Jep Gambardella
7 de diciembre
El consejo que Diderot da a los actores es el siguiente: “No expliques nada si quieres que se te entienda”. Todo lo que ha de transmitir, el actor ha de llevarlo incorporado en su sola presencia, en la dicción de la voz, en la mirada, en su silencio, sus pasos, su inmovilidad, en un aura que solo puedo definir como ‘atracción’. Un actor ha de atraer, en el sentido de capturar la atención en su totalidad y hasta la sumisión. El espectador ha de estar sometido a él, poseído por él, y sin que el actor deba explicar nada: basta con estar.
El consejo que Diderot da a los actores es el siguiente: “No expliques nada si quieres que se te entienda”. Todo lo que ha de transmitir, el actor ha de llevarlo incorporado en su sola presencia, en la dicción de la voz, en la mirada, en su silencio, sus pasos, su inmovilidad, en un aura que solo puedo definir como ‘atracción’. Un actor ha de atraer, en el sentido de capturar la atención en su totalidad y hasta la sumisión. El espectador ha de estar sometido a él, poseído por él, y sin que el actor deba explicar nada: basta con estar.
Pienso en ese ‘estar inexplicado’ mientras sigo recreando en mi cabeza la impresionante actuación de un actor extraordinario: Toni Servillo. Es el protagonista absoluto de la obra maestra de Paolo Sorrentino ‘La gran belleza’, película maravillosa que solo es comparable a sí misma. Y a la maravilla contribuye en mucho el papel de Servillo, convertido ya para siempre en ese Jep Gambardella que pasará a la historia del cine. La voz nasal y precipitada de Servillo, que encadena las sílabas tan dejadamente que enfatiza la monotonía; la estatuaria delicuescencia de su rostro; la verticalidad de su caminar lento; la expresión cansada e irónica, oblicua; la mirada fría en unos ojos que delatan astucia, todo eso con lo que Toni Servillo ha sabido dotar al personaje de Jep Gambardella nos lo hace un arquetipo único y contemporáneo. Ese cronista de la vanidad, impostor de la ligereza, amante de lo mundano, bordeador de la ternura, rey de la vacuidad y señor del instante que es Gambardella, se dota con Servillo de melancolía, ambición, falta de escrúpulos, indolencia, frivolidad y elegancia heroica. Todos los matices universales pero concretos que ya en otras películas como ‘Il Divo’ o ‘Gomorra’ Servillo estuvo explorando. Es un actor magnético que transmite como nadie la imagen del hombre desgastado, testigo amoral que huye hacia delante, ya sea interpretando a Giulio Andreotti o a un mafioso de tercera napolitano.
Se ha comparado ‘La gran belleza’ con ‘La dolce vita’. Sorrentino homenajea a Fellini reconociéndolo como de la misma estirpe. Porque, siendo distintas, ambas películas son iguales: ambas guardan en su interior el as en la manga de lo portentoso. Ese portento que capta Gambardella ante una jirafa o ante la bellísima escena de los flamencos. Las dos son el mismo retrato de un mundo inane y contemporáneo, un parnaso mundano inmerso en la banalidad: la de la decadencia de los excesos, la del hechizo de la felicidad. Y para decadencias, nada mejor que Roma, la ciudad que ha sabido hacerse profesional de los imperios decadentes. Y de las sofisticaciones. ‘La gran belleza’ es Roma, y Jep Gambardella su último, inmenso emperador.
10 de diciembre
Sobre la crítica literaria. Sigo con Diderot, cuya lectura es siempre una bocanada de inteligente alegría, y caigo en un lúcido texto suyo acerca de los críticos. “Los viajeros –escribe Diderot– hablan de una especie de hombres salvajes que lanzan dardos envenenados. Lo mismo hacen nuestros críticos”. Esta imagen sigue siendo válida hoy en día. Más adelante, Diderot dice que los críticos “no pierden jamás la alta opinión que tienen de sí mismos”. Y añade: “El papel de un autor es un papel bastante vano; es el de un hombre que se cree capaz de dar lecciones al público. ¿Y el papel del crítico? El del crítico es mucho más vano aún; es el de un hombre que se cree capaz de dar lecciones al que se cree capaz de dárselas al público”. Para el crítico, si el autor ha muerto, toda su obra es un dechado de virtudes; si el autor vive aún, su obra lo es de defectos. En cualquier caso, los críticos nunca aciertan con el verdadero e íntimo defecto del escritor, ese que solo él conoce de sí mismo, manifestado libro tras libro, y que, por su cerrazón, le es vedado al crítico, cuyo criterio solo se basa en su propio gusto y en la presuntuosidad de filtrarlo todo por él.
Sobre la crítica literaria. Sigo con Diderot, cuya lectura es siempre una bocanada de inteligente alegría, y caigo en un lúcido texto suyo acerca de los críticos. “Los viajeros –escribe Diderot– hablan de una especie de hombres salvajes que lanzan dardos envenenados. Lo mismo hacen nuestros críticos”. Esta imagen sigue siendo válida hoy en día. Más adelante, Diderot dice que los críticos “no pierden jamás la alta opinión que tienen de sí mismos”. Y añade: “El papel de un autor es un papel bastante vano; es el de un hombre que se cree capaz de dar lecciones al público. ¿Y el papel del crítico? El del crítico es mucho más vano aún; es el de un hombre que se cree capaz de dar lecciones al que se cree capaz de dárselas al público”. Para el crítico, si el autor ha muerto, toda su obra es un dechado de virtudes; si el autor vive aún, su obra lo es de defectos. En cualquier caso, los críticos nunca aciertan con el verdadero e íntimo defecto del escritor, ese que solo él conoce de sí mismo, manifestado libro tras libro, y que, por su cerrazón, le es vedado al crítico, cuyo criterio solo se basa en su propio gusto y en la presuntuosidad de filtrarlo todo por él.
Los críticos –según Diderot– dicen que aplican un rigor objetivo, pero, siendo realmente partes secundarias de la creación, solo pueden apelar a la subjetividad de su gusto, casi siempre escasamente formado, pobre y anquilosado, cuando no directamente ciego. Quizá lo primero que ha de ser un crítico –según Diderot– es buena persona, “hombre de bien”. Pero eso es mucho pedir, creo yo. Si un crítico es mal padre, pésimo marido, mal amigo, mezquino, violento, maltratador, cretino o ruin, no veo la razón por la que haya de carecer de esos rasgos cuando se enfrenta al hecho de leer. El máximo efecto de la lectura es dejarse poseer por lo ajeno, por el texto, la visión, la percepción y la expresión de otro; es decir, el crítico ha de partir de una postura generosa y receptiva, al leer. Sin embargo, el crítico –según Diderot– ya de partida carece de esa postura, porque se cree juez, ejecutor, verdugo, legislador, en definitiva, superior; y sobre todo se cree impune. Qué cierto es que un escritor, cuando escribe, delata su alma; y un crítico también.
Acaba Diderot su texto sobre los críticos con este gran e irónico final: “Comprendió que aún tenía mucho que aprender. Volvió a su casa. Se encerró allí durante quince años. Se entregó a la historia, a la filosofía, a la moral, a las ciencias y a las artes; y a los cincuenta y cinco años llegó a ser un nombre de bien, un hombre instruido, un hombre de gusto, gran autor y un crítico excelente.” Lo hago mío.
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