lunes, enero 13, 2014

Huesos de Jum. Huesos de Gur

© Fotografía: Memoria Química (haz un click en la imagen para ver más imágenes del autor).
Hilos. Dos hilos. Dos hilos finos. Dos hilos finos de sangre resbalaban por la cara interna de los muslos de la muchacha. Plantada en medio de un claro de aquella fronda exuberante, con las piernas algo abiertas, el pelo mojado pegado a la cara por el intenso aguacero, las manos también impregnadas de sangre giradas hacia sus propios ojos, mirándoselas  con sorpresa, sin entender. El chico se quedó quieto frente a ella, oliendo el aire que le llegaba desde allí, con su zurrón de harapos a la espalda. Dentro, una pequeña musaraña muerta y un puñado de arándanos maduros. En su mano, su lanza con punta de sílex. La misma lluvia violenta de primavera mojando al macho y a la hembra. Él no reconoció el olor de su grey en ella. Sí el de un instinto lacerante que le hizo temblar como cuando lo hacía la tierra y del monte salía aquel fuego pastoso, letal e incomprensible. Ella siguió asustada un segundo, viendo cómo la sangre abandonaba su cuerpo despacio, sin que fuese consciente de haber sido herida por alimaña alguna, ni de haberse alejado del área de seguridad tanto como para ser atacada por algún extraño. Pero el muchacho que estaba frente a ella no le era familiar, y puso en guardia todos sus sentidos, aunque entendió casi de inmediato que la huída era imposible en esa distancia tan corta. Así se quedaron un minuto que pareció una jornada. En un momento, él comenzó a acercarse con la mirada algo humillada, dando a entender con el gesto que no tenía intenciones depredadoras. Ella le observó, y de forma inexplicable, se fue tranquilizando a medida que se acercaba. Usaron todos los sentidos para investigarse. El olfato, sobre todo. Ella olía a sangre, sin duda. Pero había algo más en aquel perfume regalado por el bosque esa mañana. Un olor de llamada. Algo que él reconoció sin haberlo olido antes. Ella olió el sudor. Picante, dulzón, adolescente. Y de su boca salió un sonido. Una pequeña tos neolítica nerviosa, como una carcajada a la que le hubiesen cortado los brazos y las piernas y sonase corta, intensa, una tos que verbalizase la alegría y el deseo de todo el valle, el río, y todas las criaturas que compartían en ese instante la peripecia vital de éstos dos ejemplares perdidos. Él se acercó tanto a su cara que rozó las guedejas de pelo revuelto, mojado, con algún resto de barro. Le pareció la criatura más hermosa. Ella mostró las palmas de sus manos. Quizá le quería decir que estaba herida. Las manos de la muchacha terminaron en la cara del joven, dejando una marca de vida que no borraría ya ni ese agua ni la del resto de los días. Los cuerpos rodaron por el barro casi hasta la orilla de aquel río que les daba cada día a ambos de comer, en diferentes tramos de ribera. Y se alimentaron saciando un hambre que nunca antes habían tenido. Una que ya no dejarían nunca de tener.
La noche había caído y ellos dormían abrazados, sobre hojas húmedas, ajenos a los peligros del bosque en esas horas de caza nocturna de tantas alimañas. Ella despertó. Le miró y, en un gesto instintivo de defensa, se fue. Él tardaría algunas horas en despertar. La buscó aquel amanecer. La buscó los siguientes. Cada vez que salía, sólo o en compañía, a recolectar o a cazar, la presa codiciada siempre era ella. Y aquella mañana de verano la encontró. Estaba metida en el río hasta la cintura. Intentaba pescar torpemente. Él se acercó. Le reconoció y emitió aquel sonido, aquella protopalabra que sonó dulce, lasciva, inocente. Gur. En el lecho de aquel río, aquella mujer nombró a su amante. Él abrió la boca y de su garganta salió nítida, prístina la palabra Jum. Ellos no lo sabían, pero aquel era un bautismo pagano avant la lettre. Sólo tenían el lenguaje de sus cuerpos hasta entonces. El de las miradas. Desde ahora también estaba el de la identidad. El que les hacía únicos para el otro. El que les distinguía de todos los demás. Ahora, cada vez que se separaban y volvía cada uno con los suyos, se despedían tranquilos. Habían dado un salto de gigante. Cada vez que se añoraban, volvían a sus tierras de romance, a su territorio de sublime caza, y sólo tenían que aullar aquellos nombres inventados, funcionales. Gur. Jum. Y el otro acudía a la llamada. Acudía presuroso por la umbría y el claro como los jabalíes salvajes tras sus crías. Acudía con el corazón botando en el pecho. Acudía casi aullando.
La mañana en que ella no acudió, en la zona oscura del bosque el rocío no se derretía ya en las horas centrales del día. El verano había acabado y era ya preciso cubrirse con más pieles. La buscó por todo el bosque hasta que dio con ella. Tendida en el suelo. No contestaba a la llamada. Jum. Jum. Jum… La zarandeó un poco. Le horrorizó que le hubiese pasado lo mismo que él ya tantas veces había visto. Cuando la vida abandona los cuerpos y ya no vuelven a levantarse, ni a comer, ni a cazar. A medida que pasaban las horas fue cediendo a esa idea y pensó en irse. Pero entonces notó aquel escalofrío en la nuca. Se llevó la mano al cuello y la empapó en su propia sangre. Cayó fulminado hacia delante. Vio los pies de aquella gente. Los aullidos guturales de uno de ellos abrazando el cuerpo inerte de la chica. Las lágrimas, los infernales cánticos mientras a él la vida se le iba en ese fino hilo de sangre que caía al lado de sus ojos en las hojas y precipitaba despacio hasta el río. Pensó que el río benefactor se alimentaba ahora de él. Que era justo. Oyó el canto de algún pájaro en medio de un sopor casi dulzón. Notó cómo su corazón perdía brío. Pero aún tuvo tiempo y fuerzas para girarse y mirarla. Ausente de la grey desconocida y enemiga, hizo algo que desarmó a todos los guerreros. Abrió su boca por última vez y la nombró. Jum. Después la abrazó. Y después murió. Quizá la superstición nació aquel frío día neolítico al lado de aquel río italiano. El hecho es que ninguno de aquellos hombres tuvo valor para separar a los amantes. Allí fueron enterrados. Ningún abrazo humano ha durado tanto. El río sigue pasando. Pasmado. Aún espera volver a bañar algo tan hermoso.
José Luis Pajares Iglesias. Enero 2014.
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(El 6 de febrero de 2007, en el municipio industrial de Valdaro, en las afueras de Mantua, fueron encontrados los esqueletos abrazados de un hombre y una mujer. Jóvenes. Él de 20 años. Ella de 18. Sepultados juntos hace más de 6000 años. Con los rostros enfrentados y los brazos y las piernas entrecruzados. Es un caso único de doble sepelio en el Neolítico. Son conocidos como los amantes de Valdaro.)

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