I. Pero, ¿cómo llegamos donde estamos? Y qué hacer para salir
1. El neoliberalismo ha provocado una de las revoluciones más notables en los últimos cuarenta años. Transformaciones que no solo han repercutido en el funcionamiento económico y en el manejo de las grandes cifras, sino que han golpeado también las mentes y los corazones de la gente. El neoliberalismo se ha metido en las creencias y los cuerpos de mujeres y hombres, porque no se trata solo de darle al mercado un rol predominante en la sociedad, sino de convencer a la gente –aquello que algunos llamaban pueblo– que el mercado es la mejor de las instancias, el mecanismo ideal para lograr el desarrollo y la felicidad.
Como es sabido no todo ha ido como miel sobre hojuelas y el acceso a la felicidad ha resultado ser bastante más complejo. Quizás, la gente se ha dado cuenta, el neoliberalismo no trae todas las soluciones ni es la panacea soñada. El malestar social de los últimos años en América Latina, Estados Unidos, Europa, China, África y el Medio Oriente –sin olvidar todas sus especificidades culturales e históricas– puede argüirse, está relacionado con la aplicación de políticas neoliberales. En lo que aquí nos concierne y convoca, queremos reflexionar sobre el malestar que ha estallado en Chile y en España (y en toda América Latina y más allá…). En particular, es urgente advertir el modo en que el sistema (por lo general lo que podemos llamar gobierno, pero también, y quizás más importante, aquellos poderes fácticos que tras las caras oficiales manejan los hilos del poder y defienden los privilegios y estatus de ellos mismos) ha respondido a las demandas de la gente. Estas últimas han adquirido una visibilidad insólita. Ayudada, sin duda, por la revolución informática y la velocidad alcanzada por los medios de comunicación, hoy la idea de una protesta instantánea y global no es una quimera. No obstante, internet no es aquello que explica el estallido de respuestas como el 15M en España, la Vía Catalana, el Occupy norteamericano, Yo soy 132 en México, o el movimiento estudiantil chileno, pero acaso sí lo ha hecho posible. Se puede decir sin dudarlo que ha cambiado claramente la dinámica social desde que la televisión era la principal expresión tecnológica que marcaba los ritmos y los objetivos en la mirada. Ese agente visual que construía un espectador apoltronado frente a una pantalla con un mando o control –interesantes palabras que creaban esa ilusión de controlar qué mirar– y que dictaba qué existía: sólo lo que la pantalla permitía ver existía, pensábamos, aunque uno tuviera siempre la mosca detrás de la oreja. Porque claro que es una televisión que sabemos que está en manos de intereses privados, todos sus canales y todos sus programas compitiendo por el índice de audiencia, y que apenas hace un par de años era el espacio desde el que se imponía –como una ventana del y hacia el mundo- el tema de conversación. Sobre todo ello ya podíamos leer en esa lúcida crítica al neoliberalismo de Santiago Alba en La utopía del hambre: mirada y soberanía de 2003[1], a la que volveremos más adelante. En su ensayo, Alba nos decía:
¿Un buen uso de la televisión? Apagarla momentáneamente y sólo volver a encenderla cuando hayamos conseguido liberarla de esos dos límites externos [económicos y políticos] contra los que sí podemos luchar. Para cambiar la televisión, hay que renunciar a la seguridad. De ello depende, hoy por hoy, la seguridad de todos.
En el momento en que Alba escribió su ensayo probablemente no era imaginable que esas pantallitas de bolsillo –que aun tenían un aire a walky talky– fueran a ser las herramientas para dejar la comodidad del sofá reclinable y del sillón de orejera, y que se barajaría de nuevo quién tiene voz y quién(es) impone(n) qué ver: una mirada a la carta tan rápida que apenas podemos llegar a digerirla. Ironías de la historia que nos llevan a pensar cómo eran las cosas hace diez años: precisamente el neoliberalismo había abierto la espita a los canales privados. Eso ocurría tras la transición en España con la entrada de Tele 5 y de Antena 3 en los noventa, en manos de grandes grupos mediáticos, ay, esos nombres como Berlusconi que han tocado todas las piezas del poder y se han cargado sus propios países. Y en la otra orilla, y por la misma época, con el acomodo de las políticas neoliberales en Chile, como leemos en Oír su voz(1993), de Arturo Fontaine, donde el poder de siempre con la aquiescencia de los militares se adueñaba de ese cuarto poder para favorecer, por supuesto, a los militares y a la oligarquía de siempre. Así, en tantos lugares de cuyo nombre no queremos acordarnos, la televisión esta(ba) simplemente en las mismas manos –y qué decir de El Mercurio, de Mr. Edwards, que hasta el documental El diario de Agustín, de Ignacio Agüero, fue censurado en televisión (no en los años 80, sino en 2013)–, que nos amenizaban con su presencia insufrible, con las Semanas Santas llenas de vía crucis, domingos de Jappenings con Ja –o la superstición que se terciase–, con su censura y dominio absoluto de la pantalla, y ese largo etcétera soporífero y peligrosísimo. Momentos de cierta lucidez crítico-creativa desde la televisión pública en los años ochenta en España, que se ahogaría por luchas de poder entre partidos y por intentos de adecuar esa televisión de calidad a la televisión lucrativa enervante; en Chile la franja del no, que hizo historia y refrescó algo las mentes y pantallas, y en España algunos de los programas culturales y políticos de la época de José María Calviño, sobre todo el infantil La bola de cristal, que quizás marcara a toda una generación con la pesadilla de esa Bruja Avería que tan verdadera resultó. En cualquier caso, pensar en los medios de comunicación masivos es una buena forma de pensar en la sociedad y en la posición que acabamos tomando ante la calle y ante los escaños.
De esta forma, aunque no apagáramos la tele para salir a la calle, sino para fijarnos en otras pantallas más elaboradas que se multiplican, las redes sociales han acabado siendo los instrumentos empleados para agilizar y profundizar el modus operandi de los varios grupos, como demuestra la velocidad con que las manifestaciones se multiplicaron en cuestión de días en el futbolístico Brasil, por poner un ejemplo acuciante y casi impredecible. También son espacios multiplicadores de una nueva cultura poética, de una nueva plasticidad, de un discurso donde se dan desplazamiento de voces y de tonos y (re)surgen términos y conceptos que antes estaban o agotados o fuera de juego. Tomar el lenguaje por los cuernos es el principio de toda revolución. Asir el tiempo y tornarlo propio: decirle no va más al tiempo del mercado. Pero tampoco podemos olvidar que internet –que es lenguaje y tiempo– comienza como una herramienta militar para poder alcanzar el control absoluto durante la guerra fría, como proyecto de la Advanced Research Project Agency de la Secretaría de Defensa estadounidense. Y apenas unas décadas después, Facebook, blogs, Twitter, mail, Instagram, waspp, elquevengaapp y otros son los medios virtuales para comunicar citas, encuentros, proclamas revolucionarias a una velocidad que hace unos años hubiese resultado inverosímil (ahora todo parece durar con suerte, como dijo Sabina, lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks). Este éxito de convocatoria nos ha hecho olvidar el sentido de la génesis del invento, y también todo su potencial de control del que ahora se queja la canciller alemana, Angela Merkel –todo invento incluye su accidente, ¿cuál es el que nos espera? –. Y hace muy poco en el principio de verano en el hemisferio norte de 2013 se nos ha vuelto a recordar que en internet y por internet podemos ser masivamente espiados. Podríamos pensar que los mismos usuarios lo hemos puesto en bandeja. Sin embargo, internet, en una dialéctica que nos lleva a la paradoja, es a su vez lo que hace posible otros encuentros antes inimaginables, pero esos encuentros –también en esto días– se siguen dando en la calle, en las plazas, en los parques. Y esos encuentros dan lugar a lo que algunos como Vattimo y Zabala llaman democracia enmarcada, que recuerdan que el movimiento ya no puede seguir retrasándose, que es aquí y ahora, y que requiere de la reunión física, material, humana en el espacio urbano. Apagar la tele. Sí. Pero encender el celular de turno, quizás. Multiplicar voces e imágenes. Apagar el celular. Imaginar una nueva democracia.
2. Por eso volvamos a las imágenes. Las escenas podrían ser las de cualquier noticiero, cualquier día: jóvenes corriendo por las calles perseguidos por la policía, intentando responder con lo que hallan a su alcance. Carros lanzando agua, bombas lacrimógenas; y volvemos a ver porras o bastones de policías en las imágenes, o seguimos viéndolos, y sobre todo volvemos a ver la sombra de los que se anticipan con la persecución de los participantes en los escraches, funas, manifestaciones y huelgas. La respuesta gubernamental en España ha sido, además de ignorar las reivindicaciones ciudadanas, equipararlos con los nazis, con los chantajistas, la necesidad de autoconvencerse de que los ciudadanos somos muchedumbre, maleables, maleantes, chusma. Nada nuevo bajo el sol, desgraciadamente tan natural como la presencia de los carabineros tras los estudiantes chilenos –y el inaudito ingreso al campus de la Casa Central de la Universidad de Chile, rompiendo con la tradición de autonomía que solía tener esa casa de estudios– y el intento de demonizar cualquier movimiento civil que resulte molesto y ruidoso para el poder.
No se trata, por cierto, de efectuar la labor opuesta: demonizar a las fuerzas represoras, en sus múltiples encarnaciones. Mal que mal la represión y las categorizaciones peyorativas (para ponerlo de un modo suave) son producto de circunstancias determinadas, de relaciones en las estructuras sociales, históricas, económicas y políticas. Lo que estas páginas buscan pensar, precisamente, en dichas relaciones; en otras palabras, no solo describir lo que sucede sino también buscar sus razones (por supuesto, no se nos escapa que describir la realidad es ya una interpretación y caracterización de la misma). No obstante, siempre es necesario correr el riesgo: más aún, es imprescindible. Pensar, de estos modos, el regreso a la violencia estatal en un contexto de intensificación y radicalización de las condiciones de vida bajo el capitalismo. Pero antes de llegar ahí debemos recurrir y recorrer varias trayectorias que reconozcan las especificidades de cada realidad.
3. Cuando llega el momento de responder (es un eufemismo) a las protestas, marchas y escraches, los gobiernos han optado por no dejarle al mercado la solución de las circunstancias. En su lugar, han recurrido a métodos más bien anticuados pero totalmente contemporáneos también. La violencia represiva es una instancia particularmente remarcable en el contexto de la discusión teórico-política del momento. ¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Qué es lo que está pasando? ¿Cuáles son las condiciones de futuro que se están creando? ¿Estamos ante el surgimiento de una nueva política? La escena desde los escaños no deja de ser de desconcierto. La respuesta de los gobernantes, sin embargo, tiende desde el ocultamiento de la cabeza tras el iPad o el juego de turno, o la espera de que los ánimos se calmen ofreciendo pequeñas retribuciones simbólicas y hasta virtuales, así como voces de optimismo sin fundamento. Mientras tanto, crecen las noticias de escándalo por corrupción en España a raíz de la publicación de sms entre el presidente del gobierno Mariano Rajoy y el ex-tesorero del Partido Popular (PP), Luis Bárcenas, y, más grave aún, con la publicación de la lista de dinero negro donde aparece claramente el nombre de los altos dirigentes de un país en estado crítico. Lejos de mostrar bochorno frente a los miles de manifestantes que piden dimisión o nuevas elecciones, el gobierno dice que no cede ante el chantaje. Interesante apropiación de vocabulario –¿quién chantajea a quién?–, que pone patas arriba de una vez por toda la conciencia de qué es legal, de dónde está la ley, de cuáles son los límites, si es que los hubiera habido alguna vez. Por eso, mientras tanto, lo que observamos no deja de llevarnos a la reflexión y a la necesidad de entender qué está pasando mientras está pasando. Con la conciencia, por supuesto, de que al escribir esto mientras sucede con un océano y mucha tierra de por medio, los sucesos se nos imponen y se nos atropellan entre las palabras. Recordemos: El futuro es siempre hoy.
