –quién era, cómo era– quizá lo más notable sea la continuidad que muchas de esas relaciones tuvieron, tiempo después de terminadas y no siempre del mejor modo. Así, la ayuda económica y personal a su exmarido Shileiko, en épocas en que él está enfermo y pasando grandes dificultades, o a la inversa, el afecto y la preocupación de él por ella en momentos particularmente difíciles. Ajmátova parece tejer un tapiz afectivo en torno a sí de particular fidelidad y devoción, pero también, y esta sería la otra cara del personaje, muchos la consideraron despegada y narcisista; por ejemplo –sin duda el más difícil y doloroso–, su propio hijo, Lev, según fue haciéndose adulto. Las dos perspectivas tienen fundamento, como las dos imágenes que nos hacemos de ella: la vulnerabilidad y soledad que parecen constituirla, y la altivez, cierto orgullo casi físico en su porte. Tal vez el enlace entre ambas fuera la voz. Es conocida la semblanza que dibuja Nadiezhda Mandelstam, la esposa del poeta: “En todas sus manifestaciones –dice de Ajmátova– era mucho más reservada y comedida que Mandelstam. Su valor completamente asombroso, casi ascético, tan raro en una mujer, me sorprendía siempre. Ni siquiera a sus labios les permitía moverse con la sinceridad con que lo hacía Mandelstam. Me parece que cuando ella componía un poema sus labios se comprimían y la boca tomaba un rictus aún más amargo. Mandelstam me decía, cuando yo no la conocía aún, y lo ha repetido después muchas veces, que mirando sus labios se podía oír su voz, que su poesía estaba hecha de su voz y era inseparable de ella. Decía que los contemporáneos que la habían oído eran más afortunados que las generaciones futuras que no la oirían”.
La voz de Ajmátova, los perfiles de un ser imposible de clasificar y reducir. Frágil y enferma a menudo: con frecuentes episodios de tuberculosis –de la que murieron dos de sus hermanas– y problemas de tiroides, más los infartos y alteraciones cardiovasculares en sus últimos lustros; sin un domicilio fijo gran parte de su vida, viviendo en casa de amigos y pasando de una casa a otra, alternando las estancias en Moscú con Leningrado y, en sus últimos años, en una pequeña dacha, una cabaña que le concedieron en Komarovo, un pueblo para escritores y artistas. Y era a la vez, la mayor autoridad moral de su tiempo, como lo prueba ese poema, Réquiem, que las gentes se aprendían de memoria para conservarlo en sus corazones, cuando no se podía conservar y reproducir en papel.
4
Si te hubieran mostrado a ti, la burlona,
la predilecta de todos tus amigos,
la frívola alegre de Tsárskoie Tseló,
qué había de depararte la vida,
cómo te verías, de pie, ante los ásperos muros,
con el número trescientos en la fila, cargada de paquetes,
y cómo quemarías con el calor de las lágrimas
el hielo de Año Nuevo.
Se balancea el chopo de la cárcel,
nada se oye. Pero son tantas las vidas
que encuentran allí dentro su fin...
5
Diecisiete meses hace que grito
llamándote a casa.
Me he postrado a los pies del verdugo,
hijo mío, terror mío.
El mundo entero es confusión
y yo ya no sé distinguir quién es la bestia
y quién el hombre.
¿Cuánto falta para tu final?
Quedan solo flores polvorientas, el rumor
de la lámpara de incienso, y huellas
que no llevan a ninguna parte.
Directa a los ojos me mira,
mal augurio de una muerte cercana,
una inmensa estrella.
6
Ligeras vuelan las semanas
y no sé qué pasó.
Cómo, mi niño, las noches blancas
te observaban en la cárcel.
Aún ahora tienen sus ojos en ti,
ojos brillantes de gavilán
que hablan de una cruz alta
y de tu muerte.
