martes, marzo 11, 2014

SI EL YO FUERA TEXTO, de Adolfo García Ortega

Web oficial de Adolfo García Ortega





Si el yo fuera texto

Roland Barthes








17 de febrero 
Hay un libro de Roland Barthes que aborda el yo como si fuera un texto. Se trata de ‘Roland Barthes por Roland Barthes’ y data de 1975.  Es un libro autobiográfico, no memorialístico, y en sus páginas el autor repasa aspectos de su vida de modo fragmentario, analizados como él mismo analizaba las obras literarias ajenas. Alcanzaba así un cierto ideal del escritor, que es el improbable logro de leer la propia vida como si se leyera un texto. A partir de esta premisa, de lo que se trataría sería de que la vida de un escritor tuviera tanta riqueza como para ser leída ‘como una novela’ (que es muy distinto de leer una novela ‘como si fuera biografía’).
Muchos escritores que abordan lo autobiográfico, en sus diversos registros –diarios, memorias, testimonios, cartas–, buscan enriquecer su vida con hechos y situaciones que hagan posible un relato convincente. Atesoran experiencias, por así decir, se vuelven hombres de acción. Es el caso de las titánicas ‘Memorias de ultratumba’ de Chateaubriand. Otros, como cuenta Jean-Paul Sartre en su breve libro autobiográfico ‘Las palabras’, asumen con elegancia que precisamente un escritor es escritor porque eleva a rango de grandes hechos vividos las nimiedades de la vida corriente.
En el libro de Barthes se dice que los escritos sobre el Yo tienen un cariz regresivo, ya que implican una mirada hacia atrás –aunque se escriban en el presente, se escriben para ser revisitados más adelante– y suponen también abrir una distancia con uno mismo por medio de la escritura. Ese impulso de hacer del Yo un relato transitivo, esto es, que llegue a un lector diferente del propio yo, es uno de los criterios que más seduce a los escritores. En muchos casos es absorbente; para la mayoría es irresistible; y para la generalidad es una característica de la práctica literaria: tarde o temprano, un escritor termina por dar de bruces consigo mismo.
Para algunos escritores, el verbo ‘contar’ adquiere con frecuencia un rasgo de verbo reflexivo: por decisión propia, ‘contar’ se convierte en ‘contarse’. Y lo hace en su doble acepción, la de contarse como materia del relato (contarse uno mismo) y la de contarse como destinatario del relato (contarse a uno mismo). Se transforma así el texto personal, autoaventurado o autoexpresivo, en una narración, una historia que empieza en un lugar y acaba en otro diferente. Como la vida. Por eso los textos del yo aspiran siempre a atrapar, de un modo u otro, la vida, la propia y la ajena; la ajena como propia y la propia como ajena. En este sentido, la literatura del Yo se vuelve fascinante.
Hay muchos modos de abordar esa primera persona. Se supone que los diarios son para consignar la vida que sucede dentro o en los alrededores de uno mismo. El modo como se perciba, se transmita y se registre esa consignación experiencial es lo que da rango interesante a esos textos. Pero, ¿para qué se hace esa consignación del día a día? ¿Para recordar al releer? ¿Para dejar testimonio de protagonismo, de presencia, de existencia? ¿Y a demanda de quién se hace ese testimonio, ese escrito? ¿Quién lo pide? Estas incógnitas, que apuntan al ulterior sentido gratuito del texto autobiográfico, son las que siempre quedan flotando sobre la superficie de los diarios. El escritor, además, busca en los diarios un modo de informar sobre sus obras, sobre su modo de escribirlas y sobre sí mismo como creador, en la creencia, ingenuamente platónica, de que todo lo que vive en la tierra de su vida tiene su equivalencia en el cielo de sus obras. 
Con todo, la pregunta definitiva que todo texto autobiográfico ha de superar es si un texto sobre uno mismo importa realmente a alguien o no le importa a nadie. La respuesta es clara: depende de quién sea ese ‘uno mismo’.
Tolstoi escribe uno de los diarios más poderosos que puedan leerse. Lo escribió para sí, pero, implícitamente, orientado también a los demás, sin dejar de anotar lo que realmente pensaba. El caso de Josep Pla, que aspiraba a lo mismo que Tolstoi, está matizado por la opción previa de publicar su diario ‘de inmediato’. Por tanto, es un texto artificialmente autobiográfico, porque en realidad es una exhibición consentida. Algo parecido a lo que Andrés Trapiello hace con su obra ingente ‘Salón de los pasos perdidos’, que viene a ser un registro temporal, sistemático y minucioso, de su vida encastrada en la vida de los otros, pero con ‘voluntad de relato sin fin’.
Muy distintos son, en cambio, los diarios privados de Katherine Mansfield o de Sándor Marai. De este último, los diarios del final de su vida son estremecedores, y en ellos se advierte que suponen un refugio, un diálogo consigo mismo como único consuelo de la soledad. Son diarios auténticos, porque son privados, y por tanto póstumos. 
Diarios con vocación de relato moral, hoy en día imprescindibles para entender la Historia y al ser humano en ella, son los de Victor Klemperer (‘Diarios 1933-1945’) o Ernst Jünger (‘Tempestades de acero’). Diarios personales con efecto multiplicador, por la fertilidad de sus palabras, son los de escritores como Witold Gombrowicz, Julio Ramón Ribeyro, John Cheever o Cesare Pavese.
Leyendo todos estos libros, se llega a la conclusión de que la primera persona es una ficción. Porque el escritor –digan lo que digan– siempre pretende ser otro, apropiarse como un dios de su mundo inventado, ser parte de sus propios personajes, definirse mediante la alteridad. Y la plenitud de esa alteridad es fingir un yo ofrecido a los demás para ser leído.

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