4. Desde una visión transatlántica, global y local (¿glocal?), nos interesa observar de qué forma se configuran las manifestaciones culturales que acompañan estos fenómenos de resistencia social en diferentes puntos geográficos, no sólo como representaciones o testimonios, sino también como impulso para fortalecer esos mismos movimientos, y para pensar cómo son en sí mismas sus textualidades y redes de resistencia. Parafraseando a Rancière, podríamos decir que se trata de la distribución de lo perceptible, que se reconfigura precisamente por la actividad política: introduce elementos y sujetos en el escenario común, hace visible lo hasta ahora invisible, articula el lenguaje donde antes solo había ruido. Ver lo que siempre ha estado ahí, pero que no se quería ver. Ver lo azul en un mundo azul. La fotografía puede ser muy parecida, pero ahora tenemos nuevos ojos para verla. Y ahí vemos la tarea que se asignan a sí mismos algunos informadores, quienes desde y por un nuevo quinto poder que parecía adormilado y que de pronto ha despertado (aunque el beso decisivo haya sido dado por el príncipe valiente del neoliberalismo), han sido expulsados del reino de la estabilidad para narrar qué ocurre, usando, eso sí, la primera persona autobiográfica –garante de veracidad, garante de realidad y experiencia– para testimoniar sobre un declive que tampoco ellos esperaban:
Desde aquí casi no se ve a los que han quedado arriba, es necesario un ejercicio de memoria. Sabemos cómo viven, qué comen, qué compran, cómo visten y cómo se mueven porque hace poco estábamos ahí. Pero la miseria impone sus olvidos, y creo, no podría asegurarlo, que nos salva un poco. Los de arriba, en cambio, no nos miran. No pueden. Quedan los periodistas, los informadores, que tratan en vano de narrar la pobreza, los desahucios, el porqué de ese o aquel suicidio. ¿Cómo podrían? Si no te han cortado el suministro de luz, o de agua, o ambos, tu idea de la miseria es de plástico perfumado. Por eso yo ahora les sirvo. La desahuciada que narra (Cristina Fallarás 2013: 28s.).
No es nuevo, la función del periodista tradicional –el cuarto poder– como testimonio de la verdad en oposición al discurso del poder ya la vemos con claridad desdeOperación masacre (1957), de Rodolfo Walsh, cuando el narrador protagonista –que es el mismo autor representado– abandona el ajedrez para unirse primero a una manifestación que escapa de la brutalidad policial, y cuando vuelve a abandonar el tablero para investigar el asesinato de los peronistas ejecutados. Como en una línea de resistencia intelectual y por supuesto política, ese impulso ético, que es una mirada y también una articulación de un lenguaje determinado en un momento dado, se encuentra en el germen de lo que va a ser el policial latinoamericano, y no solo latinoamericano. No por nada desde ahí surgen las críticas sociales más duras. Pepe Carvalho, Héctor Belascoarán Shayne y Heredia desde su radical escepticismo son parte pionera de ese impulso ético. Uno que ya estaba en el cuento de Ricardo Piglia La loca o el relato del crimen, de 1975, en que Renzi decide escribir el crimen verdadero como si fuera un cuento, desobedeciendo al director del periódico cuando le dice: “Pero yo hace treinta años que estoy metido en este negocio y sé una cosa: no hay que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo mató la Virgen María, vos escribís que lo mató la Virgen María”. Para luego añadir: “Si te enredás con la policía te echo del diario”. Renzi –como Carvalho, como Belascoarán, como Heredia– decide enredarse con la policía, pero para ello usa el relato ficcional, marcadamente literario tanto en la estructura como en el tono, para aclarar la verdad que no va a aparecer en los documentos judiciales. Ah, pero la ficción, amigas y amigos, es real –y todo, como aprende Héctor de su hermano Carlos y como cantan los Redonditos, es político–. Piglia hace lo que los movimientos sociales están haciendo hoy: invierte primero y luego destruye –hace añicos– la dicotomía en la escritura: ficción, realidad, como planos ontológicos perfectamente delimitados. Sin embargo, frente a esta toma de postura académica, que rehúye una reflexión crítica cultural de fondo para aposentarse en las cómodas torres de marfil que el poder ha erguido, las mismas texturas nos impulsan a retomar la reflexión sobre elementos que configuran esta realidadficcióncontemporánea donde las consecuencias de una violencia estructural, que nos tenía aletargados, se han hecho visibles en toda su materialidad. Del poeta a la calle a los críticos de la poesía a la calle con cierta premura ahora que todo está ya desdibujado. Realidad y ficción porque aquellos límites, como escribe Josefina Ludmer en Aquí América Latina, ya han dejado de ser claros y definidos. Toda representación se pasea por esos dos mundos que ya no se distinguen. Indefinición necesaria para llevar a cabo cualquier análisis cultural: no es solo que la ficción devenga realidad, sino alvesretambién y más. Por ello se atraviesan y borran fronteras: precisamente lo que los movimientos sociales buscan hacer. Ampliar el imaginario posible: transformar el modo en que vemos el mundo. Recordar acaso que otro mundo es posible en Porto Alegre y en Davos. Otro mundo, ¿qué mundo? Un mundo deseado que supera la idea de la utopía de Moro para apropiarse de posibilidades ontológicas como vectores que propone la realidad virtual en la que también vivimos y que nos recuerda, como un mantra, que otro mundo es posible. Sí, pero, repetimos: ¿cuál(es)? Y junto a las redes de resistencia social, observamos la multiplicidad de manifestaciones culturales en ambas orillas, donde el periodismo digital cobra un nuevo protagonismo, pues aun asumiendo esa función que no es nueva como vimos, sí provoca una omnipresencia atravesando tiempos y espacios, fronteras, océanos, (re)creando nuevos códigos y llegando a un público más amplio. Puro efecto multiplicador. O, más bien, deberíamos decir que ese periodismo digital no pretende situarse en un nivel superior, sino que surge del movimiento, genera movimiento, acompaña y es movimiento. He aquí el quinto poder, leemos en Wiki. En esta capacidad insospechada de los nuevos medios de comunicación y de sociabilidad; capacidad de organización, de subvertir desde las comunicaciones el monopolio de los dueños de las comunicaciones –así Ignacio Ramonet crea una entidad de nombre astronómico, el Observatorio Internacional de Medios de Comunicación. Todo podemos recordar la portada del Time de 2006 (que es como un 2666 para los bolañistas) donde se anuncia al “hombre del año”: un computador con su pantalla como espejo y las letras sabidas: Tú.
Entonces el quinto poder es la formación de nuevas instancias de resistencia que tienen su soporte en tres factores fundamentales: el empleo de las nuevas y futuras tecnologías de comunicación para establecer redes; un carácter horizontal, que busca lograr una democratización radical en la que tienden a desaparecer los líderes y jefes; y una participación activa, clásica si se quiere, de las personas en la calle (no basta con vincularse virtualmente, es necesaria la presencia física también). Muchos se incorporan y participan de este quinto poder que es todo lo contrario a una quinta columna. Incluso su nombre de poder debería ponerse en entredicho: es más y es menos que un poder, es potencia y acción, posibilidad y deseo. Así, resiste y se opone a la homogeneización de la información que viene desde arriba (o desde abajo o desde dónde venga).
Es toma de conciencia de la velocidad y la aceleración con que la crisis se materializa en nuestra adormilada sociedad. Ya no esperamos que la noticia venga del periódico al uso –ese periódico de papel que se leía con un café con leche en el bar de la esquina durante décadas– o que sea difundida por Televisa (otrora quinto poder mexicano), es más, desconfiamos si la noticia viene sólo del periódico al uso –¿lo dijo El Mercurio, salió en El País?, no more–, que ahora sabemos con pasmosa claridad que responde a otras necesidades y a otros financiamientos que nos han traído a este punto: ¡Si hasta el Washington Post está ya en manos del magnate de Amazon! Para confiar en esas imágenes, en esas voces, en ese encuadre, necesitamos saber qué otros ciudadanos lo ven y lo comparten con un click, que el periodista digital está dentro del cotarro, que a otros les gusta, lo teclean pulgar arriba aunque quisieran gritar claramente I dislike it!, porque eso significa que nosotros podríamos haberlo visto igual desde esa perspectiva y en ese momento de haber pasado por allí. Es decir, estamos confiando en esa forma de mirar porque bien podría ser la nuestra. Félix Azúa dice en su Autobiografía de papel que el periodismo en internet es el género ideal de la democracia total. Cualquiera puede redactar algo y publicarlo desde cualquier lugar del mundo –cualquiera que tenga acceso a un ordenador en un lugar con conexión inalámbrica (wifi), se entiende–. Pero cómo se vea y cuánto se comparta esa nota periodística es lo que le da finalmente valor. (Si alguien escribe un blog que nadie lee, ¿existe ese blog, hace ruido al caer?). De esta forma estamos replanteando unos parámetros jerarquizadores que antes creíamos absolutos. Wiki pasa a ser así la enciclopedia que se prefiere, que primero se lee, porque sus lectores pueden y deben retocar esa información, criticarla si es preciso, porque no debemos creer en todo lo que ella nos dice. Ya no hay un saber absoluto ni verdad absoluta –nunca los hubo aunque tanto tiempo nos lo hicieron creer, a pesar de que ya estaba esa Bruja Avería despertándonos las electroneuronas–, tampoco aquí y nunca más en el mundo enciclopédico. Y así es como leemos y vemos esos movimientos que nos encienden, aunque haya tierra de por medio, pero el sonido no es nítido –como no lo es cuando estás entre el sonido–, pero la imagen no está mejorada por el photoshop –como no lo está cuando somos parte de la imagen–. Vemos esas noticias que se nos da de tú a tú, de vos a vos, y sentimos que somos parte de algo más. Lo vemos en la pantalla como lo veríamos si… Gritamos pulsando con un dedo, y saltamos de la silla para ir nosotros mismos cámara en ristre. Confiamos tanto en esa pantalla como en nuestros sentidos, o desconfiamos tanto de ella como de nosotros mismos.
No obstante, se nos escapa algo: para acceder a ese discurso que consigue multiplicarse y ocupar el espacio digital también hay que saber algo del oficio, por llamarlo de alguna forma, tener un dominio del lenguaje y de ciertos discursos. Y ahí es donde sucede un fenómeno que podríamos llamar gentrificación del espacio virtual, surgen analfabetos de internet (y no se trata solo de la abuelita que no sabe cómo enviar un correo: la diferencia de clase, los poderes establecidos, la división de acceso a oportunidades empieza a jugar su juego también aquí) que no tienen acceso potencialmente a esa información y que, sobre todo, no tienen ni voz ni voto. Es significativo que al final sean las mismas voces de los periodistas de papel quienes también se imponen en la marea de publicaciones online –no todos sabemos cómo se consigue que tal página aparezca primero en el buscador Google, no todos tenemos 45.689 amig@s en Facebook (y no podemos dejar de preguntarnos: ¿Qué hubiese hecho Roberto Carlos hoy con su millón de amigos?)–. Es significativo que sean sus blogs, con plumas –o más bien tecleo– que saben qué decir y cómo decirlo para llegar a un mayor número de gentes.