Estos son tres de los fragmentos que componen el poema, fechados en 1939. Ya en 1935, así lo recuerda Ajmátova en su diario, le recita a un Mandelstam confinado “De madrugada vinieron a buscarte”, el primer fragmento que escribió para Réquiem tras el arresto de Nikolái Punin. Y evoca en esa misma anotación el aspecto de un Mandelstam envejecido: “más cargado de hombros, con más canas, y con asma, daba la impresión de ser un anciano y solo tenía cuarenta años. Solo sus ojos brillaban como antes. Y su poesía era cada vez mejor”. Recuerda cómo en otro momento él le dijo que “la poesía, festiva o trágica, se escribe solo como resultado de una aguda conmoción”. Resultado de una aguda conmoción es Réquiem, y de una época de dureza insoportable. Ajmátova compone la mayor parte del poema entre 1939 y 1940. En 1940 ella cumple 51 años; su gran poesía es, por tanto, poesía de madurez. Y poesía civil. Los versos que abren el poema, añadidos en 1961, señalan su marco vital: “No me amparaba ningún cielo extranjero, / no, alas extranjeras no me protegían. / Estaba entonces entre mi pueblo / y con él compartía su desgracia”. La situación de quien había optado por renunciar al exilio, permaneciendo en un país que le niega la libertad, la posibilidad incluso de escribir y que quita la vida a muchos de los suyos.
El poema elabora una tragedia colectiva; en él confluye la experiencia de personas muy cercanas, junto a cientos y miles de rusos que pasaron por esas mismas experiencias. Quien habla en primera persona es Ajmátova, pero da voz también a todas las mujeres que hacían cola en las cárceles y perdieron a los suyos.
Un rápido repaso a los datos. Su primer marido, Nikolái Gumiliov, había sido fusilado ya en agosto de 1921; Nikolái Punin, que después sería tan importante para ella, había sido detenido también por aquellos días y recuerda haber visto un momento en la cárcel a Gumiliov y que llevaba la Ilíada en la mano. A su hijo, Lev, siendo estudiante, lo arrestaron en 1933 y de nuevo en otoño de 1935; también ese otoño arrestan a Punin con quien para entonces Ajmátova lleva muchos años viviendo. En ese momento ella escribe personalmente a Stalin para rogar que los liberen: “Ignoro qué tipo de acusaciones se han vertido contra ellos –dice–, pero le doy mi palabra de que no son ni fascistas, ni espías, ni miembros de ninguna sociedad contrarrevolucionaria. Llevo viviendo en la URSS desde que estalló la revolución. Jamás he deseado dejar un país al que me unen mi corazón y mi mente, a pesar de que mis poemas ya no son publicados, y de que he vivido momentos muy amargos a causa de las críticas. Pero nunca he dejado que nada de eso me deprimiese. Al contrario: sigo trabajando en condiciones morales y materiales muy arduas…”. En el mismo sentido, le había escrito Boris Pasternak, amigo de Ajmátova. Y Stalin en esa ocasión cedió: “Al camarada Yagoda. Libere de su arresto a Punin y Gumiliov, y responda informando de que esta acción ha sido llevada a cabo”; aunque a Lev lo expulsan de la Universidad. En la noche del 13 al 14 de mayo de 1934 llegan a arrestar a Mandelstam en su casa, estando su esposa, Nadiezhda, y Ajmátova con él. Le destierran entonces –un castigo suave– a Voronezh, permitiendo a Nadiezhda que le acompañe debido a su delicado estado de salud. De regreso, en 1938, Mandelstam es nuevamente detenido, y lo envían enfermo y solo a un campo de Siberia, donde muere.
1937 y 1938 fueron años de arrestos masivos. El 10 de marzo de 1938 detienen nuevamente a Lev y le condenan a diez años de internamiento en un campo, y a un periodo de cuatro años adicionales, en los que se le confiscarían sus derechos. Cuando se solicite la revisión de la sentencia, lo traen de nuevo a Leningrado, y gracias a ese traslado no muere de gangrena, debida al corte en un pie que se había hecho con el hacha mientras talaba árboles. Ajmátova volverá a hacer cola ante la cárcel de Kresty, la cárcel de las Cruces que aparece en Réquiem (un conjunto de edificios de ladrillo, en forma de cruz, a orillas del Neva), hasta que en agosto de 1939 trasladan a Lev a un campo en el Norte. En 1943 quedará liberado y se alistará en el ejército para ir al frente. Pero en 1949 le arrestan de nuevo condenándole a diez años en los campos de Omsk, en Siberia. En mayo de 1956 quedará libre definitivamente y regresa a Leningrado. Entretanto, Punin, de quien Ajmátova se había separado en septiembre de 1938 (aunque continuó viviendo en su piso, con su mujer, su hija y su nieta) es arrestado otra vez, y muere en los campos en agosto de 1953. También en 1953 moría Stalin.
