DE RERUM NATURA
La esclavitud y el silencio (hipócrita) del mundo
/por Pedro Luis Menéndez/
De manera más o menos periódica aparecen en los medios de comunicación críticas muy directas al hecho de que las grandes corporaciones textiles confeccionan sus productos en países asiáticos (no sólo) con trabajadores que se encuentran en régimen de semiesclavitud, cuando no de esclavitud completa. Como no se suele cuestionar más de una marca o corporación de cada vez, he llegado a darle vueltas a la idea de que se trata de campañas que organizan unas firmas contra otras, por eso de morder un trozo más de mercado, porque la verdad es que se trata de un tipo de noticia que no produce el más mínimo efecto en nadie. Y menos que en nadie, en el consumidor.
Este sigue comprando exactamente los mismos productos textiles (estamos en rebajas, oiga) a los que es fiel o se puede permitir, estén fabricados donde estén fabricados, sin excusa alguna, porque no será que las etiquetas no informan claramente del lugar de elaboración, que sí lo hacen, y con detalle. Con el añadido paradójico de que la misma persona que puede poner el grito en el cielo (es decir, un clic en una red) a propósito de una marca determinada, calza o viste en ese momento exacto zapatos, pantalones o camiseta de otra marca que hace exactamente lo mismo que la anterior. Hasta se lo he llegado a preguntar a amigos a quienes les ha parecido mal (o fatal) que lo hiciera: ¿por qué pones a parir a la marca o al fabricante equis si vas vestido de y, que sigue la misma política de fabricación? Por supuesto, nunca he tenido respuesta, al menos aceptable.
La siguiente pregunta que suelo hacer, y que tampoco suele producir una respuesta apacible, se basa en que esto no sólo ocurre en el mundo textil, sino en casi todos los productos de consumo, muy en especial en los electrónicos. Hasta los más radicales (que son unos cuantos) de mis conocidos llevan con agrado (y en ocasiones con orgullo) un móvil de la marca zeta o hache ensamblado por unas delicadas manos de niña china o vietnamita, con minerales arrebatados a muy bajo coste a nuestros vecinos del sur, es decir, los africanos. Amigos que compran en local hasta la última manzana no hacen lo mismo con sus ordenadores, sus televisores, sus relojes, sus tabletas o sus robots de cocina.
Y si bien la hipocresía de Occidente no es un tema nuevo, los niveles a que estamos llegando en nuestra sociedad de consumo es posible que superen la idea más clásica de la propia esclavitud; sobre todo porque ahora se supone que rechazamos la esclavitud legal y moralmente. Cuando crecíamos en tribus, cuando éramos griegos o romanos, no nos caían los anillos por convertir en esclavos a nuestros enemigos apresados en combate, o a otros pueblos de los que obteníamos así una mano de obra barata, cómoda y reemplazable con cierta facilidad.
Después llegaron América y África y (aunque con voces críticas a las que hacíamos poco caso, o ninguno) seguimos enriqueciéndonos a partir de las toneladas y toneladas de seres humanos que comprábamos y vendíamos, incluso trasladándoles de continente. Con ello hicimos grandes fortunas, algunas de las cuales siguen hoy en la base de las riquezas acumuladas por familias europeas que proclaman en la actualidad, a través de sus últimos vástagos, que son personas hechas a sí mismas (en términos modernos, que siempre han sido unos felices emprendedores).
Todo esto funcionó sin demasiados sobresaltos hasta que en el siglo XIX nos volvimos muy dignos y decidimos acabar con la esclavitud (legal hasta el momento), y no digamos en el XX cuando firmamos todas las declaraciones de derechos humanos que nos pusieron delante. Todas, todos y lo que haga falta somos iguales y nadie podrá ser discriminado (menos aún explotado) por razón de sus diferencias. Como el papel lo aguanta todo, no ha habido ni un solo régimen totalitario en el siglo pasado que no dispusiera de mano de obra esclava, sean estos camboyanos, chinos, soviéticos, polacos, alemanes o republicanos españoles encantados de participar en la magna construcción de nuestro hermoso Valle de los Caídos (como todo el mundo sabe).
Eso son cosas del pasado, me dice (o grita) uno. «¿Por quién me toma usted?», pregunta otro. «¿Acaso no se da cuenta de que soy una persona progresista, comprometida con cien causas, por supuesto también con el medio ambiente?», casi me escupe un tercero. Al cuarto ya no le dejo hablar, solo le hago un gesto y soy yo quien pregunto: «¿le preocupan a usted las manos (y el cuerpo, y la vida entera) de las personas que han fabricado el aparato electrónico en el que está leyendo precisamente estas líneas?».
PD- No se sienta usted ofendido, pues claro que estoy incluido en la lista. Pero si no hablamos claro, no nos entendemos. Y ni así.
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