Y, sin embargo, este periodismo digital y virtual, en manos de personas que saben el oficio, es el que ofrece una forma de canalización de resistencia frente al descaro contemporáneo de las injusticias sociales que las crisis han sacado a la luz, aunque ya estuvieran en la base de la alienada felicidad virtual que el neoliberalismo de los últimos años parecía regalar por muy poco precio. Sabiendo, por supuesto, que siempre es imposible apresar lo contemporáneo, que siempre se nos escapa en su urgencia. Llegar a la hora a una cita a la que solo se puede llegar tarde, como dice Giorgio Agamben, es esa la tarea de toda reflexión sobre la cultura hoy. Los medios se apuran lo más que pueden, Twitter es casi instantáneo, pero no olvidemos que los primeros poderes también han alcanzado dichas velocidades. Si todos tenemos Facebook, si todos tuiteamos, si todos tenemos nuestra página web, nuestro blog, la diferencia tiene que estar en otro lado. No es suficiente estar conectados. Marshall McLuhan no las tenía todas: el medio no es siempre el mensaje. ¿Cómo emplear las posibilidades de los bytes,la rapidez del streaming (retransmisión en vídeo vía internet), la ternura del me gusta?Ahí surge el nuevo quinto poder: desde la capacidad de aprovechar la dureza de los medios y su velocidad, pero sin perder la ternura jamás. En otras palabras: democratización masiva y transversal de los medios para lograr una sociedad diferente. A la democracia a través de la democracia.
5. De esta forma, nuestra intención es concentrarnos –para hacerlos estallar– en algunos de esos imaginarios alternativos que se están gestando y reproduciendo a velocidad vertiginosa sobre todo en internet o lanzándose desde internet. El hecho de que sean espacios virtuales significa que tienen además unas características importante a tener en cuenta: no se conciben en un solo lugar, no se leen en un solo lugar, no se requiere un capital para armarlo. La misma participación social cambia: un nuevo movimiento político-social nos avisa en su página web para inscribirse, que la participación mínima será la participación online. ¿No es acaso la participación máxima? ¿La que puede estar en todas partes, en cualquier instante?
No hay una cantidad definida de los imaginarios que vamos tratando a lo largo de este trabajo, pero no es necesario ir tan deprisa, solo ir a velocidades diferentes. Sorprender, largar líneas y fugas nuevas e inesperadas. Estamos en el presente; el tiempo es ahora, cada palabra se nos arranca, no hay asidero posible, se le da vuelta apenas esbozada la idea, surgen nuevas voces y reescribimos mientras estamos escribiendo. Y justo de eso se trata: de asir, de agarrar, pero para dejar ir y darse cuenta que siempre se convierte en otra cosa ya. Aunque cosa no sea el término adecuado. Ya no hay cosas, hay líneas, hay sueños, hay realidadesficción, hay tiempos otros y velocidades nuevas. Importante a tener en cuenta es que toda esa producción en la red se retroalimenta, rediseña las relaciones, ofrece nuevas formas de articulación y nuevos conceptos que asimismo colaboran en ese imaginario alternativo que antes señalamos. Y volver a decirlo porque la realidad se repite una y otra vez, y en ello radica su misma diferencia: la paradoja del espacio virtual quizás sea que no es ni espacio ni es virtual. Más real que las páginas de un libro que no se halla en ninguna parte y en todas. Curiosa y peligrosamente recuerda la omnipresencia del capital mismo y la aceleración absoluta de la circulación de información y capital. En medio de esta algazara, donde la aceleración absoluta que lleva al instante divino: todo aquí y ahora. Esos son los rasgos de un dios y, como es sabido, la divinidad (o el creer serlo) trae siempre consigo a la violencia. Porque estar en todas partes es verlo todo, saberlo todo, adquirir la velocidad total. Santiago Alba dice al respecto:
La combinación de tecnología y capitalismo ha acabado por sustituir estos dos modelos –el despótico y el teocrático– por un tercero en el que la soberanía se ha vuelto realmente invisible. En el régimen común del hambre y la mirada, cuanto más poderoso es el poder, más providente e invisible deviene; por el contrario, cuanto más débil es la debilidad, más ciega y más visible.
Ese mundo –que internet simboliza a medias– expele violencia por todas partes. Pero ni siquiera esa violencia puede hacerse visible, acaso una amenaza ante la que es mejor no detenernos, pues hay cosas de las que es mejor no hablar y preferimos devolver a la invisibilidad que nos hace más cómoda la vida. Violencia y aislamiento: quien lo denuncia, ha de quedar bloqueado, expulsado del clan. Pero el clan es uno y todo e imparable. Observamos una aceleración que a su vez es la cristalización de la violencia estructural, como la llama Johan Galtung, es decir, la existencia de un conflicto entre el uso de recursos materiales y sociales, el cual no permite la satisfacción de las necesidades básicas humanas. Es simple: el pastel no alcanza para todos. O al menos eso nos dicen. Pero, ¿desde cuándo el alimento básico es pastel? ¿Y quién está decidiendo cómo repartirlo? Sabemos quién(es), pero empezamos a no estar de acuerdo. Sin embargo, seamos honestos: ésta es una viejísima historia. Sabíamos que los recursos naturales no alcanzaban así. Sabíamos que había hambre en el mundo. ¿Alguien recuerda Etiopía en los ochenta con sus imágenes de niños con barrigas hinchadas en la tele a la hora del almuerzo mientras dejábamos los platos sin acabar, y nos reprendían? ¿Y el mendigo de la esquina en quien no fijamos ni una mirada y nos molesta por su olor y su desorden de periódicos viejos –ironías más, ironías menos– y su carrito del súper lleno de nuestra basura? Y ese etcétera que nos hace girar la cabeza como si no fuera con nosotros. Y no sólo eso: la memoria de los nuestros nos dice que claro que había hambre (a veces las monedas en enjambres furiosos taladran y devoran abandonados niños, en Nueva York, en Barcelona, en Concepción), pero no queríamos oír a esos engorrosos fantasmas del pasado. En el momento en que esa violencia se nos hace tan visible y nos afecta, aunque sea a medias, es el momento en que protestamos por ese mal reparto de los recursos naturales y de imposibilidad de la satisfacción de las necesidades básicas, porque es cuando se nos ha expulsado del paraíso capitalista. Mientras uno no ha tocado el cielo, no se siente elegido para exigir su pedacito de pastel. Luego llega la sorpresa de perder los derechos del llamado bienestar y la rabia por haberlos perdido, que es lo que mueve con una energía renovada.
Quizás es tiempo de que se entienda de una vez por todas, aunque no nos afecte a cada uno de nosotros, que el sistema neoliberal es posible sólo con ese perverso fundamento de desigualdad absoluta –si las mujeres en las chabolas usan la gotita para pegarse los dientes mientras los profesores sueñan con Porsches y nosotros con ovejas eléctricas–. Quizás deberíamos tatuarnos en la memoria que perder el pastel, el choclo, el pan y hasta las cebollas con sus nanas, es siempre posible y que ya son demasiados a quienes no les alcanzan ni las migajas, y cambiar la dinámica: volver a un ascetismo como forma de Revolución, como dice Alba. Seleccionar los objetos de consumo, y seleccionar los objetos de mirada. También seleccionar las palabras y articularnos para que se nos siga oyendo, aunque sea molesto hacerlo en momentos de crecimiento macroeconómico, de flamante burbuja inmobiliaria, de paraíso vacacional por el módico precio de otro préstamo bancario.
Porque mientras uno no sabe cómo mover algunos de esos hilos de ese mundo que creemos controlar por una pantalla, pero que nos está controlando desde ese lugar que no vemos pero que es providente, uno no puede articular su voz, y la debilidad se hace más visible, y por ello más vulnerable. La violencia de ese mundo entonces tiende a aplastarnos, sea amenazante sea porque nos arrebata las palabras para describirla. A la puta calle, ha titulado Cristina Fallarás su libro sobre su desahucio. Palabras violentas para hablar de la violencia. Si la violencia no es plato de gusto de nadie, ¿cómo hablar de ella si no es nombrando a las cosas por su nombre desde la rabia? Por lo que cargarse de palabras, de imágenes, de poesía y de música es lo que permite una forma decidida de visibilidad, y es lo que hace visibles también los recovecos y fallas de los primeros poderes, aunque sea un riesgo señalarlos, escarcharlos, representarlos.
6. Pues, ¿de qué hablamos cuando hablamos de violencia? ¿Cómo se ha transformado la violencia en nuestros tiempos? ¿Vivimos la antesala de un cambio transformador o estamos solo ante la radicalización de las condiciones de explotación? Ninguna de estas interrogantes posee una fácil respuesta. Para comprender la realidad contemporánea es imprescindible reflexionar sobre la estructura y práctica de la violencia en nuestra sociedad. Desde la que se expresa y advierte a simple vista –aquello que algunos llaman violencia subjetiva– a aquella otra soterrada que se esconde en el engranaje mismo de la sociedad, violencia sistémica. Violencia vertical u horizontal; violencia en su grado cero como instante fundacional. La violencia hoy permea y atraviesa todo nuestro horizonte de expectativas y nuestras estructuras de sentimiento. Así, toda crítica del presente es necesariamente una crítica de la violencia y acaso bajo la violencia. Volviendo al concepto de Johan Galtung, pareciera que durante años de optimismo institucional –es decir impuesto desde las instituciones– esa violencia estructural se hubiera convertido en un tabú al que sólo algunos autores no canónicos se atrevieran a representar, nombrar, denunciar. Sí, claro, se hablaba hasta la extenuación de la violencia directa, de la subjetiva, de la violencia de índices de criminalidad, cantera de votos, que sabemos que es respuesta o consecuencia de ese gas invisible –retomando la metáfora de Juan Marsé en su Embrujo de Shanghai– que no queríamos ver. No era de buen gusto hablarla, plasmarla, tratarla. Aunque claro que estaba ahí, agazapada tras los anuncios de productos luminosos, los carteles de partidos democráticos, los leones o las columnas de la entrada de ese espacio de diputados dando cabezadas, de escaños vacíos, de siestas a deshora, de iPads y juegos de apalabrados, de gintonics que nadie parece beber pero de los que todos hablan, de acuerdos imposibles por el bien de la siempre alabada democracia y festejos hasta la extenuación de nuestras sacrosantas transiciones. Porque esa violencia es y ha sido la base y el motor –allende los mares, hacia el este o el este, y siempre hacia los sures múltiples–, del espejismo de prosperidad, de consumo sin límites, de la belleza a cualquier precio. Mientras la mayoría se obcecaba en seguir creyendo en los Reyes Magos, en el Viejito Pascuero, en Santa, en esos regalos que aparecen como por arte de magia en cualquier esquina, pero que tienen un precio, un alto precio pero con bajos intereses. Apenas un pellizco insignificante en la mensualidad, en el jornal, en el salario, firme, firme acá, y la mayoría firmando papeles incomprensibles. Una venta del alma al diablo para ser clase media –sea lo que sea eso, pues no dejamos de ser “pobres laboriosos”–, con el precio de un contrato indescifrable que nos traducían nuestros representantes con gesto de confianza y paternalismo. Diablo con sonrisa mientras se siguen robando tierras, se sigue oprimiendo a quienes no tienen llave de ese paraíso de color, se aprovechan de la credulidad de tanta gente cegada por la imagen que deja la última cerilla encendida.