Pese a la extensión, esta enumeración es mínima, y el detalle, importante para ver esas vidas sin respiro, en las que a las normales dificultades de todo orden –de salud, afectivas, de trabajo…–, se une la pobreza, la opresión, el miedo, y un estado físico en los deportados, o en la hambrienta población de Leningrado durante el sitio cuando la guerra, de verdaderos muertos en vida. La obertura de Réquiem enmarca el poema en su dimensión ética y política: “Estaba entonces entre mi pueblo / y con él compartía su desgracia”. Y son paradójicamente las condiciones más adversas las que vuelven a despertar el flujo creativo de Ajmátova. Es este un intenso poema lírico, un profundo lamento que expresa tanto el dolor personal como el dolor colectivo (las muertes, la miseria, la incertidumbre y la humillación); pero Réquiem es también un deslumbrante ejercicio de poder, de potencia ética y estética. En el texto que titula “En vez de prólogo” evoca la escena: una de las mañanas, en la cola ante la cárcel, una mujer la reconoce: –“¿Y usted puede dar cuenta de esto?” –le pregunta. Ajmátova responde: – “Puedo. // Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro”.
Ese poder es el del poema. Que tiene también como sustancia su forma, la ritual y la musical: misa de difuntos, de réquiem, que incluye el dies irae. Forma musical, poética, que trabaja entonando y dando cabida, expandiendo y condensando y aceptando el dolor. Pero las catorce piezas que componen el poema son asimismo catorce estaciones de un via crucis. Camino de la cruz (“todos seremos crucificados”, decía Malévich, y se sembraban de cruces los campos de su pintura; cruz negra sobre fondo blanco). Sufrimiento y misterio: el sufrimiento de un pueblo bajo la opresión política, el de una persona humillada, arrojada a la exclusión y a la miseria cuando su manera de entender la vida y el arte no coincide con la oficial, injustamente acusada, y sola; alguien de quien los demás huyen –especialmente si ella o sus familiares han sido ejecutados, encarcelados o deportados– como de la peste. El sufrimiento físico, espiritual, moral; lo incomprensible, la opacidad áspera, impenetrable, del sufrimiento. Y el misterio: Réquiem, pausa, poema: contemplación del camino de dolor. Y una luna grande, luz nocturna del primer plenilunio primaveral.
2
Apacible fluye el Don apacible.
Amarilla la luna entra en mi casa.
Entra, ladeada la gorra;
la luna amarilla percibe una sombra.
Esta mujer está enferma,
esta mujer está sola.
Su marido, en la tumba; su hijo, en la cárcel.
Rezad por mí.
3
No soy yo esa, es otra quien sufre.
No lo resistiría yo. Que velos negros
cubran lo sucedido, que retiren
los faroles...
Noche.
1940
“Un pueblo no elige a sus poetas –escribió Mandelstam–, lo mismo que no se elige a los padres”. Una época no elige a sus poetas, los ama, aprende de memoria sus poemas. En la memoria conservaron algunas personas Réquiem; Ajmátova destruyó entonces sus archivos, y ella y quienes amaban sus poemas los memorizaron según los iba escribiendo para conservarlos. Impresiona lo viva que permaneció en Rusia la vieja transmisión oral de la poesía.
Pero esa forma de via crucis, que incluye entre sus estaciones la presencia de la madre ante el hijo muerto en la cruz, inquietó la lectura de Lev Gumiliov, el hijo de Ajmátova, que como he dicho mantuvo siempre una relación difícil con su madre, tal vez por no haber vivido con ella los largos años de la niñez, y que, ya adulto, le reprochaba su sumisión a las imposiciones de Nikolái Punin, que los humillaba. Ese es seguramente uno de los aspectos más complejos de la biografía de esta mujer extraordinaria: la coexistencia en ella de una inteligencia, ironía, y capacidad de análisis para sí misma y para los otros singularmente agudas, con una especie de aquiescencia o acatamiento de situaciones intolerables en una relación personal. Al poeta Joseph Brodsky, amigo de Ajmátova en sus últimos años, siendo él muy joven, le interesaba especialmente ese desdoblamiento que se produce en quien trabaja con materiales autobiográficos de dolor y de muerte: se trata de una escisión que siente quien escribe entre la experiencia personal del dolor y la contemplación estética de esa experiencia, una escisión que puede acercarse a la locura. Y destacaba Brodsky estos versos del Réquiem: “Ya la locura levanta su ala / y cubre la mitad de mi alma, / me embriaga con el vino que quema / y me atrae al valle sombrío”.
