sábado, marzo 29, 2014

Un animal que imagina | OCTAVIO PAZ

Un animal que imagina | Cultura | EL PAÍS





Estas lecturas retrospectivas han provocado en mí emociones y sentimientos contradictorios: simpatía y repulsión, por el que yo fui; aprobación y disgusto, por lo que escribí. El asentimiento y la negación conviven y batallan en mi interior. Así, no puedo ni siquiera juzgarme. No me condeno ni tampoco me absuelvo. Me limito a verme y, para decir la verdad, a soportarme. No obstante, en la medida que puedo ser objetivo, que es muy pequeña, advierto que cambio y continuidad son dos notas constantes en mis trabajos poéticos, dos polos, dos extremos contrarios que me han atraído desde que comencé a escribir. Siempre me ha interesado y, más, me ha apasionado, la experimentación y la exploración de formas y territorios poéticos poco conocidos, nuevos. Desde este punto de vista mi poesía se inscribe dentro de la tradición de la literatura moderna, que es una literatura de exploración y de invención.
He procurado definir esta tradición en varios trabajos críticos, especialmente en Los hijos del limo, un libro que lleva por subtítulo ‘Del Romanticismo a la vanguardia’. Esa tradición puede caracterizarse como una serie de rupturas con el pasado y una serie de tentativas por crear un arte nuevo, distinto y único. La antigua estética se fundaba en la imitación de los modelos de la Antigüedad clásica, la moderna, desde el siglo XVIII para acá, en la búsqueda de una nueva belleza. Pero tal vez estamos al final de este periodo y vivimos en el ocaso de la vanguardia. Sea como sea, en mi caso, la exploración de formas poéticas, de nuevas formas, ha coincidido siempre con el amor y el cultivo de las formas tradicionales, del soneto y el endecasílabo, al poema breve en metros cortos. Pero el cambio y la continuidad no solo se entrelazan en las formas poéticas que he frecuentado sino también en los temas y en la sustancia misma de lo que he escrito.
Mi primer libro, Raíz del hombre, fue, hasta cierto punto, una ruptura con la poesía que se escribía por aquellos días en México. Pero el sentido peculiar de esta ruptura se me escapó a mí mismo. En cambio, no se le escapó a Jorge Cuesta, como se ve en la pequeña nota que dedicó a mi libro. Raíz del hombre es un libro torpe, lleno de repeticiones, ingenuidades, faltas de gusto, un libro que me avergüenza haber escrito. Asimismo es un libro que siento mío, no por lo que dice sino por lo que quiere decir y no llega a decir. El movimiento que impulsa cada línea no es hacia fuera sino hacia dentro. No es una búsqueda de nuevas formas, de la novedad, sino una tentativa fallida, es verdad, por volver a la fuente original primordial. La palabra sangre aparece en cada poema con una insistencia obsesiva, monótona. Me parecía en esos días de mi adolescencia una suerte de emblema mágico. El abanico de sus significaciones se resolvía en una: la sangre designaba para mí el mundo del origen, el mundo del principio, la vida elemental, la verdadera vida, en suma. Era una verdadera constelación de significados. Venía, por una parte, del novelista inglés D. H. Lawrence, que yo leí mucho en mi primera juventud. Venía también del poeta alemán Novalis para el que la sangre tiene un valor, una significación mística, a la vez corporal y espiritual. Confluían con esas ideas las visiones del mundo precolombino, especialmente la visión azteca con su creencia en la sangre como una sustancia mágica que ponía en movimiento al cosmos y que era el alimento sagrado de los dioses. Por último, la palabra, y sus oscuras asociaciones, venía de mí, de la parte más honda de mi ser. Pronto abandoné esa palabra como un gastado talismán verbal, pero el subsuelo psíquico en el que, como una verdadera raíz —raíz del hombre—, se hundía, permaneció intacto. Era y es el fondo, el sustento de mi poesía, la sustancia que la alimenta.