Y de repente aparecen nuevas voces que rompen ese tabú en el que tan cómodos creíamos vivir mientras se iban mermando derechos y se iban relativizando conquistas sociales con las que habíamos soñado y que creíamos que algunos estaban defendiendo por el bien de la amada democracia. Y esas necesidades básicas vitales, como el bocadillo o el vaso de leche de los niños en las escuelas, se convierte en dato vergonzoso y en materialización clara de lo lejos que queda la satisfacción básica, saciar el hambre, compartir el pan de una verdad común a todos. Y a partir de ahí, nada debería extrañarnos tanto: las cartas sobre la mesa –o algunas cartas–, hablemos con algo más de claridad, parecemos decir desde calles y pantallas. La violencia no era sólo eso que pasaba por las estadísticas y los programas sensacionalistas. La violencia es la gasolina del coche, el osito de peluche del bebé made in China, el café del desayuno from Panama Carmen’s State, el blando sofá donde pasamos las veladas viendo la televisión, y los tuits diciendo que alguien no puede ser presidente porque no tener dinero, no tener un apellido, te lo impide. La risa cibernética deviene un golpe tan cobarde como incontestable. La(s) violencia(s) y sus muchas formas.
7. La violencia necesaria. Un amigo que vive con los mapuches marca una clara distinción entre violencia contra las personas y violencia contra la propiedad. En su contexto, no solo es una diferencia fundamental sino altamente cargada: tomas, quemas, cortes de tráfico, pueden estar justificados. Lo que está siendo cuestionado, evidentemente, es la sacrosanta propiedad privada (la cual, de acuerdo con la Constitución chilena vigente, antecede a la conformación del Estado, y que fue también la base de la Colonia española: encomiendas, otra forma de feudalismo pero a la vez la huida de él –océano de por medio– e inicio de esa propiedad de esos piojosos campesinos castellanos “ellos ven verdes tierras, libertades, cadenas rotas, construcciones”). Este ataque a la propiedad privada –su destrucción– puede entenderse en el contexto de una lucha directa contra quienes son los dueños, los propietarios (en el caso de los mapuches, de las tierras que les pertenecen a ellos). ¿Qué pasa cuando hablamos de la violencia contra la propiedad en las marchas en contra de negocios particulares o inmuebles públicos como bancos de los parques y bancos de los otros, señales de tráfico, árboles, grifos, etcétera? Una respuesta posible: la violencia es la respuesta a una violencia aún mayor, la violencia sistémica que se oculta tras su fachada de normalidad. La estructura violenta. De acuerdo. Pero, ¿es eso suficiente? Otra respuesta: la violencia emerge como resultado de la violencia subjetiva aplicada por las fuerzas de “orden” (nunca mejor puestas las comillas) y su gesta represora. Recordemos a las presas de Leonera del argentino Pablo Trapero quemando colchones mientras cubren las bocas de sus hijos para que no se asfixien por el fuego, poniéndose en peligro para protestar por el robo del pequeño Tomás, rebelándose aparentemente ante una injusticia particular. Pero es una cárcel argentina y es un niño robado, y siempre se trata más que de un caso aislado, es más y mucho más cada respuesta violenta y sobre eso deberíamos seguir reflexionando. Porque en este caso, hemos de notar, la lucha es desigual: la policía es inmensamente más poderosa, es y siempre fue. Volveremos a hablar más de la violencia en las protestas más adelante. Continuemos ahora pensando en el sentido, y la necesidad, de la violencia como parte de la resistencia… nos guste o no, porque está ahí.
8. Quizás en el caso de España lo nuevo sea que estos movimientos surgen a partir de la masificación de desahucios, consecuencia de unas fatídicas políticas económicas que han favorecido a un sistema bancario corrupto y poco transparente, y unas leyes laborales que hacen malabares con las teorías neoliberales para llevar a la inseguridad a millones de trabajadores y para desbordar el ejército laboral en reserva.
Así, a partir de la Iniciativa Legislativa Popular presentada por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, las noticias sobre desahucios y embargos se repiten, así como las respuestas ciudadanas. La protesta, en este caso, aparenta ser transversal –no hay clases privilegiadas y como ejemplo queda la patada del aparejador con polo de Lacoste a la persiana del banco que relata Cristina Fallarás en A la puta calle, así como su mismo desahucio– y, si nos apuramos, desideologizada, pues de nuevo no parece tener nada que ver con algo parecido a una conciencia de la lucha de clases. Acaso se presenta como un movimiento impulsado por la necesidad de mantener cierto estatus, unas propiedades, una parcela de vida que pareciera normal y que permitiera el espejismo de poseer una esfera privada que no fuera corrompible, una dignidad vital que está recogida por el artículo 47 de la Constitución de 1978. Eso explica el sueño del acceso a esa clase media, parangón de modernidad socialdemócrata, que más bien se convirtió en un “conglomerado de variantes de la clase obrera sin conciencia”, tal como escribe Rafael Chirbes en la novela En la orilla. Aparenta, decimos, porque precisamente en ello radica uno de los puntos que requieren una atención definida, en esa falta de conciencia, falta de conciencia que es el resultado, y también la causa, de la interrupción de las líneas de la historicidad que se ha intentado llevar tanto en España como en Chile tras las dictaduras. Empecemos de nuevo, todos juntos, como una gran familia, decía y quiere seguir diciendo el discurso imperante. Eso es lo que le dice Lola Cercas a ese personaje republicano de papel cartón en la película Soldados de Salamina, de David Trueba, al despedirse a la puerta de una residencia de ancianos en Dijon: “Volveré a visitarte con mis amigos, y pasaremos la tarde juntos, como una familia”. Y lo peor es que no se ve atisbo de ironía en ello. Pero lo que se oculta(ba) tras este discurso edulcorado es la prevalencia de las estructuras sociales de la misma dictadura, la patria como gran familia, que tan lúcidamente analiza Elizabeth Jelin. Y así, para ser una familia tradicional, se necesita un padre, un déspot capaz de controlar, disciplinar, infligir castigo. Un padre que no da explicaciones cuando es pillado en falta, y acalla cualquier protesta porque manda y porque lo dice Él. Con el paso a ambas transiciones apenas hay cambios en ello, apenas se permite la vuelta de algún hijo pródigo que acepte bajar la cabeza y comulgar con el orden impuesto a la fuerza. Y así, como en toda familia, unos salen mejor parados que otros, pero de eso tampoco se habla(ba). De ese engaño de fraternidad malentendida surge el desamparo de quienes salen perdiendo, de quienes pierden todo, y que de repente no cuentan con la ayuda de ese poder paternal que creían generoso. Y al mismo tiempo, una vez perdido el espacio privado que creían poder pagar con la seguridad de unos trabajos efímeros, parecen redescubrir el espacio público ya no sólo como espacio de consumo (centros comerciales, restaurantes, tiendas que obviamente no son tanto espacio público sino espacio de pura transacción comercial sujeto a unas reglas incomprensibles para la inmensa mayoría. Pero ¿qué vas a hacer un domingo si no es ir al mall?), sino como espacio de protesta, de reivindicación de algo que en un principio no estaba muy claro qué era –recordemos la plurivocidad del 15-M, del movimiento Occupy, de la primavera árabe–, pero que se va configurando a toda velocidad gracias a la premura de la necesidad y del derrumbe de las esperanzas de un número cada vez más amplio de personas. En ese contexto, recordemos las historias de quienes protagonizan actos de resistencia individual, como la historia del tipo cerca de Burgos que termina prendiéndole fuego a una sucursal bancaria, pues no puede pagar el préstamo y el banco le va a quitar lo que tiene, o el filme El mundo es nuestro: el Culebra y el Cabeza, mi amigo, al final se dan cuenta que la pelea es mucho más grande y su gesto, que es solidario y radical, es por lo mismo hermoso. Sus palabras:
—Somos una generación sin oportunidades.
—Con oportunidades en el Corte Inglés.
—Y al final tu vida es una mierda.
—Con oportunidades en el Corte Inglés.
—Y al final tu vida es una mierda.
Y entonces viene el quiebre: tu vida no tiene que ser una mierda. Eso aprenden los chavales y nosotros con ellos. Nosotros también, como Marina en Deseo de ser punk, podemos subir el volumen.
Estamos todos en el mismo bote. O casi todos. El 99%. No son casos aislados ni sólo comprensibles en un lugar: la llamada primavera árabe comienza con la auto-inmolación de un vendedor ambulante tunecino. Germán Labrador describe a la narración periodística de este acto como una historia de vida que muestra una nueva articulación discursiva de la protesta, y que construye puentes empáticos. De esta forma, adquiere significación que en su última novela, Rafael Chirbes haya escogido una estructura en la que esas historias de vidas de los personajes afectados por la crisis se engarcen en la narración del protagonista, el carpintero y pequeño empresario que acaba de ser embargado y que va a llevar a cabo su mayor acción de resistencia y protesta, de carácter no solo existencialista sino política, a su pesar (aun a sabiendas de que no es discernible una cosa de la otra). Y eso es tan importante, pues la voz de Esteban se esfuerza obstinadamente en recordar, pero también en desterrar, el pasado republicano de su padre y de su abuelo repitiendo que él no tiene una ideología: “Mi tío y, bastante tiempo después, mi padre me lo contaron, aunque a mí me aburrían esas historias. No entendía la épica de la resistencia con que querían contaminarme. Sobre todo mi padre”. Así intenta de forma obstinada alejarse de un discurso político, pero que por ello mismo –cual negación de la negación– se torna más político. Y el final es el parricidio, el ahogo de su padre anciano en el pantano de una ciudad que sucumbió a la construcción desaforada y a los sueños de los personajes de pertenecer a esa clase media que el neoliberalismo construyó en una pompa de jabón. Ah, si a veces da rabia. ¿No? Gente apostando a la vida y la muerte en la bolsa, provocando sin cara, descarados, una crisis que a ellos no les toca, y si les toca tienen adónde y con qué huir: como si alguien apostase hasta cuándo alguien aguanta sobre los raíles del tren viendo a la locomotora acercarse. Fragilidad de los cuerpos, le llama Sergio Olguín a la conversión de la vida en dinero para ser apostado. Biopolítica dirían otros. ¡Estamos hasta los cojones y hasta los ovarios!, decimos nosotros.