Lo terrible para quien vive una situación semejante a la de Ajmátova es la imposibilidad de reaccionar en proporción a los hechos. La expresión del dolor, la descripción –en su caso– de los horrores del terror estalinista, requieren de quien habla cierta separación, cierto proceso de racionalización, una distancia contemplativa que quien al mismo tiempo sufre, no puede evitar reprocharse; y es la contemplación del propio sufrimiento con fines de escritura lo que genera enajenación. En efecto, en la escritura del poema se plantea la antigua relación entre verdad biográfica y verdad estética; cómo las exigencias de la verdad poética, necesariamente se separan de la literalidad de la vida para poder dar cuenta de ella; cómo, por así decir, la verdad de la obra es mayor –y otra– que la verdad de la experiencia; o cómo –apurándolo hasta el final– la verdad de la experiencia no puede dar cuenta de la muerte o de la pérdida, porque en la vida muerte y pérdida exigen curación, olvido; porque la ruptura de lo real que la muerte supone no es soportable por mucho tiempo, y, así, solo puede durar en el arte. Y era quizá esa escisión contemplativa la que Lev Gumiliov percibía en el poema de su madre como una distancia personalmente dolorosa.
En 1965, un año antes de morir, Ajmátova anota: “Nunca he dejado de escribir poesía. Significa para mí un vínculo con el tiempo, con la nueva vida de mi pueblo. Escribirla me permitió vivir al compás de los mismos ritmos que resonaban en la heroica historia de mi país. Me siento feliz de haber vivido estos años y haber sido testigo de acontecimientos sin parangón en la historia”. Y unas líneas antes: “En 1962 terminé el Poema sin héroe, que escribí por espacio de veintidós años. La primavera pasada, en vísperas del año de Dante, volví a escuchar el sonido de la lengua italiana, visité Roma y Sicilia. En la primavera de 1965 viajé a la patria de Shakespeare, vi el cielo británico y el Atlántico, encontré a viejos amigos y conocí otros nuevos; volví a visitar París”.
Evoca así, su vínculo esencial, radical con la poesía, dos viajes que le permitieron ver brevemente Europa de nuevo antes de morir, y el trabajo que le ocupó, junto a la escritura de otros textos, las décadas últimas, Poema sin héroe. Me parece que en una vida se viven muchas vidas, y quizá Ajmátova especialmente.
Poema sin héroe ocupó su tiempo y su energía creativa: escribía, lo leía a los amigos, reescribía, se interesaba por el efecto que podía producir, desconfiaba, reflexionaba, escribía de nuevo… en un lento proceso de adiciones y correcciones, de re-articulación del texto, desde 1940 hasta 1962, aunque un primer estado del poema lo terminara en dos años. Le inquietaba la recepción que iba teniendo entre los próximos (se trata de una obra que, en efecto, después ha generado una voluminosa producción hermenéutica), y consigna las diferentes opiniones: había quien lo leía como “una ‘tragedia de la conciencia”, como “la explicación de por qué ocurrió la Revolución”, como “un ‘Réquiem por toda Europa’”…
Formalmente, se trata de un poema extenso, de concepción polifónica y composición fragmentaria. Sin duda el proyecto más ambicioso de Ajmátova, como un fresco de la historia rusa del siglo XX, pero también de la trayectoria personal de quien escribe, elaborando en él una compleja red intertextual. El Poema acoge –en forma de cita explícita o como cámara de resonancia– voces tanto de la literatura rusa como de la escrita en otras lenguas, así como fragmentos y versos de la autora pertenecientes a distintas épocas. Por otra parte, junto a la música o el teatro, por el Poema desfilan –como en un baile de máscaras– los amigos y contemporáneos de Ajmátova, así como sus propios alter ego. No es difícil identificar –algunas notas en prosa lo facilitan– los personajes que participan o se desdoblan en él, aunque eso no sea imprescindible; cuando Isaiah Berlin –que fue una persona clave en la vida de Ajmátova, y lo fue también para la construcción de la memoria que hoy tenemos de ella– le expresa su preocupación porque las alusiones del Poema puedan volverse ininteligibles con los años, la respuesta fue concluyente: “cuando los que sabían del mundo acerca del que hablaba –le dijo– fuesen víctimas de la senilidad o de la muerte, también el poema moriría; sería enterrado con ella y con su siglo; no había sido escrito para la eternidad, ni siquiera para la posteridad: solo el pasado tenía significación para los poetas –ante todo la infancia–, tales eran las emociones que deseaban recrear y resucitar”. La respuesta apunta también a otra verdad: la poesía es el espacio en el que el poeta puede hablar con los muertos. Gestos, voces, conversaciones fragmentarias, afectos, desdicha, felicidad... sombras que pasan, que toman cuerpo, que brillan un instante, que se hacen tenues, que huyen. Poema sin héroe es una compleja composición en que el tiempo de Ajmátova y su memoria, merced a la potencia de su recreación imaginativa, se presenta ante nosotros. Un filme de la vida, que podría firmar Alexander Sokurov.
