Clásicos de la provincia
Me encanta este disco de un cantante colombiano, Carlos Vives, poco frecuentado hoy por las emisoras de radio. Al menos por las nuestras. Y es que en su título encierra para mí todo el poder evocativo que la palabra provincia encierra.
Miguel Carlos Vidal, en una imagen de archivo
Me encanta este disco de un cantante colombiano, Carlos Vives, poco frecuentado hoy por las emisoras de radio. Al menos por las nuestras. Y es que en su título encierra para mí todo el poder evocativo que la palabra provincia encierra. Yo que amo la provincia en todo su valor, y que aspiro a volver a ella, envuelto de momento –por azares y circunstancias– en aromas capitalinos, ni siquiera capitales.Para mí la provincia, además de los de Carlos Vives, que inspiran hoy mi titulo, tiene aires de Pimentel, en Lugo, Delibes, en Valladolid, Cunqueiro, en Mondoñedo, Julio Verne, en Nantes, Carvalho Calero, luego de sus prisiones, en Ferrol, en Santiago de Compostela.
Esas son para mí algunas de las provincias literarias (y dejo aparte a Madame Bovary subida en su fiacre de Rouen, con aquel cochero sudoroso recorriendo calles como el calvario de amor que se avecina) a las que más me gusta volver. A las físicas, a mi provincia, nunca he dejado de hacerlo, sobre todo porque nunca terminé de irme. Y voy y vengo de ella y busco aquellos magnolios y aquellas palmeras (una murío hace años, justo la que estaba junto al buzón, aún existe, donde deposité tantas palabras de amor; enfrente la estatua del marqués filántropo con la gaviota inevitable sobre la coronilla de bronce) y -también- algunos poetas que jamás dejaron la provincia, como Miguel Carlos Vidal, fiel a Ferrol, tan inseparable de Ferrol como la Puerta del Dique o el Cantón de Molíns.
Miguel Carlos Vidal, ese lujo en la provincia con quien coincido a veces, en encuentros que de puro apresurados tienen su punto de demora, si se me permite el oxímoron, con quien coincidía hace años en una tertulia en El Cafeto con tertulianos cuya sola enumeración me pondría los dientes largos, sino que a algunos se los ha llevado la de la guadaña, y empiezo a estar en edad nada proclive a las letanías funerarias.
Carlos Vidal, así le llamamos los amigos, sin el nombre arcangélico que es el suyo primero, tiene desde hace tiempo un lugar en el mundo poético. Ese para el que Gamoneda pide tratamiento diferente al de los demás géneros literarios, porque es otra historia. Y yo estoy de acuerdo. Para empezar uno puede ser novelista o ensayista o dramaturgo o crítico literario toda la vida.
Ah, pero poeta, lo que se dice poeta, uno lo es tan solo en ese libro, en esos libros, en ese momento, en ese poema tocado por los dioses que justificaría el oficio de poeta, comparable a veces al dificilísimo “mestiere di vivere” del maestro Cesare Pavese. A Pavese la soledad postrera lo sorprendió en el Albergo Roma, de Turín. A mí la primera en aquel Ferrol que alumbraba milagros como la revista Aturuxo, con Miguel Carlos Vidal como uno de sus artífices o monitores. En ella poemas de nuestro amigo, quien en paralelo iba cimentando su primer libro, Orvallo, publicado en la colección Xistral, tan luguesa como aquella Porta de Santiago por la que accedia a Lugo, y una placa sobre ella (ideada por Álvaro Cunqueiro) nos lo recuerda, el trovador Don Fernando Esquío.
Luego el silencio, un silencio que únicamente puede ser posesión de quien lo ama tanto que solo puede deshacerse de él a cambio de algo mucho más preciado. Y aquí recurro al tópico que quiere a Vidal poeta exigente, riguroso, entregado, tan rilkeano como el propio Rainer María, tan “en” poeta que murió, dicen (y me da igual que tal muerte no la recogen esos biógrafos, como Mauricio Wiesenthal, tan de la parcialidad vidaliana) de la picadura de una rosa. Un Vidal que de aquel libro iniciático salta a Ayer en que te dices (2012), esa miniatura hermosísima del tiempo presente que se sumerge en el pasado, como en un bautismo por inmersión, para así purificarse. Y yo desconozco la proyección exterior (interior, toda) de semejante manual de instrucciones sobre cómo sobrellevar el paso de los años y su usura.
Desconozco, digo, la difusión, el alcance de Ayer en que te dices. Y son embargo estoy seguro de que Miguel Carlos Vidal, tan sabedor de poesía, como pocos en Ferrol, tan poeta, tan poeta en Ferrol (y me pregunto si esto no podría tener algo de pleonasmo) como David Rey Fernández, por citar un joven, o Mario Couceiro, por aludir a uno que ya se ha ido, no se preocupa de esas cosas, porque tiene la medida de los asuntos poéticos y no ignora que al final, al final la palabra la dice el tiempo, mejor, el “tempo” de la poesía. Hermoso, bien afinado, cuidadosísimo el de Carlos Vidal (ya ven que lo llamo de las tres maneras posibles), tal como vuelve a mostrársenos en este tercer libro, El cuarto, la tarde, las rosas…(y otros símbolos) (Los Libros del Caracol/ Follas Novas, Santiago de Compostela, 2017).
Un libro que pide una lectura especialmente lenta, demorada, como el proceso de creación aquel cuadro de Turner, resuelto en dos horas y vendido en una millonada, lo que hizo que un crítico protestara por ello. Ah, pero Turner llevó a juicio al susodicho y sacó adelante la demanda pues. “Cierto que tardé solo dos horas en pintar el cuadro, pero llevaba veinte años pensándolo”.
Algo así es Vidal en este libro donde el niño que fue se hace mayor y ahí está el cuarto impregnado de olor a rosas, probablemente bravas, a tono con esa adolescencia tiernamente feroz que todos llevamos dentro para siempre jamás. Y hay aires de JRJ y de Antonio Machado y del propio Miguel Carlos Vidal inundando todo, con palabras bien medidas y reflexiones que no ahogan ni abruman sino que dejan respirar al lector. Quien agradece a Ferrol que deje crecer y vivir en él a gente como Vidal, ferrolano como la Puerta del Dique. Ferrolano de Bajar al puerto, así: En verano, de niño/ con cuánto amor por las mañanas claras/ de anteriores y futuros veranos/ (el mar ya al fondo), él al puerto bajaba… Algo así. O por ejemplo.