Porque si en cuatro años el paro en España se ha disparado triplicándose (el día 25 de abril de 2013 llegaba a los 6.202.700 el número de desempleados, una tasa del 27,16%, según El País), y hay un crecimiento laboral igual a cero (o a menos cero, si somos precisos), la respuesta ciudadana ha llegado en forma de organizaciones de desahuciadas, de parados, de los nuevos excluidos de una sociedad que se creía de bienestar, tal como pasó en Argentina en 2001. Como tales grupos son claramente transversales, una posibilidad para pensarlos sería a partir del concepto de contentious politics, que “se utiliza para describir el fenómeno de la resistencia social organizada contra las normas hegemónicas, en el que participantes de diferente condición se unen para desafiar a los sistemas dominantes, a la autoridad, con el fin de promover imaginarios alternativos”, como dicen Jorge Sequera y Michael Janoschka (2012). Lo podemos ver en los desclasados en el Cono Sur o en España: toma del poder de producción por una parte, pero también una realidad producida alternativamente. O quizás sea mejor decir que refleja una realidad alternativa, donde son otras leyes que se aplican (en las ferias en sectores populares –habría que pensar en otro término, uno que pensemos todos, que seamos todos– no solo se vende mercancía pirateada, sino también medicina para la cual no es necesario tener receta, sobre todo ansiolíticos y anti-depresivos. Notable: la depresión neoliberal se expande como un virus; cambian los circuitos, se buscan alternativas, pero todo resulta insuficiente. No hay más leyes que puedan soportar. ¿Asamblea constituyente? Ojalá. Pero recordemos que las leyes no cambian la vida de un día para otro si es que lo logran hacer. ¿Alguien recuerda el requerimiento de la corona española leído en las desiertas playas del dizque nuevo mundo? La vida debe cambiar las leyes.
¿Cómo circula esa legalidad paralela? ¿A quiénes afecta y qué alcances tiene? En una toma, en el interior de una universidad o una escuela hay un funcionamiento determinado. En las manifestaciones de Occupy se aplicaban ciertas reglas: Slavoj Zizek hablando a través de la megafonía humana, ¿show o resistencia? Toda instancia de resistencia deviene de esa manera una máquina, pues debe funcionar y en ese funcionamiento es donde observamos el surgimiento de leyes, o reglas casi físicas, podríamos decir. El show genera también resistencia, y probablemente por su efecto publicitario –la imagen producto también de la pantalla–, el imaginario inserto en lo que algunos se empeñan en llamar ficciones, la realidad recreando lo ya visto otrora, impulsa que se multipliquen los espacios donde reivindicar y articular modos que antes no eran pensables. Esos lugares no precisos y difícilmente descriptibles requieren entonces de nuevas reflexiones.
Fiero monstruo: escenas de una guerra de baja intensidad, pero que sin mucho esfuerzo muestra sus verdaderos colores. Pero nada es tan fácil ni tan simple. Llevamos mucho tiempo acostumbrados a pensar en mentalidad guerra fría, blanco o negro. Basta pensar en lo que sucede todos los días con aquellos que quedan desprotegidos por el sistema o los que se oponen en las marchas o aquellos que están fuera estando dentro: ¿Qué sucede en esos afueras o intersticios que se desnudan en el presente?
[Nota arltiana: No todos los estudiantes en Chile quieren educación gratuita para todos. Los que puedan pagar que paguen, piensan algunos (¿muchos? ¿pocos? ¿cuántos?). Al parecer la mayoría de estos estudiantes proviene de las universidades privadas, las cuales también caerían dentro de la política de “gratuidad universal” bajo un presunto gobierno de Michelle Bachelet. En España, el PP sí gana todas las elecciones. ¿Por qué? Ah, es que la gente no participa, es que el sistema binominal... Pero, ¿es solo por eso? Viejo, el cross a la mandíbula parece que está fuera de práctica].
9. “Welcome to the globalized Ghost-Town. This is Argentina, it could be anywhere”, dice una voz masculina al inicio del documental The Take (2004), de Avi Lewis y Naomi Klein, tras unas vistas panorámicas que intercalan hermosos paisajes con restos industriales, y la carrera de unos chicos hasta la puerta oxidada de una fábrica abandonada. Fábrica que se ocupa por los trabajadores en paro para ocupar un espacio de dignidad, invirtiendo las reglas impuestas por el capitalismo, con la nuevo consigna: Ocupar, resistir, producir, que acaso son las reglas de todo movimiento social actual.
Defenderse, unirse, oponerse:
“¿Qué hacemos?” –se pregunta el movimiento socio-ambiental del Valle del Huasco, conocido por su lucha en Freirina–. “¿Cómo nos defendemos? Teníamos un solo camino: Unirnos y cerrar filas, organizarnos y hacernos fuertes para que se nos respetara, para proteger la tierra que nos pertenece y le pertenecerá a nuestros hijos. Ese es el único objetivo, luchar para defendernos de todo el poder empresarial que junto al gobierno pretendían imponernos una megaindustria que sólo pensaba en su enriquecimiento sin importarle nuestra opinión y sin escuchar las denuncias que responsable y oportunamente habíamos formulado a todas las autoridades”. Todo para mejor habitar el espacio: la lucha por las tierras –Tierra y Libertad, arengaba Zapata, y también era el grito de los anarquistas rusos y de los españoles más tarde, como recogía Ken Loach en una de las películas más sobrecogedoras de la Guerra Civil–. Es, ciertamente, una intervención arquitectónica en el espíritu y el sueño de la ciudad. Nada más material que esto: ocupar para soñar. Recuperar el espacio y un tiempo que es futuro. Para la libertad sangro, lucho, pervivo, escribe Miguel Hernández, canta Joan Manue Serrat, y seguimos recitando porque hay versos que siempre están. Desprenderse de pies, de manos, de casas, de todo, seguimos cantando, pero hasta qué punto estamos dispuestos a permitir esa reconstrucción quirúrgica. No tanto fue elección desprenderse de, más bien fue consecuencia de operaciones financieras y políticas que se nos escapaban a la mayoría de los mortales, pero para quienes éramos sus cobayas. La usurpación de las necesidades básicas no era ni en aquel entonces, los años treinta, ni lo es en esta década de los diez una opción libre. Es más bien una suerte de empujón que impulsa a la movilización, pero en una época en que la movilización está atravesada de discursos conciliadores y no sabemos qué apostar, a veces parece que nos desprogramaron para desprendernos a balazos de nada –afortunadamente, acaso–. Aunque pocos crean en esa (re)conciliación tras nuestras largas dictaduras, sigue siendo la base del pensamiento y de la acción, y bloquean la rabia y la ira –sin ira, libertad, nos vendían– que tanto nos cuesta descodificar.Welcome to the Desert of the Real.
10. Acaso sirva de ejemplo esa realidad alegórica en la novela Últimos días en el Puesto del Este, de Cristina Fallarás, que se publica como negativo de su libro claramente autobiográfico A la puta calle. Y en este contexto es importante destacarlo, pues el lanzamiento mediático, virtual, de ambos libros por todos los medios posibles no puede pasar inadvertido. Textos editados en papel, su publicidad y su recepción pasa mayormente por el mundo digital, mezclando y alternando texturas y velocidades. No en vano la presencia de la autora en los medios de comunicación online es perseverante: ella conoce bien su oficio y sabe que esa plataforma, internet, es la mejor forma de visibilidad: usar el panóptico de la web contra sí misma. En Últimos días, a modo de diario, se narra en diez días el fin del mundo de la narradora protagonista (oThe end of the world as we know it, como bailábamos ya en los ochenta), en un tono lírico de ensoñación y nostalgia. Porque en esta historia no entendemos qué pasa, como no entendemos tampoco qué está pasando por y con nosotros y con nuestro mundo (¿o es que el mundo ha dejado de ser nuestro hace mucho y ahí está el meollo del asunto? ¿O tal vez el mundo nunca ha sido nuestro?), aunque sabemos perfectamente qué pasa, y eso es precisamente lo desolador de este libro que nos agarra las entrañas: el último fracaso del neoliberalismo más agresivo y destructivo, en ese tiempo-espacio donde una mujer vive el apocalipsis de alguna forma de vida digna con sus dos hijos, mientras feroces y desconocidas hordas atacan las murallas de ese precario recinto. En un afán de supervivencia, extraña a su compañero el Capitán que es un revolucionario chileno –chuchas, quedaba uno–, desea y rememora a su amante por azar, ahora distante y perdido quizás por Buenos Aires, se dedica a la conservación de los restos de la belleza y la sensibilidad, a pesar de todo. Finalmente, atacada por la insolidaridad más atroz, por el hambre, y porque el cerco es cada vez más violento, la narradora, convertida en Medea o en la Yolanda de Los hombres obscuros, les da muerte a sus hijos:
Esta mañana, muy temprano, he sentado a León y a la pequeña en mi falda y los he acariciado largo rato y les he besado hasta que han sentido una reliquia de normalidad caliente. Entonces, les he dado su desayuno y he esperado a verlos ir. Ya no son más que dos cuerpos cuyo futuro estuvo en nuestras manos. Ellos son la encarnación de nuestro feroz fracaso.
Es mi turno ahora, la puerta está sin tranca.
Al diario le sigue una coda situada tiempo después –después de la historia narrada y también del momento de publicación, en 2016–, donde se cuenta con frialdad, al modo de crónica periodística, pero con claras reminiscencias bíblico-mitológicas futuristas, el linchamiento de un hombre que se hace llamar el Capitán. Entre la cuadrilla de vigilancia del Huerto de San Juan y los niños que salen de la escuela, lo asesinan por considerarlo la Bestia, que no pertenece al clan religioso, homo sacer que puede ser asesinado. Quien queda fuera del clan, recordemos, cae en esa condición que destacara Agamben: homo sacer, humano con vida sin valor social, no humano que queda al margen aunque sea el centro por esa humanidad de derechos arrebatados. De nuevo el germen y la última consecuencia de la violencia estructural.
Toda esperanza muere así con la muerte del Capitán. La autora nos pide leer el libro escuchando el Adiós, Nonino, de Ástor Piazzola, grabación de 1961 sugerimos nosotros, otro guiño a esas trayectorias transatlánticas en las que estamos atrapados y que también nos configuran –con la frente marchita cantaba Gardel, canta Sabina–. Aunque quizá debamos leerlo oyendo Balada para un loco y quitarnos el sombrero, la camisa a rayas. ¿Qué onda, flaco? ¿No ves que va la luna rodando por Callao? Y por El Viso del Alcor y Copiapó y Estambul en el parque Gezi y en las calles de Río y São Paulo y, también. Y por y por y por… ¿Dónde poner el punto y aparte de este párrafo? Acordemos: no hay punto final.