Sostenido por un leve hilo narrativo (los desdichados amores de un joven poeta que acabará suicidándose por el desdén de su amada –personificación de la actriz Olga Sudeikina, y doble, ella misma en el texto, de la figura de la autora–), el poema se articula en torno a tres fechas clave: la primera es la fiesta de Fin de Año de 1913 en Petersburgo, es decir, un momento aún de inconsciencia, previo a la Primera Guerra y a la Revolución, momento también esplendoroso de la juventud de la autora y de la vida artística y bohemia de la ciudad (un verdadero “fin de siglo” del siglo XIX: “Por el legendario muelle se acercaba / –el de verdad, no el del calendario– / el siglo XX”).
La segunda fecha es 1940, año en que se data la primera dedicatoria y que inscribe en los versos memorables de “Introducción” al poema:
“Desde el año cuarenta,
como desde una torre, todo lo contemplo.
Como si otra vez me despidiera
de lo que ya hace tiempo abandoné,
como si me santiguara
y descendiera a oscuras criptas”.
Y 1942 es la tercera fecha, en la que Ajmátova desde Tashkent, en Asia Central, un 24 de junio, casi su cumpleaños, reconstruye el terrible asedio al que los ejércitos alemanes sometieron Leningrado y dialoga con su ciudad. Este es el final del Poema; Ajmátova rememora el largo desplazamiento de los que como ella han sido evacuados, que coincide en parte con el de quienes fueron deportados a los campos de Siberia, “secos los ojos y bajos –dice–, / retorciendo sus manos, Rusia, / delante de mí, marchaba hacia el este”.
Pero al pensar cuándo nació por primera vez lo que sería el poema, la autora evoca dos imágenes, y fecha dos momentos especiales de 1917: cuando asistió con Boris Anrep el 25 de febrero a un ensayo general de Mascarada, la obra de Lérmontov que había montado Meyerhold, era la primera imagen; y, la segunda, aquel momento del 25 de octubre en que ve cómo levantan de pronto en pleno día el puente Liteiny (un hecho sin precedentes) para dar paso hasta Smolny a los torpederos que van a apoyar a los bolcheviques, escena que luego inmortalizará Eisenstein en Octubre.
Exégesis y fechas cruciales aparte, como lectora, siento el poema como un espacio de voces, voces alegres o torturadas, espectrales, que nos llegan de lejos, y que nos hablan, sin embargo, de nosotros mismos. La autora en 1943, muy lejos aún de terminarlo, lo dedica ante todo a sus primeros oyentes, y “a los amigos y compatriotas que murieron durante el sitio de Leningrado”. “Los recuerdo –escribe– y, mientras leo en voz alta mi poema, oigo sus voces; ese coro interior es para mí justificación de esta obra; así lo será siempre”. Pero también los lugares, y las casas y los campos hablan y quien escribe los oye, y habla en ella la soledad:
(…)
“No me lo cuentes, yo misma lo escucho:
una tibia lluvia empapa el tejado
y oigo susurros en la hiedra.
Alguien pequeño ha querido vivir,
se ha vuelto verde, mullido, y mañana
empezará a brillar en su nuevo abrigo.