En otro pasaje del mismo texto de 1942: “El amor es nostalgia de nuestro origen, oscuro movimiento del hombre hacia su raíz, hacia su nacimiento. En cada hombre y en cada mujer —diría hoy— están todos los mundos y, también, todos los tiempos. El amor es la tentativa por volver a la unidad original o, al menos, por vislumbrarla”. Podría multiplicar las citas, pero me limitaré a señalar que unos años después, en
 El laberinto de la soledad reaparece esta idea. Todo en la vida moderna tiende a hacer de nosotros sus expulsados de la vida, pero también todo en nuestro interior nos impulsa a volver, a descender al mundo de donde fuimos arrancados. Si le pedimos al amor que siendo deseo, es hambre de comunión, es hambre de caer y de morir tanto como de vivir y de nacer, le pedimos al amor que nos dé un pedazo de vida verdadera, un pedazo de muerte verdadera. Y más tarde, en El arco y la lira, quizá con mayor claridad, digo: “El impulso de regreso es la fuerza de gravedad del amor, la persona amada nos exalta, nos hace salir fuera de nosotros y, simultáneamente, nos hace volver a nosotros, nos hace volver a ser. La amada —dice el poeta español Antonio Machado— es una con el amante, no en el término del proceso erótico, sino en su principio, y acierta doblemente. La amada es una con el amado y la amada con el amado en dos modos simultáneos, como presentimiento y como recuerdo: el presentimiento de la unidad deseada es al mismo tiempo un recuerdo de aquella unidad original perdida, verdadera subversión del tiempo lineal, lo que recordamos es aquello que presentimos, en la poesía y en el amor, también en otras experiencias, como las experiencias de la vida contemplativa, y en estas, quizá con mayor fuerza y nitidez, el hombre regresa a sí mismo, y ese regreso es una recuperación de la unidad original. No regresamos a nuestro pobre yo, sino al otro, o mejor dicho, a lo otro”. En suma, siempre he creído —confieso que hablo de mis creencias y no de mis ideas— que la conciencia poética es la revelación de nuestra condición original, y que esa condición no es solo otra situación, como diría un filósofo moderno, un ser esto o aquello, sino un con estar, un ser con alguien y con algo. Ese algo es lo que llamamos “el mundo” o “el cosmos” o “el universo”: no aquello en que estamos sino aquello con lo que estamos. La poesía, una vez más, nos lanza fuera de nosotros mismos hacia lo desconocido. Es una exploración y una búsqueda de lo nuevo. Al mismo tiempo, es una vuelta, un recordar, un volver a ser, un volver al ser.En uno de mis primeros trabajos críticos Poesía de soledad y poesía de comunión (1942) vuelvo a este tema aunque desde una perspectiva ligeramente distinta. Comparo el amor con la poesía y digo: “En el amor, la pareja intenta participar otra vez en ese estado en el que la muerte y la vida, la necesidad y la satisfacción, el sueño y el acto, la palabra y la imagen, el tiempo y el espacio, el fruto y los labios, se confunden en una sola realidad. Los amantes defienden asustados, cada vez más antiguos y desnudos. Rescatan al animal humillado y al vegetal somnoliento, que viven en cada uno de nosotros. Y tienen el presentimiento de la pura energía que mueve al universo y de la inercia en que se transforma el vértigo de esa energía”. En aquella época yo no había leído a Breton. Más tarde, me encontré que él dice algo parecido, lo dijo antes de mí, pero esta coincidencia fue absolutamente una coincidencia.
La segunda sección de Ladera este se llama ‘Hacia el comienzo’. El título corresponde a las creencias y preocupaciones que acabo de enunciar. Lo mismo sucede con los poemas. En estos poemas la vida anterior, en el sentido que Baudelaire daba a esta expresión, regresa. Es decir, es la vida del comienzo. Pero quizá “vida anterior” es una expresión imperfecta como lo es “la vida futura”. Ambas expresiones son hijas del tiempo lineal, sucesivo, en que el ayer está antes del hoy y el hoy antes del mañana. En el tiempo del amor como en el tiempo de la poesía, por supuesto, y también y sobre todo, en el tiempo de los contemplativos, participamos en una verdadera conjunción. Ayer, hoy y mañana se resuelven en una presencia. Durante un instante o un siglo esta experiencia nos hace ver o vislumbrar, en el cambio la identidad y la permanencia en el transcurrir. No me extenderé en esta paradoja porque creo que es realmente indecible, indemostrable. Es un desafío al lenguaje y a la razón. Solo el arte y la poesía, en contadas ocasiones pueden expresarlo, pero todos nosotros, sin excepción, aunque casi siempre hemos