Será por eso que la última novela de Rafael Chirbes se llama En la orilla, por señalar ese margen necesario para observar y reflexionar, pero ese margen injusto donde se sitúa a los seres molestos para el clan, a quienes quedan soterrados desde hace décadas a las veras de los caminos. La novela no sólo apresa lo contemporáneo –aunque ello sea, como dicho, imposible, toda aprehensión se desvanece en el mismo momento en que se efectúa– sino que lo narra sujeto a esa temporalidad benjamiana que nos persigue e impulsa con violencia hacia un futuro que está delante de nosotros y que en todas sus novelas desde Minoum se vislumbra de forma dolorosa y nunca autocomplaciente. Es notable porque si Crematorio aparece al final del boomconstructor y especulador, hasta el 2008 no se habla de crisis en los medios de comunicación, y la crisis se vuelve un tema –oh– como en un acto de ilusionismo donde aparece de repente el conejo en un sombrero y nadie sabe cómo fue a parar allí. Y además de conejo resultó una rata. Claro que en esta ardid mágico no hay aplausos, aunque sí incredulidad por parte de algunos. Pero todo apuntaba a ello: la subida de precio de las materias primas, la inflación y la deflación globales, y por último la bancarrota de diversas sociedades financieras e hipotecarias estadounidenses, que como en una sórdido juego de dominó se iría llevando por delante al resto de economías en una escala global. Pero en el momento en que Crematorio se publica podría parecer una novela de ciencia ficción pesimista en medio del espectáculo.Crematorio hace visible, no obstante, tanto la etapa histórica de la dictadura del capital y del hormigón como la diferencia insondable con otras economías que ya se habían subido al tren del neoliberalismo y estaban mejor blindadas ante el inminente desastre del fin del sueño de la modernidad a años luz de la modernidad. En En la orilla la fantástica estructura social ya se ha desmoronado: solo quedan esos personajes que, cual fantasmas, dan vueltas en círculos en un pequeño pueblo, Olba, donde aparece un cadáver ahogado en el pantano. Oh, esos pantanos que comienzan con la ilusión de progreso de ingeniería en pleno franquismo. El derrumbe de la burbuja que arrastra también a la pequeña carpintería familiar de ese personaje a modo del Mann ohne Eigenschaften (hombre sin atributos), de Robert Musil, que es el narrador “obsesivo” y protagonista, Esteban. La razón de Musil no se limita al sujeto que emerge: vivimos hoy en una Kakania donde “ante la ley todos los ciudadanos son iguales, pero,natürlich, no todos son ciudadanos”, y por eso Esteban, propietario en crisis pero aun propietario aunque embargado, tiene más voz que los demás. Y no puede ser azar la elección de la carpintería como microcosmos, último reducto de un trabajo artesano bien hecho y manual, teniendo en cuenta que uno de los mayores exponentes de la explosión consumista de la España del principio de siglo es la instauración de IKEA como llave para el reino propio, como puerta a esa clase media tan deseada, como espacio comercial que simula ser espacio(s) privado(s) en su muestreo laberíntico y contrafáctico de posibles hogares donde alcanzar, ahora sí, la felicidad terrena.
Porque, hablando del cambio del paisaje social que significa la llegada de IKEA, pensemos en algo que sí que nos puede parecer de ciencia ficción, como en una vieja película trasnochada que nos devuelve la festividad de esos últimos momentos de euforia consumista, valga el oxímoron final publicitario:
La multinacional sueca IKEA fue uno de los pájaros del rinoceronte en los años de expansión: hacían falta cientos de miles de sillones poang, mesas bjursta y camas malm para amueblar los cientos de miles de apartamentos que se compraban y vendían al mismoritmo creciente con el que abrieron sus diez sedes peninsulares. IKEA entonces, 2007, prometía que, con sus muebles, era “tu casa, tu reino” y que te ayudarían a fundar la “república independiente de tu casa (escribe Germán Labrador).
Ahora IKEA España anuncia en su página web: “En IKEA nos esforzamos en mantener nuestros precios lo más bajos posible para que sean accesibles a la mayoría de las personas”. La cuestión es que con más de seis millones de parados a día de hoy, casi junio de 2013 –julio y agosto son siempre un espejismo, no cuentan para las estadísticas–, esa mayoría de personas que puede disfrutar de un día de compras y comida –albóndigas de desconocida carne molida a módicos precios también– va reduciéndose a medida que crece el número de desahucios. Y el crecimiento en los números de desahucios lleva a una mayor politización de la gente, como se puede ver en el apoyo a los partidos de izquierda que habían ido perdiendo relevancia en momentos de felicidad neoliberal, y a la aparición de nuevos rostros y voces, algunos de ellos intelectuales que ocupan ese espacio de resistencia como garantes de solidez, algunos de los cuales se flagelan –y publican libros así que se venden muy bien a pesar de todo– por no haber reaccionado a tiempo, creyendo que antes todo era sólido, engañados ellos también por el flamante brillo del éxito. Así como a la publicación de periódicos y revistas digitales que vienen a completar un vacío en la crítica de la actualidad, pero que proviene mayormente de periodistas e intelectuales que se formaron en medios canonizados, y que ahora crean medios para las inmensas minorías: eldiario.es, periodismohumano, etcétera. Publicaciones que encuentran también su par en América Latina: eldesconcierto.cl, bellopublico, mapuexpress, etcétera.
11. Pero la politización ha sido siempre compleja y está cruzada por contradicciones. Los jóvenes que salen/salimos a las calles –muchos de ellos y nosotros– tienen su punto de unión en el rechazo a las formaciones y partidos políticos tradicionales, sean estos de derecha o de izquierda. Eso provoca una radical alteración del funcionamiento clásico en la política que ha dejado a muchos de los partidos políticos sin saber cómo reaccionar, o sea, ¡plop!, exigiendo una explicación. En el caso chileno, por ejemplo, tanto el Partido Comunista como la Concertación han intentado hacer suyas las demandas de los estudiantes; pero, por diversas razones, estos intentos han fracaso o, más bien, han sido sobrepasados por la naturaleza misma del movimiento. La historia está: los acusan de volver a los sesenta. Y es una acusación que tiene cierto fundamento, o por lo menos uno que alguna vez largó Cornelius Castoriadis: la imaginación. Está de vuelta. Pero lamentablemente para los agoreros, no hay nada de sesentero en las reclamaciones. Sí, nos podemos ir a los treinta y recordar la consigna de Aguirre Cerda, “gobernar es educar”, los discursos de González Rojas, el flamante ministro de Educación de la república socialista del 32, las protestas estudiantiles en los veinte. Estamos llenos de historia y de política, dicen los estudiantes, pero siempre hay un más, hay un no dejarse limitar por la tiranía de lo posible y lo decible. De eso se trata: de ampliar el campo. De ir y estar más allá. Aunque más allá estén también las contradicciones: ¿Los estudiantes no quieren la política de siempre? Pero vemos a quienes fueron estudiantes compitiendo por los mismos cargos de aquellos que eran denostados por ellos mismos –la política se cambia desde adentro, dicen–. ¿Ahora que ellos están? No todos, por cierto. Algunos no aceptan cargos, ofertas. Revolución democrática, Izquierda autónoma (¿será que viven solos?) se llaman algunos. Otros se declaran pueblo, otros iguales, otro más o menos iguales, otros verdes y otros rojos... El PC… por suerte sigue siendo el PC aunque vote a la derecha.
Y mientras en Chile la promesa de Michelle Bachelet –finalmente aunque vamos a ver– es instaurar la gratuidad al 70% de una educación que debiera haber seguido siendo universal (ay, pero si tienen las cabezas duras: mientras se pague persistirán las diferencias), en España el ministro o cruzado José Ignacio Wert convierte la arena política en una suerte de bazar donde regatear notas y puntos para privatizar de a poco una educación más social que se había conquistado tras muchos esfuerzos. Vieja fórmula para instaurar la inmovilidad social y que significa otro viaje en el tiempo –al tiempo de la lluvia tras los cristales y las reválidas–, y que evade la pregunta básica de cómo reformar de base un sistema escolar que requiere una reflexión más allá que instaurar más y más y más puntajes. El otro lado, claro está, es la falta de cohesión: la misma pluralidad y quiebre con la política tradicional, hace difícil que el mismo movimiento se instale como una fuerza y voz más poderosa. Quizás, como los mismos estudiantes plantean, eso es lo que precisamente se necesita.
12. Entonces (y antes) ¿de qué democracia estamos hablando? Tiranía de una democracia que desdibuja los caminos para los cambios pues acentúa la conformidad y la impotencia. Se hace necesario bajarla del Olimpo en la cual ha sido situada para, igual que a la poesía, tornarla mundana y verdaderamente nuestra. Lo que tienen en común todos los movimientos sociales es su ímpetu (y en algunos casos añoranza) por una democracia radical y diferente. El movimiento estudiantil chileno se plantea como meta la democratización de la sociedad. Ni más ni menos. Pero la tarea parece ingente, sobre todo si se vive, supuestamente, en democracia. Marcel Claude, el candidato apoyado por algunos de los movimientos sociales y que cuenta con el apoyo del Partido Humanista, señala en su plataforma que es necesario crear una nueva constitución a través de una asamblea constituyente y crear un sistema electoral democrático (el actual sistema binominal que se emplea en Chile distorsiona de modo grave la realidad política del país); Roxana Miranda, candidata “de los pueblos” y, también, “de los movimientos sociales”, ya ha comenzado a escribir una nueva constitución junto a cien personas en la ciudad de Calama. Chile, dicen los dos, es un país sin derechos. La gesta de Claude y la escritura de Miranda –que consideran sus candidaturas como proveniente del apoyo de los movimientos sociales– vale la pena analizarlos en tanto que refleja la difícil y compleja relación entre la necesidad del cambio social y política, y la misma participación social y política bajo las condiciones existentes. Marca, además, la imposibilidad de lograr la cohesión entre ellos. No hay ningún paraguas que cubra a todos de todas las lluvias.
Todos estos movimientos se van gestando y generando en caminos de ida y vuelta, que precisamente las publicaciones online permiten y estimulan. No sólo eso, por supuesto, los desplazamientos y exilios forzosos por las dictaduras en ambos continentes ya provocaron algunos contactos y discursos –canciones, poesías, imágenes, lugares– compartidos, dando paso a un imaginario alternativo en el momento, que acabó siendo parte del mainstream de izquierdas. Pero con el crecimiento de los movimientos sociales en España en esta década la relación se hace estentórea. Pareciera que España aprende de la experiencia latinoamericana, aprende y se apropia de ella pero acaso con otros fines, otros o los mismos, pues es intercambiable tanto el gesto como el objetivo, aunque algo siempre quede. Los movimientos sociales vuelven al ruido de la primera transición y de la pelea contra la dictadura, pero con otros componentes que van más allá y que también muestran un desconocimiento de aquellos días que se nos narraron hasta la extenuación tan felices y armoniosos a un lado del Atlántico, nefastos y tristes al otro. Y vuelven también a tender puentes con otros lugares y otros momentos, convirtiéndose así en movimientos que cambian a velocidades múltiples porque están cargados de temporalidades y de espacios remotos. Los referentes de resistencia no están en untiempoespacio preestablecido, y los discursos se alimentan de otras articulaciones haciéndolas suyas.
Sin ir más lejos (aunque, recordemos, siempre es necesario ir más lejos: el problema de toda crítica es que tiene un límite, es que se queda ahí; debemos pensar una crítica que acerque toda lejanía sin perder la distancia conferida), el término escrache que en los últimos meses ocupa la primera plana de cualquier periódico de España, proviene de la Argentina para denominar a las manifestaciones organizadas por asociaciones como HIJOS para denunciar con música y pintadas a los genocidas de las últimas dictaduras militares que habían sido amnistiados bajo el gobierno de Carlos Menem, lo que en Chile pasó a llamarse funa y en Perú, rocha. Así, si en el Cono Sur servía el concepto para la lucha por la reparación de los crímenes del Estado, en España se da un interesante desplazamiento semántico (y político, y social, ya que todo está unido) porque se usa como medida de presión a los diputados que no apoyan la Iniciativa Legislativa Popular para reformar la ley hipotecaria y proteger a los recién excluidos.
Pero nos guste o no, hace tiempo que en esta partida alguien dio un puñetazo sobre la mesa, cambió las reglas y rompió la baraja. Y no fue la PAH. Al contrario, los antidesahucios no han empezado por los escraches, sino que antes de llegar hasta aquí han ido subiendo todos los escalones previos: confianza en el sistema (que los dejó tirados), denuncias en los juzgados (pero la ley hipotecaria los desamparaba judicialmente), peticiones a los gobernantes (oídos sordos), manifestaciones (ignoradas o reprimidas), paralización de desahucios (recibiendo a cambio más policía), recogida de firmas y presentación de una ILP (que el PP se resistió a admitir a trámite, y piensa rechazar), y ahora, después de consumir todos los cartuchos anteriores, el escrache. (Isaac Rosa, eldiario.es, 25 de marzo, 2013).