Duermo:
sola ella sobre mí,
aquella, que los otros llaman primavera,
y yo llamo soledad.”
(…)
Voces. La voz Ajmátova, hecha de ecos que vienen, y de olores y aromas que la memoria descarga como si fuera el presente (el viejo trenecillo de vapor de Pavlovsk, los suelos de parqué recién fregados, las fresas, las rosas y resedas que los caballeros llevaban como ramilletes frescos en los ojales, los cigarros…). El olfato y el oído, tan poderosos como la vista para una sensibilidad táctil. En un momento del diario de trabajo sobre Poema sin héroe, recuerda Ajmátova la voz de una actriz y evoca el comentario del poeta Blok sobre ella: Vera Komissarzhévskaia acompañaba la orquesta del universo con la voz. “De ahí que su voz exigente y tierna fuera semejante a la voz de la primavera. Nos llevaba desmesuradamente más lejos que el contenido de las palabras pronunciadas”. Y piensa Ajmátova que algo así ocurre con su Poema para determinados lectores, que les lleva desmesuradamente más lejos que el contenido de las palabras pronunciadas, y que, en cambio, a otros los deja perfectamente fríos, porque no perciben ese eco, ese segundo paso.
A mí me resulta muy interesante observar la variable relación que la propia Ajmátova mantiene con el Poema mientras dura el proceso de elaboración y que transcribe en su diario de trabajo; una fluctuación bien conocida para cualquiera que se enfrenta a lo que escribe antes de publicarlo. Hay momentos en que ve el Poema –dice ella misma– como “una bebida mágica extendiéndose por un vaso, de repente se espesa y se convierte en mi biografía, como si alguien la hubiera visto en sueños o en una sucesión de espejos. A veces lo veo todo diáfano irradiando una luz indefinida (parecida a la luz de una noche blanca, cuando todo brilla por dentro), se abren de par en par galerías inesperadas que llevan a ninguna parte, suena un segundo paso, un eco que se cree el más importante, que dice lo suyo y no repite lo ajeno. Las sombras fingen ser aquellos que las han abandonado. Todo se fragmenta en dos y en tres hasta el fondo del cofre. Y de repente esta Fata Morgana se rompe. Sobre la mesa solo hay versos bastante elegantes, hábiles, audaces. Ni una luz misteriosa, ni un segundo paso, ni un eco, ni sombras que han obtenido una existencia propia…”. Y en otro momento aún, encuentra estos versos ásperos (¿qué habrá sido de la dulzura de los primeros?, se pregunta), desnudos, pobres, como los de un hombre que haya pasado veinte años en la cárcel, “respetas al destino, pero no hay nada que aprender, no traen consuelo”.
Vayamos concluyendo. ¿Y bien? ¿Quién era Anna Andreievna Ajmátova, esa criatura plural, contradictoria, lúcida, cuyos poemas adoró el pueblo ruso, sintiendo que se le otorgaban como la lengua de un destino? Son múltiples las evocaciones de quienes la conocieron y participaron de la intensidad de su vida, Brodsky, Choukóvskaia, Isaiah Berlin… Todos coinciden en el impacto, la impronta que deja el personaje –una reina trágica, decía Berlin–. Se trata, a mi modo de ver, de un verdadero mito: un ser en el que cuajan aspectos de una época que toman la imagen de ese ser. Pero también Ajmátova en su propia percepción tenía las dimensiones de un mito. Su vida amorosa, especialmente la relación con su primer marido y su amor por Isaiah Berlin –amor in absentia– se agiganta, entrelazando lo personal, lo político y lo espiritual. Cuando la vida propia y los hechos de la vida se perciben con una pregnancia significativa que procede del destino, la figura del yo se transforma con el aura de los héroes trágicos. La grandeza de Ajmátova es la grandeza de un héroe trágico en lucha con un destino al que sólo cabe oponer como virtud la fuerza de la expresión. El proceso de evolución de su poesía ejemplifica, trasluce la progresiva auto-conciencia de la autora como modelo o mito de la época; su destino es el destino trágico de la época. Es Ajmátova misma quien pone ante los otros la intensa presencia de su figura moral; es Réquiem, son los fragmentos de Poema sin héroe, su dicción, es la conmovedora fuerza dramática de su historia lo que imprime en ellos esa huella imborrable.