olvidado esa experiencia, que generalmente se sitúa en la infancia y en la adolescencia, hemos vivido por un instante esta conjunción de los tiempos. Y aquí vale la pena subrayar que se trata de una concepción y una experiencia que contradicen la concepción central de la época moderna. Desde hace tres siglos, primero los pueblos de Occidente y ahora el planeta entero creen en la historia como un avance continuo, salvo unos cuantos grupos marginales dispersos aquí y allá (por ejemplo, núcleos de supervivientes de los llamados “primitivos” y grupos de civilizados disidentes decepcionados de los espejismos de las sociedades modernas), la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos adora el futuro. Para casi todos nosotros no es el pasado sino el futuro el que será mejor. En esto coinciden tirios y troyanos, capitalistas y comunistas. El culto al progreso es la creencia básica del hombre moderno. Esta creencia no sé si llamarla “subreligión” o “superstición” se opone a una de las tendencias centrales del hombre, tal como la revelan la poesía, el amor y la contemplación. Se ha definido al hombre como un animal o un ser que fabrica útiles, Homo faber.
Se le ha definido como un animal racional, como un animal político, o bien, como un producto de la historia cuya conciencia está determinada por las fuerzas sociales de producción. Las definiciones son muchas y casi todas ellas son probablemente ciertas. Ninguna de ellas es además incompatible con la idea del progreso. Pero el hombre, también, es un ser que desea y, porque desea, es un ser que imagina. Su imaginar es el presentir. Es un presentir que es un recordar, que es una exploración de lo desconocido que es, asimismo, una búsqueda del origen. Pues bien, como ser de deseos, como ser que desea, como ser que fabrica imágenes de su deseo que son un presentir, que son también un recordar, el hombre no es un sujeto de progreso sino de regreso. No quiere ir más allá, sino quiere volver hacia sí mismo. Por eso, frente al culto público al progreso ha existido, desde el periodo romántico, el culto secreto, casi clandestino, y contra la corriente, a la poesía. Una de las heterodoxias del mundo moderno, desde hace dos siglos, ha sido la poesía. La poesía y el arte sucesivamente expulsados y, después, hipócritamente consagrados por los poderes sociales.
Otra de las transgresiones de las sociedades modernas ha sido el amor. Ambos, amor y poesía son experiencias no productivas, son antiproductivas, y han sido y son negaciones del mundo moderno. Apenas necesito aclarar que yo llamo “amor” nada tiene que ver con la revolución erótica o con la revolución sexual. Yo no estoy en contra de la libertad sexual, pero el amor es otra cosa. El amor no es ni una higiene ni una política. Es amor es un destino, una vocación, una pasión, como quieran llamarlo ustedes, pero no una pedagogía. Pero todo ha cambiado. En los últimos años hemos oído muchas voces de alarma que nos anuncian catástrofes inminentes y universales. Unos denuncian el excesivo crecimiento de la especie humana y sus previsibles consecuencias, dictaduras, hambres, guerras; otros nos advierten que los recursos naturales son limitados como se ve ya en la crisis de los energéticos; otros más hablan de la contaminación del aire y del agua, del calentamiento excesivo de la atmósfera o de la amenaza atómica. Lo más notable es que todos estos vaticinios pesimistas vienen de las universidades y los institutos que hace apenas unos años, todavía, eran las fortalezas intelectuales de la creencia en un progreso basado en los avances de la ciencia y la técnica. Hoy la creencia en el progreso continuo e infinito se bambolea. No digo que sea falsa, digo que se bambolea. Sus sacerdotes, los científicos y los técnicos han dejado de creer en esta divinidad abstracta inventada por los filósofos del siglo XVIII y del XIX. “Pero si dejamos de creer en el progreso, ¿en qué vamos a creer?”, se preguntan muchos. Aquí los poetas, en el sentido más amplio de la palabra poeta, es decir, los hacedores de formas y de imágenes, desde los novelistas y escritores de imaginación hasta los pintores y los músicos, tienen algo que decir. Fueron los guardianes de un culto clandestino y marginal. Ahora pueden ofrecer una respuesta al progreso, el regreso. (…)

Extracto de la conferencia dictada por Octavio Paz en el Colegio Nacional de México el 18 de marzo de 1975. Forma parte del volumen que la editorial Atalanta publicará en España con el título de Octavio Paz. Itinerario poético.

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