La movida del PP de comparar el movimiento de escrache al acoso nazi no es solo patética sino que denota un grado de desesperación perversa.
Es decir, el escrache no opera en un plano ontológico, sino que es pura inmanencia, aspira a interrumpir la hegemonía del bloque histórico de poder, por eso pone tan nerviosos a los políticos, les pone por primera vez contra las cuerdas, porque les impide protegerse con el sacrosanto derecho a la intimidad y la propiedad privada. El escrache revela que el sistema está atravesado por la violencia y que el monopolio de la violencia que ostentan los políticos no es natural, sino que es el resultado de la dominación capitalista. Por eso, lo que hay que pedirle al escrache no es que sea más o menos agresivo, sino que sea más pedagógico, que involucre a más gente, que sea más creativo, que anude el pasado con el presente, que produzca justicia. Y en esto también tenemos más en común con Argentina que con Alemania (Martín Cabrera 2012).
¿Qué hacer cuando lo obvio se torna visible? (¿Cuánto de más ha ganado Mariano Rajoy? ¡¡Sobresueldos para todos!! Pero qué hacer si aquellos que coluden y roban en las farmacias son sentenciados a asistir a un curso de ética empresarial, o hasta de dirigirlo). Pues lo que está en cuestión aquí no es el fondo del problema (aunque, evidentemente, al fin, sí lo es) sino su visualización: la manera en que hay en refrotar en la cara de los y las culpables la realidad que acaece. Un refrote que adquiere una espectacularización diferente al de las quejas en los periódicos, las cientos de denuncias y de programas de radio. Ese paradójico reality que se vuelve en contra de los creadores de su lógica. Lo que se despliega en un escrache, en una funa, es, ni más no menos, la verdad en estos tiempos donde ya no hay verdades. Ojo, no una verdad, sino la verdad, lo cual es mucho más difícil de tragar y de digerir por parte de aquellos y aquellas que liberalmente han sostenido la sartén de la verdad por el mango por muchos años. Y que la sostienen con toda impunidad por ahora: ni las cuentas de Bárcenas han hecho tambalearse al gobierno, ni la Casa Real está haciendo un auto de fe sobre sus pecados capitales, si te gastaste todo el dinero en un censo trucho, pides perdón y ya está –por usar un vocabulario que quizás entiendan– en algo que no debería sorprender a nadie. Por no hablar de la lista de corruptos que siguen aferrados a ese bloque de poder. Porque si ni el sistema judicial parece suficiente para luchar contra esa impunidad, ni la Constitución ampara a los ciudadanos que ya han nacido (aunque ahora se propone defender por encima de todas las cosas los derechos de los por nacer), sino a quién firma cada una de las leyes por mandato divino –y despótico– y a toda su prole (de nuevo la familia, y esta vez real y sacrosanta, que va perdiendo sus documentos de identidad en improbables operaciones inmobiliarias), entonces, la única forma es el ruido. Ruido que ha tardado en llegar a esa grogui Europa, pero a la que Ignacio Ramonet indicaba en una entrevista que América Latina le está mostrando el camino (eldiario.es, 18 de abril, 2013). Y escribíamos esta parte en un día, 25 de abril de 2013, mientras se llevaba a cabo lo que quizás se podría haber convertido en el mayor escrache hasta el momento, con el lema Asedia el Congreso de la Plataforma En Pie, mientras el Parlamento estaba blindado con 1.400 agentes antidisturbios. Y de nuevo fue demonizado en aras del consenso, de nuevo con el consenso de los representantes apelando a que esa manifestación iba a ser, había de ser, tenía que ser terriblemente violenta… Y pensamos que no ha tardado en llegar, ha tardado en volver después de que todo quedara atado y bien atado. Y sí, volvemos a la conciencia del tiempo treinta años después de que los hermanos Bartolomé dejaran constancia en sus documentales, oficio que ellos mismos aprendieran también junto al chileno Patricio Guzmán: porque marcar el momento de la escritura se hace imprescindible en estos días. Cuándo escribimos, porque cada segundo importa (cada silencio se hace inmenso). No se trata aún de la revolución (esos serán otros tiempos). Se trata de comprender la velocidad de los tiempos que corren. Y de ahí que mucho se diga pero poco se entienda de internet y de sus modos. ¿Qué alternativas se producen en ese modo de producción? ¿Cuáles son las banderas que se mecen y los sueños que se inscriben? ¿Cómo debemos escribir hoy?
Y no es extraño que las banderas sean republicanas ni los gritos hablen de la lucha de la clase obrera, que se vea la silueta del Che, las gafas del Chicho, que había desaparecido en el sueño de esa amorfa clase media con cabida para todos que ahora vemos que acaso fuera otra forma de alienación más refinada. Pero el espectáculo de la defensa de los propios privilegios sigue ahí en todo su esplendor, usando elementos mediáticos que ya no nos sorprenden, pero que no pueden silenciar ni aplacar la indignación que ya no es la de una minoría.
Coda: Producir justicia es urgente: porque al fin (y al comienzo) de eso se trata.
[Nota aubiana a día 18 de septiembre de 2013: y hablando de banderas, qué ocurre con la Vía Catalana, por la que se pide durante la Diada que se respete el derecho a decidir de un pueblo, la independencia de un país. Vía Catalana saturada de movimientos sociales variopintos, sindicatos y ciudadanos críticos del neoliberalismo, ese rodeo a La Caixa que quizás esté financiando algo a través de sus mil fundaciones –¿los helicópteros que no reprimen sino que dejan constancia de la festiva mani rebosante de seny y de germanor?–. Manifestación como carta de visita en audiencia a Moncloa, pues está dirigida paradójicamente por el gobierno democrata-cristiano catalán que está acabando con cualquier política social en Catalunya a ritmo vertiginoso, y que ha instaurado su propia impunidad fiscal de la corrupción intrínseca en la que vive desde la Transición. Vía catalana que ya por el nombre muestra que está pensada para todos los públicos: nos recuerda el nombre (¡Sólo el nombre!) a la vía chilena al socialismo, pero el nombre elegido no es inocente, porque ¿no tiene que ver acaso con la tercera vía en la que se quieren explayar todos los supuestos socialdemócratas moderados para seguir preservando sus privilegios? Vía hacia dónde y por dónde, porque una independencia política pasa por poner límites, fronteras. Dónde empieza y dónde acaba. Manifestaciones con cadenas –gracias antiguas colonias de ultramar por el símbolo– encabezadas por una estelada para buscar la libertad, para tirar de una vez la estaca. ¿De qué estaca hablamos ahora? La libertad de la Nación más rica del Estado pero que no ha sabido administrar su dinero, ¿o es que se lo robaron los espanyols? Gustos para todos en esto del análisis de la crisis. Vía catalana hacia el centro de Europa, también, porque creen en Europa. Vía hacia la Independencia por fin, huida del monstruo de Espanya –sea lo que sea–, mientras no ven cómo el monstruo neoliberal sí está cómodamente arrellanado ya dentro de la misma Cataluña, y cómo les dirige hacia una vida lejos de la terrible servidumbre en la que les ha tocado vivir por los siglos de los siglos para devolverlos al mismo lugar. Vía mesiánica o moisénica: la voluntad de un pueblo, dicen.
Hay recuerdos de una: Un mitin de Esquerra Republicana hace muchos años, y un Josep Lluís Carod-Rovira con lágrimas en los ojos contándonos que había llevado flores a Jaume I el Conqueridor –¿conquistar a estas alturas? Qué bochorno, ¿o será una forma de trazar esas fronteras?–, y con manos en alto gritar que era hora de dejar de derivar el dinero catalán a los vagos de los andaluces –ah, fueron ellos entonces–. Republicana y Esquerra, deu ni do, deberé comprar un diccionari actualitzat. Y yo siempre con la misma pregunta: qué modelo de estado esperan, desean, apoyan. Y la pregunta queda flotando en el aire pues la respuesta no es de orden político, sino de orden puramente sentimental: la lengua, la identidad, la patria. Amar la Patria como quien ama a Dios. Y el Masías dirigiendo al pueblo hacia su propia –la de él y sus allegados, se entiende– felicidad con el lema: “Catalunya, nuevo estado de Europa” con toda su descarada ambigüedad: ¿Se refiere a serlo geográficamente –dejar de serlo requeriría un esfuerzo aun mayor que movilizar a ese millón de amigos que Artur Mas sí tiene– o más bien a eso que se llama Unión Europea y que tiene sus muchas circunstancias? No será tan fácil: adiós euro, adiós Erasmus y adiós –y esto sí dolerá– exportaciones de la industria catalana. Manifestación multitudinaria que también es una pura gentrificación de los movimientos sociales que sí que quieren cambiar cosas de raíz, pero se equivocaron a quién llevarle las flores y a quién seguir. Rafael Casanova no era más que un partidario del archiduque Carlos de Austria durante una guerra de secesión monárquica. ¿Por qué no Lluís Companys? ¿Demasiado polémico? Mejor no hablemos del pasado, que el pasado no existe. Existe el Masías. Artur Mas discute con Rajoy a solas con el mismo código de siempre y sobre los mismos intereses, esto es el valeroso caballero, y seguro que no están solos en esa discusión, pero quienes les acompañan no son los ciudadanos que sueñan con una libertad de los monstruos, pesadilla de la infancia.
Y de nuevo hay que hablar del papel de los periodistas que han saltado a la red para denunciar toda injusticia. Algunos ven la vía catalana como modelo, otros lloran cuando parece que llega l’hora dels adéus. Y otra vez encontramos a Cristina Fallarás, quien publica un artículo ‘¿Qué carajo va a hacer usted, español, frente a todo esto?’, en eldiario.es del 13 de septiembre de 2013. Y ella, aragonesa y portavoz de los desamparados, dice defender la independencia catalana por el asco que siente contra España, y lo hace en perfecto castellano, claro. Catalunya puede escapar del barco que se ahoga, y lo hará si Deu vol, pero la crisis y las estructuras corruptas las tiene igual encima, y pocas herramientas más que el amor “per la nació” para salir de ellas. Nos quiere vender la lucha de clases combinada a un proyecto burgués como es el nacionalismo: difícil ecuación por resolver. Y por eso la engorrosa cuestión sigue ahí zumbando cual mosca: querer hacer una sociedad mejor, dicen los que siguen de comparsa mediática con cierta ingenuidad que no encaja con sus muchos otros discursos, pero ¿cuál y a quién venderle el alma para ello? Fueron más listos los publicitarios de la Generalitat. Leemos Vía catalana, que claro que no es lo mismo queVía chilena –ahora esperemos que sea obvio que no lo es–, y cada cual entienda lo que quiere entender…
II. La imaginación (de nuevo) al poder
La creación y creatividad en las marchas de los estudiantes en Chile: Es un intento por romper con la modorra política que pareciera no interrumpirse con nada. Cuando ya nada se espera personalmente exaltante, dijo alguien, entonces de pronto algo sacude el escenario como un movimiento de caderas de Shakira o de Antonio Banderas.