Anna Andreievna Ajmátova muere el 5 de marzo de 1966 y es enterrada en Komarovo, el pueblo donde había tenido al final una pequeña dacha con una habitación y la exigua cocina. Es el joven Brodsky quien se ocupa de organizar su entierro, y es con sus palabras sobre ella –con lo que ella le dejó para la vida, más allá de sus poemas–, con lo que querría concluir.
Habla Brodsky con Salomón Vólkov, en una conversación que al publicarla titularon Recordando a Anna Ajmátova, y rememora aquel vagar suyo de un lugar a otro, de una casa a otra, como “una persona sin hogar y –utilizando su propia expresión– sin pastor. Los conocidos cercanos la llamaban ‘la reina errante’, y realmente en su cara –sobre todo cuando se levantaba e iba a nuestro encuentro en el apartamento de alguien– había algo de reina ambulante y sin abrigo. (…) Esta existencia no fue demasiado confortable. Pero se sintió feliz porque todos la amaban mucho y ella amaba a muchos. De manera espontánea siempre surgía a su alrededor un campo al que no tenía acceso la basura. Y pertenecer a este campo, a este círculo durante muchos años, determinó el carácter, la conducta, la actitud ante la vida de muchos –de casi todos– sus integrantes. A todos nos producía una suave quemadura espiritual el destello de este corazón, de esta inteligencia, de esta fuerza moral que ella irradiaba.
“No íbamos a verla buscando su elogio, ni el reconocimiento literario, ni la aprobación de nuestras obras. Al menos, no todos nosotros. Si nos dirigíamos a ella era porque ponía en movimiento nuestras almas, porque en su presencia parecía como si renunciáramos a nosotros mismos, a aquel nivel espiritual, moral –no sé cómo llamarlo– en que nos encontrábamos. Renunciábamos al lenguaje que hablábamos a diario –sigue Brodsky– para cambiarlo gustosos por el lenguaje que ella usaba. Claro está, hablábamos de literatura, chismorreábamos, tomábamos vodka, escuchábamos a Mozart y nos burlábamos del gobierno. Pero al mirar atrás no es esto lo que veo ni lo que escucho; en mi conciencia surge un verso de su poema ‘Escaramujo en flor’: ‘Ignoras que te perdonaron…’. Y esa línea no se distingue, ni salta del contexto, sino que está dicha con la voz del alma. El que perdona está siempre por encima de la ofensa y del que ofende. Este verso escrito para una persona, en realidad estaba dirigido a todo el mundo. Era la respuesta del alma a la existencia”.
Toledo . 22 . febrero . 2017
Este texto se leyó como conferencia en la Fundación Juan March de Madrid el día 23 de febrero de 2017, dentro del ciclo Poesía y revolución, con motivo del centenario de la Revolución Rusa.
Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias, 1950) es licenciada en Filología Románica por la Universidad de Oviedo y en Filosofía por la de Valladolid. Ha sido profesora en Toledo y directora del Instituto Cervantes en Toulouse. Codirectora de la revista Los Infolios y miembro fundador de El signo del gorrión, ha desarrollado una amplia labor crítica sobre poesía y sobre arte. Es autora de seis libros de poemas, entre ellos Ella, los pájaros (1994. Premio Leonor) y Todos estábamos vivos (2006. Premio Nacional de Poesía). Reunió todos estos libros en el volumen Esa polilla que delante de mí revolotea (2008). Posteriormente ha publicado Lo solo del animal (Tusquets, Barcelona, 2012). Libros suyos han sido traducidos al inglés, francés, italiano y sueco; igualmente sus poemas han aparecido en alemán, portugués, rumano, griego, polaco, árabe y chino. Actualmente coordina la página de poesía “Y todos estábamos vivos” en ABC Cultural. Sobre su trabajo han aparecido: Un lugar donde no se miente. Conversación con Olvido García Valdés (2014), de Miguel Marinas, y Del animal poema. Olvido García-Valdés y la poética de lo vivo (2016), de Amelia Gamoneda. En la sección de fronterad ‘La nube habitada’ hemos publicado poemas del libro Lo solo del animal, donde también ha publicado el artículo Es raro que alguien toque las cuerdas más profundas del alma (sobre Emily Dickinson en un teatro de Madrid).
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