Imaginemos: Un estallido en los últimos años de lo que se ha denominado movimientos sociales. Aantes recibieron otros nombres. Sólo en Chile: desde el movimiento ciudadano que se opuso a la construcción de la central hidroeléctrica en el sur de Chile en Aysén, Patagonia sin represas, y que terminó por fracasar pero levantando los ánimos alicaídos de la gente (que antes se llamaba pueblo), al movimiento más local en el pequeño pueblo de Freirina, donde el pueblo (esta vez sí) se unió para cerrar la fábrica de cerdos que contaminaba a su comunidad (y que, hasta ahora, ha tenido éxito: la familia de uno de nosotros vive ahí y ahora solo se lamentaban de no poder tener a mano un buen jamón, pero el olor se ha ido y la contaminación no está). Un poco más adentro, por el valle del Huasco, el proyecto Pascua Lama, donde manos y máquinas canadienses y estadounidenses quieren sacar el oro que se oculta bajo milenarios glaciares –que por ahora está detenido, los dueños dicen que se retiran, por ahorita, pero poderoso caballero es el cara de amarillo…–. Y, por supuesto, el más famoso e internacionalmente reconocido: el movimiento estudiantil. Críticos, sociólogos, opinólogos, filósofos y faranduleros varios concuerdan con que aquí está pasando algo, la gente (el pueblo) ya no tiene miedo de reclamar lo que le corresponde.Power to the People, por fin (de la derecha, espantados, contratan a expertos, esa exquisita especie neoliberal de reputadas agencias que largan al aire: ¡Chile tiene los problemas de un país desarrollado! El movimiento estudiantil es una muestra de ello). No más chanchos, energía renovable, no más lucro en educación, asamblea constituyente, educación de calidad que no excluya a nadie (leemos en las crónicasLlegamos para quedarnos, de Francisco Figueroa: cuando se marcha por calles famosas por sus moteles se canta: “Cachero, cachera salgan a marchar para que sus hijos puedan estudiar”), reforma tributaria, solidaridad, una heteróclita amalgama de ideas, peticiones, reclamaciones, derechos, derechos humanos aparecen en la palestra, en el escenario de aquello que podemos llamar, con ciertas reticencias, la esfera pública. La visibilidad más notable se da en las marchas y sus ingeniosas estrategias: zombies recorren Santiago, porque la educación neoliberal te convierte en eso; estudiantes corren ininterrumpidamente durante 1.800 horas alrededor de la Moneda porque esos son los millones de dólares que cuesta financiar la educación; la plaza de armas se llena de estudiantes bailando coreografías de Lady Gaga, en el Gagazo por la educación; los slogans compiten en originalidad (Chile, atendido por su propio dueño; Nos mean y el rector dice que llueve…).
Y, en la otra orilla, ya en 2012 se retomaba la guillotina por las calles de Madrid para cortar rodajas de chorizo, y en pleno verano de 2013 se organizan multitudinarias barbacoas de chorizos –otra vez, pero qué obsesión y a qué se deberá– ante las sedes del Partido Popular mientras Rajoy juega su rol de inocente Caperucita Azul y el lobo Bárcenas muestra sus fauces, y sus listas de cuentas. Como vemos, el chorizo tiene su protagonismo auto-irónico en el imaginario español y en las calles. Tal como dice Germán Labrador (2013):
Los chorizos en el nivel popular son los ladrones, y un embutido barato. El polo negativo de la alta cocina. El chorizo Revilla es el otro del restaurante Bulli y convoca la memoria biopolítica de los jóvenes españoles de clase media: sus meriendas de los años ochenta. En una misma ecuación poética se unen los responsables de la crisis, el hambre (la escasez del pan) y las ganas de comer (la abundancia de los chorizos).
Por no hablar de la Orquesta Solfónica, que acompaña a los manifestantes desde el 15-M. (Pero mejor no hablemos que el tiempo apremia. Ya basta de palabras. Queremos más).
Y la respuesta no se deja esperar porque el gobierno del Partido Popular –¡qué rabia nos da esa otra gentrificación al apoderarse del adjetivo que siempre significó lo contrario!– sí ha entendido la gravedad de que salgamos a la calle. En noviembre de 2013 se lleva a cabo una reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana que sirve, con toda seguridad, para su propia seguridad, pero sin entender que los correctivos, las penas, los castigos y las multas sólo van a inyectar más rabia entre nosotros. En vez de escuchar y de conversar y hasta de intentar convencer, se atajan las protestas de los ciudadanos por lo que parece el camino más corto: un gesto autoritario como un golpe en la mesa. Pero no piensan en algunas cosas básicas: Que esta ley represiva entra en colisión con pilares de lo que dicen ser el estado democrático, el derecho a asociación y el derecho a reunión. Quienes salimos a la calle también somos ciudadanos, con nuestras diferencias y con nuestras circunstancias. Y esto seguramente es lo más importante: uno nunca sabe cuáles van a ser sus luchas, nadie planea desde la más tierna infancia tener que reivindicar educación, sanidad, alimentación, vivienda, amor, la satisfacción de las necesidades básicas. Uno crece y se sorprende por tener que luchar por cosas que había pensado que deberían ser naturales: techo, pan, libro. Y uno tiene hijos y se da cuenta de que ni siquiera son las cuitas propias las que más cuentan. No sé cuáles serán sus deseos, sus limitaciones, sus logros y sus objetivos. No sé si irán a la universidad, sacarán buenas notas o regulares, si tendrán un oficio apasionante o si no podrán encontrar un lugar en el mundo y sólo se querrán ganar la vida, ni siquiera sé si se la podrán ganar. Tampoco sé si se enamorarán ni mucho menos de quién o quiénes. Y lo más inquietante de todo esto es que ni siquiera lo saben los señores que vallan las calles y cierran las bocas “porque lo digo yo”, qué les deparará el futuro a los que tan seguros se sienten a salvo junto a sus tableros de ajedrez. Todo esto viene a cuento porque no sabemos ni cuándo ni por qué vamos a tener que salir a la calle, y la vida es caprichosa y nos da sorpresas. Porque sólo somos consciente de las leyes cuando somos vulnerables a ellas, y la forma de cambiar las leyes y de cambiar las formas de mirar el mundo pasa por el derecho a la protesta. La protesta en la calle, en la red, en los muros, en las aulas y en el arte es la forma de alcanzar la visibilidad, que es la única forma de llegar a la sensibilidad de quienes no están afectados por lo que sea, crear un diálogo público y cambiar las cosas. Lo protegidos que podamos estar los ciudadanos ante los atropellos del poder es una consecuencia de la acción de todas esas mujeres y hombres que decidieron no callarse, y que siguen sin callarse, y no callarse es hacer ruido molesto. El gobierno se cree listo con ese atávico movimiento de fichas sobre su tablero, porque acaso cree que es una partida de ajedrez ya escrita, y que somos su peones en bicolor. Pero no, no lo es. Por eso deberíamos volver a leer el ‘Prólogo’ de Rodolfo Walsh en su Operación masacre, cuando escribía consternado tras sentir la violencia en la calle, “¿Puedo volver al ajedrez?”. Por supuesto que no pudo, porque lo que sucedía en la calle le arrastraría afuera y le obligaría a abrir los ojos y dejar testimonio de la represión para que no volviéramos nosotros al silencio, ni a cerrar nuestros ojos. En ello pensamos al abrir la puerta y salir a la calle, para mirar a la gente a la cara y para ocupar los espacios que no le pertenecen a nadie en particular. Porque el silencio de los borregos nunca ha producido nada bueno y no somos –no debemos ser– figurines de marfil en manos de nadie.
Sí, somos conscientes: hay un deje de los sesenta, de su pedir lo imposible para ser realistas, de la arena bajo el cemento, de la cancioncilla esa de Ismael Serrano donde le pide a su viejo que le cuente la historia del guerrillero loco. O más que un dejo: se trata de volver a querer, pues desde esa imaginación –que es también la de la República y la Marmaduke– se construye la posibilidad de una nueva política (que es la misma y es otra: nadie nos puede negar el derecho y el deber de cambiar el mundo). Nadie habría imaginado hace décadas que el hombre y el trabajador libre que pasaría por las alamedas fuera a ser una mujer joven, una, dos, tres, tantas mujeres también. Nadie podía imaginar cómo la inmensidad de lo imposible poco a poco adquiriría la consistencia de la realidad. Sí: la posibilidad política la podemos advertir en una triple trayectoria: la creatividad-imaginación, la recuperación del espacio público y la creación de un espacio retórico-virtual. Por supuesto. La academia gringa y las otras no se pueden quedar atrás, rápidamente organizan paneles, mesas redondas –en enero hay una, estáis todos invitados–, globalicemos el movimiento social sin perder su especificidad. No importa, compañeras, compañeros, todo suma. También las mesas redondas. Ahí puede existir una sorpresa. Ahí puede estar la cuadratura del círculo y siempre viceversa.
La sorpresa es una excusa para repetir lo mismo. Excepto, por cierto, en quienes se creen dueños de la verdad. ¿Qué viene después de las marchas?, preguntan algunos. Como si todo tuviese que estar ordenado, catalogado, previsto. Precisamente el punto es romper con las expectativas esperadas. Con lo esperado esperable. Con la vida como es. De eso ya hemos tenido mucho, demasiado y nos sabemos la historia de memoria. ¿Qué viene después? Si de verdad quieren saber qué viene después, lean estas páginas de nuevo. Aun sabiendo que nunca se llega a tiempo, si escribimos al tiro capaz que…
A modo de bibliografía
Estas reflexiones y estas ideas no serían posibles sin conversaciones desde las dos orillas, a través de pantallas, en mensajes cruzados y en algunas noches muy largas que se nos hicieron muy cortas. Y tampoco lo habrían sido sin la lectura de otros autores vivos y muertos y de los otros: Rodolfo Walsh, Santiago Alba Rico, Jacques Rancière, Cristina Fallarás, Paco Taibo II, Ramón Díaz Eterovic, Rafael Chirbes, Isaac Rosa… Y del intercambio con otros, pero ellos sí lo saben: Luis Martín-Cabrera, Josefina Ludmer, Germán Labrador, Bándrea Torres, Steffen Post, Amélie Florenchie, Isabelle Touton, Mario Martín y más voces y vinos y más…
Ana Luengo es profesora de literatura y cultura de España y de América Latina. Es la autora de La encrucijada de la memoria. La memoria colectiva de la Guerra Civil Española en la novela contemporánea (Tranvía, 2012) y está acabando su segundo libro Narrativas de resistencia: el policial en América Latina. También ha publicado numerosos artículos en diversos lugares. Actualmente trabaja, lee y escribe en la University of Washington en Seattle. En FronteraD ha publicado Narrativas desde España sobre el Sáhara Occidental: la vergüenza de (no) recordar en tiempos de crisis.
Daniel Noemi Voionmaa es crítico cultural y cronista, ha escrito sobre literatura, viajes, cine, ciudades y política latinoamericana en diversas revistas. Es autor de Leer la pobreza en América Latina: Literatura y velocidad (Cuarto Propio, 2011) y Revoluciones que no fueron. ¿Arte o política? (Cuarto Propio, 2013). Actualmente es profesor de culturas latinoamericanas en Northeastern University en Boston y colabora con El Desconcierto
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Notas
[1] El ensayo, ampliado, se publicó de nuevo en el año 2007 en Capitalismo y nihilismo. Dialéctica del hambre y la mirada.
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